ARIZONA, 15 de junio
De pie, entre sus maletas, junto al césped que crecía en un extremo del modesto aeropuerto, Jonathan contemplaba cómo el reactor de la CII en el que había viajado giraba y, con una majestuosa transformación de su potencia en polución, se dirigía hacia la zona cubierta. La ola de calor procedente del motor enturbiaba el paisaje. Su átono rugido era atroz.
Del otro lado de la franja, un Land Rover nuevo pero abollado surgió veloz entre dos hangares de metal ondulado, derrapó al dar un giro de noventa grados —llenando de polvo a unos irritados mecánicos—, rebotó y levantó las cuatro ruedas del suelo sobre un montón de grava, logrando esquivar una avioneta Piper que se estaba calentando y provocando una violenta sarta de insultos entre conductor y piloto. Luego se precipitó hacia Jonathan a toda velocidad, hasta que, en el último momento, los frenos de las cuatro ruedas quedaron clavados y el Rover chirrió, deteniéndose de lado, con el parachoques a unos centímetros de la rodilla de Jonathan.
Big Ben Bowman salió antes de que aquel destartalado vehículo dejara de balancearse.
—¡Jon! ¡Malditos mis ojos! ¿Cómo estás? —Le arrancó a Jonathan una maleta de la mano y la arrojó al fondo del vehículo, sin preocupación alguna por su contenido—. Voy a decirte algo, viejo amigo: vamos a beber una cerveza antes de salir de aquí, ¿eh? —Sus anchas y peludas manos se cerraron sobre el antebrazo de Jonathan; después de un violento abrazo, Jonathan sufrió la inspección—. Tienes muy buen aspecto, viejo. Un poco blando, tal vez. Pero ¡maldita sea si no me alegro de verte! Espera a ver mi viejo local. Tiene…
El rugido del avión de la CII, que rodaba antes de despegar, eclipsaba todo sonido, pero Big Ben seguía hablando sin preocuparse por ello, mientras cargaba la segunda bolsa de Jonathan y metía a su propietario dentro del Rover. Ben saltó por encima del coche antes de precipitarse al volante. Lo puso en marcha de un manotazo y salieron en estampida, rebotando por encima de la zanja de drenaje del campo al describir un brusco giro que les hizo derrapar. Jonathan se agarró al asiento y empezó a gritar al ver el avión de la CII rugiendo hacia ellos por la derecha; corrieron paralelos al avión por un momento, bajo la sombra de su ala.
—¡Ni hablar! —le gritó Ben por encima del estruendo, y giró hacia la izquierda, pasando tan cerca del avión que Jonathan sintió el chorro de aire caliente y arenoso del motor.
—¡Por el amor de Dios, Ben!
Este soltó unas carcajadas hilarantes y apretó el acelerador. Acortaron por los dispares edificios del aeropuerto, sin seguir las rutas señaladas, saltando por la acera hasta llegar a la carretera principal y sorteando el tráfico con un giro de ciento ochenta grados, que hizo chirriar los frenos y protestar airadamente a los cláxones. Ben hizo el clásico gesto ofensivo con un dedo levantado a los disgustados conductores.
A unos dos kilómetros de la ciudad, se desviaron de la carretera principal para entrar en un sucio sendero.
—Aquí abajo, viejo —gritó Ben—. ¿Te acuerdas?
—Unos treinta kilómetros, ¿no?
—Sí, más o menos. Los hago en dieciocho minutos, si no tengo prisa.
Jonathan se agarró a la manecilla y dijo con tanta indiferencia como pudo:
—No creo que haya motivo especial para tener prisa, Ben.
—¡No vas a reconocer mi viejo lugar!
—Espero tener oportunidad de verlo.
—¿Qué?
—Nada.
Mientras corrían y saltaban sobre los baches, Ben le explicó alguna de las mejoras que había llevado a cabo. Evidentemente, el carácter esencial de su escuela de alpinismo era ahora el de una especie de lugar de recreo. Miraba a Jonathan mientras hablaba, fijándose en la carretera únicamente para corregir algún movimiento cuando notaba que las ruedas pisaban algo blando. Jonathan había olvidado el estilo neurótico de Ben al conducir. Ante una montaña con rocas para apoyarse, era el hombre que prefería tener a su lado, pero en el asiento del conductor…
—¡Eh! ¡Eh! ¡Espera!
Se encontraron de pronto en una curva muy pronunciada y con demasiada velocidad para cogerla. El Rover rebotó y las ruedas del extremo de Jonathan se hundieron en la blanda arena. Durante un momento interminable, se balancearon sobre ellas; luego, Ben giró a la derecha, lanzó de nuevo las ruedas sobre la arena y comenzó a patinar, pero giró el volante mientras derrapaba y apretó el acelerador, convirtiendo aquel derrapaje en un fuerte deslizamiento que volvió a precipitarlos sobre la carretera.
—¡Coño! ¡Pues no me olvido cada vez de esta curva!
—Ben, creo que prefiero ir andando.
—Bueno, bueno.
Se echó a reír y redujo la velocidad durante algún tiempo, pero inevitable y gradualmente volvió a aumentarla, y, al cabo de pocos minutos, las manos de Jonathan estaban aferrándose de nuevo a la manecilla. Decidió que no iba a conseguir nada intentando guiar el Land Rover mediante una concentración positiva, por lo que se relajó con fatalismo y trató de vaciar su mente de todo pensamiento.
Big Ben se reía entre dientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Jonathan.
—Estaba pensando en el Aconcagua. ¿Recuerdas lo que le hice a esa vieja bestia?
—Lo recuerdo.
Se habían conocido en los Alpes. La diferencia de temperamento indicaba un equipo poco apropiado y ninguno de los dos vio con agrado su colaboración mutua cuando sus compañeros renunciaron a una escalada que habían planeado. Con gran recelo, decidieron hacer la escalada juntos, tratándose mutuamente con esa cortesía que sustituye a la amistad. Lentamente y de mala gana fueron descubriendo que su habilidad como alpinistas se acoplaba para crear un poderoso equipo. Jonathan atacaba una montaña como un problema matemático, escogiendo las rutas, considerando las provisiones y su energía y tiempo. Big Ben conseguía vencer el muro con su fuerza descomunal y su voluntad indomable. Los demás escaladores acabaron por llamarles «El Estoque» y «La Maza», apodos que llamaron la atención de algunos escritores que comentaron sus hazañas en artículos para revistas de alpinismo. Jonathan estaba especialmente capacitado para la escalada de rocas, donde las minuciosas tácticas de nivelación y apoyo convenían a su estilo intelectual. Big Ben llevaba la dirección cuando se enfrentaban con inclemencias inesperadas y con hielo, jadeando y resoplando entre los montículos de nieve, abriéndose paso hacia arriba como una implacable máquina del destino.
En el vivac, sus diferentes personalidades actuaban de nuevo como lubricantes para la fricción social que provocan esas zonas incómodas y a menudo peligrosas. Ben era diez años mayor, locuaz, con un gran sentido del humor. Tan distintos eran sus orígenes y valores que nunca competían entre sí. Incluso una vez en el refugio, celebraban su victoria de distinto modo, con gente diferente y recompensándose con un tipo totalmente opuesto de chicas.
Durante seis años, pasaron juntos la estación de alpinismo conquistando picos: Walker, Dru, los Canadian Rockies. Y su fama internacional no se veía en modo alguno oscurecida por las contribuciones que hacía Jonathan a publicaciones de montañismo, en las que sus hazañas quedaban impresas con una calculada y flemática exposición que acabó por convertirse en el estilo usual de tales revistas.
Resultó natural, por consiguiente, que cuando un equipo de jóvenes alemanes decidió escalar el Aconcagua, el pico más alto del hemisferio occidental, acudieran a Jonathan y a Ben para que les acompañaran. Ben se entusiasmó especialmente; era su tipo de escalada, un ascenso pesado, de desgaste humano, que requería poca táctica de superficie, pero mucha resistencia y energía.
La respuesta de Jonathan fue más fría. Como era justo, considerando que ellos habían concebido el plan, los alemanes iban a ser los primeros en subir, Jonathan y Ben actuarían como apoyo y atacarían el pico sólo si algo adverso ocurría a los alemanes. El procedimiento era justo, pero no era la costumbre de Jonathan. A diferencia de Ben, que adoraba cada paso de la subida, Jonathan escalaba por la victoria. Los considerables gastos menguaban también su interés, así como el hecho de que su especial talento iba a ocupar un puesto secundario en una escalada como aquella. Sin embargo, Ben no podía quedar abandonado. Resolvió sus problemas financieros vendiendo el pequeño rancho que constituía su medio de vida, y, con una larga llamada telefónica convenció a Jonathan, haciéndole ver que, teniendo en cuenta su edad, sería probablemente la última escalada importante de su vida.
Y resultó que tema razón.
Desde el mar, el Aconcagua parece emerger detrás de Valparaíso como un cono regular a cierta distancia, de forma suave, pero llegar hasta allí es extremadamente difícil. Su base está encerrada en un laberinto de montañas más bajas y el equipo pasó una semana entre las violentas tormentas de la jungla y los barrancos polvorientos, pues seguían al pie de la letra la antigua ruta Fitzgerald.
No hay en el mundo una escalada más desmoralizadora que la de ese montón de roca podrida y hielo. Destroza a los hombres, no con la noble embestida de un Eigerwand o un Nanga Parbat, sino desgastando los nervios y el cuerpo hasta convertir a esa persona en un maníaco balbuceante y lloroso. Ningún paso de la montaña es especialmente difícil, ni siquiera interesante en el sentido alpino. No es exagerado decir que cualquier deportista profano podría aguantar bien hasta trescientos metros de escalada con un equipo adecuado para la temperatura. Pero el Aconcagua tiene miles y miles de metros. Hay que escalar hora tras hora por esquistos y rocas desiguales, a través de morrenas y glaciares agrietados, un día tras otro, sin ninguna sensación de proximidad a la cima. Una y otra vez, las tormentas intermitentes que envuelven las cimas detienen a los escaladores por tiempo indefinido, tal vez para siempre. Y ese montón de desperdicios, abandonado desde los tiempos de la Creación, sigue hacia arriba.
A unos mil metros de la cima, uno de los alemanes se rindió, desmoralizado completamente por el mal de montaña y por el frío.
—¿Para qué? —preguntó—. En realidad, no importa.
Todos sabían lo que quería decir. El desafío técnico del Aconcagua es tan imperceptible que no es tanto un mérito en la carrera de un alpinista como un reconocimiento del deseo latente por la muerte lo que atrae a tantos hombres.
Pero ninguna montaña iba a detener a Big Ben. Y no podía ni pensarse en que Jonathan le dejara subir solo. Decidieron que los alemanes se quedarían donde estaban e intentarían mejorar las condiciones del campamento para recibir al nuevo equipo cuando descendieran tambaleándose de la cima.
Los quinientos metros siguientes costaron a Ben y a Jonathan todo un día y perdieron la mitad de sus provisiones en una caída.
Al día siguiente se vieron detenidos por una tormenta intermitente. El fuego de San Telmo centelleaba en la punta de sus hachas para hielo. Con dedos entumecidos se agarraron a los bordes de la cinta de lona que era su única protección contra los rugidos del viento. La fibra se hinchaba y se agitaba con sacudidas semejantes a disparos; giraba y se contorsionaba en sus manos congeladas como un loco herido en busca de venganza.
Al llegar la noche, cesó la tormenta y tuvieron que despegarse de la tela con manos incapaces de relajarse. Jonathan tenía ya suficiente. Le dijo a Ben que deberían regresar a la mañana siguiente.
Ben apretó los dientes y lágrimas de frustración se escaparon de sus ojos, congelándose en los pelos de su barba.
—¡Maldita sea esta montaña congelada!
Luego perdió el control y empezó a correr por la montaña, golpeándola con su piolet y castigándola hasta que el aire punzante y el cansancio le dejaron jadeante sobre la nieve. Jonathan le ayudó a incorporarse y a volver a su mísero refugio. Cuando oscureció por completo, estaban ya acomodados lo mejor posible. El viento gemía, pero la tormenta seguía al acecho. Descansaron un poco.
—¿Sabes lo que pasa, viejo? —preguntó Ben en la oscuridad. Estaba otra vez tranquilo, pero los dientes le castañeteaban de frío, con lo que su voz tenía un sonido inestable y temible—. Estoy cada día más viejo, Jon. Esta va a ser mi última montaña. Y ¡maldito sea mi culo si esta vieja bestia va a vencerme! ¿Me entiendes?
Jonathan alargó la mano en la oscuridad y tomó la de Ben.
Un cuarto de hora después, la voz de Ben sonaba tranquila y pausada.
—Lo intentaremos mañana, ¿eh?
—De acuerdo —dijo Jonathan.
Pese a todo, no le creyó.
El amanecer trajo consigo el mal tiempo y Jonathan abandonó toda esperanza de alcanzar la cumbre. Su única preocupación consistía ahora en llegar vivo hasta abajo.
Hacia el mediodía el tiempo mejoró y salieron de su refugio. Antes de que Jonathan pudiera expresar sus razones para iniciar la vuelta, Ben se puso a subir con determinación. No podía hacer sino seguirle.
Seis horas después, llegaron a la cima. El recuerdo que tenía Jonathan de la última etapa era algo borroso. Poco a poco, luchando contra el empuje del viento y hundiéndose hasta la ingle en la nieve blanda. Fueron subiendo ciegamente, tropezando y resbalando, concentrados en la tarea de avanzar otro paso. Una vez en la cima, no pudieron ver ni a medio metro de distancia, acosados por los torbellinos de nieve.
—¡Ni siquiera una maldita vista! —se lamentó Ben.
Forcejeó con la correa de sus pantalones de plástico y se los quitó; después de luchar con los pantalones de lana, se deshizo de ellos y expresó libremente su desprecio por el Aconcagua al viejo y elocuente estilo.
Cuando iniciaron el camino de vuelta, deseosos de llegar pronto pero con miedo a las avalanchas, Jonathan observó que Ben andaba de modo torpe e inseguro.
—¿Qué te pasa?
—No tengo pies aquí abajo, viejo.
—¿Desde cuándo?
—Un par de horas, supongo.
Jonathan cavó un pequeño refugio en la nieve y le quitó las botas a Ben. Tenía los dedos de los pies blancos y duros como marfil. Durante un cuarto de hora Jonathan apretó aquella carne congelada contra su pecho, dentro de la chaqueta. Ben aullaba y le insultaba al recobrar la sensibilidad de un pie, por el dolor que eso significaba; pero el otro seguía rígido y blanco, y Jonathan sabía que no conseguiría nada más con aquel método. Además, corrían el grave peligro de verse alcanzados por una tormenta si continuaban al aire libre. Reanudaron, pues, la marcha.
Los alemanes se portaron magníficamente. Cuando llegaron tambaleándose al campamento, tomaron a Ben de los brazos de Jonathan y le llevaron hasta abajo. Jonathan no podía más que seguirles, vacilando y tropezando contra el viento, cegado por la nieve.
Ben parecía incómodo y fuera de lugar sentado junto a un montón de almohadones en el hospital de Valparaíso. Por decir algo, Jonathan le acusó de fingirse enfermo para poder dedicarse a conquistar enfermeras cada noche.
—No las tocaría ni con una pértiga, viejo. Quien se aprovecha para arrancar los dedos de los pies a un hombre cuando éste no mira, ha sacado ya bastante de él.
Esa fue la última mención que hizo de la amputación de los dedos. Ambos sabían que Big Ben no volvería a ser nunca un buen alpinista. No experimentaron sensación de fracaso ni de éxito al contemplar la montaña dentro del mar desde la popa de su barco. Ni ellos se sentían orgullosos de haberlo conseguido, ni los alemanes sentían vergüenza alguna por haber fracasado. ¡Eso es lo que ocurre con ese montón de mierda fosilizada!
Una vez en Estados Unidos, Ben decidió establecer su escuela de alpinismo en una zona de Arizona, en cuya naturaleza abundan los problemas del montañismo. Tan poca gente estaba interesada en el difícil entrenamiento que ofrecía, que Jonathan se preguntaba cómo conseguía mantenerse a flote. En realidad, tanto él como otros veinte alpinistas de categoría se ofrecieron a patrocinar la escuela de Ben, pero eso fue todo, patrocinarla. Las repetidas discusiones que tenía para obligar a Ben a aceptar dinero a cambio de su alojamiento y su entrenamiento incomodaban a Jonathan y dejó de ir por allí. Poco después, abandonó por entero el alpinismo, pues su nueva casa y su colección de cuadros absorbieron todo su interés.
—Sí —exclamó Ben, una vez sentados de nuevo en el coche tras un difícil bache—. Ya le arreglé yo las cuentas a esa vieja alimaña, ¿eh?
—¿Has pensado alguna vez en lo que habría pasado si hubieras tenido congelación local? Ben se echó a reír.
—¡Oh, dioses! Todo hubiera sido llanto y desconsuelo en la reserva y montones de muchachas indias derramando lágrimas, viejo.
Subieron una pequeña cuesta y empezaron a seguir las curvas hacia el valle de Ben, dejando una creciente estela de polvo tras ellos. Jonathan quedó asombrado al ver la propiedad. Desde luego, había cambiado. Ya no era aquel modesto conjunto de casetas junto a una cocina. Había una gran piscina color esmeralda fluorescente, rodeada, por tres lados, por el cuerpo y las alas de un edificio pseudoindio y lo que parecía una terraza llena de gente en traje de baño, con muy poco aspecto de alpinistas. No había comparación posible entre aquello y la espartana escuela de entrenamiento que él recordaba.
—¿Desde cuándo tienes todo esto? —preguntó mientras descendían por la empinada cuesta.
—Unos dos años. ¿Te gusta?
—Impresionante.
Aceleraron al cruzar la zona de gravilla del aparcamiento, chocando contra un tronco antes de la brusca parada. Jonathan salió despacio y estiró la espalda para volver a poner los huesos en su sitio. Ver la tierra inmóvil bajo sus pies constituía un verdadero placer.
Una vez sentados bajo la sombra fresca del bar, concentrándose en dos rebosantes jarras de cerveza, Jonathan gozó de tranquilidad y tiempo suficientes para contemplar a su anfitrión. Una virilidad robusta se desprendía de cada detalle de la cara de Ben, desde el espeso y corto cabello plateado hasta el rostro ancho y apergaminado, que parecía haber sido diseñado por Hormel y cincelado con un torpe sable. Dos profundos surcos cruzaban sus curtidas mejillas y los ángulos de los ojos disponían las arrugas en un dibujo semejante a una fotografía aérea del Delta del Nilo.
Al terminar las dos primeras cervezas, Ben hizo señas al barman indio para pedirle dos más. Jonathan recordó que la épica predilección de Ben por la cerveza había llegado a ser objeto de comentario y admiración entre la comunidad montañera.
—Muy elegante —admitió Jonathan, echando un vistazo a su alrededor.
—Eso. Empieza ya a tener el aspecto que tendrá después del invierno.
El bar estaba separado de la terraza por un muro bajo de piedra local, a través del cual una corriente artificial de aire pasaba entre las mesas situadas sobre una pequeña isla de roca; ésta se unía a los pasillos por un puente arqueado de piedra. Una pareja vestida con ropa deportiva charlaba plácidamente con sus copas llenas de hielo, disfrutando del aire acondicionado e ignorando la insípida música procedente de insistentes aunque discretos altavoces. En un extremo había una pared de cristal a través de la cual podían verse la piscina y los bañistas. Se fijó también en un despliegue de hombres de próspero aspecto y piel bronceada, sentados en grupos y bebiendo junto a las mesas de hierro, o apoyados en el borde de tumbonas de tonos chillones, concentrados en las cotizaciones de bolsa y con el estómago colgando entre las piernas. Algunos paseaban sin propósito fijo junto a la piscina.
Las jóvenes estaban recostadas de forma indolente en las tumbonas; la mayoría, con una rodilla levantada, descubrían la parte interior del muslo. Sus gafas de sol estaban orientadas hacia libros y revistas, pero sus ojos escudriñaban, por encima, el panorama.
Ben miró a Jonathan por un momento, con los caídos ojos azules, arrugadas las comisuras. Asintió con la cabeza.
—Sí, es realmente fantástico volver a verte, viejo. Mis amanerados huéspedes acaban cabreándome. ¿Qué tal te ha ido? ¿Te has comido el mundo?
—Voy viviendo.
—¿Qué tal esa iglesia tuya?
—Me protege de la lluvia.
—Bien —se quedó pensativo un momento—. ¿De qué se trata, Jon? Recibí este telegrama diciendo que me encargara de ti y que te preparase para una escalada. Decían que corrían con todos los gastos. ¿Qué quieren decir, viejo? «Todos los gastos» puede significar mucho. ¿Son tus amigos? ¿Quieres que les dé un trato especial?
—De ningún modo. No son amigos. Estrújalos. Dame la mejor habitación que tengas y pon todas tus comidas y bebidas en mi factura.
—Bueno, hombre. ¡Estupendo! ¡Malditos mis ojos si no celebramos una fiesta por cuenta suya!, ¿eh? Hablando de alpinismo. Me han pedido que sea el hombre de tierra de un grupo que intentará escalar el Eiger. ¿Qué te parece?
—¡Fantástico! —Jonathan sabía que sus siguientes palabras serían motivo de comentarios, por lo que intentó decirlo con un tono casual—. En realidad, esa es la escalada para la que he venido a prepararme.
Esperó la reacción.
La sonrisa de Ben desapareció de repente y se quedó mirando a Jonathan un segundo.
—Estás bromeando.
—No.
—¿Qué le pasó a Scotty?
—Tuvo un accidente de coche.
—Pobre diablo. Se lo estaba buscando —Ben se dedicó a su cerveza un momento—. ¿Y cómo te eligieron?
—No lo sé. Quisieron dar un poco de clase a un equipo desconocido, supongo.
—Vamos. No me tomes el pelo, viejo.
—Sinceramente, no sé por qué me escogieron.
—Pero vas a ir.
—Exactamente.
Una chica con un minúsculo bikini se acercó al bar y apoyó su trasero todavía húmedo en un taburete, al otro lado de Jonathan, que no respondió a su automática sonrisa de bienvenida.
—Supéralo, bombón —dijo Ben, dándole una palmada en las posaderas húmedas.
Ella se rió y volvió a la piscina.
—¿Mucho alpinismo? —preguntó Jonathan.
—¡Oh! Todavía hay algo de entrenamiento, poca cosa, sólo por el hecho de hacerlo. En realidad, esa parte del negocio hace tiempo que terminó. Como ves, mis huéspedes vienen aquí a cazar, no a escalar —alargó el brazo por encima del mostrador y alcanzó otra botella de cerveza—. Vamos, Jon, hablemos.
Cruzaron la terraza y llegaron por un puente hasta la isla más alejada. Después de despedir al camarero, Ben se puso a beber a sorbos su cerveza, intentando concentrarse. Luego, cuidadosamente, sacudió con la mano el polvo de la mesa.
—Tienes ahora… ¿qué?, ¿treinta y cinco?
—Treinta y siete.
—Sí.
Ben dirigió su mirada hacia la piscina a través de la terraza, queriendo mostrar que con lo dicho ya había dado su opinión.
—Sé lo que estás pensando, Ben, pero tengo que hacerlo.
—Has estado antes en el Eiger. Dos veces, me parece.
—Exacto.
—Entonces, ya lo sabes.
—Sí.
Ben dejó escapar un suspiro de resignación y luego cambió el tono de sus comentarios, como corresponde a un amigo.
—Muy bien. Es asunto tuyo. La escalada empieza dentro de seis semanas. Tendrás que ir a Suiza para hacer alguna práctica, y, te lo advierto: necesitarás un descanso cuando yo haya terminado contigo. ¿Cuánto tiempo quieres pasar aquí para ponerte en condiciones?
—Tres o cuatro semanas.
—Bueno, por lo menos no tienes grasa superflua; pero vas a sudar un rato, viejo. ¿Cómo van tus piernas?
—Llegan de la ingle hasta el suelo. Eso es todo.
—¡Ja, ja! Bébete la cerveza, Jon. Es la última durante una semana por lo menos.
Jonathan terminó de bebería lentamente.