KLEINE SCHEIDEGG, 10 de julio

Jonathan se levantó tarde, con el sol brillando ya a través de la ventana y dejando manchas de luz sobre las mantas. No estaba ansioso por pasar aquel día. Se había quedado en el comedor hasta muy tarde la noche anterior, mirando el rectángulo negro de la ventana tras la que se alzaba el invisible Eiger. Sus pensamientos habían ido vagando de la expedición a la sanción y después a Jemima. Cuando, al fin, se obligó a subir a su habitación para acostarse, se encontró con Anna en el vestíbulo; estaba cerrando la puerta de la habitación de Karl.

Ni un cabello fuera de lugar, ni una arruga en su vestido. Se quedó mirándole con tranquilidad, casi con desprecio, segura de su discreción.

—¿Puedo invitarte a un trago? —le preguntó Jonathan, abriendo la puerta.

—Me gustaría mucho —le contestó ella, entrando en la habitación.

Bebieron el Laphroaig en silencio, con una extraña sensación de camaradería entre los dos, basada en el conocimiento mutuo de que no representaban una amenaza el uno para el otro. Nunca se acostarían juntos; las cualidades de reserva emocional y de explotación humana, que compartían y admiraban los dos, les aislaban al uno del otro.

—Bienaventurados los débiles —murmuró Anna—, porque seremos sus herederos.

Jonathan sonrió con asentimiento, pero de pronto se detuvo, atrapado por el eco lejano de un repentino rumor.

—¿Truenos? —preguntó Anna.

Jonathan sacudió la cabeza.

—Avalancha.

El ruido aumentó de volumen y luego cesó. Jonathan terminó su copa.

—Deben ser terribles cuando se está allí arriba.

—Lo son.

—No entiendo por qué Jean-Paul insiste en hacer esta escalada a su edad.

—¿No lo entiendes?

Ella le miró con expresión de duda.

—¿Por mí?

—Lo sabes muy bien.

Ella parpadeó con sus exageradas pestañas y miró su vaso de whisky.

Pauvre être —dijo en voz baja.

Hubo cambios notables de predisposición emocional en la mesa del desayuno. El pánico de Ben había desaparecido y había recobrado su típico y tosco humor. El tiempo espléndido y un fuerte frente de alta presión, que se había acercado desde el Norte, aumentaron sus esperanzas de victoria. La nieve reciente de los campos de hielo más altos no había tenido tiempo de helarse y adherirse al glaciar perenne, pero mientras el tiempo aguantara, no había peligro de avalancha.

—A menos que llegue un foehn[9] —corrigió Karl con tosquedad.

La posibilidad de un foehn se hallaba presente en la mente de todos los escaladores, pero no se ganaba nada con mencionarlo. Nadie podía predecir o protegerse de aquellos remolinos errantes de aire caliente que se introducían en el Oberland bernés con escasa frecuencia. Un foehn ocasionaría terribles tormentas en la montaña y el aire cálido podría actuar sobre la nieve, preparándola para una avalancha.

El humor de Karl también había cambiado desde la noche anterior. Una especie de segura petulancia había sustituido a su típica y nerviosa agresividad. Ello se debía, en parte —según opinión de Jonathan—, al remordimiento por haberse liberado de su tensión emocional ante él. También tenía relación con el hecho de haberse acostado con Anna, un peso que su puritana moralidad protestante no podía aceptar fácilmente a la mañana siguiente, en presencia del esposo.

Y verdaderamente, Jean-Paul estaba ceñudo, tenso e irritado; el camarero, que nunca fue un modelo de destreza ni de inteligencia, recibió el resultado de su malhumor. Jonathan pensó que Jean-Paul estaba luchando interiormente con las dudas sobre su edad y su habilidad, ahora que el momento de la escalada se estaba acercando inexorablemente.

Anderl, con la cara torcida en una suave sonrisa, tenía una seriedad casi mística, con los ojos desenfocados y la atención vuelta hacia su interior. Jonathan suponía que se estaba afinando emocionalmente para la subida, dieciocho horas más tarde.

Así que, casi por deber social, Jonathan y Anna llevaban el peso de la conversación. Anna se interrumpió de pronto en medio de una frase, cuando algo le llamó poderosamente la atención en la puerta del comedor.

—¡Dios mío! —dijo en voz baja, poniendo su mano en el brazo de Jonathan.

Éste se volvió para ver al famoso matrimonio de estrellas del cine internacional llegados el día anterior para unirse a los «Eiger Birds». Se detuvieron en la entrada, echando un vistazo a su alrededor en busca de una mesa libre —en el salón casi vacío—, hasta que estuvieron seguros de que nadie importante había pasado por alto su llegada. Un camarero, temblando con servilismo, se dirigió apresuradamente hacia ellos y les llevó a una mesa cercana a los alpinistas. El actor iba vestido con una americana blanca tipo nehru y una sarta de cuentas muy poco adecuadas a su rostro de mediana edad, hinchado y con granos. Su pelo estaba despeinado con el grado adecuado de despreocupación barberil. La esposa resultaba agresiva con sus anchos pantalones de estampado oriental y la blusa de color llamativo, con una amplitud que contribuía mucho a disimular su gordura de pan con mantequilla, y con un escote bajo destinado a dirigir la mirada hacia amplitudes más aceptables. Un diamante de tamaño regular bailaba entre sus senos. A pesar de todo, tenía todavía los ojos bonitos.

Cuando por fin la mujer estuvo sentada —tras una larga serie de bufidos y quejidos—, el hombre se dirigió hacia la mesa de los valientes exploradores y se inclinó sobre ellos con naturalidad, apoyando una mano sobre el hombro de Anderl y la otra sobre el de Ben.

—Chicos, quiero desearos la mejor suerte del mundo —exclamó con abierta sinceridad y cuidando la musicalidad de las vocales—. Os envidio por muchas razones —sus claros ojos azules se ensombrecieron con un secreto dolor personal—. Es la clase de actividad que hubiera podido realizar… hace tiempo —a continuación, una animosa sonrisa desterró su tristeza—. ¡Oh, bueno! —Apretó los hombros con las manos—. Una vez más, ¡buena suerte!

Volvió sin más junto a su esposa, que había estado manoseando con impaciencia un cigarrillo apagado en la boquilla; aceptó el fuego que le ofreció con gesto galante sin darle las gracias.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ben a los demás en un susurro.

—Una bendición, supongo —contestó Jonathan.

—Por lo menos —dijo Karl—, durante algún tiempo mantendrán alejada de nosotros la atención de los reporteros.

—¿Dónde diablos está ese camarero? —exigió Jean-Paul malhumorado—. ¡El café estaba frío cuando lo trajo!

Karl hizo unos guiños al grupo, diciendo:

—Anderl, ¡amenaza al camarero con tu cuchillo! Eso le hará venir a brincos.

Anderl se sonrojó desviando la mirada y Jonathan se percató de que Freytag, intentando gastar una broma, había tocado un tema desagradable. Sintiéndose incómodo ante la frialdad instantánea que su faux pas había ocasionado en la mesa, Karl continuó insistiendo en el tema, con ese instinto alemán por corregir los errores haciéndolos más grandes.

—¿No lo sabías, Herr Doctor? Meyer lleva siempre un cuchillo consigo. Apuesto a que lo lleva bajo la americana ahora mismo. Enséñanoslo, Anderl.

Anderl sacudió la cabeza y desvió la mirada. Jean-Paul trató de suavizar la brusquedad de Freytag dando rápidamente una explicación a Jonathan y Ben.

—Lo que pasa es que Anderl suele escalar en distintas partes del mundo y generalmente solo. A menudo, las gentes del pueblo que utiliza como mozos de carga no son personas muy dignas de confianza, especialmente en América del Sur, como sabréis sin duda por propia experiencia. Bueno, en una palabra, el año pasado el pobre Anderl estaba escalando solo en los Andes y sucedió algo con un mozo que estaba robando la comida y… bueno, el mozo murió.

—La autodefensa no es un crimen —dijo Ben, por decir algo.

—No estaba atacándome —reconoció Anderl—. Estaba robando las provisiones.

Freytag volvió a entrar en la conversación.

—¿Y tú consideras que la muerte es el castigo apropiado al robo? Anderl le miró con inocente confusión.

—Tú no lo entiendes. Teníamos que estar seis días en las montañas. Sin las provisiones no hubiera podido realizar la escalada. No fue muy agradable. Incluso me puse enfermo. Pero de otro modo hubiera perdido la oportunidad de hacer esa escalada.

Estaba claro que para él era justificación suficiente.

Jonathan se puso a pensar en cómo Anderl, siendo pobre como era, había conseguido reunir el dinero para participar en la escalada del Eiger.

—Bueno, Jonathan —dijo Jean-Paul para cambiar de tema—, ¿pasaste bien la noche?

—He dormido muy bien, gracias, ¿y tú?

—Muy mal.

—Vaya, lo siento. Tal vez debieras descansar esta tarde. Tengo algunos somníferos, si quieres.

—Nunca tomo somníferos —dijo Bidet secamente.

—¿Utilizas somníferos para dormir en el vivac, Herr Doctor? —preguntó Karl.

—Generalmente, sí.

—¿Por qué? ¿Incomodidad? ¿Miedo?

—Ambas cosas. Karl se echó a reír.

—¡Una táctica interesante! Admitiendo tranquilamente el miedo, das la impresión de ser un hombre muy sabio y valiente. Tendré que recordarlo.

—¡Oh! ¿Es que vas a necesitarlo?

—Probablemente no. Tampoco duermo nunca en un vivac, pero no se trata del miedo. Estoy demasiado excitado con la escalada. Pero ¡Anderl es el colmo! Se deja caer sobre una árida pared y se duerme como si estuviera en casa sobre un colchón de plumas.

—¿Y por qué no? —Preguntó Anderl—. Suponiendo lo peor, ¿de qué sirve estar despierto en una caída? ¿Para echar una última ojeada al paisaje?

—¡Ah! —exclamó Jean-Paul—. Por fin nuestro camarero encuentra un momento para nosotros dentro de su repleto horario.

Sin embargo, el camarero venía con una nota para Jonathan en una pequeña bandeja de plata.

—Es de parte de ese caballero de allí —dijo el camarero.

Jonathan miró en la dirección indicada y sintió un sobresalto en el estómago.

Era Clement Pope. Estaba sentado en una mesa cercana, con una chaqueta deportiva a cuadros y un chaleco amarillo. Hizo señas a Jonathan abiertamente, con plena conciencia de que estaba revelando su identidad. La sonrisa defensiva y suave de Jonathan asomó a sus labios muy lentamente, mientras procuraba controlar el revoloteo de su estómago. Miró a los demás miembros del grupo, tratando de leer en sus rostros la menor huella de reconocimiento o de aprensión. No pudo distinguir ninguna. Abrió la nota, la leyó, luego asintió con la cabeza y dio las gracias al camarero.

—¿Podría traer a M. Bidet una taza de café caliente, además?

—No. Es igual —dijo Jean-Paul—. Ya no me apetece. Creo que voy a ir a descansar a mi habitación, discúlpenme.

Tras estas palabras, se alejó con pasos largos e irritados.

—¿Qué le pasa a Jean-Paul? —preguntó Jonathan a Anna con un susurro discreto.

Ella se encogió de hombros, como si no le importarse demasiado en esos momentos.

—¿Conoces a ese hombre que te envió la nota?

—Tal vez me haya encontrado con él en alguna parte. No me acuerdo. ¿Por qué?

—Si vuelves a verle alguna vez, deberías lanzarle alguna indirecta acerca de su manera de vestir. A menos, claro, que quiera pasar por un cantante de music hall o por un norteamericano.

—Lo haré, si le vuelvo a ver.

La atención de Anderl seguía concentrada en las dos tontas del día anterior, que pasaban ante la ventana haciéndole señas. Con un gesto de inevitable fatalidad, se excusó y se alejó hacia ellas.

Inmediatamente, Karl invitó a Anna a dar un paseo con él por el pueblo. Así, al cabo de tres minutos de la aparición de Pope, el grupo se había reducido a Jonathan y Ben. Estuvieron sentados un rato bebiendo el café frío, en silencio. Cuando dirigió una mirada indiferente a su alrededor, Jonathan vio que Pope se había ido.

—¡Eh, viejo! ¿Qué le ha pasado a John-Paul?

Ben había cambiado su pronunciación, basada en la ortografía, por otra basada en el oído.

—Está nervioso, supongo.

—Bueno, ser nervioso es una buena cualidad para un alpinista. Pero está más que nervioso. Está furioso por algo. ¿Has estado acostándote con su mujer?

Jonathan no pudo evitar una carcajada ante la franqueza de la pregunta.

—No, Ben. No es cierto.

—¿Estás seguro?

—Tendría que saberlo, ¿no?

—Sí, supongo que sí. Lo que os faltaba ahora era ensangrentaros. Puedo imaginaros en la montaña, aporreándoos el uno al otro con las estacas de hielo.

La imagen no era extraña a la imaginación de Jonathan. Ben permaneció pensativo durante un rato antes de decir:

—¿Sabes?, si tuviera que subir a esa montaña con alguien, excepto tú, por supuesto, me gustaría estar atado a Anderl.

—Tienes parte de razón, pero mejor que no pongas las manos en la comida, ¿eh?

—¡Sí! ¿Qué te pareció eso? Cuando decide subir a una montaña no gasta bromas con nadie, ¿eh?

—No, por descontado —Jonathan se levantó—. Me voy a mi habitación. Te veré durante la cena.

—¿Y la comida?

—No. Voy a ir al pueblo.

—¿Tienes alguna cosita esperándote allí abajo?

—Sí.

Jonathan estaba sentado junto a la ventana de su habitación, mirando hacia la montaña y poniendo en orden sus ideas. La inesperada aparición de Pope había sido una sorpresa y durante unos instantes se sintió perdido. No tuvo tiempo de considerar las razones de Dragon para descubrirle tan descaradamente. Dado que él estaba encadenado e inmovilizado en su sombría y aséptica celda de Nueva York, el rostro y la persona de Clement Pope eran universalmente conocidos como los de un dirigente de la División BS. Sólo podía haber una razón para un contacto tan abierto. Jonathan se puso tenso de ira al darse cuenta.

Oyó la esperada llamada y Jonathan se dirigió a la puerta para abrirla.

—¿Cómo te ha ido, Hemlock? —Pope extendió la mano en su típico gesto de hombre de negocios, que Jonathan ignoró; cerró la puerta al entrar y se dejó caer con un gruñido en la silla donde Jonathan había estado sentado—. Bonito lugar. ¿No vas a ofrecerme un trago?

—Vamos, empieza. Pope.

La risa de Pope carecía de alegría.

—Muy bien, chico, si ese es el juego que quieres jugar, lo haremos a tu manera: dejar las formalidades e ir a lo más feo y difícil del asunto. ¿De acuerdo?

Mientras Pope se sacaba un pequeño fajo de tarjetas escritas del bolsillo interior de la americana, Jonathan se dio cuenta de que estaba empezando a engordar. Atleta en sus días de estudiante, Pope tenía todavía una fuerza lenta y maciza, pero Jonathan calculaba que se le podía dejar fuera de combate con bastante facilidad… y tenía toda la intención de hacerlo, aunque no sin antes haberle sonsacado la información que necesitaba.

—Saquemos primero el pescadito del estanque, Hemlock, antes de apagar el incendio.

Jonathan se cruzó de brazos y se apoyó en la pared junto a la puerta.

—Podemos comentar todas las metáforas que quieras.

Pope echó un vistazo a su primera nota.

—No debes tener noticia alguna sobre el paradero del miembro activo 365/55, una tal Jemima Brown, ¿verdad? —No.

—Será mejor que digas la verdad, chico. A Mr. Dragon no le gustaría descubrir que la has herido. Ella estaba cumpliendo nuestras órdenes y ahora ha desaparecido misteriosamente y sin dejar rastro.

Jonathan reflexionó sobre el hecho de que Jemima estaba en el pueblo y que iba a encontrarse con ella en menos de una hora.

—No creo que la encontréis nunca.

—No lo digas tan seguro, baby. La BS tiene el brazo muy largo.

—¿La nota siguiente?

Pope puso la nota debajo de todas las demás y miró la siguiente tarjeta.

—¡Ah, sí! ¡Pues menudo jaleo el que nos dejaste, baby!

Jonathan sonrió, con una serena tranquilidad en los ojos.

—Ya me has llamado dos veces «baby».

—Hay algo que te está pinchando, ¿verdad?

—Pues sí —admitió Jonathan con franqueza.

—Bueno, eso no es más que un poco de arena, chico. Ya están muy lejos los días en que teníamos que preocuparnos por tus sentimientos.

Jonathan hizo una profunda inspiración para contenerse y preguntó:

—¿Decías algo de un jaleo?

—Sí. Organizamos equipos por todo ese desierto tratando de descubrir lo que había pasado.

—¿Y lo conseguisteis?

—El segundo día encontramos el coche y el tipo que mataste.

—¿Y qué pasó con el otro?

—¿Miles Mellough? Tuve que marcharme sin haberle encontrado todavía, pero se me avisó, antes de irme de Nueva York, que uno de nuestros equipos le había localizado.

—Muerto, supongo.

—Y bien muerto. Frío, hambre, sed. No saben cuál fue la causa principal, pero estaba «beaucoup» muerto. Le enterraron en el desierto —Pope se rió con disimulo—. Algo muy extraño.

—¿Extraño?

—Debe de haber sido realmente duro, sin comida al final. —¿Ah, sí?

—Sí. Se comió un perro.

Jonathan bajó los ojos. Pope continuó.

—¿Sabes cuánto nos costó? ¿Toda esa búsqueda? ¿Y mantenerlo en secreto?

—No, pero supongo que me lo dirás.

—No, no te lo diré. Esa información es secreta. Pero estamos un poco hartos del modo en que vosotros, los que no sois fijos, quemáis el dinero como si estuviera pasado de moda.

—Eso te ha dolido siempre, ¿eh Pope? El hecho de que hombres como yo ganemos por un trabajo más de lo que tú ganas en tres años —Pope hizo una mueca burlona, una expresión para la que su cara parecía especialmente apropiada—. Reconozco que sería más económico —prosiguió Jonathan— si vosotros, los fijos, llevarais a cabo vuestras propias sanciones. Pero el trabajo requiere habilidad y valor físico. Y esas cualidades no existen en los impresos de reclutamiento del gobierno.

—No me molesta el dinero que vas a conseguir con este trabajo en particular. Esta vez vas a tener que sudarlo, baby.

—Esperaba que llegaras a eso.

—Lo has adivinado, un gran catedrático de universidad como tú debería haberlo adivinado ya.

—Me encantará escucharlo de tus labios.

—Lo que quieras. A cada uno según sus gustos, supongo —sacó la siguiente nota—. «Búsqueda» ha dejado en blanco el nombre de su víctima. Sabemos que está aquí y que va a escalar contigo, pero no estamos seguros de quién es.

—Miles Mellough lo sabía.

—¿Te lo dijo?

—Se ofreció a decírmelo, pero el precio que pedía por la información era demasiado alto.

—¿Qué quería?

—Vivir.

Pope levantó los ojos de la nota. Hizo cuanto pudo por aparentar una fría profesionalidad, mientras asentía con un sobrio gesto de comprensión, pero las notas le cayeron de las rodillas y tuvo que agacharse para recogerlas.

Jonathan le observó asqueado.

—O sea, que me has puesto en evidencia para que la víctima se comprometiera, ¿no?

—No había otro remedio. Pensamos que la víctima me reconocería inmediatamente y ahora ya sabe que tú eres un hombre de «Sanción». Tiene que atacarte antes de que tú lo hagas. Cuando eso suceda, yo le identificaré.

—¿Y quién realizará la sanción si me mata? —Jonathan miró a Pope con serenidad—. ¿Tú?

—¿Piensas que no podría?

Jonathan sonrió.

—En un armario cerrado, tal vez sí. Y con una granada.

—No estés tan seguro, chico. De todos modos, vamos a traer a otro hombre de «Sanción» para hacer el trabajo.

—¿Supongo que esto fue idea tuya?

—A Mr. Dragon le pareció bien, pero la idea fue mía.

El rostro de Jonathan se paralizó con esa suave sonrisa de combate.

—En realidad, no importa que me hayas descubierto, puesto que ya he decidido no trabajar más para vosotros.

—Así es exactamente.

Pope estaba gozando de su momento de victoria, después de tantos años de soportar impotente el abierto desprecio de Jonathan.

—¿Y qué pasaría si me fuese tranquilamente y olvidase todo el asunto?

—No hay salida, chaval. No cobrarías los cien mil, perderías tu casa, confiscaríamos tus cuadros y te llevaría bastante tiempo volver a entrar en el país. ¿Cómo te sientes al estar atrapado, chico?

Jonathan cruzó la habitación y se sirvió un Laphroaig. Luego se echó a reír ruidosamente.

—Muy bien pensado. Pope. Realmente muy bien. ¿Quieres un trago?

Pope no estaba seguro de cómo tomar esa repentina cordialidad.

—Bueno, es muy decente por tu parte, Hemlock —rió al coger la copa—. ¡Oye! Acabo de decirte que es muy decente por tu parte. Apuesto a que esa Jemima Brown nunca te lo había dicho, ¿no?

Jonathan sonrió beatíficamente.

—No. En realidad, nunca me lo dijo.

—¡Oye! Dime una cosa. ¿Qué tal las negras? Cosa buena, ¿eh?

Jonathan se bebió la mitad del vaso y se sentó en una silla frente a Pope, inclinándose hacia él con gesto confidencial.

—¿Sabes, Pope? Debería decirte con anticipación que voy a tratar de desperdiciarte un poco —le hizo un guiño juguetón—. Tú lo entenderás… en un caso como éste, ¿no?

—¿Desperdiciarme? ¿Qué quieres decir?

—¡Oh, bueno! Es el argot del West Side. Mira, si Mr. Dragon prefiere que realice la sanción yo mismo, y supongo que así es, voy a necesitar un poco de información. Vamos a repasar el asunto de Montreal juntos. Hubo dos hombres mezclados en el asesinato de ese «como se llame», ¿verdad?

—Se llamaba Wormwood. Era un buen hombre. Fijo —Pope rebuscó entre las tarjetas y encontró enseguida la que buscaba—. Correcto. Dos hombres.

—Bueno, ¿estás seguro de eso? ¿No eran un hombre y una mujer?

—Aquí dice dos hombres.

—Bueno. ¿Estás seguro de que Wormwood hirió a uno de los hombres?

—Eso es lo que dice el informe. Uno de los dos hombres cojeaba cuando salió del hotel.

—Pero ¿estás seguro de que estaba herido? ¿Podría haber sido herido anteriormente? ¿Tal vez en un accidente de montaña?

—El informe dice que cojeaba. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Fue herido alguien de tu grupo en algún tipo de accidente?

—Karl Freytag dice que se lastimó la pierna en una pequeña caída el mes pasado.

—Entonces Freytag podría ser tu hombre.

—Posiblemente. ¿Qué más ha descubierto el personal de «Búsqueda» sobre nuestro hombre?

—Casi nada. No pudo haber sido un profesional, ya tendríamos su pista.

—¿Podría haber sido él quien abrió a Wormwood en canal?

—Tal vez. Siempre hemos pensado que fue Kruger quien lo hizo. Era su estilo. Pero podría haber sido de la otra manera, supongo, ¿por qué?

—Uno de los alpinistas es capaz de matar a un hombre con un cuchillo. Muy pocos pueden hacerlo.

—Tal vez sea tu hombre. Quienquiera que sea, tiene un estómago débil.

—¿Por el vómito sobre el suelo? —Sí.

—Eso podría ser cosa de una mujer.

—¿Hay una mujer en todo esto?

—La mujer de Bidet. Podría haber llevado ropa de hombre. Y esa cojera puede haber sido cualquier cosa, como un tobillo torcido al bajar las escaleras.

—Bueno, te has reunido aquí con una buena lata de gusanos, baby.

Por alguna razón perversa, Jonathan disfrutaba obligando a Pope a seguirle por el laberinto mental al que había estado dando vueltas en su cabeza las dos últimas noches.

—¡Oh! Son peores de lo que piensas. Teniendo en cuenta que todo este asunto está basado en una fórmula para un bacilo de guerra, resulta interesante que uno de esos hombres dirija una compañía que fabrica envases de aerosol.

—¿Cuál de ellos?

—Bidet.

Pope se inclinó hacia delante, con los ojos cerrados, concentrándose.

—A lo mejor ésa es una buena pista.

Jonathan sonrió para sí.

—Quizá, pero también otro de ellos está metido en el negocio de insecticidas y existe una razón para creer que fabricaron cosas peores durante la guerra.

—Uno de los dos, ¿no? ¿Es eso lo que crees? —Pope levantó los ojos de pronto, con la luz de una idea reflejada en la mirada—. ¡O tal vez los dos!

—Eso es una posibilidad. Pope. Pero entonces, ¿por qué? Ninguno de los dos necesita el dinero. Podían haber pagado a alguien para que lo hiciera. En cambio, el tercer alpinista… ése sí que es pobre. Y necesitaba dinero para hacer esta escalada.

Pope asintió, de modo significativo.

—Meyer podría ser tu hombre.

Luego miró a los ojos de Jonathan y se sonrojó al percibir la desagradable sensación de que le estaba tomando el pelo. Bebió de un trago el resto del vaso.

—¿Cuándo vas a atacar?

—¡Oh! Pensaba que tenía que esperar hasta saber el nombre de la víctima.

—Me quedaré por el hotel hasta que esté resuelto todo este asunto.

—No, no lo harás. Vas a volver enseguida a los Estados Unidos.

—Ni hablar, chico.

—Ya lo veremos. Otra cosa, antes de irte. Mellough me dijo que tú fuiste quien le pagó para la sanción de Henri Baq. ¿Es cierto eso?

—Descubrimos que estaba haciendo un doble juego con el otro bando.

—Pero ¿fuiste tú quien dispuso su muerte?

—Ese es mi trabajo, chico.

Jonathan asintió con la cabeza, con una expresión distante en los ojos.

—Bueno, supongo que eso es todo —se levantó para acompañar a Pope hasta la puerta—. Deberías estar orgulloso de ti mismo, ¿sabes? No puedo dejar de admirar la habilidad con que me has atrapado.

Pope se detuvo en medio de la habitación y miró fijamente a Jonathan, tratando de decidir si le estaba tomando el pelo otra vez. Decidió que no.

—¿Sabes, chico? Tal vez si nos hubiéramos dado una oportunidad, podríamos haber sido amigos.

—¿Quién sabe, Pope?

—¡Ah, sí! Lo del revólver. Tengo uno para ti en recepción. Uno de los de la CII, sin número de serie y con silenciador. Está envuelto como regalo en una caja de dulces.

Jonathan abrió la puerta a Pope, que salió y luego retrocedió, apoyándose en el marco, con una mano a cada lado de la abertura.

—¿Qué era todo eso de desperdiciarme?

Jonathan observó que los dedos de Pope se habían agarrado al quicio de la puerta. Iba a ser muy doloroso.

—¿De verdad quieres saberlo?

Presintiendo una nueva tomadura de pelo, Pope adoptó la más fiera expresión de su rostro.

—Será mejor que recuerdes siempre una cosa, baby. En mi opinión, vosotros, los no fijos, sois tan inútiles como los condones de papel.

—Muy bien…

Dos dedos de Pope se rompieron cuando Jonathan cerró de golpe la puerta sobre ellos. Al abrirla de nuevo, los ojos de Pope tenían una expresión de agonía, pero el grito no tuvo tiempo de llegar a su garganta. Jonathan le agarró por el cinturón y le apretó contra su rodilla levantada. Fue un golpe de suerte, hasta pudo oír el crujido de los testículos. Pope se dobló con un gruñido nasal que le hizo caer los mocos sobre la barbilla. Jonathan le agarró por el cuello de la chaqueta y le zarandeó por la habitación, aplastándole la cabeza contra la pared. Las rodillas de Pope se doblaron, pero Jonathan le arrastró hasta sus pies y le abrochó la americana deportiva a cuadros por encima de los brazos antes de que perdiera el conocimiento. Luego dirigió la caída de Pope para que se derrumbara boca abajo, sobre la cama, donde quedó echado con la cara en el colchón y los brazos inmovilizados a ambos lados. Los dedos de Jonathan se quedaron rígidos cuando vio debajo de las costillas el punto donde los riñones podían quedar deshechos…, pero no hundió los dedos en ellos.

Hizo una pausa, confundido y repentinamente vacío. Iba a soltar a Pope. Sabía que lo haría, aunque apenas podía creerlo. ¡Pope había dispuesto la muerte de Henri Baq! ¡Pope le había convertido en un cebo! Pope había llegado a poner en sus sucios labios el nombre de Jemima… Y él iba a dejarle marchar. Bajó los ojos y vio esa forma arrugada, esa estúpida chaqueta deportiva, esa caída de las piernas inconscientes, pero no sintió ese odio frío que le solía invadir en una pelea. En aquel momento le faltaba algo.

Dio la vuelta al cuerpo y fue al cuarto de baño, donde mojó una toalla sosteniéndola por un extremo hasta que estuvo completamente empapada. Volvió a la habitación y la sacudió en el rostro de Pope; la impresión del agua fría ocasionó una convulsión automática en el cuerpo inconsciente. Después, Jonathan se sirvió un Laphroaig y se volvió a sentar en la silla, a la espera de que Pope despertara.

Con unos gruñidos infrahumanos, Pope volvió al fin en sí. Intentó sentarse por dos veces sin conseguirlo. Las dolorosas punzadas en los dedos, las ingles, las vibraciones en la cabeza, todo era tan agudo que no podía siquiera desabrocharse la americana. Se dejó caer de la cama y quedó sentado en el suelo, completamente aturdido.

Jonathan habló con serenidad.

—Vas a recobrarte. Pope. Durante unos días tal vez andarás de un modo un poco extraño, pero con el debido cuidado médico estarás muy bien. Sin embargo, no vas a servir de nada aquí. Por lo tanto, vas a volver a los Estados Unidos tan pronto como puedas. ¿Lo entiendes?

Pope le miraba con ojos bulbosos y confusos. Todavía no sabía lo que le había sucedido.

Jonathan siguió hablando lentamente:

—Vas a volver a los Estados Unidos. Ahora mismo. Y no voy a verte nunca más. ¿De acuerdo?

Pope asintió pesadamente.

Jonathan le ayudó a incorporarse y, soportando casi todo su peso, le acompañó hasta la puerta. Pope se agarró al marco para sostenerse. El profesor que Jonathan llevaba dentro hizo su aparición. «Desperdiciar: desgarrar, lastimar, infligir o procurar que se inflija un castigo físico a alguien».

Pope salió arrastrándose y Jonathan cerró la puerta.

Una vez solo, abrió su máquina de escribir portátil y sacó todo lo necesario para liarse un cigarrillo. Se arrellanó en la silla, manteniendo el humo el mayor tiempo posible dentro de los pulmones antes de soltarlo. Henri Baq había sido su amigo y él había dejado escapar a Pope.

Jemima había estado sentada en silencio frente a él durante un cuarto de hora, en la semipenumbra del café, escudriñando con los ojos su cara y su expresión distante y amorfa.

—No es el silencio lo que me preocupa —dijo al fin—. Es la cortesía.

Jonathan tuvo que volver al presente.

—¿Cómo dices?

Ella sonrió con tristeza.

—Eso es lo que quiero decir.

Jonathan respiró hondo y fijó sus ojos en ella.

—Lo siento. Tengo la mente fija en el día de mañana.

—Sólo repites cosas así, «lo siento» y «¿cómo dices?» y «por favor, ¿puedes pasarme la sal?» ¿Sabes lo qué me preocupa realmente?

—¿Qué?

—Ni siquiera tengo la sal.

Jonathan rió.

—Es usted fantástica, señora.

—Sí, pero ¿qué gano con ello? Excusas, perdones y lamentos.

Él sonrió una vez más.

—Tienes razón. Soy una compañía indeseable. Lo…

—¡Dilo y te doy una patada en la espinilla!

Él le tocó los dedos. El tono burlón se evaporó al instante.

Bajo la mesa, ella apretó los pies entre los suyos.

—¿Qué vas a hacer conmigo, Jonathan?

—¿Qué quieres decir?

—Puedes hacer lo que quieras conmigo. Puedes besarme, o tomarme la mano, o acostarte conmigo, o casarte conmigo, o hablar conmigo, o pegarme, o… Sacudes la cabeza de un lado a otro, lo cual quiere decir que no piensas pegarme, ni acostarte conmigo, ni nada de nada, ¿verdad?

—Quiero que te vayas a casa, Gem.

Ella le miró fijamente, con una expresión de orgullo lastimado en los ojos.

—¡Maldito seas, Jonathan Hemlock! ¿Te crees un dios o qué? Tú dispones tus normas y si alguien te lastima o te engaña, ¡entonces te precipitas sobre él como una máquina del destino! —estaba furiosa porque tenía los ojos llenos de lágrimas involuntarias. Se las secó con el dorso de la mano—. No haces distinción alguna entre una persona como Miles Mellough y alguien como yo, alguien que te quiere.

No había levantado la voz, pero había irritación en las secas consonantes.

Jonathan contraatacó con la misma dureza.

—¡Vamos! ¡Es el colmo! Yo no estaría metido en todo esto si no me hubieras robado el dinero. Te llevé a mi casa, te enseñé mis cuadros y, aunque por poco tiempo, te amé. Y ¿sabes lo que hiciste? Diste a Dragon la palanca para forzarme a esta situación. Una situación en la que tengo muy pocas probabilidades de sobrevivir. ¡Y tú me hablas de amor!

—¡Pero yo no te conocía cuando acepté el trabajo!

—Te llevaste el dinero por la mañana. «Después».

Con su silencio le dio la razón. Al poco, intentó explicarse, pero renunció tras las primeras palabras.

Llegó el camarero con una cafetera llena y su presencia les congeló en un violento silencio; se fueron enfriando durante la pausa. Cuando el camarero se marchó, Jemima respiró profundamente y sonrió.

—Lo siento, Jonathan.

—Vuelve a decir «lo siento» y te daré una patada en la espinilla.

La picazón de la discusión había desaparecido.

Ella bebió su café.

—¿Va a ser muy difícil este asunto de la montaña?

—Espero que no llegue hasta la montaña.

—Pero ¿va a ser difícil?

—Va a ser sangriento.

Ella se estremeció.

—Siempre he odiado la frase «trabajo sangriento». ¿Puedo hacer algo?

—Absolutamente nada, Jemima. Sólo mantenerte al margen. Vete a casa.

Cuando volvió a hablar, el tono era seco y estaba examinando la situación objetivamente y a distancia.

—¿Vamos a perderlo todo, Jonathan? La gente como nosotros se enamora muy difícilmente. Resulta incluso gracioso pensar en personas como nosotros enamoradas. Pero ahora ha sucedido. Y sería una lástima… sería una maldita lástima…

Se encogió de hombros y bajó los ojos.

—Gem, me está sucediendo algo —se sentía casi avergonzado al decirlo—. Dejé escapar a Pope hoy. No sé por qué. Sencillamente, no me importó.

—¿Qué quieres decir? ¿Dejaste escapar a Pope?

—Los detalles no importan, pero algo gracioso… incómodo… está sucediendo. Tal vez dentro de unos años…

—¡No!

Su inmediata oposición le sorprendió.

—No, Jonathan. Soy una mujer crecida y deseable. Y no puedo imaginarme sentada por ahí, esperando que madures lo suficiente o que te canses lo bastante como para venir a llamar a mi puerta.

Jonathan reflexionó antes de contestar.

—Eso resulta muy sensato, Gem.

Bebieron el café en silencio. Luego ella le miró con creciente comprensión en la mirada.

—¡Jesús! —Murmuró con asombro—. Está sucediendo. Vamos a perderlo. Vamos a despedirnos. Y eso será todo.

Jonathan habló con dulzura.

—¿Puedes conseguir un vuelo para América hoy mismo?

Ella concentró su atención en la servilleta que tema sobre las rodillas, alisándola una y otra vez con la mano.

—No lo sé. Supongo que sí.

Jonathan se levantó, le rozó la mejilla con la punta de los dedos y salió del café.

La última comida del grupo fue muy tensa; nadie comió demasiado, excepto Anderl, que carecía de miedo, y Ben, que, después de todo, no tenía que hacer la escalada. Jonathan observó uno tras otro a todos sus compañeros, para detectar alguna reacción después de la llegada de Clement Pope; sin embargo, a pesar de las numerosas manifestaciones perturbadoras, las naturales impresiones de la inmediata subida a las cumbres imposibilitaban el descubrimiento de las causas. El malhumor matutino de Bidet se había convertido en una fría formalidad; Anna prefirió no salir de la defensa habitual de su aplomo burlón; Karl tomaba su propia responsabilidad demasiado en serio para dedicarse a las trivialidades sociales. A pesar de la botella de champán que el comerciante griego les envió a la mesa, la comida estuvo llena de silencios que pasaban inadvertidos, hasta que su opresión resultó repentinamente aparente para todos y empezaron a llenarlos con una charla demasiado jocosa, que desembocó en una sarta de frases sin terminar y en hipérboles verbales sin sentido alguno.

Aunque la sala estaba repleta de «Eiger Birds» con su llamativo e informal plumaje, había un cambio palpable en el tono de su conversación: carecía de verdadera energía. Podía oírse una serie de risas tontas en un allegrovivace sforzando por encima del zumbido habitual del «ponderoso» macho de mediana edad. Pero detrás de todo había un basso obstinato de impaciencia. ¿Cuándo iba a empezar aquella escalada? Llevaban allí dos días. Tenían negocios que solucionar y placeres de los que ocuparse. ¿Para cuándo podían esperar —Dios quisiera que no las hubiese— esas caídas?

El actor y su florida compañera entraron tarde en el comedor, como tenían por costumbre, e hicieron joviales señas a los escaladores, queriendo dar la impresión de que gozaban de una aceptación privilegiada.

La comida concluyó con un sello de formalidad debido a las innecesarias instrucciones de Karl para que todos se acostaran cuanto antes. Anunció a los alpinistas que él, personalmente, recorrería las habitaciones dos horas antes del amanecer, despertándoles a todos, para que pudieran salir antes de que se enteraran los huéspedes y reporteros.

Jonathan apagó la luz de su habitación. El resplandor de la luna sobre la nieve penetraba por la ventana y hacía brillar la ropa almidonada de la cama, con fosforescencia propia.

Se sentó en la oscuridad: tenía en las rodillas el revólver que le había dejado Pope, pesado y complicado, con aquel silenciador que le daba el aspecto de un aparejo de ferretería. Cuando lo recogió de recepción —con gran sorpresa del conserje ante un regalo de dulces de un hombre a otro— se enteró de que Pope se había marchado a América después de recibir asistencia médica ante lo que, con mucha imaginación, dijo ser una serie de caídas y resbalones en la bañera.

A pesar de la necesidad que tenía de dormir antes de la escalada, Jonathan no se atrevió a tomar un somnífero. Aquella noche era la última oportunidad que tenía la víctima para atacarle, a menos que decidiera esperar a estar en la montaña. Aunque un ataque en esa precaria montaña pusiera en peligro toda la cordada, por lo menos no dejaría evidencia alguna. Jonathan se preguntó lo desesperada que debía estar la víctima… y lo astuta que debía ser.

Pero de nada le servía quedarse allí sentado y preocupado. Se levantó del sillón y extendió su saco de dormir en el suelo, frente a la puerta, donde cualquier persona que entrara dibujaría su silueta en la luz del vestíbulo. Después de deslizarse en el saco de dormir, sacó el seguro del revólver y preparó el percutor, dos ruidos que no necesitaría hacer más tarde, cuando el sonido pudiera tener importancia. Dejó el revólver en el suelo junto a él y luego trató de dormir.

No tenía mucha confianza en ese tipo de preparativos. Era lo que solían hacer las víctimas de sus sanciones, sin ningún resultado. Tal desconfianza tenía su fundamento. Mientras daba vueltas y buscaba la posición de su cuerpo para lograr dormir un poco, se colocó encima del revólver, quedando éste fuera de su alcance bajo el saco.

Debió de quedarse dormido, porque experimentó una sensación de zambullida, cuando, aún con los ojos cerrados, se dio cuenta de que había luz y movimiento en su habitación.

Lentamente, dejó que sus párpados se deslizaran… La puerta estaba abierta y la silueta de un hombre. Bidet, se dibujaba en el rectángulo amarillo. El revólver que tenía en la mano, a su espalda, resaltaba con su luz plateada en la puerta negra. Jonathan no se movió. Sintió la presión de su propio revólver bajo el saco y maldijo al mal espíritu que lo había puesto allí. La sombra de Bidet se acercó a su cama.

Aunque con tono suave, la voz de Jonathan pareció llenar la oscura habitación.

—No te muevas, Jean-Paul.

Bidet se quedó petrificado, confundido por la procedencia inesperada del sonido.

Jonathan se dio cuenta de cómo tenía que actuar. Debería mantener el tono suave y autoritario de su voz.

—Puedo verte perfectamente, Jean-Paul. Y te voy a matar si haces el menor movimiento. ¿Entiendes?

—Sí.

La voz de Bidet estaba ronca por el miedo y el largo silencio.

—A tu derecha hay una lamparilla de noche. Alcánzala, pero no la enciendas hasta que te lo diga.

Jonathan no alteró la monotonía mesmérica de su voz, aunque aceptó instintivamente que la farsa no podría continuar más que breves instantes.

—Enciende la luz, pero no te vuelvas. Sigue mirando hacia la luz, ¿entiendes? —Jonathan no se atrevía a hacer el brusco movimiento que necesitaba para sacar los brazos del saco de dormir y buscar su revólver debajo—. ¿Entiendes, Jean-Paul?

—Sí.

—Entonces, hazlo despacio. ¡Ahora!

Jonathan sabía que no iba a dar resultado.

No se equivocaba. Bidet lo hizo, pero no despacio. Tan pronto como la habitación quedó inundada de una luz cegadora, se volvió hacia Jonathan y apuntó el revólver hacia él, mientras éste estaba echado de modo incongruente dentro de aquel capullo de plumas. Pero no disparó: se limitó a mirarle con temor y rabia en los ojos.

Muy despacio, Jonathan levantó la mano dentro del saco de dormir y apuntó con el dedo a Bidet, que se figuró, con un nudo en la garganta, que la protuberancia dentro del saco estaba dirigida a su estómago. Ninguno de los dos hizo movimiento alguno durante unos segundos. Jonathan sentía el doloroso bulto de su revólver bajo el hombro, pero seguía sonriendo.

—En mi país, esto se llama un encuentro mejicano. No importa quién de los dos dispare primero, ambos moriremos.

Jonathan admiraba el dominio de Bidet.

—¿Cómo se resuelve la situación, generalmente, en tu país?

—Según las convenciones los dos hombres dejan sus revólveres y deciden la cuestión hablando. Así se evita estropear muchos sacos de dormir.

Bidet se echó a reír.

—No tenía intención de dispararte, Jonathan.

—Me parece que tu revólver me ha dejado confuso.

—Sólo quería impresionarte. Asustarte tal vez. No sé. Fue un gesto estúpido. El revólver ni siquiera está cargado.

—En ese caso no tendrás inconveniente alguno en dejarlo sobre la cama.

Bidet no se movió, luego se encogió de hombros y arrojó el revólver sobre la cama. Jonathan se apoyó sobre un codo, manteniendo el dedo hacia Jean-Paul, mientras deslizaba la otra mano bajo el saco de dormir y sacaba el revólver. Cuando Bidet vio que había estado bajo la fibra impermeable, se encogió de hombros con un gesto gálico de aceptación fatalista.

—Eres muy valiente, Jonathan.

—En realidad no tenía otra salida.

—Para todo tienes solución. Pero no era necesario. Como te dije, ni siquiera cargué el revólver.

Jonathan salió del saco con esfuerzo y se dirigió a su sillón, donde se sentó sin dejar de apuntar a Bidet.

—Fue buena idea que decidieras no disparar. Me hubiera sentido ridículo, agitando el dedo y gritando «bang» «bang».

—¿No dijiste que los dos hombres han de dejar sus pistolas, después de esa cosa mejicana?

—No te fíes nunca de un gringo —Jonathan se sentía tranquilo y seguro de sí. Una cosa era cierta: Jean-Paul era un amateur—. Tenías un propósito al venir aquí, supongo.

Jean-Paul se miró la palma de la mano, siguiendo sus líneas con el pulgar.

—Creo que voy a volver a mi habitación, si no te importa. Ya he hecho bastante el ridículo contigo. No puedo ganar nada aumentando esa impresión.

—Creo que tengo derecho a pedirte alguna explicación. Tu entrada en mi habitación fue un tanto irregular.

Bidet se sentó con pesadez en la cama, con el cuerpo hundido, los ojos desviados y un algo tan desalentado en su actitud, que Jonathan no tuvo miedo de que tuviera el revólver a su alcance.

—No hay imagen más ridícula que la del cornudo ofendido —sonrió con tristeza—. Nunca pensé que acabaría representando un papel como éste.

Jonathan experimentó esa desagradable combinación de compasión y asco que siempre sentía ante un sentimental, especialmente ante los que no sabían ejercer dominio sobre su vida romántica.

—Pero no puedo aparecer ya mucho más ridículo ante tus ojos —continuó Bidet—. Supongo que ya conoces mis limitaciones físicas. Anna suele explicarlo a sus mastines. Por alguna razón, eso les inspira mayor esfuerzo para complacerla.

—Me estás poniendo en la engorrosa situación de tener que declarar mi inocencia, Jean-Paul.

Jean-Paul miró a Jonathan con una náusea irónica en los ojos.

—No tienes que preocuparte.

—Pero me preocupa. Tenemos que escalar juntos. Déjame decírtelo sencillamente: no me he acostado con Anna, ni tengo razón alguna para creer que cualquier insinuación sería acogida con otra cosa que no fuera desprecio.

—Pero ayer noche…

—¿Qué pasó ayer noche?

—Ella estaba aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—La echaba de menos… fui a buscarla… escuché junto a tu puerta —desvió la mirada—. Eso es algo despreciable, ¿verdad?

—Sí, lo es. Anna estaba aquí ayer noche. La encontré en el vestíbulo y le ofrecí una copa. No nos acostamos juntos.

Jean-Paul recogió su arma con una expresión ausente y jugueteó con ella mientras hablaba. Jonathan vio que no había peligro; había dejado de considerar a Bidet como un asesino en potencia.

—No. Ella se acostó con alguien ayer noche. Yo la toqué después. Puedo asegurarlo por…

—No quiero saberlo. No tengo curiosidad clínica y esto no es un confesionario.

Jean-Paul jugueteó con el pequeño revólver.

—No debería haber venido aquí. Mi actuación es de muy mal gusto y eso es peor que lo que hace Anna, que sólo peca de inmoral. Se deberá a la tensión de la escalada. Había puesto muchas esperanzas en esta aventura… Pensé que si Anna estaba aquí para verme conquistar una montaña que muy pocos hombres se atrevían a tocar, eso podría, de algún modo… No sé. Sea lo que fuese, ha sido una vana esperanza —miró a Jonathan con ojos derrotados—. ¿Me desprecias?

—Mi admiración por ti alcanza nuevos límites.

—Eres muy agudo con tus frases, pero también tienes la ventaja intelectual de carecer de emociones.

—¿Me crees en lo de Anna?

Jean-Paul sonrió con tristeza.

—No, Jonathan. No te creo. Soy un cornudo, pero no un tonto. Si no tenías nada que temer, ¿por qué estabas echado en el suelo, presintiendo mi venganza?

Jonathan no podía dar explicaciones ni tampoco lo intentó.

Jean-Paul lanzó un suspiro.

—Bueno, volveré a mi habitación para sonrojarme en privado y te verás libre del deber de compadecerme —con un gesto de dramática finalidad, apretó el gatillo de su revólver y una bala salió del cañón, chocando contra la pared para rebotar sobre la alfombra. Los dos miraron sorprendidos el trozo de metal. Jean-Paul rió sin alegría—. Me parece que se me engaña con más facilidad de lo que supuse. Habría jurado que estaba vacío.

Se fue sin darle las buenas noches.

Jonathan se puso a fumar y se tomó un somnífero antes de intentar dormir de nuevo, esta vez en la cama, considerándola ya segura, con la misma fe supersticiosa que lleva a los pilotos de los bombarderos a volar entre ráfagas antiaéreas o a los guardabosques a refugiarse de las tormentas bajo los árboles que actúan de pararrayos.