MONTREAL, 9 de junio
Apagó su cigarrillo y luego arrojó al inodoro el contenido del cenicero. Se sentó en la cama, abrigado, e inició un ejercicio relajante, con respiraciones profundas y regulares, relajando paulatinamente cada músculo de su cuerpo, juntando sus dedos con una ligera presión y concentrándose en los pulgares cruzados. La pálida luz de la habitación de su hotel se veía cortada por los rayos de sol que penetraban a través de las persianas entornadas. Las partículas de polvo relucían al sol.
Había pasado toda la mañana repasando la rutina diaria de García Kruger por última vez, antes de destruir el expediente de «Búsqueda». Luego visitó dos galerías de arte, dando un paseo deliberado para relajar su metabolismo en vistas a su próxima misión.
Cuando su mente y su cuerpo estuvieron dispuestos, se levantó lentamente de la cama, abrió el primer cajón de una cómoda y sacó una bolsa de color marrón, doblada como una bolsa de merienda. Contenía el revólver con silenciador que miss Arce le había dado. Se puso otra bolsa idéntica, vacía y doblada, en el bolsillo de la americana y salió de la habitación.
El despacho de Kruger se hallaba en una calle estrecha y sucia, a la salida de St. Jacques, cerca de la estación de Bonaventure Freight. «Importación y Exportación cubana - García Kruger». Un nombre ostentoso para una compañía que no exportaba ni importaba cargamentos, y un nombre ridículo para su dueño, un hombre que era el fruto de un espermatozoide cualquiera dejado como recuerdo por un marinero alemán en el útero de una mujer del sur. Delante del edificio, unos niños jugaban al escondite junto a las escaleras. Escapando de su perseguidor, un muchacho harapiento, con cara de hambre y orejas aerodinámicas, tropezó con Jonathan, que lo sostuvo para que no cayera. El chico se sintió sorprendido y azorado y frunció el ceño para disimularlo.
—Te has metido en problemas, niño —le gritó Jonathan en francés—. Chocar con un protestante es un acto de terrorismo del FLQ. ¿Cómo te llamas?
El chico entendió la broma por la voz ronca y fingida de Jonathan, y la siguió:
—Jacques —dijo, acentuando la pronunciación abierta del diptongo «ue», propio del lenguaje de los carreteros de Quebec.
Jonathan hizo como si apuntara algo en la palma de su mano.
—J-a-c-q-u-e-s. Muy bien. Si vuelve a suceder, te llevaré a Elliot.
Tras unos segundos de indecisión, el chico sonrió y se fue corriendo a continuar con su juego.
García Kruger compartía el segundo piso con un dentista y un profesor de baile. La parte baja de las ventanas estaba pintada con anuncios. A la entrada, Jonathan encontró la caja de cartón que había encargado a miss Arce. La subió por la carcomida escalera, provocando ligeros crujidos en las planchas sueltas de los peldaños al pisarlas. El pasillo parecía frío y silencioso tras el brillo y la cacofonía de la calle. El dentista y el profesor de baile se habían marchado para todo el día, pero Jonathan sabía que, según el expediente, encontraría a Kruger en casa.
Llamó a la puerta y una voz irritada le contestó desde dentro:
—¿Quién es?
—Busco al doctor Fouchet —exclamó Jonathan, imitando eficazmente la voz estúpida y sonriente de un vendedor.
La puerta se abrió unos centímetros y Kruger apareció al otro lado de una cadena de seguridad. Era alto, cadavérico y medio calvo. Iba sin afeitar y tenía los ojos llenos de legañas. Llevaba la camisa arrugada, a rayas blancas y azules, con los sobacos húmedos de sudor. Y sobre la frente tenía una herida seca, producto de su encuentro con el farol.
Jonathan, por su parte, ofrecía un aspecto imbécil e incompetente con la caja de cartón en los brazos y la bolsa de papel marrón que sostenía torpemente con la barbilla.
—Hola, soy Ed Benson. De Suministros Arlington.
Kruger le dijo que el dentista se había marchado para todo el día y se dispuso a cerrar la puerta. Jonathan explicó con rapidez que le había prometido al doctor Fouchet llevarle unas muestras de un nuevo mondadientes, pero se había retrasado, «y no por negocios», añadió con un guiño.
Kruger sonrió maliciosamente y sus dientes demostraron que su relación con el dentista era puramente casual. Pero el tono de su voz no era amable:
—Le he dicho que no está.
Jonathan se encogió de hombros.
—Bueno, si no está, es que no está.
Se dispuso a marcharse y, entonces, como si se le hubiera ocurrido una idea exclamó:
—¡Oiga! Podría dejarle las muestras a usted, señor. Y usted podría dárselas al doctor Fouchet por la mañana —le sonrió de manera conciliadora—. Me evitaría muchos problemas.
Kruger aceptó de mala gana. Jonathan iba a darle la caja, pero le estorbaba la cadena. Kruger cerró la puerta de golpe, soltó la cadena y volvió a abrir la puerta. Jonathan entró y se puso a comentar el calor que hacía en la calle, diciendo que, en realidad, lo más agobiante era la humedad y no el calor. Kruger gruñó y se volvió para mirar por la ventana, mientras Jonathan buscaba un lugar en el suelo, en medio del desorden, para dejar la caja.
¡Zam! Era el ruido producido por el disparo de un silenciador de calibre treinta y ocho a través de una bolsa de papel.
Kruger tuvo una sacudida y cayó en el rincón, entre las dos ventanas sobre las que colgaba el cartel de «Importaciones cubanas». Sus ojos miraban fijos a Jonathan, con mudo asombro.
Jonathan le observó detenidamente, esperando algún movimiento defensivo.
Kruger levantó las manos, con las palmas hacia fuera, en un gesto interrogante.
Jonathan pensó en disparar de nuevo.
Durante dos tensos y largos segundos, Kruger permaneció allí, como clavado en la pared.
Jonathan empezó a inquietarse.
—¡Vamos, muérete ya!
Y Kruger fue resbalando hasta el suelo, mientras la muerte oscurecía sus ojos fijándolos en el infinito, con las asquerosas legañas todavía pegadas en ellos. Como Jonathan no había visto nunca a Kruger y no tenía motivo aparente, no existía peligro de identificación. Volvió a doblar la bolsa de papel rasgada y la colocó, junto con la pistola, en la bolsa nueva que había llevado consigo.
La gente no lleva nunca pistolas en bolsas de papel marrón.
En la claridad de la calle, los niños seguían jugando junto a la escalera. El pequeño Jacques vio salir a Jonathan del edificio de Kruger y le saludó desde el otro lado. Jonathan simuló un revólver con la mano y disparó contra el niño, que, levantando los brazos al cielo, cayó sobre la acera con una cómica mueca de angustia. Los dos se echaron a reír.