13

En la escuela, el sargento Yates se sentaba en aquel momento en el despacho del señor Morris.

—Lamento tener que molestarle otra vez —dijo—, pero necesitamos algunos datos más sobre ese tal Wilt.

El jefe del Departamento de Humanidades alzó la vista del horario de clases con una expresión hosca. Estaba sosteniendo una lucha desesperada intentando encontrar a alguien para Albañiles Cuatro. Price no podía ser porque tenía Mecánica Dos y Williams no podía ser de ninguna manera. Se había ido ya a casa el día anterior enfermo del estómago y amenazaba con repetir la operación si alguien osaba mencionarle otra vez Albañiles Cuatro. Así pues, quedaba sólo el propio señor Morris y estaba dispuesto a permitir que le molestase el sargento Yates cuanto gustase si ello significaba que no tenía que lidiar con aquellos malditos albañiles.

—Si puedo ayudarle en algo… —dijo, con una afabilidad que contrastaba curiosamente con la expresión hosca de su rostro—. ¿Qué detalles querría usted conocer?

—Sólo quiero que me dé usted una impresión general del individuo —dijo el sargento—. ¿Había en él algo raro?

—¿Raro?

El señor Morris se quedó un momento pensativo. Aparte de mostrarse dispuesto a dar las clases más espantosas de la Escuela año tras año sin una sola queja, él no veía en Wilt nada raro.

—Supongo que podríamos considerar un poco raro lo que llegaba a ser una reacción fóbica a El señor de las moscas, pero la verdad es que a mí nunca me preocupó mucho…

—Aguarde un momento, señor —dijo el sargento, atareado con su cuadernito—. Dijo usted «reacción fóbica», ¿verdad?

—Bueno, lo que quería decir era…

—¿A las moscas, señor?

—A El señor de las moscas. Es un libro —dijo el señor Morris, nada seguro ya de que hubiera sido razonable mencionar aquel hecho; los policías no solían ser sensibles a los matices del gusto literario que constituían para el señor Morris la definición de la inteligencia—. Espero no haber dicho algo impropio.

—Nada de eso, señor. Son precisamente estos pequeños detalles los que nos ayudan a formarnos una imagen de la mentalidad del criminal.

El señor Morris suspiró.

—Desde luego, nunca habría pensado, cuando el señor Wilt vino a vernos, recién salido de la universidad, que acabaría así.

—Claro, señor. Ahora, dígame, ¿dijo el señor Wilt alguna vez algo despectivo de su esposa?

—¿Despectivo? No, qué va. Pero, en fin, no tenía por qué decirlo. Eva hablaba por sí sola.

Miró con tristeza por el ventanal hacia la máquina perforadora.

—Entonces, según su opinión, la señora Wilt no era una mujer muy agradable…

El señor Morris movió la cabeza.

—Era una mujer horrible —dijo.

El sargento Yates lamió el extremo de su bolígrafo.

—¿Dijo usted «horrible», señor?

—Me temo que sí. La tuve una vez en unas clases nocturnas, un curso introductorio de arte dramático.

—¿Ha dicho usted introductorio, señor? —dijo el sargento, y lo anotó.

—Sí, aunque habría sido más adecuado decir visceral, en el caso de la señora Wilt. Se lanzaba a los papeles con excesivo vigor, demasiado para que resultara convincente. Su Desdémona, en mi Otelo, fue algo que es muy probable que no logre olvidar en la vida.

—Así que, según su opinión, era una mujer muy impetuosa, ¿no es cierto?

—Digámoslo de este modo —dijo el señor Morris—: Si Shakespeare hubiera escrito la obra tal como la interpretó la señora Wilt, el estrangulado habría sido Otelo.

—Comprendo, señor —dijo el sargento—. Deduzco, pues, de lo que me dice, que a la señora Wilt no le gustaban los negros.

—No tengo ni idea de lo que pudiera pensar ella del problema racial —dijo el señor Morris—, me refiero a la fuerza física que demostró la señora Wilt.

—¿Era una mujer vigorosa, señor?

—Mucho —dijo el señor Morris lúgubremente.

El sargento Yates parecía desconcertado.

—Parece extraño que una mujer así se dejara asesinar por el señor Wilt sin oponer más resistencia —dijo pensativo.

—A mí me parece increíble —convino el señor Morris—. Y, lo que es más, indica un valor fanático por parte de Henry que éste nunca me permitió sospechar que poseyera, por su conducta en este departamento. Lo único que se me ocurre pensar es que debía de estar fuera de sí en ese momento.

El sargento Yates se agarró a esto.

—¿Entonces, su opinión meditada es que no estaba en su sano juicio cuando la mató?

—¿En su sano juicio? Yo no puedo admitir que nadie en su sano juicio mate a su esposa y arroje el cadáver…

—Lo que quiero decir, señor —dijo el sargento—, es si cree usted que el señor Wilt es un lunático.

El señor Morris vaciló. Había un buen número de miembros de su departamento a los que él habría catalogado como desequilibrados mentales, pero no le gustaba nada proclamar tal hecho. Aunque, por otra parte, podría ayudar al pobre Wilt.

—Sí, supongo que sí —dijo al fin, pues, en el fondo, era un hombre bueno—. Completamente loco. Entre nosotros, sargento, cualquier persona que esté dispuesta a dar clases a estos energúmenos que tenemos aquí, no puede estar cuerda del todo. Y la semana pasada, sin ir más lejos, Wilt tuvo un altercado con uno de los impresores, que le pegó un puñetazo. Puede que esto tuviera algo que ver con su comportamiento posterior. Supongo que considerará todo esto que le cuento estrictamente confidencial. No me gustaría que…

—No se preocupe usted, señor —dijo el sargento Yates—. En fin, no quiero entretenerle más.

Y volvió a la comisaría e informó de sus averiguaciones al inspector Flint.

—Está como una cabra —proclamó—. Eso es lo que cree. Está absolutamente seguro de ello.

—Pues, en tal caso, no tenía ningún derecho a emplear a ese tío —dijo Flint—. Debería haber echado a ese animal.

—¿Echarle? ¿De la escuela? Ya sabe usted que no pueden echar a los profesores. Tienen que hacer algo realmente grave para que puedan darles la patada.

—Como por ejemplo asesinar a tres personas, imagino. En fin, por lo que a mí respecta, pueden volver a admitir otra vez a ese cabrón.

—¿Quiere decir usted que aún no ha confesado?

—¿Confesar? Está contraatacando. Me ha dejado absolutamente hecho polvo, y ahora Bolton dice que quiere que le releven. Que no puede soportar más la tensión.

El sargento Yates se rascó la cabeza.

—No entiendo cómo puede hacerlo —dijo—. Da la impresión de que sea inocente el tío. Me pregunto cuándo empezará a pedir un abogado.

—Nunca —sentenció Flint—. ¿Para qué necesita él un abogado? Si hubiera aquí un abogado asesorándole, ya le habría sacado yo la verdad hace horas.

Cuando cayó la noche sobre Eel Stretch, el viento pasó a adquirir la intensidad de ventarrón de fuerza ocho. La lluvia martilleaba el techo del camarote, golpeaban las olas contra el casco y la embarcación, escorando hacia estribor, se asentaba cada vez con más firmeza en el cieno. Dentro del camarote reinaba una atmósfera densa de humo y de resentimiento. Gaskell había abierto una botella de vodka y estaba emborrachándose. Jugaban al scrabble para pasar el rato.

—Mi idea del infierno —comentó Gaskell— es estar aquí encerrado con un par de tortilleras.

—¿Qué es una tortillera? —dijo Eva.

Gaskell la miró fijamente.

—¿No lo sabes?

—Supongo que una mujer que hace tortillas.

—Ay, eres igual que el oso Yogui —dijo Gaskell—. Nunca he visto cosa más infeliz. Una tortillera es…

—Olvídalo, G —cortó Sally—. ¿A quién le toca jugar ahora?

—A mí, a mí —dijo Eva—. I… M… P, es decir, Imp.

—O… T… E… N… T… E, es decir Gaskell —dijo Sally.

Gaskell bebió otro trago de vodka.

—¿A qué clase de juego estamos jugando? ¿Al scrabble o al juego de la verdad?

—Te toca a ti —dijo Sally.

Gaskell puso C… O… N… S… O… L… A… D… O con la R.

—¿Qué tal eso?

Eva lo miró críticamente.

—No vale utilizar adjetivos —dijo—. Va en contra de las reglas del juego.

—Eva, tetuda mía, un consolador no es un adjetivo. Es un sustantivo, una cosa, una cosa impropia. Un sustituto del pene.

—¿Un qué?

—No importa lo que sea —dijo Sally—. Te toca a ti.

Eva estudió sus letras. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer tan a menudo y, además, aún quería saber lo que era una tortillera. Y un sustituto del pene. Al final, puso A… M… O… en la R.

—Es una cosa maravillosa eso del amor —confesó Gaskell, y formó consolador con la A de amor.

—No puedes ponerlo dos veces —protestó Eva—. Ya lo pusiste.

—Es que éste es distinto —dijo Gaskell—. Éste tiene patillas.

—¿Y qué diferencia hay?

—Eso pregúntaselo a Sally. Ella es la que tiene envidia de pene.

—Eres un mierda —dijo Sally, y puso M… A… R… I… C… A en la M—. Es decir tú.

—Lo que dije. Un scrabble de la verdad —dijo Gaskell—. ¿Por qué no formamos de una vez un grupo de encuentro? Y que resplandezca la verdad en todo su esplendor.

Eva utilizó la F para hacer Fiel. Gaskell siguió con Buscona y Sally puso Loco.

—Magnífico —dijo Gaskell—. I Ching alfabético.

—Qué ingenioso es el muchacho —dijo Sally.

—Vete al cuerno —dijo Gaskell, poniéndole a Eva una mano en el muslo.

—Quítame las manos de encima —dijo Eva, dándole un empujón.

Formó Pecado en la E. Gaskell formó Machorra con la M.

—Y no me salgas ahora con que es un adjetivo.

—Bueno, desde luego, no es una palabra que yo haya oído —dijo Eva.

Gaskell la miró fijamente y luego soltó una carcajada estruendosa.

—Era lo que me quedaba por oír —dijo—. Supongo que creerás que cunnilingus es una medicina para el catarro. Cómo puedes ser tan tonta…

—Si quieres ver a alguien más tonto aún, vete a mirarte al espejo —dijo Sally.

—Sí, claro. Por eso me casé con una maldita puta lesbiana que anda por ahí robándoles a los demás las mujeres, los barcos y las cosas. Claro que soy tonto de remate. Pero aquí tetas me gana. Es tan hipócrita la condenada, que pretende no ser tortillera…

—Yo no sé lo que es una tortillera —dijo Eva.

—Pues déjame que te informe, gorda. Una tortillera es una lesbiana.

—¿Estás llamándome lesbiana a mí? —gritó Eva.

—Sí —dijo Gaskell.

Eva le abofeteó con fuerza. Las gafas de Gaskell salieron por el aire y Gaskell se quedó sentado en el suelo.

—Óyeme, G… —comenzó Sally, pero Gaskell había conseguido ponerse otra vez de pie.

—Está bien, zorra gorda —dijo—. Si quieres saber la verdad, vas a saberla. En primer lugar, te crees que tu marido Henry se quedó enganchado a aquella muñeca por iniciativa propia. Pues bien, permíteme que te diga…

—Gaskell, haz el favor de cerrar la boca —gritó Sally.

—Sí, que te crees tú eso. Ya estoy harto de ti y de tus jugarretas. Te saqué de una casa de putas…

—Eso no es cierto. Era una clínica para pervertidos enfermos como tú.

Eva no escuchaba. Miraba fijamente a Gaskell. Él la había llamado lesbiana y le había dicho que Henry no se había enganchado a aquella muñeca por voluntad propia.

—¡Explícame eso de Henry! —gritó—. ¿Cómo se quedó enganchado en aquella muñeca?

Gaskell señaló a Sally.

—Fue ella. El pobre idiota no sabía…

—¿Fuiste tú quien lo hizo? —le dijo Eva a Sally—. ¿Fuiste tú?

—Es que él intentó abusar de mí, Eva, intentó…

—No lo creo —gritó Eva—. Henry no es de esa manera.

—Pues te aseguro que sí. Él…

—¿Y tú le dejaste enganchado en aquella muñeca? —chilló Eva y se lanzó por encima de la mesa a por Sally.

Hubo un crujido y la mesa se derrumbó. Gaskell salió lanzado contra la litera y Sally salió corriendo del camarote. Eva se levantó y se dirigió hacia la puerta. La habían engañado, burlado y ridiculizado. Y Henry había sido humillado. Iba a matar a aquella zorra de Sally. Salió del camarote y se encaminó hacia la parte baja de popa. Sally era una sombra oscura al fondo. Eva rodeó el motor y se lanzó a por ella. Pero resbaló en la cubierta mojada y Sally corrió a refugiarse al camarote. Una vez en el interior, cerró rápidamente la puerta y corrió el cerrojo. Eva Wilt se levantó y se quedó allí plantada con la lluvia cayéndole por la cara, y mientras estaba allí plantada desaparecieron y se esfumaron de pronto todas las ilusiones que la habían sostenido a lo largo de la semana. Se vio a sí misma como una mujer gorda y tonta que había dejado a su marido para perseguir una elegancia que era falsa y vulgar y que se basaba en la cháchara fácil y en el dinero. Y Gaskell la había llamado lesbiana. Toda la repugnancia que le producía ahora el saber lo que había significado la Terapia Táctil la inundó de pronto. Se acercó tambaleante a la borda y se sentó en un cajón.

Y poco a poco aquel desprecio hacia sí misma fue convirtiéndose de nuevo en cólera y en un odio frío hacia los Pringsheim. Iban a ver lo que era bueno. Lamentarían haberla conocido. Se levantó y abrió el cajón, sacó los chalecos salvavidas y los tiró por la borda. Luego, hinchó el colchón neumático, lo echó al agua y se subió a él. Se dejó arrastrar por la corriente echada en él. Se balanceaba alarmantemente, pero a Eva no le daba miedo. Estaba vengándose de los Pringsheim y no le preocupaba ya lo que pudiera pasarle a ella. Avanzó remando entre pequeñas olas, empujando delante los chalecos salvavidas. Le soplaba el viento por detrás y el colchón neumático avanzaba despacio. Al cabo de unos cinco minutos, había doblado el recodo de los juncos y había perdido de vista el yate. Ante ella, en la oscuridad, en algún punto, habría agua abierta, el sitio donde habían visto los botes y, más allá, tierra.

Luego, el viento empezó a empujarla de través hacia los juncos. Cesó la lluvia y Eva se quedó tendida y jadeante sobre el colchón neumático. Sería más cómodo librarse de los chalecos salvavidas. Estaba lo suficientemente lejos del yate como para que no pudiesen recuperarlos. Los empujó entre los juncos y luego vaciló. Quizá debiera quedarse al menos uno para ella. Desenganchó, pues, un chaleco del paquete, y consiguió ponérselo. Luego, se tumbó boca abajo en el colchón neumático otra vez y bajó en él por el canal que se iba ensanchando.

Sally estaba apoyada en la puerta del camarote y miraba a Gaskell con desprecio.

—Eres un imbécil —le decía—. Tenías que abrir esa bocaza. Bien, dime, ¿qué piensas hacer ahora?

—En primer lugar, divorciarme de ti —dijo Gaskell.

—Te sacaré todo el dinero que tienes.

—Tienes pocas posibilidades. No conseguirás apenas nada —dijo Gaskell, bebiendo otro trago de vodka.

—Antes te mato —aulló Sally.

Gaskell sonrió.

—¿Morir yo? Si alguien va a morir aquí, eres tú. Nena tetas quiere sangre.

—Ya se aplacará.

—¿Crees tú? Si estás tan segura, prueba a abrir la puerta. Vamos, ábrela.

Sally se apartó de la puerta y se sentó.

—Esta vez te has metido en un buen lío —dijo Gaskell—. Tenías que elegir a una campeona.

—Gaskell, tranquilízala —dijo Sally.

—Ni hablar. Preferiría jugar a la gallina ciega con un rinoceronte.

Y se tumbó en la litera y sonrió muy feliz. Luego, añadió:

—Sabes que hay algo realmente irónico en todo esto. Tenías que ir y liberar a una Neanderthal. Liberación de las mujeres para paleolíticas. Ella Tarzán, tú Jane. Te has comprado una pieza de zoo.

—Muy divertido —dijo Sally—. ¿Y cuál es tu papel?

—Yo Noé. Da gracias de que ella no tuviera un arma.

Y se metió la almohada debajo de la cabeza y se puso a dormir.

Sally se quedó allí sentada, mirándole la espalda venenosamente. Estaba asustada. Eva había reaccionado de un modo tan violento que había destruido la confianza de Sally en sí misma. Gaskell tenía razón. Había habido algo primigenio en la conducta de Eva Wilt. Sally se estremeció al pensar en aquella forma oscura que avanzaba hacia ella en la parte baja de popa. Se levantó y entró en la cocina y cogió un cuchillo largo y afilado. Luego, volvió al camarote y comprobó el cierre de la puerta y se echó en su litera e intentó dormir. Pero no llegaba el sueño. Se oían ruidos fuera. Golpeaban las olas contra el casco de la embarcación. Soplaba el viento. ¡Dios santo, qué lío! Sally apretó el cuchillo y pensó en Gaskell y en lo que había dicho del divorcio.

Peter Braintree estaba sentado en el despacho del señor Gosdyke, abogado, discutiendo el problema.

—Lleva allí desde el lunes y estamos a jueves. Yo creo que no tienen ningún derecho a retenerle allí tanto tiempo sin que vea a un abogado.

—Si él no pide uno y si la policía quiere interrogarle y él está dispuesto a contestar a sus preguntas y no quiere utilizar sus derechos legales, no veo que yo pueda hacer nada al respecto —dijo el señor Gosdyke.

—¿Pero está usted seguro de que la situación es ésa? —preguntó Braintree.

—Que yo sepa, ésa es realmente la situación. El señor Wilt no ha solicitado mi presencia. Hablé con el inspector que se encarga del caso, ya se lo he dicho a usted, y parece que no hay duda de que el señor Wilt, por alguna razón extraordinaria, está dispuesto a ayudar a la policía en sus investigaciones mientras ésta considere necesaria su presencia en la comisaría. En fin, si un individuo se niega a hacer uso de sus derechos, la culpa de su situación recae exclusivamente sobre él.

—¿Pero está usted absolutamente seguro de que Henry no ha querido verle a usted? En fin, la policía puede estar engañándole.

El señor Gosdyke movió la cabeza.

—Hace muchos años que conozco al inspector Flint —dijo— y no es el tipo de individuo que niega sus derechos a un sospechoso. No, señor Braintree, lo siento. Me gustaría ser más útil en este caso, pero, francamente, dadas las circunstancias, nada puedo hacer. Esa predilección que el señor Wilt siente por la compañía de los funcionarios de policía me resulta totalmente incomprensible, pero, de cualquier modo, me impide intervenir.

—¿No cree usted que le estén aplicando el tercer grado o algo por el estilo?

—¿El tercer grado? Mi querido amigo. Ha visto usted demasiadas películas antiguas en la tele. La policía no utiliza métodos violentos en este país.

—Han sido bastante brutales con algunos de nuestros estudiantes que han participado en manifestaciones —señaló Braintree.

—Ah, pero los estudiantes son otro asunto completamente distinto, y los estudiantes que van a las manifestaciones reciben lo que se merecen. Una cosa es la provocación política y otra los asesinos domésticos del tipo de su amigo el señor Wilt, que pertenecen a una categoría completamente distinta. Puedo decirle honradamente que en todos los años que llevo ejerciendo la profesión de abogado, aún no me he encontrado con ningún caso en el que la policía no tratase a un asesino doméstico con el mayor tacto y hasta con cierta simpatía. Después de todo, los policías son casi todos hombres casados y, en cualquier caso, el señor Wilt tiene un título, y eso siempre ayuda. Si es usted un profesional y, pese a lo que puedan decir algunos, los profesores de las escuelas de formación profesional son miembros de una profesión aunque sólo sea maquinalmente, puede usted estar tranquilo y seguro de que la policía no le hará objeto de un trato vejatorio. El señor Wilt está completamente seguro.

Y Wilt se sentía seguro, desde luego. Estaba sentado allí en la sala de interrogatorios y contemplaba con interés al inspector Flint.

—¿Motivo? Vaya, mire, ésa es una pregunta interesante —decía—. Si me hubiera preguntado usted por qué me casé con Eva, me habría resultado difícil explicármelo a mí mismo. Yo era joven entonces y…

—Wilt —dijo el inspector—, no le pregunté por qué se casó usted con su esposa. Le pregunté por qué decidió asesinarla.

—Yo no decidí asesinarla.

—¿Fue un acto espontáneo? ¿Un impulso momentáneo que no pudo dominar? ¿Un acto de locura que lamenta ahora?

—No fue ninguna de esas cosas. En primer lugar, no fue un acto. Fue mera fantasía.

—Pero usted admite que pasó por su cabeza esa idea, ¿verdad?

—Inspector —dijo Wilt—, si yo siguiese todos los impulsos que pasan por mi cabeza, estaría convicto de violación infantil, homosexualidad, robo, agresión y asesinato masivo hace mucho tiempo.

—¿Pasan por su cabeza todos esos impulsos?

—Pues en un momento u otro, sí —confesó Wilt.

—Tiene usted una mentalidad la mar de rara.

—Sí, y es algo que comparto con la inmensa mayoría de la humanidad. Me atrevería a decir que hasta usted en sus esporádicos momentos contemplativos ha…

—Wilt —dijo el inspector—, yo no tengo esporádicos momentos contemplativos. O al menos, no los tenía hasta que le conocí a usted. Pero en fin, lo cierto es que admite usted que pensó en matar a su esposa…

—Dije que me había pasado la idea por la cabeza, sobre todo cuando tenía que llevar el perro a pasear. En realidad, es un juego al que me entrego. Sólo eso.

—¿Un juego? Coge usted el perro, sale a dar un paseo con él y se dedica a pensar en formas y modos de matar a la señora Wilt. Y a eso le llama un juego. Yo a eso le llamo premeditación.

—No está mal enfocado —dijo Wilt con una sonrisa—. Lo de la meditación. Eva se pone en la postura del loto en el cuarto de estar, en la alfombra, y se entrega a bellos pensamientos. Yo saco a ese maldito perro a dar una vuelta y me entrego a pensamientos horrorosos mientras Clem defeca en el borde herboso de Grenville Gardens. Y el resultado final es exactamente el mismo en ambos casos. Eva se levanta y prepara la cena y lava los platos y yo llego a casa y veo la tele o leo y me voy a la cama. Nada se ha alterado en realidad.

—Ahora sí —dijo el inspector—. Su esposa ha desaparecido de la faz de la tierra junto con un joven e inteligente científico y con su esposa, y usted está ahí sentado esperando que le acusen de su asesinato, del de todos ellos.

—Que en realidad no he cometido —dijo Wilt—. En fin, esas cosas pasan. El dedo móvil escribe, y una vez escrito…

—Mierda el dedo móvil. ¿Dónde están? ¿Dónde los metió? Me lo va a decir.

Wilt suspiró.

—Ojalá pudiera hacerlo —dijo—. Ojalá. En fin, han encontrado ustedes esa muñeca de plástico…

—Nada de eso. Ni mucho menos. Aún estamos perforando sólida roca. No llegaremos a sacar lo que hay allí abajo por lo menos hasta mañana, como muy pronto.

—Espero con ansia que lo hagan —dijo Wilt—. Supongo que entonces me dejarán marcharme.

—Ni lo sueñe. Volverá aquí de nuevo el lunes.

—¿Sin ninguna prueba de que haya habido asesinato? ¿Sin un cadáver? No puede hacerlo.

El inspector Flint sonrió.

—Wilt —dijo—, tengo noticias que comunicarle. Ha de saber usted que no necesitamos cadáver. Podemos retenerle como sospechoso, podemos llevarle a juicio y podemos declararle culpable sin cadáver. Puede que sea usted muy listo, pero no conoce las leyes.

—En fin, pues he de decir que tienen ustedes un trabajo la mar de fácil. No tienen más que salir a la calle, agarrar a alguien que sea absolutamente inocente, que pase por allí, meterle aquí y acusarle de asesinato sin ninguna prueba…

—¿Pruebas? Tenemos pruebas de sobra. Tenemos un cuarto de baño salpicado de sangre por todas partes, con la puerta derribada. Tenemos una casa vacía que es un absoluto caos y tenemos algo en el fondo de ese agujero y todavía cree que no tenemos pruebas suficientes… está equivocado.

—Pues los equivocados somos dos —dijo Wilt.

—Y le diré otra cosa, Wilt. El problema de los cabrones como usted es que son demasiado listos. El problema es que se pasan de listos, se delatan. En fin, si yo estuviera en su pellejo, habría hecho dos cosas. ¿Sabe cuáles?

—No —dijo Wilt—, no lo sé.

—Hubiera limpiado el cuarto de baño, en primer lugar; y en segundo, no me hubiera acercado a ese agujero de la obra. No hubiera intentado dejar una pista falsa con notas ni asegurarme de que me viera el vigilante ni aparecer en casa del señor Braintree a media noche todo lleno de barro. Me hubiera quedado sentado en mi casita y no habría dicho nada.

—Pero yo no sabía nada de esas malditas manchas de sangre del cuarto de baño; y si no hubiera sido por aquella asquerosa muñeca, no habría tenido que acercarme a aquel agujero. Me habría ido a la cama. En vez de lo cual me emborraché y actué como un imbécil.

—Déjeme decirle algo más, Wilt —dijo el inspector—. Usted es un jodido imbécil de mierda muy listo, eso sí, pero imbécil de todos modos. Y necesita usted que le revisen la cabeza.

—Significaría un cambio —admitió Wilt.

—¿El qué?

—El que me revisaran la cabeza en vez de tener que estar aquí sentado soportando que me insulten.

El inspector Flint le miró pensativo.

—¿Lo dice en serio? —preguntó.

—¿Si digo en serio el qué?

—¿Lo de que le revisen la cabeza? ¿Estaría usted dispuesto a pasar por el examen de un psiquiatra cualificado?

—¿Por qué no? —dijo Wilt—. Cualquier cosa ayuda a pasar el rato.

—Una cosa completamente voluntaria, ¿comprende? Nadie le fuerza a hacerlo, pero si usted quiere…

—Escuche, inspector, si el que yo vea a un psiquiatra le ayuda a usted a convencerse de que no he asesinado a mi esposa, lo haré con mucho gusto. Puede someterme usted también a la prueba del detector de mentiras. Pueden atiborrarme de drogas de la verdad, pueden…

—No hay ninguna necesidad de recurrir a nada de eso —dijo Flint, poniéndose de pie—. Bastará y sobrará con un buen psiquiatra. Y si usted cree que va a poder librarse declarándose culpable pero loco, no se haga ilusiones. Esos tipos saben cuándo se trata de locura simulada.

El inspector se dirigió hacia la puerta y cuando llegó a ella se detuvo. Volvió otra vez y se apoyó en la mesa.

—Dígame, Wilt —dijo—. Dígame sólo una cosa. ¿Cómo puede estarse ahí sentado tan tranquilo? Ha desaparecido su mujer, tenemos pruebas de que ha habido un asesinato, tenemos una réplica de ella, si hemos de creerle a usted, enterrada bajo nueve metros de hormigón y usted inmutable. ¿Cómo lo consigue?

—Inspector —dijo Wilt—. Si se hubiera pasado usted diez años dando clase a los instaladores de gas y le hubieran hecho tantas preguntas terribles durante esos diez años como a mí me han hecho, lo sabría. Además, usted no conoce a Eva. Cuando la conozca, comprenderá por qué no estoy preocupado. Eva es perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Quizá no sea muy inteligente, pero dispone de un buen equipo de supervivencia incorporado.

—Dios mío, Wilt, sí, con usted a su lado doce años ha tenido que tenerlo, sí.

—Pues claro, ya verá como le cae bien Eva cuando la conozca. Verá lo bien que se lleva con ella. Tienen los dos una mentalidad literal y una obsesión por las cosas triviales. Pueden escoger uno de esos montoncitos de tierra que forman los gusanos y convertirlo en el Everest.

—¿La tierra y los gusanos? Wilt, me da usted asco —dijo el inspector, y abandonó la estancia.

Wilt se levantó y se puso a pasear por la sala de interrogatorios. Estaba cansado ya de estar sentado. Por otra parte, estaba muy satisfecho de su actuación. Se había superado y le enorgullecía el que reaccionase tan bien ante lo que la mayoría de la gente consideraría una situación aterradora. Para Wilt, sin embargo, era algo muy distinto, era un desafío, el primer reto auténtico que había tenido que afrontar desde hacía mucho. Los instaladores de gas y los yeseros le habían desafiado en tiempos, pero había aprendido a lidiar con ellos. Les estimulabas, les dejabas hablar, hacer preguntas, les desviabas, les mantenías en marcha, aceptabas sus pistas falsas y les facilitabas unas cuantas de tu cosecha propia, pero sobre todo tenías que negarte a aceptar sus concepciones previas. Siempre que afirmaban algo con absoluta convicción como verdad absoluta en sí misma, como que la barbarie comenzaba en Calais, lo único que tenías que hacer era decir que sí y señalar luego que la mitad de los grandes hombres de la historia inglesa habían sido extranjeros, como Marconi o Lord Beaverbrook y que hasta la madre de Churchill era yanqui o explicabas que los galeses eran los ingleses primitivos y que los vikingos y los daneses… y a partir de ahí, les desviabas hacia los médicos hindúes del Servicio de Salud Pública y el control de la natalidad y cualquier otro tema concebible que les mantuviera tranquilos y silenciosos y desconcertados, intentando desesperadamente dar con un argumento definitivo que demostrase que te equivocabas.

El inspector Flint no era muy distinto. Era más obsesivo, pero sus tácticas eran idénticas. Y, además, había asido el extremo equivocado del palo con ánimo de venganza y a Wilt le divertía mucho verle intentando adjudicarle un crimen que no había cometido. Le hacía sentirse casi importante y, desde luego, le hacía sentirse mucho más un hombre de verdad de lo que se había sentido en mucho, en muchísimo tiempo. Él era inocente, de eso no cabía la menor duda. En un mundo donde todo lo demás era dudoso e incierto, y movía al escepticismo, el hecho de su inocencia era algo cierto y seguro. Por primera vez en su vida adulta, Wilt sabía que tenía toda la razón, y esta certeza le daba una fuerza que nunca había imaginado que poseyese. Y, además, no había duda alguna para él de que Eva aparecería al final, sana y salva, y bastante mansa, además, tras comprender a lo que la había conducido su impetuosidad. Le estaba bien, por enviarle aquella muñeca repugnante. Lamentaría aquello hasta el fin de sus días. Sí, si alguien habría de salir malparado de aquel asunto, ese alguien sería la buena de Eva, por su carácter mandón y por su actuación precipitada. Mal lo iba a pasar explicándoselo a Mavis Mottram y a los vecinos, sí. Wilt sonrió recreándose en la idea. Y hasta en la Escuela tendrían que tratarle de una forma distinta en el futuro, con un respeto nuevo. Wilt conocía demasiado bien la mentalidad liberal para no suponer que cuando volviese sería poco menos que un mártir. Y un héroe. Se retorcerían interiormente para convencerse de que no le habían considerado culpable en ningún momento. Conseguiría el ascenso, además. No por ser un buen profesor sino porque ellos necesitarían salvaguardar sus frágiles conciencias. Sí, tendrían que prepararle una fiesta de bienvenida.