MONTREAL, 5 de junio

Aquel alto edificio de apartamentos era una típica muestra de la arquitectura democrática de clase media. Todos sus habitantes podían vislumbrar el parque de La Fontaine, pero nadie podía verlo bien, y algunos sólo lo conseguían mediante piruetas acrobáticas desde sus balcones estrechos y elevados. La puerta de entrada consistía en un macizo panel de vidrio con bisagras de veinte centímetros; podía verse la comercial moqueta roja, los helechos de plástico, un ascensor automático y alfombrado y unos blasones inútiles colgados en las paredes.

Jonathan se quedó en el vestíbulo aséptico, aguardando respuesta del interfono y mirando con disgusto un grabado suizo en relieve de un Cézanne, destinado a realzar el lujo del pasillo. La puerta se abrió y Jonathan se volvió.

La chica era atractiva, incluso hermosa, pero su indumentaria no la favorecía. Con su traje de chaqueta de paño parecía un oficial. Tenía el cabello espeso, rubio y ondulado, los pómulos salientes, los labios gruesos, su pecho se resistía a la opresión de la chaqueta, su estómago era liso, su cintura estrecha, las caderas anchas, las piernas largas y los tobillos finos. Más allá de sus zapatos, Jonathan supuso que los dedos de sus pies también eran bonitos.

—¿Miss…? —levantó las cejas para forzarla a llenar la pausa con su nombre, pues todavía no estaba seguro de su pronunciación.

—Felicity Arce —contestó ella, alargándole la mano acogedoramente—. Entre, por favor. Tenía ganas de conocerle, Hemlock. He oído hablar mucho de usted, ¿sabe?

Se hizo a un lado y Jonathan entró. El apartamento estaba en consonancia con el edificio: una horterada costosa. Al estrechar su mano, observó el brillo de su antebrazo, cubierto de un espeso vello dorado. Sabía que eso era buena señal.

—¿Jerez? —le ofreció ella.

—A estas horas de la noche, no.

—¿Whisky?

—Sí, por favor.

—¿Scotch o Bourbon?

—¿Tienes Laphroaig?

—No. Lo siento.

—Entonces no importa.

—¿Por qué no te sientas mientras lo preparo?

Se dirigió hacia un bar de anticuado color blanco, mezclado con algo parecido a la madera de pino. Sus gestos eran bruscos, pero su cintura se movía con flexibilidad. Hemlock se sentó en un extremo de un sofá seccional y se volvió hacia el que tenía al lado, de modo que resultaba extremadamente descortés sentarse en cualquier otra parte.

—¿Sabes una cosa?, este apartamento es horrible —comentó—, pero me parece que tú vas a estar muy bien.

—¿Muy bien? —preguntó ella por encima del hombro, mientras llenaba generosamente el vaso de whisky.

—En la cama. Un poco más de agua, por favor.

—¿Así?

—Más o menos.

Ella esbozó una sonrisa, sacudió la cabeza y regresó con la copa.

—Tenemos otras cosas que hacer antes de acostarnos, Hemlock.

Pero se sentó en el sofá tal como Hemlock le indicaba con un gesto.

Jonathan bebió unos cuantos sorbos.

—Tenemos tiempo para todo. Pero, claro, eso depende de ti. Piénsalo un rato. Y, mientras, dime cuanto debo saber acerca de esa sanción.

Miss Arce miró al techo y cerró los ojos un segundo, para concentrarse.

—La contraseña del hombre que mataron era Wormwood; no nos dice mucho.

—¿Qué hacía en Canadá?

—No tengo la menor idea. Algo para la base de la CII. De todas formas, tampoco nos interesa.

—No, supongo que no.

Jonathan le alargó la mano y ella la tomó apretándola ligeramente con los dedos.

—Continúa.

—Pues Wormwood fue atacado en un pequeño hotel de la avenida Casgrain: ¡hum!, eso me gusta. ¿Conoces esa parte de la ciudad?

—No —contestó él, mientras seguía acariciándole la muñeca.

—Afortunadamente, la base de la CII le estaba cubriendo con otro hombre que se hallaba en el cuarto de al lado y que oyó el golpe. Cuando se fueron los asesinos entró en la habitación de Wormwood y se deshizo del cuerpo según la costumbre. Inmediatamente después se puso en contacto con «Búsqueda y Sanción». Mr. Dragon me llamó enseguida…

Jonathan la besó suavemente.

—¿Quieres decir que ese guardaespaldas se quedó sentado en la habitación de al lado sin ayudar a Wormwood?

—¿Otro whisky?

—No, gracias.

Se levantó y la atrajo hacia sí.

—¿Dónde está? ¿Por allí?

—¿El dormitorio? Sí —siguió su relato como si no pasara nada—: ya sabes cómo trabajan, Hemlock. La misión del guardaespaldas es observar e informar, no interferir. De todos modos, parece que estaban experimentando con un nuevo método.

—¡Oh! ¿De qué tipo? Lo siento, guapa. Estos pequeños cierres siempre me confunden.

—Deja, yo lo haré. Siempre les ha resultado un problema silenciar los movimientos y ruidos del guardaespaldas de la habitación de al lado. Pero han pensado en aumentar el ruido en lugar de intentar mantener el silencio.

—¡Dios mío! ¿Dónde guardas estas sábanas? ¿En la nevera?

—Son de seda, para ti. El nuevo experimento consiste en hacer sonar noche y día la grabación de la tos de un viejo; señala la presencia de alguien en la habitación, pero nadie adivinaría que se trata de un agente. ¡Ay!, soy muy sensible en ese punto. Me haces cosquillas ahora, pero pasará. ¿No te parece inteligente?

—¿La tos del viejo? ¡Oh, sí!, muy inteligente.

—Bueno, pues cuando Mr. Dragon me mandó el impreso B-3611, empecé a trabajar. Fue muy fácil. Trabajar fuera siempre me ha resultado fácil.

—Sí, ya me di cuenta.

—Por lo que parece, este Wormwood no era del todo incompetente. Hirió a uno de los dos hombres. El otro agente los vio salir del hotel, comprobando, desde la ventana, que uno de ellos lindaba cojeando. El otro, el que no estaba herido, debió asustarse y echó a correr. ¡Oh! ¡Eso es estupendo! Se dio de bruces contra un farol del otro lado de la calle. Al volverse, nuestro agente le reconoció. El resto fue… ¡ay!, ¡ay!, el resto fue sencillo.

—¿Cómo se llama?

—Kruger. García Kruger. Un mal sujeto.

—Supongo que el nombre es una broma.

—Nunca bromeo con los nombres. ¡Oh-ah-ah! ¡Graggah!

—¿Qué quieres decir con eso de que es un mal sujeto?

—El modo de matar a Wormwood. Le… ¡Oh, Dios mío! Le… Le…

—Empuja con la planta de los pies.

—De acuerdo. Wormwood se tragó un chicle que llevaba. Kruger quiso recuperarlo con un cuchillo. Garganta y estómago. ¡Oh! ¡Adagrah! ¡Oh!, sí…, sí…, sí…

—¿Has leído mucho a Joyce?

Ella articulaba las palabras a través de su prieta mandíbula, dejando escapar suspiros entrecortados por la garganta contraída.

—No, ¡ay! ¿Por qué me lo preguntas?

—Nada importante. ¿Y qué pasó con el otro hombre?

—¿El que cojeaba? No lo sé todavía. No era un profesional, de eso estamos seguros.

—¿Cómo sabéis que no era un profesional?

—Empezó a vomitar mientras Kruger destripaba a Wormwood. Sobre el suelo. ¡Ag! ¡Ag! ¡Ay-arahagh-ga-gagh!

Arqueó su tensa espalda, levantándole a él y tirándole de la cama. Hemlock volvió a su lado, más tranquilo. Durante un rato, todo fueron caricias y suaves movimientos de pelvis.

—¿Sabes una cosa, Hemlock? —Su voz era dulce, tranquila y un poco ronca por el esfuerzo—. Tienes unos ojos magníficos. Son algo tragicómicos.

Él lo esperaba. Siempre acababan por hablar de sus ojos. Poco después se sentó en un extremo de la bañera, sosteniendo una bolsa de goma e intentando inútilmente que el agua volviera a su nivel. Gran parte de su encanto consistía en estas pequeñeces.

—He estado pensando en tu pistola, Hemlock.

—¿Qué le pasa?

—Según los datos de Mr. Dragon usas un calibre grande.

—Es cierto. Tengo que hacerlo. No tengo muy buena puntería. ¿Nada más?

—¡Ja, ja!

Se vistieron y tomaron otro whisky en la salita aséptica. Con todo detalle miss Arce fue explicándole los hábitos rutinarios de García Kruger, respondiendo a las preguntas de Jonathan. Terminó diciendo:

—Está todo en el expediente que redactamos. Deberías leerlo y destruirlo. Aquí tienes tu pistola.

Le dio un abultado paquete oscuro.

—¿Te veré otra vez, Hemlock?

—¿Lo consideras prudente?

—Supongo que no. ¿Puedo decirte algo? Cuando estaba… bueno, en lo mejor…, ¿quieres saber qué pasó por mi imaginación?

—Sí.

—Recordé que eres un asesino.

—¿Y eso te preocupó?

—¡Oh, no! Todo lo contrario. ¿No te parece extraño?

—En realidad, es bastante corriente.

Recogió el expediente y la pistola y se dirigió hacia la puerta. Ella fue tras él, esperando un último beso, sin percibir su frialdad postcoitus.

—Gracias —dijo con voz suave— por el consejo de empujar con los pies. Resulta muy eficaz.

—Me gusta enriquecer con algo a la gente que conozco.

Ella le ofreció la mano y Jonathan la estrechó.

—Tienes unos ojos magníficos, Hemlock. Estoy muy contenta de tu visita.

—Has sido muy amable al aceptarme.

En el vestíbulo, mientras esperaba el ascensor, se sintió satisfecho de la noche. Había sido algo sencillo, sin complicaciones y temporalmente satisfactorio: como orinar. Y esa era la clase de relaciones que él prefería.

En general, su vida sexual no era más heroica que los sueños de un solterón cualquiera, por ejemplo. Para la actividad romántica parecía exacerbarse cuando se hallaba cumpliendo una sanción. Por una parte, las oportunidades abundaban en esas ocasiones, y, por la otra, sus apetitos sexuales se veían estimulados por los peligros que corría, tal vez como un ejemplo microcósmico de esa fuerza perversa de la naturaleza que origina una multiplicación de los nacimientos en época de guerra.

En la cama, era realmente muy hábil. Su habilidad mecánica no difería demasiado de la mayoría de los hombres. Ni tampoco era, tal como hemos visto, el resultado de una aduladora y atenta preparación. Por el contrario, era una consecuencia de su extraordinario poder de control y de su amplia experiencia. Sobre ésta última, basta decir que su autodominio se veía raramente traicionado por un elemento de curiosidad. Después de Ankara, Osaka y Nápoles, no había postura ni matiz de equilibrio que le fueran extraños. Y había tan sólo dos tipos de mujeres con las que no había experimentado nunca: las australianas aborígenes y las esquimales. Y no sentía deseo alguno de llenar estas lagunas étnicas, por razones de sensibilidad olfativa.

Pero la razón principal de su resistencia épica era de carácter sensorial. Jonathan no sentía nada cuando amaba a una mujer. Es decir, nunca había experimentado ese éxtasis físico local que solemos asociar con el clímax. En realidad, su organismo biológico fabricaba semen regularmente, y un exceso de producción le perturbaba, le quitaba el sueño y le distraía de su trabajo. Así pues, se sentía indiferente en el momento de la descarga, pero su alivio sólo era el fin de su malestar, no una consecuencia del placer. Era, por lo tanto, más digno de compasión por su notable control, que digno de envidia por las ventajas que ello le reportaba.