ARIZONA, esa misma noche
Jonathan estaba sentado en la cama con la espalda apoyada en un almohadón vertical y los pies separados frente a él. Enrolló y lamió su segundo cigarrillo, olvidándose, luego de encenderlo mientras miraba, con ojos desenfocados, la oscuridad creciente.
Estaba estudiando, a grandes rasgos, el modo de poner a Miles fuera de combate. No había posibilidad de alcanzarle antes de que éste informara de su identidad a la víctima de la sanción. Todo lo de Suiza dependía de la rapidez de «Búsqueda» en identificar al hombre.
La atención de Jonathan se concentró de pronto en el presente, al oír un débil crujido metálico junto a su puerta. Se levantó despacio de la cama, presionando los muelles con las manos para reducir el sonido. Se oyó una suave llamada, destinada a no despertarle si estaba durmiendo. No esperaba que Miles actuara tan rápidamente. Echó de menos tener una pistola. Los golpes se repitieron y volvió a oír el crujido metálico. Se arrimó a la pared del otro lado de la puerta. Una llave forcejeó en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido, dejando penetrar un rayo de luz en la habitación. Jonathan permaneció en tensión y esperó. La puerta se abrió deliberadamente, y alguien, desde fuera, susurró algo. Dos sombras se reflejaron en la alfombra, una, la de un hombre, la otra una figura monstruosa con un enorme disco sobre la cabeza. Cuando las sombras avanzaron, Jonathan dio con el pie contra la puerta, cerrándola y lanzándose con todo su peso contra ella. Se oyó un estampido de metal y cristales rotos, y Jonathan adivinó al instante lo que podía ser.
Avergonzado, abrió la puerta y miró hacia fuera. Big Ben se apoyaba en la pared del pasillo y un camarero indio estaba tumbado en el suelo, inconsciente, en medio de un estropicio de platos, con la americana blanca del uniforme convertida en un menú visual.
—Bueno, tal vez no lo creas, viejo, pero hay personas que hacen eso cuando tienen hambre.
—Creí que erais otros…
—¿Sí? Bueno, eso espero.
—Vamos, entrad.
—¿Qué nos reservas esta vez? ¿Vas a atizarme con una cómoda?
Ben dio instrucciones para limpiar el estropicio y encargó otra cena, luego entró en la habitación de Jonathan, pero insistió mucho en saltar dentro con rapidez y encender las luces antes de tropezar con otra cosa.
Jonathan asumió un tono de negocios, en parte porque quería poner en práctica el plan que había meditado en la oscuridad y en parte porque no quería comentar su reciente faux pas.
—Ben, ¿qué información tienes sobre los tres hombres con los que voy a escalar el Eiger?
—No mucha. Hemos intercambiado algunas cartas, para hablar de la escalada.
—¿Puedo leerlas?
—Desde luego.
—Bien. Ahora otra cosa. ¿Tienes un mapa detallado de los alrededores de esta zona? —Desde luego.
—¿Puedo quedármelo?
—Desde luego.
—¿Qué hay hacia el Oeste?
—Nada.
—Eso es lo que parecía desde las alturas. ¿Qué clase de nada?
—Verdadera porquería. Piedra y arena y nada más durante leguas y más leguas. Convierte el Valle de la Muerte en un oasis. ¿No querrás aventurarte por ahí, viejo? Un hombre puede morir allí en dos días. En esta época del año llega hasta cincuenta y cinco grados a la sombra… y te verías con dificultades para encontrar una sombra.
Ben tomó el teléfono y pidió que le enviaran de su oficina un mapa y el fajo de cartas, junto con unas latas de cerveza. Luego llamó a Jonathan, que había ido hasta el lavabo para limpiar el cenicero.
—¡Malditos mis ojos si sé lo que está pasando! Desde luego no has de decírmelo si no quieres —Jonathan le tomó la palabra—. No. No tienes que decírmelo. ¿Qué diablos? Muchachos belicosos en mi terraza, cabezas abiertas en mi bar, destrozos en mi vajilla… Nada que me incumba.
—Guardas unos cuantos revólveres por aquí, ¿verdad, Ben? —preguntó Jonathan, regresando del baño.
—¡Oh! ¡Oh!
—¿Tienes una escopeta?
—Bueno, a ver, viejo…
Jonathan se sentó en una silla frente a Ben.
—Estoy en dificultades. Necesito ayuda.
Su tono sugería que la esperaba de un amigo.
—Sabes que puedes contar con toda la ayuda que pueda darte, Jon. Pero si la gente va a ser asesinada por aquí, tal vez debería saber algo de lo que está pasando.
Llamaron a la puerta. Ben la abrió y vio al camarero con la cerveza, las cartas y el mapa. Entró, después de mirar con cuidado junto a la puerta y se marchó tan pronto como la decencia se lo permitió.
—¿Una cerveza? —preguntó Ben abriendo la lata.
—No, gracias.
—Es lo mismo. Sólo hay seis.
—¿Qué sabes de ese Miles Mellough, Ben?
—¿El que estaba hablando contigo? No mucho. Tiene el aspecto de poder cambiarte un billete de nueve dólares en billetes de tres, Eso es todo lo que sé. Se registró esta mañana en el hotel. ¿Quieres que le eche?
—¡Oh, no! Le quiero precisamente aquí.
Ben soltó una risita.
—Chico, está excitando la imaginación de muchas chicas. Mariposean a su alrededor como si tuviera la patente del pene. Incluso vi a George mirándole.
—Se llevaría una decepción.
—Sí, ya lo supuse.
—¿Y qué me dices del otro? El rubio corpulento.
—Se registró al mismo tiempo; tomaron habitaciones contiguas. Llamé al doctor y le hizo una cura en la nariz, pero no creo que llegue a ser nunca íntimo amigo tuyo.
Ben estrujó entre sus manos la lata vacía de cerveza y abrió otra mientras reflexionaba.
—¿Sabes qué, Jon? Esa pelea me preocupó un poco. Atacaste a ese hombre con mucha habilidad para ser un catedrático ya maduro.
—Me has puesto en condiciones óptimas.
—No, no es eso. Le arreaste de un modo… como si estuvieras acostumbrado. Estaba tan asombrado, que ni siquiera tuvo una oportunidad. ¿Recuerdas cuando te dije que no me gustaría estar contigo en una isla desierta y sin comida? Bien, pues eso es lo que quería decir. Como el aplastarle la nariz a ese tipo. Tú ya habías dado tu opinión. Cualquiera pensaría que tienes una fibra de verdadera crueldad en alguna parte.
Era evidente que Ben necesitaba por lo menos una explicación de algún tipo.
—Ben, esas personas mataron a un amigo mío.
—¿Ah, sí? —Ben consideró el hecho—. ¿Lo sabe la ley?
—La ley no puede hacer nada.
—Y ¿cómo es eso? —Jonathan sacudió la cabeza. No tenía intención de alargar el tema—. ¡Eh! Espera un segundo. Acaba de ocurrírseme una idea. Tengo la súbita impresión de que todo esto tiene algo que ver con la escalada del Eiger. Si no, ¿cómo sabrían que estás aquí?
—Mantente al margen, Ben.
—Ahora, escúchame. No necesitas más problemas de los que te va a dar esa montaña. No te lo había dicho, pero será mejor que lo haga. Te estás entrenando realmente bien y eres todavía un alpinista de primera. Pero te he estado observando, Jon, y, para serte franco, no tienes más que un cincuenta por ciento de posibilidades, como máximo, en el Eiger. Y eso sin contar con tu manía de ir matando por ahí a gente que trata de matarte a ti. No quiero mermar tu confianza, viejo, pero es algo que debes saber.
—Gracias, Ben.
Un camarero llamó a la puerta y entró con una bandeja llena de comida para dos, que consumieron en silencio, mientras Jonathan inspeccionaba el mapa de los alrededores y Ben terminaba las latas de cerveza.
Cuando la comida se convirtió en un montón de platos sucios, Jonathan dobló el mapa y se lo metió en el bolsillo. Empezó a hacer preguntas a Ben sobre sus compañeros de la próxima escalada.
—¿Hasta qué punto de intimidad ha llegado tu correspondencia con ellos?
—Nada especial. Sólo lo acostumbrado: hotel, raciones, cuerda y clavos para el equipo, modo de tratar a los reporteros, esas cosas. El alemán es el que más escribe. Él fue quien planeó más o menos la cosa en primer lugar, y hace tanto ruido como un jefe. Eso me recuerda algo. ¿Vamos a ir juntos en avión hasta allí?
—Me parece que no. Nos encontraremos allí. Oye, Ben, alguno de ellos ha… ¿Están todos en buena forma física?
—Por lo menos tan buena como la tuya.
—¿Se ha lastimado recientemente alguno de ellos? ¿O ha sido herido?
—¿Herido? No, que yo sepa. Uno de ellos, el alemán, escribió diciendo que había tenido una caída a principios de este mes, pero nada serio.
—¿Qué clase de caída?
—No lo sé. Se enredó la pierna de algún modo. —¿Tanto como para cojear?
—Bueno, es muy difícil saberlo por la escritura de un tipo. Oye, ¿por qué me preguntas toda esa porquería?
—No importa. ¿Vas a dejarme esta correspondencia? Quiero leerla toda para conocer a estos hombres un poco más.
Ben se desperezó y gruñó como un oso harto.
—¿Piensas todavía subir a ese pico por la mañana?
—Desde luego. ¿Por qué no?
—Bueno, podría resultar un poco difícil escalar con un revólver bajo el brazo.
Jonathan rió.
—No te preocupes por eso.
—Bueno, en ese caso, será mejor que durmamos un rato. Ese pico no tiene descanso, ¿sabes?
—¿Quieres decir que es todo de un tirón? —Eso es.
Cuando Big Ben se marchó, Jonathan se sentó en la cama para leer las cartas de los otros escaladores. En cada caso, la primera carta era más bien fría y cortés. Evidentemente, las respuestas de Ben habían sido enérgicas y prácticas, porque todas las cartas posteriores se limitaban a tratar de difíciles cuestiones técnicas de alpinismo: informes del tiempo, observaciones sobre las condiciones del terreno, descripciones de recientes escaladas de tanteo, sugerencias sobre el equipo. En una de esas cartas el alemán mencionaba una especie de caída que había tenido, lastimándose una pierna, que estaría, según aseguraba a Ben, en perfectas condiciones para el ascenso del Eiger.
Jonathan se hallaba sumergido en esta correspondencia, intentando descubrir sus personalidades entre las áridas líneas, cuando reconoció, en la puerta, los arañazos de George Hotfort pidiendo permiso para entrar.
Su reciente encuentro con Mellough le hizo ser cauteloso. Apagó la luz de la lamparilla antes de levantarse para abrir la puerta. George entró vacilando en la oscuridad, pero Jonathan cerró la puerta tras ella y la llevó hasta la cama. Se sentía ansioso por utilizarla como aspirina sexual para relajar la tensión de la tarde, aunque sabía que únicamente iba a experimentar una descarga y un descanso, sin ninguna sensación de placer.
Durante el proceso, los ojos de George le miraban fijamente, sin expresión alguna, dentro del molde oriental, parecían totalmente separados de su agresivo y exigente cuerpo.
Poco después, mientras él dormía, se deslizó fuera sin decir palabra.