9

—Maldito trasto —dijo Gaskell, arrodillándose, pringándose, junto al motor del yate—, yo creí que hasta en esta monarquía pretecnológica sabrían montar un motor decente. Este cacharro debió de servir para el Arca de Noé.

—Arca, arca barca de la parca —dijo Sally—, que decapita la bufonada de la cabeza coronada. Eva es una reginófila.

—¿Una qué?

—Reginófila. Monárquica. No lo olvides. Ella es la Abeja Reina, así que no seas antibritánico. No queremos que deje de trabajar lo mismo que el motor. Quizá no sea la biela.

—Si pudiese desmontar esto podría decírtelo —dijo Gaskell.

—¿Y eso de qué valdría? ¿Te proporcionaría otra? —dijo Sally, y entró en el camarote donde Eva se preguntaba qué irían a hacer para cenar—. El marinerito aún sigue trajinando con el motor. Dice que es la biela de conexión.

—¿La biela de conexión? —repitió Eva.

—La que conecta, nena, sí.

—¿Pero qué conecta?

—El hueso del muslo se conecta con el hueso de la rodilla. La biela de conexión se conecta con el pistón y como todo el mundo sabe el pistón es un símbolo fálico. El sustituto del sexo para el macho mecanizado. El Síndrome del Motor Fuera Borda. Sólo que éste lo tiene dentro, no le cuelgan los huevos por fuera. De veras, Gaskell es tan regresivo…

—Yo no sé, desde luego —dijo Eva.

Sally se echó en la litera y encendió un puro.

—Eso es lo que me encanta de ti, Eva. Tú no sabes. La ignorancia es una bendición, nena. Yo perdí la mía a los catorce años.

Eva meneó la cabeza.

—Ay los hombres —exclamó desaprobatoriamente.

—Tenía edad para ser mi abuelo —dijo Sally—. Bueno, era mi abuelo.

—Oh, no. Qué horror.

—En realidad no lo era —dijo Sally riéndose—. Era un pintor. Con barba. Y la bata le olía a pintura y tenía aquel estudio y quiso pintarme desnuda. Yo era tan pura entonces… Me hizo echarme en el sofá y me colocaba las piernas. No hacía más que colocarme las piernas y luego retrocedía y se quedaba mirándome y me pintaba. Y luego un día cuando yo estaba allí tumbada él se me echó encima y me dobló las piernas hacia atrás y me besó y luego cuando me di cuenta se me había puesto encima y tenía la bata alzada…

Eva escuchaba fascinada. Podía visualizarlo con toda claridad, hasta el olor a pintura del estudio y los pinceles. Sally había vivido una vida tan emocionante, tan llena de acontecimientos y tan romántica, de un modo terrible, en cierta forma. Eva intentó recordar cómo era ella a los catorce años y recordó que ni siquiera salía con chicos por entonces, y allí estaba Sally en el sofá de un artista famoso, en su estudio.

—Pero fue una violación —dijo por fin—. ¿Por qué no se lo dijiste a la policía?

—¿La policía? No comprendes. Yo estaba en aquel colegio tan selecto. Me habrían mandado a casa. Era un colegio progresista y todo eso pero yo no podía salir del internado, ir a que me pintara un artista y mis padres nunca me lo habrían perdonado. Eran tan estrictos…

Sally suspiró, abrumada por los rigores de aquella infancia suya totalmente ficticia.

—Supongo que ahora podrás entender —continuó luego— por qué tengo tanto miedo a que los hombres me hagan daño. Cuando has sido violada sabes muy bien lo que significa la agresión fálica.

—Supongo que sí —dijo Eva, con ciertas dudas respecto a lo que pudiese significar aquello de la agresión fálica.

—Ves el mundo de otra manera, además. Como dice G, nada es bueno y nada es malo. Las cosas son, sencillamente.

—Yo fui una vez a una conferencia sobre budismo —observó Eva— y eso fue precisamente lo que dijo el señor Podgett. Dijo…

—El zen es una cosa absurda. Es como estarse sentado esperando. Una cosa pasiva. Tienes que hacer que las cosas ocurran. Si te pasas la vida sentada esperando, cuando te das cuenta estás ya muerta. Te han pisoteado. Tienes que procurar que las cosas vayan como quieres tú y no a gusto de los demás.

—Eso es ser muy poco sociable —dijo Eva—. Quiero decir que si sólo hiciésemos siempre lo que queremos no sería muy agradable para los demás.

—Los demás son el infierno —dijo Sally—. Eso dijo Sartre y él debía de saberlo. Hacer lo que quieres es bueno y no hay que plantearse más rollos morales. Como dice G, el paradigma son las ratas. ¿Crees tú que las ratas andan preguntándose lo que es bueno para los demás?

—Pues no, no creo que lo hagan —dijo Eva.

—Justamente. Las ratas no son morales. En ningún sentido. Actúan y se acabó. No se torturan pensando.

—¿Tú crees que las ratas pueden pensar? —preguntó Eva, completamente absorbida ya por la sicología de los roedores y sus problemas.

—Por supuesto que no. Las ratas sólo son. Con las ratas no hay Schadenfreude.

—¿Qué es Schadenfreude?

—Primo segundo de Weltschmerz —dijo Sally apagando el puro en el cenicero—. Así que podemos hacer todo lo que queramos siempre que lo queramos. Ése es el mensaje. Sólo es la gente como G la que tiene que saber qué coño es lo que pasa exactamente y cómo funcionan las cosas.

—¿Qué quieres decir? —dijo Eva.

—Que tienen que saber cómo funciona todo. Los científicos. Lawrence tenía razón. G es todo cabeza y sin cuerpo.

—Henry es un poco así —dijo Eva—. Siempre está leyendo o hablando de libros. Ya le he dicho yo que no sabe cómo es el mundo real.

En el cuartel general móvil de la brigada de homicidios, Wilt estaba aprendiendo. Estaba sentado enfrente del inspector Flint, cuyo rostro reflejaba un escepticismo creciente.

—Bueno, volvamos otra vez a ese asunto —comenzó el inspector—. Dice usted que lo que aquellos hombres vieron al fondo del agujero era, en realidad, una muñeca de goma hinchable con una vagina.

—Lo de la vagina es accesorio —dijo Wilt, provocando reservas de incoherencia.

—Puede ser —admitió el inspector—. La mayoría de las muñecas no las tienen pero… está bien, dejaremos eso a un lado. El punto al que yo pretendo llegar es que está usted completamente seguro de que no hay ahí abajo ningún ser humano real.

—Completamente —dijo Wilt—, y si lo hubiese es muy dudoso que estuviese todavía vivo.

El inspector le miró hoscamente.

—No necesito que me indique usted eso —dijo—. Si existiese la más remota posibilidad de que lo que haya ahí abajo estuviese vivo yo no estaría sentado aquí, ¿no?

—No —dijo Wilt.

—Bien. Pasemos pues al punto siguiente. ¿Cómo es que lo que esos hombres vieron, según ellos, era una mujer y según usted una muñeca? ¿Cómo es posible que llevase ropa, tuviese pelo y, más notable aún, que tuviese la cabeza hundida y una mano estirada hacia arriba, en el aire?

—Es que cayó así —dijo Wilt—. Supongo que el brazo se le enganchó de un lado y quedó levantado así.

—¿Y por qué tenía la cabeza hundida?

—Bueno, le eché encima un montón de tierra —admitió Wilt—, quizá fuese por eso.

—¿Le tiró usted un montón de tierra en la cabeza?

—Eso he dicho, sí —confirmó Wilt.

—Sé que fue eso lo que dijo. Lo que quiero saber es por qué se sintió obligado a tirarle un montón de tierra a la cabeza a una muñeca hinchable que no le había hecho a usted, que yo sepa, daño alguno.

Wilt vaciló. Aquella muñeca maldita le había hecho, en realidad, mucho daño, pero no parecía momento oportuno para abordar ese asunto.

—En realidad no sé —dijo por fin—, pero me pareció que quizá pudiese ayudar.

—¿Ayudar a qué?

—Ayudar… No sé. Lo hice y nada más. Estaba borracho cuando hice eso.

—Está bien, volveremos a eso dentro de un momento. Aún hay una pregunta sin contestar. Si era una muñeca, ¿por qué llevaba ropa?

Wilt contempló desesperado el interior de aquel vehículo y se encontró con los ojos de la estenógrafa de la policía. Tenían un brillo que no inspiraba confianza. Luego hablaban de lo de la suspensión de la incredulidad.

—No va a creerse usted esto —dijo Wilt.

El inspector le miró y encendió un cigarrillo.

—¿El qué?

—En realidad la había vestido yo —confesó Wilt con una sonrisa nerviosa.

—¿La había vestido usted?

—Sí —dijo Wilt.

—¿Y puede decirme qué se proponía usted cuando la vistió con esas ropas?

—No lo sé exactamente.

El inspector lanzó un suspiro significativo.

—Bien. Volvamos al principio. Tenemos una muñeca con vagina a la que usted vistió y trajo hasta aquí en plena noche y depositó en el fondo de un agujero de diez metros de profundidad y a la que le tiró luego un montón de tierra en la cabeza. ¿Es eso lo que me está diciendo usted?

—Sí —dijo Wilt.

—¿No preferiría usted ahorrar a todos los implicados en esto mucho tiempo y muchas molestias admitiendo aquí y ahora que lo que en realidad descansa, esperemos que en paz, debajo de veinte toneladas de hormigón en el fondo de ese pilar es el cadáver de una mujer asesinada?

—No —respondió Wilt—. Desde luego que no.

El inspector Flint volvió a suspirar.

—Usted sabe que vamos a llegar al fondo de este asunto —dijo—. Puede costarnos tiempo, y dinero, y también paciencia, bien lo sabe Dios, pero cuando lleguemos ahí abajo…

—Encontrarán ustedes una muñeca hinchable —dijo Wilt.

—¿Con una vagina?

—Con una vagina.

Peter Braintree defendía firmemente en la sala de profesores la inocencia de Wilt.

—Os digo que conozco a Henry desde hace siete años y le conozco bien, y sea lo que sea lo que haya pasado, él no tiene nada que ver con ello.

El señor Morris, jefe del Departamento de Artes Liberales, miraba por la ventana escépticamente.

—Le tienen ahí desde las dos y diez. Son ya cuatro horas —dijo—. No harían eso si no creyesen que tiene alguna relación con la mujer muerta.

—Ellos pueden creer lo que quieran. Conozco a Henry y aunque el pobre quisiera, es incapaz de matar a nadie.

—Le atizó a aquel impresor el jueves. Eso demuestra que es capaz de violencia irracional.

—Otro error. El impresor le pegó a él —dijo Braintree.

—Sí, pero después de que Wilt le llamara subnormal de mierda —indicó el señor Morris—. Si uno entra en Impresores Tres y se pone a llamarle a uno de ellos subnormal de mierda, necesita que le examinen la cabeza. Mataron al pobre Pinkerton, ya sabes. Se gaseó en su coche.

—Hicieron todo lo posible por matar también a Henry, ya que lo dices.

—Por supuesto, ese golpe pudo haberle afectado el cerebro —dijo el señor Morris, con hosca satisfacción—. Un golpe puede provocar extraños cambios en el carácter de un individuo. Puede pasar de la noche a la mañana de ser un tipejo inofensivo y afable como Wilt a ser un maníaco homicida que, de repente, pierde el control. Cosas más extrañas han pasado.

—Supongo que Henry sería el primero en darte la razón —dijo Braintree—. No puede ser muy agradable estar sentado ahí dentro de ese vehículo y que te interroguen los detectives. Me pregunto qué estarán haciéndole.

—Pues preguntas, nada más. Preguntándole cosas como «¿Cómo se llevaba usted con su mujer?» y «¿Puede usted decirnos todo lo que hizo el sábado por la noche?» Empiezan muy suave y luego van pasando a concretar la cosa y a apretar más.

Peter Braintree se sentó dominado por un silencioso horror. Eva. Se había olvidado por completo de ella; y, en cuanto a la noche del sábado, sabía exactamente lo que Henry le había dicho que había estado haciendo antes de aparecer a la puerta de su casa lleno de barro y con cara de cadáver…

—Lo único que digo —continuó el señor Morris— es que me parece muy raro que encuentren un cadáver al fondo del agujero de un pilote lleno de hormigón y lo primero que pasa después es que meten a Wilt en ese vehículo de la brigada móvil de homicidios para interrogarle. Es muy extraño, desde luego. No me gustaría estar en su pellejo.

Y se levantó y salió de la sala de profesores y Peter Braintree siguió allí sentado preguntándose si debía hacer algo, llamar a un abogado y pedirle que viniera a hablar con Henry. Parecía un poco prematuro y era de suponer que Henry podría pedir él mismo un abogado si quería.

El inspector Flint encendió otro cigarrillo con aire de despreocupada amenaza.

—¿Qué tal se lleva usted con su esposa? —preguntó.

Wilt vaciló.

—Bastante bien —dijo.

—¿Sólo bastante bien? ¿Nada más?

—Nos llevamos bastante bien, sí —dijo Wilt, consciente de haber cometido un error.

—Comprendo. Y supongo que ella puede confirmar lo que dice usted de esa muñeca hinchable…

—¿Confirmarlo?

—El hecho de que tuviera usted la costumbre de vestirla y de tener relaciones con ella.

—Yo no tenía ninguna costumbre de ese tipo —dijo Wilt indignado.

—Yo sólo pregunto. Fue usted el que primero sacó a colación el hecho de que tenía vagina, no yo. Proporcionó usted voluntariamente esa información y yo, como es natural, supu…

—¿Qué supuso usted? —interrumpió Wilt—. No tiene usted ningún derecho a…

—Señor Wilt —dijo el inspector—. Póngase usted en mi lugar. Estoy investigando un caso de presunto asesinato y aparece un hombre y nos cuenta que lo que dos testigos visuales describen como el cuerpo de una mujer bien alimentada, de treinta y pocos años…

—¿Treinta y pocos años? Las muñecas no tienen edad. Si esa maldita muñeca tuviera más de seis meses…

—Por favor, señor Wilt, permítame continuar. Como le iba diciendo, tenemos un caso de asesinato prima facie y usted admite haber colocado al fondo de ese agujero una muñeca con vagina. Ahora bien, si usted estuviera en mi lugar, ¿qué clase de conclusión sacaría de todo esto?

Wilt intentó imaginar alguna interpretación totalmente inocente y fue incapaz.

—¿No sería usted el primero en estar de acuerdo conmigo en que parece un poco extraño?

Wilt asintió. Parecía extraordinariamente raro.

—Bien —continuó el inspector—. Ahora, si aplicamos la mejor interpretación posible, la más favorable, a sus acciones y, en especial a su insistencia en que la muñeca tenía vagina…

—Yo no insistí en eso. Sólo mencioné ese chisme condenado para indicar que era muy real. No sugería con eso que yo tuviera la costumbre de…

Se detuvo; miró al suelo con tristeza.

—Vamos, señor Wilt, no se pare ahora. A veces hablar ayuda mucho.

Wilt le miró frenético. Hablar con el inspector Flint no le estaba ayudando en absoluto.

—Si quiere usted decir implícitamente que mi vida sexual se limitaba a copular con una maldita muñeca hinchable vestida con la ropa de mi esposa…

—Un momento —dijo el inspector, apagando significativamente el cigarrillo—. Bien, hemos dado otro paso adelante. Así que admite usted que eso que está allá abajo, en ese agujero, sea lo que sea, está vestido con ropas de su esposa. ¿Sí o no?

—Sí —convino Wilt, con tristeza.

El inspector Flint se levantó.

—Creo que ya es hora de que vayamos todos y tengamos una pequeña charla con la señora Wilt —dijo—. Quiero saber lo que tiene que decir ella sobre esos extraños hábitos que tiene usted.

—Me temo que va a ser un poco difícil —dijo Wilt.

—¿Difícil?

—Bueno, verá, la cosa es que se ha ido.

—¿Que se ha ido? —preguntó el inspector—. ¿He oído que dice usted que la señora Wilt se ha ido?

—Sí.

—¿Y a dónde se ha ido la señora Wilt?

—Ahí está el problema. No lo sé.

—¿No lo sabe?

—No, sinceramente, no lo sé —dijo Wilt.

—¿No le dijo a usted a dónde se iba?

—No. Cuando volví a casa ella sencillamente no estaba.

—¿Y no le dejó una nota o algo parecido?

—Sí —dijo Wilt—. En realidad lo hizo, sí.

—Bueno, entonces vamos a su casa a echar un vistazo a esa nota.

—Me temo que no es posible —dijo Wilt—. La tiré.

—¿Que la tiró? —preguntó el inspector—. ¿La tiró? ¿Cómo?

Wilt miró patéticamente a la estenógrafa de la policía.

—A decir verdad, me limpié el culo con ella.

El inspector Flint le miró diabólicamente.

—¿Hizo qué?

—Bueno, es que no había papel higiénico en el cuarto de baño, así es que… —se interrumpió.

El inspector estaba encendiendo ya otro cigarrillo. Le temblaban las manos y tenía un brillo remoto en los ojos, de modo que daba la impresión de que acabase de mirar por el borde de un precipicio sobrecogedor.

—Señor Wilt —recomenzó, cuando logró recobrarse—, creo ser un hombre razonablemente tolerante, un hombre paciente y un hombre muy humano. Pero si de veras espera usted que me crea una palabra de esa historia absolutamente ridícula que me cuenta usted, debe de estar loco. Primero me dice que metió esa muñeca en ese agujero. Luego admite que iba vestida con la ropa de su esposa. Y ahora me dice que su mujer se ha ido sin decirle dónde y, por último, para completar la historia, tiene la osadía de decirme que se limpió el culo con la única prueba sólida que podía ratificar su declaración.

—Pero es que es verdad —dijo Wilt.

—¡Qué coño! —gritó el inspector—. Usted y yo sabemos muy bien dónde está la señora Wilt, y no sirve de nada el que sigamos fingiendo no saberlo. La señora Wilt está al fondo de ese maldito agujero y la metió allí usted.

—¿Quiere decir con eso que me detiene? —preguntó Wilt, mientras cruzaban la carretera en un grupo compacto, camino del coche celular.

—No —dijo el inspector Flint—. Está sólo ayudando a la policía en las investigaciones. Eso será lo que salga mañana en los medios de comunicación.

—Mi querido Braintree, por supuesto que haremos cuanto podamos —dijo el subdirector—. Wilt siempre ha sido un miembro leal del cuerpo docente de esta institución y no cabe duda alguna de que ha sido todo un lamentable error. Estoy seguro de que no tiene usted por qué preocuparse. Todo se aclarará muy pronto.

—Espero que tenga usted razón —dijo Braintree—. Pero hay factores que pueden complicar las cosas. Por una parte lo de Eva…

—¿Eva? ¿La señora Wilt? No estará usted sugiriendo…

—No estoy sugiriendo nada. Lo único que digo es que… en fin, no está en casa. Abandonó a Henry el viernes pasado.

—La señora Wilt se fue… Bueno, yo apenas la conocía, aunque conocía su reputación, claro. ¿No fue ella la mujer que le rompió la clavícula al señor Lockyer durante una clase de judo hace unos años?

—Fue Eva, sí —dijo Braintree.

—Pues no parece el tipo de mujer que pudiese permitirle a Wilt meterla allá abajo, desde luego…

—No lo es —dijo apresuradamente Braintree—. Si alguien podía resultar asesinado en el hogar de los Wilt, ese alguien era Henry. Yo creo que habría que informar de esto a la policía.

Les interrumpió el director, que entró con un ejemplar del periódico de la tarde.

—Supongo que habrán visto esto —dijo, blandiéndolo melancólicamente—. Es absolutamente sobrecogedor.

Posó el periódico en la mesa e indicó los titulares:

MUJER ASESINADA ENTERRADA EN HORMIGÓN EN ESCUELA DE FORMACIÓN PROFESIONAL. PROFESOR DE LA ESCUELA AYUDA A LA POLICIA.

—Oh, santo Dios —dijo el subdirector—. Oh. Qué desgracia. No podría haber sucedido en un momento peor.

—No debería haber sucedido jamás —masculló el director—. Y eso no es todo. Ya he recibido media docena de llamadas telefónicas de padres que quieren saber si tenemos la costumbre de contratar a asesinos para el cuerpo docente. ¿Quién demonios es ese Wilt?

—Es del Departamento de Humanidades —informó el subdirector—. Lleva diez años aquí.

—Humanidades. Debería haberlo imaginado. O son poetas manqués o son maoístas o son… No sé de dónde demonios los saca Morris. Y ahora, tenemos un asesino. Dios sabe lo que voy a decirles esta noche a los del Comité de Educación. Han convocado una reunión de urgencia para las ocho.

—He de decir que no me parece bien que llamen asesino a Wilt —dijo lealmente Braintree—. No hay nada que indique que haya asesinado a nadie.

El director le miró detenidamente un instante y volvió a los titulares.

—Señor Braintree, cuando alguien está ayudando a la policía en sus investigaciones en un asesinato, quizá no esté demostrando que él sea un asesino, pero no hay duda de que eso es lo que se está sugiriendo.

—Pues desde luego esto no nos va a ayudar a conseguir que se ponga en marcha lo del nuevo título —terció gravemente el subdirector—. Tenemos programada una visita del Comité de Inspección para el viernes.

—Por lo que me dice, la policía tampoco va a ayudar a que se ponga en marcha de una vez el nuevo edificio de administración —dijo el director—. Dicen que tardarán tres días al menos en llegar hasta el fondo de ese agujero y que luego tendrán que taladrar el hormigón para llegar al cadáver. Eso significa que tendrán que poner un pilote nuevo y ya vamos retrasados en el plan de obras y nos han reducido el presupuesto a la mitad… ¿por qué demonios no podía elegir otro sitio para deshacerse de su maldita mujer?

—No creo… —comenzó Braintree.

—No me importa nada lo que crea usted ni lo que deje de creer —dijo el director—. Yo sólo digo lo que cree la policía.

Braintree les dejó debatiéndose aún con el nuevo problema e intentando dar con métodos y medios de contrarrestar la publicidad adversa que el caso había traído ya a la escuela. Bajó al despacho de Humanidades y se encontró al señor Morris en estado de absoluta desesperación. Estaba intentando asignar todas las clases de Wilt al resto de los profesores.

—Pero si él probablemente esté aquí otra vez por la mañana —dijo Braintree.

—Las narices va a estar —dijo el señor Morris—. Cuando se los llevan así, no los sueltan. No olvides lo que digo. La policía puede cometer errores, no digo que no, pero cuando actúan con tanta rapidez es que van sobre seguro. Perdona, pero a mí Wilt siempre me pareció un poco raro.

—¿Raro? Vengo ahora del despacho del director. ¿Quieres saber lo que piensa del personal de Humanidades?

—No, por Dios —dijo el señor Morris—. No me lo digas.

—En fin, ¿qué es lo que tiene Henry de raro?

—Demasiado dócil y suave para mi gusto. Piensa cómo ha aceptado seguir de profesor auxiliar de segunda todos estos años.

—Pero de eso no tiene la culpa él.

—Pues claro que la tiene. No tenía más que amenazar con dimitir e irse a otro sitio y le habrían dado inmediatamente el ascenso. Es la única forma de conseguirlo aquí. Haciéndoles sentir tu presencia.

—Pues ahora parece haberlo hecho —dijo Braintree—. El director ya le está echando la culpa de desbaratar el programa de edificación y si no conseguimos que el Comité de Inspección apruebe el título conjunto, Henry va a ser el chivo expiatorio. Es una faena. Eva debería haber tenido más sentido y no haberle abandonado así.

El señor Morris adoptó un punto de vista más sombrío.

—Habría mostrado mucho más sentido si se hubiera ido y le hubiera abandonado antes de que al pobre imbécil se le metiera en la cabeza matarla a golpes y tirarla en ese agujero. Y ahora, ¿a quién demonios pongo yo mañana a dar Instaladores de Gas Uno?