11

Cuando el amanecer irrumpía glaucamente en East Anglia, Wilt estaba sentado en la sala de interrogatorios de la comisaría central de policía, aislado del mundo natural, en un medio totalmente artificial, que incluía una mesa, cuatro sillas, un sargento de detectives y, en el techo, un fluorescente que emitía un leve ronroneo. No había ventanas, sólo paredes verde claro y una puerta por la que entraba y salía gente de cuando en cuando y por la que salió Wilt dos veces, para aliviarse, en compañía de un policía. El inspector Flint se había ido a la cama a medianoche, relevado por el sargento de detectives Yates, quien había empezado de nuevo por el principio.

—¿Qué principio? —preguntó Wilt.

—Por el principio mismo.

—Dios hizo el cielo y la tierra y todos…

—No se haga el gracioso —dijo el sargento Yates, mirándole fijamente—. En este cuarto hay aislamiento acústico —dijo, al fin.

—Ya me he dado cuenta —dijo Wilt.

—Un hombre puede reventar a gritos aquí dentro y en el mundo exterior nadie se enteraría, nadie lo sabría.

—¡Ay, se sabe tan poco! —dijo Wilt—. La sabiduría y el conocimiento son cosas distintas. Alguien fuera podría no enterarse de que…

—Cállese —dijo el sargento Yates.

Wilt suspiró.

—Si me dejaran dormir un poco…

—Ya dormirá usted cuando nos cuente por qué mató a su esposa, dónde la mató y cómo la mató.

—Supongo que no servirá de nada el que le diga que no la maté.

El sargento Yates movió la cabeza.

—No —dijo—. Sabemos que lo hizo. Y usted sabe que lo hizo. Nosotros sabemos dónde está. Vamos a sacarla de allí. Sabemos que usted la metió allí. Eso por lo menos ya lo ha admitido.

—Sigo diciéndoles que lo que metí allí fue una muñeca hinchable.

—¿Era hinchable la señora Wilt?

—Era porras —dijo Wilt.

—Bien, entonces olvidemos todo ese cuento de la muñeca hinchable.

—Sí, ¡ojalá pudiera! —dijo Wilt—. No sabe lo que voy a alegrarme cuando consigan sacarla de una vez. Habrá estallado, claro, con todo ese hormigón encima; pero podrá aún verse claramente que es una muñeca de plástico hinchable.

El sargento Yates se inclinó sobre la mesa.

—Permítame decirle algo: no crea que cuando saquemos de allí a la señora Wilt, será inidentificable. —Se detuvo y miró fijamente a Wilt—. A menos que la desfigurara usted.

—¿Desfigurarla? —dijo Wilt, con una risa hueca—. La última vez que la vi no necesitaba que la desfigurase nadie. Tenía una pinta horrible, sí señor. Aquel pijama amarillo limón y la cara toda cubierta de…

Vaciló. Había una expresión curiosa en el rostro del sargento.

—¿Sangre? —sugirió—. ¿Iba a decir usted «sangre»?

—No —dijo Wilt—. Claro que no. Iba a decir polvos. Polvos blancos y lápiz de labios escarlata. Yo mismo le dije que tenía una pinta horrorosa.

—Pues vaya relaciones que debían de tener ustedes —comentó el sargento—. Yo no tengo por costumbre decirle a mi esposa que está horrorosa, desde luego.

—Bueno, es que quizá su esposa no tenga una pinta horrorosa —dijo Wilt, intentando conciliar a su interlocutor.

—Lo que tenga o no tenga es cuestión mía. Mi esposa queda completamente al margen de esta discusión.

—Qué suerte tiene —dijo Wilt—. Ojalá pudiera decir yo otro tanto de la mía.

A las dos de la madrugada, habían dejado el tema de la apariencia de la señora Wilt y habían pasado a hablar de dientes y de identificar los cadáveres por la dentadura.

—Mire —dijo cansinamente Wilt—, supongo que a usted le fascinan los dientes, pero a estas horas de la madrugada, yo puedo prescindir perfectamente de ellos, ¿comprende?

—¿Lleva usted piezas postizas, o algo?

—No. No, nada de eso —protestó Wilt, rechazando el plural.

—¿Y la señora Wilt?

—No —dijo Wilt—, ella siempre fue muy…

—Gracias —dijo el sargento Yates—. Ya sabía yo que al final saldría.

—¿Saldría qué? —preguntó Wilt, que seguía aún pensando en dientes.

—Ese «fue». El uso de la forma verbal en pasado… Se le ha escapado. Bien, así que admite usted que está muerta. Sigamos a partir de ahí.

—Yo no he dicho nada de eso. Usted dijo «¿Usaba ella dientes postizos?» y yo dije que no los usaba…

—Usted dijo «ella siempre fue». Es ese «fue» lo que me interesa. Sería muy distinto que usted hubiera dicho «es».

—Podría haber parecido distinto —dijo Wilt, reagrupando sus defensas—, pero no hubiera cambiado en absoluto la realidad de los hechos.

—¿Que son…?

—Que mi esposa probablemente aún está por ahí en algún lugar, vivita y coleando…

—No intente usted escurrirse, Wilt —dijo el sargento—. ¿Qué me dice de ese «probablemente» y de ese «coleando»? Sólo espero, por su bien, que no descubramos que vivía aún cuando le vertieron encima el hormigón. El tribunal no se tomaría muy a bien una cosa así.

—Dudo que alguien lo hiciese —dijo Wilt—. Pero piense usted que cuando dije «probablemente» lo que quería decir era que si le hubieran tenido a usted detenido un día entero y la mitad de una noche y hubieran estado interrogándole a la carrera, también empezaría a preguntarse qué le habría podido pasar a su esposa. Tal vez cruzara su pensamiento la idea de que, pese a todas las pruebas en contra, no estuviera viva. Debería intentar usted ponerse de este lado de la mesa, antes de empezar a criticarme por utilizar términos como «probablemente». Uno no puede imaginar nada más improbable que el que le acusen de asesinar a su esposa cuando sabe perfectamente que no lo ha hecho.

—Escúcheme, Wilt —dijo el sargento—. No le critico por su forma de hablar. Créame que no. Sólo intento, con la mayor paciencia que me es posible, establecer los hechos con claridad.

—Pues los hechos son éstos —dijo Wilt—: Como un imbécil de remate, cometí el error de arrojar una muñeca hinchable al agujero de un pilote, y alguien vertió hormigón en ese agujero, y mi esposa se marchó de casa y…

—Le diré una cosa —le dijo el sargento Yates al inspector Flint cuando éste se reincorporó al servicio a las siete de la mañana—: Es un hueso duro de roer. Si no me hubiera dicho usted que no tenía antecedentes, habría jurado que era un veterano y de los buenos. ¿Está usted seguro de que no hay referencias suyas en los Archivos Centrales?

El inspector Flint negó con un gesto.

—¿Aún no ha empezado a dar voces pidiendo un abogado?

—Ni un gemido. Le aseguro que o está loco de remate o ha pasado antes por eso.

Sí, había pasado. Día tras día, año tras año. Con Instaladores de Gas Uno e Impresores Tres, con Mecánica de Motor y Carne Dos. Se había sentado en aquellas clases contestando a preguntas intrascendentes, discutiendo por qué el enfoque racial que tenía Piggy de la vida era preferible a la brutalidad de Jack, por qué el optimismo de Pangloss era tan insatisfactorio, por qué Orwell no había querido abatir a aquel elefante condenado ni colgar a aquel hombre, y rechazando siempre habilidosamente tentativas verbales de desconcertarle y reducirle al mismo estado en que estaba el pobre Pinkerton cuando se gaseó. Comparado con Albañiles Cuatro, lo del sargento Yates y el inspector Flint era un juego de niños. Si le dejasen dormir un poco, seguiría dando rodeos y más rodeos al mismo tema tan tranquilo, eternamente.

—Una vez, creí haberle cogido —explicaba el sargento a Flint en su charla en el pasillo—. Le había cogido por los dientes.

—¿Le había cogido por los dientes? —preguntó el inspector.

—Sí, acababa de explicarle que podemos identificar siempre los cadáveres por la dentadura y estuvo a punto de admitir que estaba muerta. Y luego, volvió a escabullirse.

—¿Los dientes, eh? Muy interesante. Tendré que proseguir el interrogatorio por ahí. Tal vez sea su punto débil.

—Pues que tenga suerte —dijo el sargento—. Yo me voy a la cama.

—¿Dientes? —dijo Wilt—. No iremos a empezar otra vez con eso, ¿verdad? Creí que ese tema ya estaba agotado. El último tipo que estuvo conmigo quería saber si Eva los tenía en pasado. Le dije que sí y…

—Wilt —cortó el inspector Flint—, a mí no me interesa si la señora Wilt tenía o no tenía dientes. Supongo que debía de tenerlos. Lo que quiero saber es si los tiene aún. En presente.

—Pues imagino que debe de tenerlos —dijo Wilt con paciencia—. Pero será mejor que se lo pregunte a ella cuando la encuentre, claro.

—¿Y estará en condiciones de decírnoslo cuando la encontremos?

—¿Cómo diablos quiere que lo sepa? Yo lo único que puedo decir es que si, por alguna razón, absolutamente inexplicable, ha perdido toda la dentadura, costará un riñón. Será algo espantoso. Ella tiene la manía de limpiar las cosas y de meter trozos de hilo dental por el retrete. No imagina la cantidad de veces que pensé que tenía lombrices, por ese motivo.

El inspector Flint suspiró. Por mucho éxito que el sargento Yates hubiera tenido con los dientes, él no era capaz de sacarle lo más mínimo, desde luego. Pasó a otras cuestiones.

—Veamos otra vez qué fue lo que pasó en la fiesta de los Pringsheim —dijo.

—No, por favor —dijo Wilt, que había conseguido eludir hasta entonces toda mención de sus contratiempos con la muñeca en el cuarto de baño—. Ya se lo he dicho cinco veces; esto no hay quien lo aguante. Además, fue una fiesta asquerosa. Un montón de intelectuales a la moda, presumiendo de sus mezquinos egos.

—¿Se considera usted un individuo introvertido, Wilt? ¿Se considera una persona solitaria?

Wilt consideró seriamente la cuestión. Era más interesante que lo de los dientes, desde luego.

—Hombre, yo no iría tan lejos —dijo al fin—. Soy bastante tranquilo y callado, pero también soy sociable. Tendría que lidiar usted con las clases que doy yo.

—Pero a usted no le gustan las fiestas, ¿verdad?

—No, no me gustan las fiestas como la de los Pringsheim, desde luego que no.

—¿Le escandaliza a usted su conducta sexual? ¿Le repugna acaso?

—¿Su conducta sexual? No sé por qué elige usted eso en concreto. Me repugna todo lo referente a ellos. Toda esa basura de movimiento de liberación de la mujer, que para alguien como la señora Pringsheim significa sólo el que ella pueda andar por ahí comportándose como una zorra en celo mientras su marido se pasa el día trabajando como un esclavo con el tubo de ensayo y llega a casa y tiene que hacerse la cena, lavar los platos y, en fin, suerte tendrá si le quedan fuerzas para meneársela antes de dormirse. Ahora, claro está, si hablamos del verdadero movimiento de liberación de la mujer, eso es otro asunto. Yo no tengo nada contra…

—Dejemos las cosas ahí —dijo el inspector—. Ha dicho usted dos cosas que me interesan. Una, lo de las esposas que se comportan como zorras en celo. Otra, ese asunto de que usted se la menea.

—¿Yo? —dijo indignado Wilt—. Yo no hablaba de mí.

—¿De veras?

—No, en serio.

—Así que usted no se masturba…

—Mire usted, inspector, está metiéndose en sectores de mi vida privada que no le conciernen. Si quiere saber cosas sobre la masturbación, lea el informe Kinsey, no me pregunte a mí.

El inspector Flint se contuvo a duras penas. Probó otra via.

—Así que cuando la señora Pringsheim se tumbó en la cama y le pidió que tuviera un intercambio sexual con ella…

—Lo que me dijo fue joder —corrigió Wilt.

—¿Y usted dijo que no?

—Eso mismo —dijo Wilt.

—¿Y no es un poco extraño eso?

—¿El qué, el que ella se tumbara allí o el que yo le dijera que no?

—El que usted dijera que no.

Wilt le miró incrédulo.

—¿Extraño? —dijo—. ¿Extraño? Vamos a ver, una mujer entra aquí y se tumba en esta mesa, se levanta las faldas y le dice «Anda, jódeme, querido». ¿Daría usted un salto encima de ella gritando «¡Viva, allá voy!»? ¿Es eso lo que entiende usted por normal?

—Santo cielo, Wilt —farfulló el inspector—, está usted en la cuerda floja… No abuse de mi paciencia…

—¡Es que dice usted cada cosa! —dijo Wilt—. En fin, lo que es evidente es que su idea de lo que es una conducta extraña y de lo que no lo es a mí me resulta absurda.

El inspector Flint se levantó y salió de la sala de interrogatorios.

—¡Voy a matarle, mataré a ese cabrón, por Dios santo que lo haré! —gritó el inspector Flint al sargento de guardia.

Tras él, en la sala de interrogatorios, Wilt apoyó la cabeza en la mesa y se quedó dormido.

En la escuela, la ausencia de Wilt se estaba haciendo sentir en más de un sentido. El señor Morris había tenido que dar Instaladores de Gas Uno a las nueve de la mañana; había salido al cabo de una hora con la sensación de comprender mucho mejor la súbita incursión de Wilt en el homicidio. El subdirector combatía con las oleadas de reporteros de sucesos, ávidos de más detalles sobre el hombre que estaba ayudando a la policía en sus investigaciones de un crimen particularmente macabro y periodísticamente sensacional. Y el director había empezado a lamentar sus críticas al Departamento de Humanidades ante el Comité de Educación. La señora Chatterway había telefoneado para comunicar que consideraba sus comentarios de un gusto pésimo e insinuó incluso la posibilidad de solicitar una investigación sobre la política que se seguía en el Departamento de Humanidades. Pero lo que más le preocupaba era la inminente reunión del Comité de Títulos.

—La visita de los representantes del Consejo Nacional de Títulos Académicos será el viernes —decía el doctor Mayfield, jefe del Departamento de Sociología al comité de cursos—. Es muy poco probable que aprueben nuestras propuestas de título conjunto en las circunstancias actuales.

—Si fueran juiciosos, no la aprobarían en ninguna circunstancia —intervino el doctor Board—. Estudios urbanos y poesía medieval; vaya título. Ya sé que el eclecticismo académico es la moda de los últimos tiempos, pero Helen Waddell y Lewis Mumford no son ni por lo más remoto compañeros de lecho conyugal. Además, un título así carece de contenido académico.

El doctor Mayfield se encrespó. Lo del contenido académico era su punto fuerte.

—No entiendo cómo puede usted decir eso —dijo—. El curso se ha estructurado para cubrir las necesidades de los estudiantes en lo que respecta al enfoque temático.

—Esas pobres criaturas ignorantes que logremos apartar de las universidades para seguir ese curso no conocerían un enfoque temático aunque lo vieran —dijo el doctor Board—. Y puestos a decir la verdad, yo tampoco.

—Todos tenemos nuestras limitaciones —observó suavemente el doctor Mayfield.

—Eso es, eso es —dijo el doctor Board—, y, dadas las circunstancias, deberíamos reconocerlas, en vez de inventar insensatos títulos conjuntos para estudiantes que, según indican sus notas, ya son bastante insensatos sin apoyos adicionales. Bien sabe Dios que soy decidido partidario de la igualdad de oportunidades en la enseñanza, pero…

—El asunto es —terció el doctor Cox, jefe del Departamento de Ciencias— que el objetivo de la visita no es ese curso de títulos conjuntos en cuanto tal. Según tengo entendido, el título en principio ha sido aprobado. Vienen a ver los servicios que proporciona la escuela, y es muy poco probable que les impresione favorablemente la presencia de tantos detectives de la Brigada de Homicidios. Ese furgón azul resulta más bien siniestro.

—De todos modos, con la difunta señora Wilt estructurada ahí en los cimientos… —comentó el doctor Board.

—Estoy haciendo todo lo posible por conseguir que la policía la retire de…

—¿Del programa de estudios? —preguntó el doctor Board.

—Del recinto —dijo el doctor Mayfield—. Por desgracia, parece ser que han encontrado un obstáculo.

—¿Un obstáculo?

—Han encontrado un lecho de piedra a los cuatro metros.

El doctor Board sonrió.

—Uno se pregunta por qué había tanta necesidad de pilotes de diez metros de profundidad si a los cuatro hay un lecho de piedra —murmuró.

—Yo sólo puedo decirle lo que dice la policía —dijo el doctor Mayfield—. Sin embargo, han prometido hacer todo lo posible para no estar ya aquí el viernes. En fin, ahora me gustaría repasar de nuevo con ustedes todos los preparativos. La visita empezará a las once, con una inspección de la biblioteca. Luego, nos dividiremos en grupos para hablar de las bibliotecas de cada sección y de los complementos didácticos con referencia especial a nuestra capacidad de seguir a los estudiantes uno por uno.

—Yo no había supuesto que fuese una cuestión que necesitara subrayarse —dijo el señor Board—. Con los pocos alumnos que conseguiremos, es casi seguro que tengamos la mejor proporción profesor-estudiantes de todo el país.

—Si adoptamos ese enfoque, el comité tendrá la impresión de que no nos tomamos el título con suficiente interés. Tenemos que mostrar un frente unido —dijo el doctor Mayfield—. A estas alturas no podemos permitirnos que haya divisiones entre nosotros. Este título podría significar para la escuela el nivel politécnico…

Había divisiones también entre los hombres que hacían la perforación en la obra. El capataz seguía en casa con sedantes, víctima de agotamiento nervioso provocado por su participación en la cimentación de una mujer asesinada; Barney supervisaba las operaciones.

—Tenía aquella mano puesta así, mire… —le decía al sargento que estaba de servicio.

—¿Hacia qué lado?

—Hacia la derecha —dijo Barney.

—Entonces perforaremos por la izquierda. De ese modo si sobresale la mano por ese lado no se la cortaremos.

Hicieron, pues, la perforación por la izquierda y cortaron las líneas del tendido eléctrico dejando la cantina sin corriente.

—Olvídense de esa mano maldita —dijo el sargento—; bajaremos por la derecha, y ojalá tengamos suerte. Basta con que no cortemos por la mitad a esa maldita zorra.

Perforaron por la derecha y encontraron un lecho de piedra a los cuatro metros.

—Esto nos retrasará muchísimo —dijo Barney—. Quién iba a pensar que hubiera piedra ahí abajo.

—Y quién iba a pensar que un loco incorporase a su señora a los cimientos de la escuela de formación complementaria en que trabajaba —dijo el sargento.

—Qué horror, sí —dijo Barney.

Entretanto, el personal docente estaba como siempre, dividido en facciones. Peter Braintree dirigía a los que creían que Wilt era inocente, a quienes se unió la Nueva Izquierda, en base a que todo el que tuviese conflictos con la policía tenía que tener razón. Major Millfield reaccionó correspondientemente, acaudillando a la Derecha contra Wilt, suponiendo automáticamente que todo aquel al que apoyara la Izquierda no podía tener la razón de su parte y que, de cualquier modo, la policía sabía muy bien lo que se hacía. Se planteó el problema en la reunión del sindicato, convocada para discutir la propuesta de subida anual de salarios. Major Millfield propuso una moción de apoyo del sindicato a la campaña para la reinstauración de la pena de muerte. Bill Trent contraatacó, proponiendo una moción de solidaridad con el hermano Wilt. Peter Braintree propuso la creación de un fondo para ayudar a Wilt a pagar los gastos de su defensa. El doctor Lomax, jefe del Departamento de Comercio, rechazó la propuesta e indicó que Wilt, al descuartizar a su esposa, había desacreditado y deshonrado a la profesión. Braintree dijo que Wilt no había descuartizado a nadie y que ni siquiera la policía había insinuado que lo hubiese hecho, y que existía algo llamado ley contra la calumnia. El doctor Lomax retiró su comentario. Major Millfield insistió en que había buenas razones para pensar que Wilt había asesinado a su esposa y que, de cualquier modo, en Rusia no existía el habeas corpus. Bill Trent dijo entonces que tampoco existía la pena de muerte. Major Millfield dijo «tonterías». Al final, tras una prolongada discusión, se aprobó la moción presentada por Millfield por un voto global del Departamento de Abastecimiento, saliendo derrotada la propuesta de Braintree y la moción de la Nueva Izquierda, pasando luego la asamblea a debatir un aumento salarial del cuarenta y cinco por ciento para poner a los profesores de las escuelas de formación profesional a la misma altura que otras profesiones de categoría similar. Después, Peter Braintree bajó hasta la comisaría de policía a ver si Henry quería algo.

—¿Puedo verle? —preguntó al sargento de guardia.

—Me temo que no, señor —dijo el sargento—, el señor Wilt sigue ayudándonos en nuestras investigaciones.

—¿Pero no puedo hacer nada por él? ¿No necesita nada?

—El señor Wilt está bien atendido —dijo el sargento, pensando para sí que Wilt necesitaba que le examinaran la cabeza.

—¿Pero no va a tener un abogado?

—Cuando el señor Wilt pida un abogado, se le permitirá ver uno —dijo el sargento—. Y le aseguro que hasta el momento no lo ha pedido.

Y no lo había pedido, no. Le habían permitido dormir tres horas, tras lo cual, a las doce, salió de su celda e ingirió un desayuno muy sustancioso en la cantina de la policía. Luego volvió a la sala de interrogatorios, demacrado y sin afeitar, y con mayor sensación de irrealidad.

—Vamos a ver, Henry —comentó el inspector Flint apeando un poquito más el tono oficial, con la esperanza de que Wilt reaccionara—, lo de la sangre.

—¿Qué sangre? —dijo Wilt echando un vistazo a aquella estancia aséptica.

—La sangre de las paredes del cuarto de baño de la casa de los Pringsheim. La sangre que había en el descansillo. ¿Tiene idea de cómo llegó allí? ¿Tiene alguna idea?

—Ninguna —dijo Wilt—. Lo único que se me ocurre es que alguien debió de sangrar.

—Eso es —confirmó el inspector—. ¿Quién?

—A mí que me registren —dijo Wilt.

—Eso hemos hecho, sí, ¿y sabe lo que hemos encontrado?

Wilt negó con un gesto.

—¿Ni idea?

—Ni idea —dijo Wilt.

—Manchas de sangre en unos pantalones grises que había en su armario —dijo el inspector—. Manchas de sangre, Henry, manchas de sangre.

—No me sorprende —exclamó Wilt—. Quiero decir que si mira usted con minuciosidad suficiente encontraría manchas de sangre en el guardarropa de cualquiera. El problema es que yo no llevaba pantalones grises la noche de la fiesta. Llevaba vaqueros.

—¿Llevaba usted vaqueros? ¿Está usted completamente seguro?

—Sí.

—¿Así que las manchas de sangre de la pared del cuarto de baño y las manchas de sangre de los pantalones grises no tienen nada que ver entre sí?

—Inspector —dijo Wilt—, no es que yo quiera enseñarle su oficio, pero cuentan ustedes con una rama técnica especializada en comparar manchas de sangre. Así que le sugiero que utilice sus servicios para determinar…

—Wilt —cortó el inspector—. Wilt, cuando necesite sus consejos sobre cómo debe hacerse una investigación de asesinato no sólo se los pediré, sino que dimitiré del cuerpo.

—Bien, ¿y qué? —dijo Wilt.

—¿Y qué qué?

—¿Se corresponden? ¿Son iguales las manchas de sangre?

El inspector le miró hoscamente.

—¿Y si le dijese que si? —preguntó.

Wilt se encogió de hombros.

—No estoy en situación de discutir —dijo—. Si usted dice que coinciden, tendré que aceptarlo.

—Pues no coinciden —dijo el inspector Flint—, pero eso no demuestra nada —continuó antes de que Wilt pudiera saborear su satisfacción—. Nada en absoluto. Han desaparecido tres personas. Tenemos a la señora Wilt al fondo de ese agujero… No, no lo diga, Wilt, no lo diga. Tenemos al doctor Pringsheim y tenemos a esa jodida señora Pringsheim.

—Me gusta eso, sí —dijo Wilt, valorativamente—, desde luego que si.

—¿Qué es lo que le gusta?

—Lo de la jodida señora Pringsheim. Muy apropiado.

—Cualquier día, Wilt —dijo suavemente el inspector—, irá usted demasiado lejos y…

—¿Perderá usted la paciencia, inspector?

El inspector bajó la cabeza y encendió un cigarrillo.

—¿Sabe una cosa, inspector? —dijo Wilt que empezaba a pensar que dominaba la situación—. Fuma usted demasiado. Esos cigarrillos tienen que sentarle mal. Debería intentar usted…

—Wilt —dijo el inspector—, llevo veinticinco años de servicio y nunca jamás he recurrido a la violencia física interrogando a un sospechoso; pero llega un momento, un momento y un lugar y un sospechoso en que a pesar de toda la buena voluntad del mundo…

Se levantó y salió. Wilt se retrepó en su asiento y alzó la vista hacia la luz fluorescente. Deseó que dejara de emitir aquel zumbido. Le ponía nervioso.