ARIZONA, 28 de junio

Advertía que iba a estar magnífico. Iba a conquistar ese pico.

En cuanto despertó, sintió ansias de escalar el Big Ben. Una o dos veces en su carrera de alpinista había experimentado esa premonición de victoria, ese presentimiento visceral. Lo tuvo justo antes de batir un tiempo récord en el Grand Téton y lo tuvo otra vez cuando introdujo en los libros de montañismo una nueva ruta para escalar el Dru. Sus manos tenían una fuerza capaz de cavar agujeros en la roca y sus piernas le llevaban con gran energía y facilidad, con una sensación de gravedad extraterrestre. Estaba en tan excelentes condiciones para esta escalada que sus manos, cuando se frotaba las palmas, parecían guantes de piel de camello, capaces de adherirse a la roca lisa y llana.

Después de la ducha no se afeitó ni se peinó. Prefería tener un aspecto tosco y burdo para encontrarse con la roca.

Cuando Ben llamó a la puerta, estaba ya atándose las botas y admirando su calidad: algo gastadas por sus recientes escaladas de entrenamiento, pero con las tiras de cuero de las suelas en excelentes condiciones.

—Pareces fantásticamente preparado.

Ben acababa de levantarse de la cama y vestía todavía pijama y batín, gruñía y llevaba en la mano su primera lata de cerveza.

—Me siento estupendo, Ben. Ese pico tuyo ya está conquistado.

—¡Oh! No me extrañaría que te sacara algo de ese resplandor, antes de conseguirlo. Son casi ciento veinte metros, en un ángulo de seis grados principalmente.

—Dile al cocinero que estaremos de vuelta para la comida.

—Lo dudo. Especialmente teniendo en cuenta que habrás de arrastrar contigo a un viejo cansado. Ven a mi habitación mientras me visto.

Siguió a Ben hasta su habitación, donde rechazó una cerveza y se sentó contemplando la salida del sol, mientras Ben iba encontrando y poniéndose, con lentitud, los distintos elementos de su equipo. Su localización no fue fácil y Ben gruñía y renegaba continuamente mientras sacaba ropa de los cajones y la esparcía por el suelo, vaciando cajas llenas de chismes variados sobre su cama deshecha.

—¿Dices que voy a arrastrarte detrás de mí, Ben? Yo imaginaba que tú conducirías. Después de todo, eres el que conoce la ruta. Ya has subido antes.

—Sí, pero no voy a aguarte todas las fiestas. ¡Malditos mis ojos si no encuentro ese otro calcetín! No soporto llevar calcetines distintos. Me desequilibra. ¡Oye! ¡Tal vez si consiguiera el peso justo podría compensar esos dedos que me faltan, llevando un calcetín más ligero en este pie! Claro que correría el riesgo de acabar con lo contrario de una cojera. Podría encontrarme un centímetro o dos por encima del suelo y eso sería un infierno para mi tracción. ¡Vamos!, mueve el trasero y da unas cuantas patadas por aquí para ver si encuentras mi jersey de escalar. Ya sabes, el verde viejo.

—¡Si lo llevas puesto!

—¡Ah, sí! Es verdad. Pero ¡mira! No llevo camisa debajo.

—No es culpa mía.

—Bueno, no me ayudas mucho, la verdad.

—Creo que si me pusiera en medio de la habitación no volverías a encontrarme nunca más.

—¡Oh! George daría contigo cuando ordenara todo este lío.

—¿Te arregla George la habitación?

—Es mi empleada y tiene otras cosas que hacer para ganarse la vida, además de servir como válvula para tu esperma.

—Tienes un delicado sentido de las imágenes, Ben.

—¿Nada de nada? Muy bien, me rindo. ¡Malditos mis ojos si puedo encontrar mis botas! ¿Por qué no me dejas las tuyas?

—¿Y yo voy descalzo?

—Teniendo en cuenta la forma en que te encuentras, no creo que notaras la diferencia.

Jonathan se apoyó en el respaldo de la silla y se relajó, contemplando el amanecer.

—Es verdad que me siento estupendamente, Ben. No me había sentido así desde hacía mucho tiempo.

El malhumor característico de Ben desapareció por un momento.

—Eso está bien. Me alegro. Me haces recordar lo que solía sentir yo.

—¿Echas de menos el alpinismo, Ben?

Ben se sentó en el borde de la cama.

—¿Echarías de menos tu espíritu si alguien saliera corriendo con él? ¡Desde luego que lo echo de menos! Había estado practicando desde que tenía dieciocho años. Al principio, no sabía qué hacer conmigo mismo. Pero después… —se golpeó las rodillas con las manos y se levantó—. Después conseguí este lugar. Y ahora estoy viviendo a todo tren. Sin embargo… —Ben se dirigió al armario—. Aquí están mis botas. ¡Maldita sea!

—¿Dónde estaban?

—En el departamento para zapatos. George debe haberlas puesto ahí. ¡Maldita chica!

Durante el desayuno, en la cocina del restaurante, reluciente y vacía, Jonathan preguntó si Miles Mellough había hecho algo interesante después de la pelea.

—¿Te preocupa, Jon?

—Ahora mismo sólo me preocupa la escalada, pero tendré que encargarme de él cuando regrese.

—Si él no se encarga de ti primero.

—Habla claro.

—Bueno, uno de mis ayudantes oyó a ese Mellough y a su amigo tramando algo en sus habitaciones.

—¿Pasa tu ayudante mucho tiempo con la oreja pegada a las puertas?

—Generalmente no, pero pensé que tal vez te gustaría que tuviera un ojo puesto en esos tipos. De todos modos, el guapo estaba bastante furioso con su guardaespaldas, lo que no me extraña, a juzgar por cómo permitió que le hicieras trizas. El gorila dijo que la próxima vez sería diferente. Después, encargaron un coche de alquiler en la ciudad. Ahora está aparcado ahí enfrente.

—Tal vez quieren dar un paseo por el campo.

—¿Qué tienen de malo los coches que tenemos aquí? No, yo creo que quieren ir a alguna parte muy de prisa. Tal vez después de hacer algo vergonzoso… como matar a alguien.

—¿Qué te hace pensar que van a matar a alguien?

Ben hizo una pausa, para producir efecto.

—El camarero me dijo que el corpulento lleva una pistola.

Jonathan se concentró en el café y privó a Ben de una esperada reacción. El viejo alpinista abrió otra lata de cerveza.

—No pareces muy preocupado porque ese tipo lleve una pistola.

—Ya lo sabía, Ben. La vi bajo su americana. Esa es la razón de que le aplastara la nariz. Para que no pudiera ver con claridad. Necesitaba tiempo para esfumarme.

—Yo pensando que tenías pasta de malvado y tú haciendo todo el tiempo lo que tenías que hacer.

—Deberías sentirte avergonzado.

—Podría cortar la lengua al que hablara mal de ti, viejo.

—Sólo intentaba seguir con vida.

—¿Y por eso quieres la pistola?

—No, no es para protegerme. La necesito para atacar. Vamos. Esa montaña se está desgastando ahí afuera. No quedará casi nada cuando estés listo.

Las botas de Jonathan crujían sobre las piedras desgajadas de la base de la montaña que asomaba por encima de sus cabezas, negra todavía, en su cara oeste, en aquellas primeras horas de la mañana. Un taladro de roca, un martillo y siete kilos de clavos, argollas de presión y aros de extensión vibraban y danzaban en el cinturón que llevaba.

—Más o menos aquí —dedujo, adivinando la posición de una larga grieta vertical que había observado el día anterior.

La grieta, de unos diez centímetros de ancho, seguía unos treinta metros desde la base y parecía ser el camino principal de la primera parte de la ladera. Cuando la fisura desaparecía, el reborde en forma de seta empezaba a inclinarse hacia fuera y entonces la subida presentaba más dificultades.

—¿Empezaste a subir por este camino, Ben?

—Es un camino, supongo —dijo Ben, sin comprometerse.

Empezaron a subir ayudados por la cuerda.

—No piensas ayudarme mucho, ¿verdad? —exclamó Jonathan, pasando la cuerda suelta a su compañero.

—¡Demonios, yo no necesito hacer prácticas! Vengo sólo por afición.

Jonathan ajustó los tirantes de la mochila ligera que Ben había insistido que llevara. Antes de iniciar la escalada orinaron sobre la árida tierra, exprimiendo hasta la última gota. Numerosos principiantes, con las ansias de empezar, han pasado por alto esta libación propiciatoria a los dioses de la gravedad, lamentando el fallo al verse enfrentados con su naturaleza cuando están escalando, con las dos manos ocupadas en problemas más acuciantes como la supervivencia. La única solución posible bajo tales circunstancias no convierte al alpinista en un héroe social precisamente, en el momento de las felicitaciones posteriores a la escalada.

—Muy bien, empecemos.

La subida por la grieta fue rápida y sin consecuencias, excepto en los lugares donde la rendija era demasiado ancha para que el pie pudiera sostenerse en ella. Jonathan no utilizaba clavos para escalar, sólo uno cada nueve metros más o menos para acortar la caída, si había alguna.

Disfrutaba al sentir la roca. Tenía carácter. Era punzante y abrasadora al contacto. Sin embargo, había muy pocos soportes para los clavos. La mayor parte resultaban demasiado anchos y requerían un clavo más como cuña; tampoco podían hincarse bien debido al duro metal de la estaca. Todo ello sería más importante cuando empezaran los noventa metros de escalada libre. Jonathan se dio cuenta de que deberían utilizar el taladro y el aro de extensión con más frecuencia de lo que hubiera querido. Siempre había tenido en cuenta una línea divisoria fina, pero significativa, entre el clavo y el aro de extensión. La conquista de una pared mediante clavos tenía su atractivo; el uso del taladro y del aro tenía sabor a violación.

Avanzaban con regularidad y gran coordinación. Ben desataba y amarraba la cuerda desde abajo, mientras Jonathan subía centímetro a centímetro hasta donde daba el largo de la cuerda, antes de encontrar un apoyo aceptable donde podía amarrarla e izar a Ben hasta él. La subida de éste era siempre más rápida. Tenía la ventaja psicológica que da la línea y utilizaba los soportes y agarraderos que Jonathan había dispuesto. Incluso una vez desaparecida la grieta, lo que le obligaba a ralentizar su marcha, Jonathan siguió subiendo, indomable. Cada metro cuadrado de pared era un tablero de tácticas, una lucha contra la implacable y ciega oposición de la gravedad, en la que la roca era un aliado turco dispuesto a cambiar de bando si la subida se ponía difícil.

Fueron subiendo poco a poco, mientras la experiencia y el conocimiento de Ben con la cuerda ofrecían una extraordinaria cooperación, dejándola siempre floja cuando Jonathan avanzaba y siempre tirante cuando era lo único que le sostenía sobre la pared. Durante algún tiempo, no habían hallado ningún escalón en la pared que permitiera a ninguno de los dos sostenerse en la roca sin clavos o cuerda.

Jonathan empezó a cansarse. La pesadez de su carga y la tensión de muslos y pantorrillas eran recuerdos mortales y constantes, pero sus manos tenían fuerza todavía y se sentía bien. Disfrutaba especialmente con el contacto de la roca, cálida allí donde daba el sol, fría y refrescante a la sombra. El aire era tan limpio que despedía un denso perfume; incluso apreciaba el sabor salado de su sudor. Sin embargo, no puso objeción alguna cuando, después de tres horas, y con dos tercios de la montaña bajo ellos, Ben reclamó un descanso.

Les costó otro cuarto de hora encontrar un pequeño saliente en la roca donde poder descansar los pies. Jonathan puso varios clavos y quedaron colgados allí, uno junto a otro, entre las cuerdas, mirando hada afuera y un poco agachados para descansar las piernas. Apoyaban el cuerpo a unos veinte grados de la pared, que se inclinaba también a unos diez grados de la vertical. Ben hurgó en su mochila y sacó una barra de pan medio dura y un grueso pedazo de queso que había llevado consigo, según la tradición alpina. Comieron con lenta satisfacción, apoyándose en la cuerda y mirando hacia el grupo de espectadores que se había congregado al pie de la montaña tan pronto como alguien de la casa se dio cuenta de que había unos hombres en la pared de esa cima que parecía imposible escalar.

—¿Cómo te sientes, viejo?

—Sencillamente… estupendo, Ben.

—Estás subiendo muy bien. Mejor que nunca.

—Sí, ya lo sé.

El orgullo de Jonathan era sincero, como si estuviera fuera de sí mismo.

—Tal vez es una racha de suerte, una coincidencia de condiciones y temperamento, pero si me encontrara ahora mismo en el Eigerwand… —se interrumpió mientras superaba con su imaginación todos los obstáculos del Eiger.

Ben aprovechó para volver a un viejo tema.

—¿Por qué subir, Jon? ¿Qué quieres demostrar? Esta es una gran escalada. Confórmate con ella.

Jonathan se echó a reír.

—¡Vaya! ¡La has tomado con el Eiger!

—Mira, tengo un presentimiento. Esa no es tu montaña, viejo. Ya te ha vencido dos veces antes. ¡Diablos! ¡Todo esto me cabrea! Ese maricón ahí abajo esperando para liquidarte. O tú esperando para liquidarle a él. Lo que sea. Y todo este jaleo con tus compañeros de escalada. No sé lo que está pasando y me parece que no quiero saberlo, pero tengo la impresión de que si intentas conquistar el Eiger mientras piensas en otros asuntos, esa montaña va a precipitarte abajo sobre las rocas. Y ya sabes que eso va a ponerlas perdidas.

Jonathan se echó hacia delante, sin prestar atención.

—Míralos allí abajo, Ben. Personas en miniatura. Miniaturizados por la técnica japonesa que consiste en disminuir su carga de valentía e individualidad hasta que sólo sirven para participar en comités y protestas contra la contaminación atmosférica.

—Sí, no son gran cosa, ¿verdad? Seguro que sacan sus galletitas si uno de nosotros se cae. Dales tema de conversación para la mayor parte de la tarde.

Ben les hizo señas con el brazo.

—¡Eh, mierdas!

Los de abajo no podían oírles, y contestaron, sonriendo, con un vigoroso saludo.

—¿Te apetece una cerveza, viejo?

—Me encantaría. ¿Por qué no das un grito y llamas al camarero? Claro que tendríamos que darle una buena propina al chico.

—Tenemos cerveza.

—Supongo que es una broma.

—Ni hablar. Bromeo con el amor, la vida, el exceso de población, las bombas atómicas y esas porquerías, pero nunca bromeo con la cerveza.

Jonathan le miró con desconfianza.

—¿Has cargado con seis latas de cerveza hasta aquí arriba? Estás loco, ¿sabes?

—Loco tal vez, pero no estúpido. Yo no las llevaba. Has sido tú. Las puse en tu mochila.

Jonathan se contorsionó y extrajo de la bolsa un lote de seis latas.

—¡Maldita sea! Creo que voy a echarte montaña abajo sobre esos mirones.

—Espera a que termine esta cerveza.

—Está caliente —dijo.

—Lo siento. Pero pensé que te molestaría llevar también el hielo.

Comieron y bebieron en silencio. Jonathan sentía de vez en cuando como un cosquilleo en su estómago al mirar hacia abajo. En todos sus años de alpinista nunca había conseguido perder por completo ese revoloteo en el estómago y ese cosquilleo en la ingle que le invadían cuando no estaba concentrado en las dificultades de la montaña. No era una sensación desagradable y él la asociaba con el curso natural de los acontecimientos en la montaña.

—¿Cuánto dirías que nos falta para llegar arriba, Ben?

—Unos dos tercios de la distancia. Casi la mitad del tiempo.

Jonathan asintió. Habían observado el día anterior que la última parte de la ascensión, allí donde la repisa en forma de seta iniciaba su cornisa exterior, sería la más difícil. Jonathan estaba ansioso por llegar hasta allí.

—¡Vamos, ánimo!

—¡No me he terminado la cerveza! —protestó Ben, verdaderamente ofendido.

—Te has bebido dos.

—Estaba hablando de la tercera.

Abrió la lata y la vació de un trago, bebiendo a grandes sorbos y perdiendo un poco por los labios entreabiertos.

Las tres horas siguientes presentaron una serie de problemas de táctica, uno tras otro, sin descanso alguno. Para Jonathan no existía nada más que él y la roca, el siguiente movimiento, la calidad del crampón y el sudor. La libertad total lograda a riesgo de una caída… la única manera de volar si tienes la desgracia de ser un animal sin alas.

Los últimos veinte metros fueron bastante especiales.

El tiempo había erosionado la frágil repisa alrededor de la cima. El ángulo exterior era de treinta grados y la piedra estaba podrida y resquebrajada. Jonathan avanzó lentamente cuanto pudo, pero la calidad de la piedra no mejoraba y no encontró ningún apoyo adecuado para un crampón. Retrocedió hasta encontrar a Ben.

—¿Qué pasa? —exclamó Ben.

—¡No encuentro el paso! ¿Cómo lo hiciste?

—Bueno, agallas, pericia, decisión, talento. Todo eso.

—¡Jódete!

—Oye, viejo. No te precipites. Ese crampón no parece seguro.

—Si caigo, me llevo la cerveza.

—¡Oh, no!

No había un método seguro para pasar aquel reborde. Jonathan renegaba entre dientes mientras se agarraba a la pared, considerando el problema. Se le ocurrió una solución improbable.

—Dame cuerda —gritó.

—No seas loco, Jon. Hemos tenido una buena escalada hasta ahora.

—Al noventa por ciento de una escalada yo le llamo un fracaso. Dame la maldita cuerda.

Agachado bajo el alero, de cara afuera, Jonathan apretaba sus palmas contra la repisa de piedra que tenía encima. Manteniendo una presión constante en las piernas y los talones, pudo soltar las manos una tras otra. A medida que el ángulo de su cuerpo crecía, aumentaba la fuerza necesaria para conservar el equilibrio, hasta que ya no pudo separar la mano de la roca de arriba sin caer al vacío. Tuvo que deslizar las manos centímetro a centímetro, desgarrándose la piel y empapando la piedra de sangre. Al final, temblándole las piernas por el cansancio, encontró la repisa con los dedos y se agarró a ella. No podía estar seguro de la firmeza del soporte y sabía que cuando levantara las rodillas su cuerpo podría balancearse hacia fuera hasta tener que soltarse, pero no tenía otra alternativa. No podía retroceder ni quedarse allí por más tiempo. Había perdido casi toda su fuerza.

Se fue deslizando hasta que los huesos de su mano estuvieron en contacto con la piedra, a través de las yemas de los dedos. Luego se soltó y empezó a subir.

Durante un instante, sólo tuvo el cuerpo, de cintura para abajo, al otro lado de la repisa; la parte más pesada, tronco superior y mochila, empezaron a arrastrarle, cabeza abajo, hacia el vacío. Luchó contra eso con todas sus fuerzas, deslizándose sobre el estómago, sin finura ni técnica, en una desesperada batalla animal contra la gravedad.

Estaba echado de bruces, jadeante, con la boca abierta y la saliva cayendo sobre la piedra lisa y caliente de la cima. El corazón le saltaba en los oídos dolorosamente y las palmas de las manos le pinchaban debido a los trozos de arena pegados a la carne viva. Una ligera brisa le refrescaba las sienes y tenía el pelo enmarañado y pegajoso por el sudor. En cuanto pudo, se sentó y miró a su alrededor, hacia la árida losa de piedra que había constituido la meta de todos sus esfuerzos. Pero se sentía feliz y sonrió, absorto en la victoria.

—¡Eh! ¿Jon? —La voz de Ben llegaba del otro lado de la cornisa—. Si en algún momento dejas de admirar a tu propia persona, puedes llevarme contigo ahí arriba.

Jonathan pasó la cuerda por un pequeño saliente de roca y la amarró con fuerza, mientras Ben se esforzaba por subir la cornisa.

No dijeron nada durante diez minutos, cansados por el ascenso e impresionados por el panorama. Estaban en lo más alto del valle. Hacia el Oeste, el desierto se prolongaba hasta el infinito, reluciente y uniforme. Desde un extremo de la cima podían ver la casa de Ben, comprimida en la distancia, con la piscina semejante a un fragmento de espejo roto, brillando bajo el sol. Algunas ráfagas ocasionales de aire barrían el ardiente calor de la roca y refrescaban sus camisas húmedas de sudor.

Abrieron las dos latas de cerveza que quedaban.

—Felicidades, viejo. Te has ganado otra copa.

—¿Qué quieres decir?

Jonathan sorbió con deleite la ardiente espuma.

—Nunca pensé que nadie lograra escalar esta cima.

—Pero tú lo hiciste.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Tú.

—No vas a llegar muy lejos en la vida, si crees a mentirosos como yo.

Jonathan guardó silencio un rato.

—Muy bien. Cuéntamelo, Ben.

—¡Oh!, bueno, fue sólo un tiro que me salió por la culata. Muchos escaladores buenos han intentado subir esta cima, pero no lo han conseguido. Ha sido esta última cornisa lo que les ha fastidiado a todos. Reconocerás que fue un poco peliagudo. En realidad, ninguna persona en su sano juicio lo hubiera intentado. Especialmente, con un amigo atado al otro extremo de la cuerda.

—Lo siento, Ben. No lo pensé.

—No eres de los que lo hacen. De todos modos, creí que si no podías subir a una cima y pensabas que yo la había subido, incluso con mi pie mutilado, lo pensarías dos veces antes de escalar el Eiger.

—¿Estás tan en contra de mi escalada?

—Lo estoy, es cierto. Tengo miedo, viejo.

Ben suspiró y aplastó su lata de cerveza.

—Pero, como dije, el tiro me salió por la culata. Ahora que has conseguido subir esto, supongo que nada en el mundo podría hacerte desistir del Eiger.

—No puedo escoger, Ben. Todo depende de esa escalada: mi casa, mis cuadros…

—Por lo que me han dicho, los muertos no disfrutan mucho de las casas ni de los cuadros.

—Mira, tal vez esto te tranquilice. Si todo va bien, quizá no tenga que hacer la subida, después de todo. Hay probabilidades de que consiga terminar mi trabajo antes de empezar.

Ben sacudió la cabeza como si le bailara dentro un cabo suelto.

—Yo no me trago todo eso. Es demasiado jodido.

Jonathan juntó las manos para comprobar el dolor. Estaban hinchadas con el espeso líquido de la coagulación, pero no le dolían mucho.

—Vamos a bajar ahora.

Dejando los clavos para futuros escaladores y bajando en rapel, llegaron al suelo en cuarenta minutos, cosa que parecía un poco injusta después de las seis difíciles horas del ascenso.

Inmediatamente se vieron rodeados por un tropel de gente que les palmoteaba y felicitaba ofreciéndoles bebidas y sugerencias sobre el modo en que debían haber realizado la ascensión, diciéndoles el método que ellos hubieran empleado si hubiesen sido escaladores. Ben, cogido del brazo de dos bonitas jóvenes, condujo a la multitud hasta la casa; Jonathan, repentinamente arrastrado cuando la energía de su sistema nervioso ya no le sostenía, andaba tropezando tras aquella masa excitada. Se sorprendió al ver a Miles Mellough de pie, lejos del amigable corro, tan frío, con un traje de seda azul celeste y con el peinado pomerania retorciéndose y gimoteando en sus brazos. Miles se acercó a él.

—Una hazaña impresionante. ¿Sabes, Jonathan, que mientras fuimos amigos nunca te vi escalar? Tiene su gracia. No deja de tener gracia.

Jonathan siguió andando sin contestar.

—Esa última parte fue especialmente estremecedora. Sentía escalofríos en la espalda. Pero lo conseguiste, después de todo. ¿Qué pasa? Pareces muy agotado.

—No cuentes con ello.

—¡Oh! No creas que te estoy subestimando —cambió de brazo al inquieto perrito y Jonathan observó que éste llevaba alrededor del cuello una cinta de la misma seda azul que el traje de Miles—. Eres tú quien insiste en subestimarme a mí.

—¿Dónde está tu chico?

—Ha vuelto a su habitación. Estará deprimido, supongo. Y soñando con vérselas de nuevo contigo.

—Mejor que eso no ocurra. Es perro muerto si le veo en mi acera por la calle.

Miles frotó su nariz en la piel de Faggot y susurró:

—No debes ofenderte, muchachito. El doctor Hemlock no hablaba de ti. Estaba usando uno de los pequeños vulgarismos propios de su profesión.

El perro dio un gemido y lamió con ardor la nariz de Miles.

—Espero que hayas cambiado de idea, Jonathan.

El seco tono profesional de Miles contrastaba de modo especial con el ronroneo tranquilizante que había empleado con el perro. Jonathan pensó en la cantidad de hombres que habrían sido arrullados por esa sensación de seguridad que proporcionaba la fachada afeminada de Miles.

Se detuvo, volviéndose hacia él.

—No creo que tengamos nada de qué hablar.

Miles ajustó el paso, descansando sobre un pie y dirigiendo la punta del otro hacia fuera, como una variante relajada de la cuarta posición de ballet, el mejor modo de hacer destacar la línea de su traje.

—Como alpinista, Jonathan, tu sentido de la táctica está bien desarrollado. Me estás diciendo ahora que tienes deseos de enfrentarte con una víctima desconocida, antes que hacer las paces conmigo. De acuerdo. Permíteme aumentar un poco la apuesta. Supongamos que yo me pongo en contacto con la víctima y te identifico a ti. Eso le situaría a él en la sombra y a ti a la luz. ¿Qué te parecería eso? Una variante interesante del procedimiento normal, ¿no?

Jonathan había considerado esa temible posibilidad.

—No tienes un juego tan bueno como crees, Miles. «Búsqueda» está trabajando en la identificación de ese hombre.

Mellough soltó una divertida carcajada. El sonido asustó a Faggot.

—¡Eso es maravilloso, Jonathan! ¿Estás dispuesto a apostar tu vida sobre la eficacia de la CII? ¿Dejarías que tu barbero te operase?

—¿Y cómo sé que no has hablado ya con la víctima?

—¿Jugando mi último triunfo? ¡Realmente, Jonathan…!

Hundió la nariz en la piel de Faggot y le mordisqueó, jugueteando con él.

Jonathan se alejó hacia la casa.

Miles le llamó.

—No me dejas mucho para escoger, Jonathan —Luego acarició la oreja de Faggot—. Tu papá no tiene muchas posibilidades, ¿verdad? Tendrá que delatar al doctor Hemlock… —miró la figura que se alejaba—, o tendrá que matarlo.

Ben estuvo malhumorado y poco comunicativo durante la cena, pero engulló con facilidad grandes cantidades de comida y bebida, Jonathan no intentó iniciar una conversación y dirigía a menudo su atención a un punto indeterminado del espacio. Al final habló, sin cambiar la expresión vacía de sus ojos.

—¿Alguna noticia de tu operador de mandos?

Ben sacudió la cabeza.

—Ninguno de ellos ha intentado comunicarse, si eso es lo que quieres decir. Ningún telegrama. Nada.

Jonathan asintió.

—Bien. Pase lo que pase, no les dejes comunicarse con el exterior.

—¡Pues no daría yo mi butaca de primera fila en el infierno por saber lo que está pasando!

Jonathan le miró largamente y luego preguntó:

—¿Puedo usar tu Land Rover mañana?

—Claro que sí. ¿A dónde vas?

Jonathan no hizo caso de la pregunta.

—¿Querrás hacerme un favor? Haz llenar el depósito de gasolina y dame dos latas y una de agua de repuesto.

—¿Tiene esto algo que ver con ese tipo, Mellough?

—Sí.

Ben quedó pensativo y silencioso un momento.

—De acuerdo, Jon. Lo que quieras.

—Gracias.

—No tienes que darme las gracias por ayudarte a poner el culo en ese embrollo.

—¿Recuerdas esa escopeta de la que hablamos ayer? Pues cárgala y déjala también en el coche.

—Lo que tú digas —el tono de Ben era seco.

Sin poder conciliar el sueño, Jonathan permaneció sentado en la cama hasta muy tarde, trabajando con atención en el artículo sobre Lautrec, que había sido el recurso de su tiempo libre durante todo un mes. La llamada característica de George le proporcionó la excusa que necesitaba para abandonar la árida tarea. Como de costumbre, llevaba tejanos y una blusa de algodón, con el cuello vuelto bajo su largo pelo negro, con los tres botones superiores desabrochados y los pechos desnudos, presionando la blusa y formando tensos pliegues.

—¿Cómo estás esta noche, George?

Ella se sentó en el borde de la cama y le miró sin ninguna expresión en sus grandes y oscuros ojos.

—¿Nos viste a Ben y a mí escalando hoy esa montaña? ¿No valió la pena? —hizo una pausa y después respondió por ella—. Sí, valió la pena.

Ella se quitó los zapatos y luego se levantó para desabrocharse los botones y abrir la cremallera de sus tejanos, con los rápidos movimientos del que ha de solucionar un negocio urgente.

—Parece que voy a irme mañana, o pasado. En cierto modo, George, voy a echarte de menos.

Con un movimiento brusco de caderas, ella se bajó los pantalones.

—Nadie puede acusarte de confundir nuestras relaciones con sentimentalismos pegajosos o con charlas innecesarias, y yo aprecio eso.

Ella se quedó quieta un instante. Los bordes de su camisa caían sobre sus muslos oliváceos. Luego empezó a desabrocharla, sin desviar su plácida mirada de él.

—Tengo una idea, George. ¿Por qué no dejamos esta charla trivial y hacemos el amor?

Apenas tuvo tiempo de apartar sus notas y apagar la luz, antes de que ella se enroscara entre sus piernas.

Estaba echado sobre el estómago, con los brazos caídos a lo largo del colchón y los músculos relajados, mientras George recorría con los dedos toda su espalda hasta la nuca. Permaneció suspendido al borde del sueño cuanto pudo, intentando no pensar en los estremecimientos que las uñas de la muchacha le producían al rozarle la cintura, los costados y los brazos, con un contacto apenas perceptible. Como agradecimiento, suspiró un par de veces con satisfacción, aunque el esfuerzo no le hizo ningún bien.

George dejó de acariciarle y Jonathan empezó a volver en sí.

—¡Ay!

Sintió algo como una picadura de avispa en el hombro. George saltó de la cama y se ocultó en el rincón más oscuro de la habitación. Él encendió la luz y miró a su alrededor, cerrando los ojos ante la brusca iluminación. George estaba arrimada a la pared, desnuda, con la aguja hipodérmica todavía en la mano, el pulgar en el émbolo y la punta dirigida hacia él, como si fuera una pistola con la que protegerse.

—¡Eres una perra! —le gritó Jonathan, también desnudo, yendo hacia ella.

Con temor y odio en los ojos, ella le atacó con la aguja; Jonathan, golpeándola con fuerza con el dorso de la mano, la arrojó contra la pared y la envió hasta la otra punta de la habitación. Allí se agazapó como un puma, con la sangre saliéndole por la boca y la nariz, y los labios torcidos en un gruñido helado que mostraba sus dientes inferiores. Jonathan se dirigía hacia ella para seguir pegándole cuando un zumbido iniciado en los oídos le fue bajando hacia el estómago, haciéndole tropezar. Se volvió hacia la puerta, ahora un trapecio ondulante, pero se dio cuenta de que nunca conseguiría llegar hasta ella y caminó vacilante hasta el teléfono. Las rodillas se le doblaron y fue cayendo, golpeándose con la mesita de noche y dejando la habitación en tinieblas al romperse la lámpara con una sonora explosión. El zumbido fue aumentando y su ritmo adaptándose a los relámpagos luminosos que aparecían detrás de sus ojos.

—Recepción —contestó junto a él y desde el suelo una voz débil y aburrida desde alguna parte entre el montón de cristales rotos. Fue palpando a ciegas, tratando de llegar al auricular—. Recepción… —sintió una serie de punzadas en la espalda y se dio cuenta de que aquella víbora le estaba dando patadas con el ritmo desesperado de una bestia asustada—. Recepción… —la voz sonaba impaciente y él no podía librarse de las patadas; todo lo que podía hacer era enroscarse junto al auricular y sostenerlo. Las punzadas se fueron calmando hasta convertirse en meras opresiones—. ¿Oiga…? —Jonathan sentía su lengua espesa y extraña. Apretó los labios resecos contra el micrófono y batalló con las palabras.

—¡Ben! —masculló con un débil gemido, y la palabra le sumergió en un líquido negro y caliente.