Capítulo 23
—¡Lo hacemos bien pero todavía un montón que hacer! —ladró Ridcully, saliendo a grandes pasos del círculo mágico en el Gran Salón—. ¿Todo correcto, Sr. Stibbons?
—Sí, señor. Usted no trató de evitar que el Dios de la Evolución hablara con Darwin, ¿verdad?
—No, dijiste que no debíamos hacerlo —dijo Ridcully enérgicamente.
—Bien. Tenía que ocurrir —dijo Ponder—. De modo que todo lo que tenemos que hacer ahora es persuadir al Sr. Darwin...
—He estado pensando sobre eso, Stibbons —interrumpió Ridcully—, y he decidido que ahora llevarás al Sr. Darwin a conocer a nuestro Dios de la Evolución en su isla —dijo el Archicanciller—. Es bastante seguro.
Ponder se puso pálido.
—¡Mejor no ir allí, señor!
—Sin embargo, lo harás, porque soy el Archicanciller y tú no lo eres —dijo Ridcully—. Veamos lo que piensa del elefante con ruedas, ¿eh?
Ponder echó un vistazo a Darwin, todavía en el brillo azul de la estasis.
—Eso es muy peligroso, señor. ¡Piense lo que estará viendo! Y sería totalmente poco ético quitar los recuerdos que...
—¡Sé que soy el Archicanciller, está escrito sobre mi puerta! —dijo Ridcully—. Muéstrale a su dios, Sr. Stibbons, y déjame a mí la preocupación. Rápido, hombre. ¡Quiero todo esto terminado para la hora de cenar!
Un momento después Ponder y Darwin partieron, una pequeña roca y un montón de arena aparecieron y se deslizaron a través de las baldosas del Gran Salón.
—Bien hecho, Sr. Hex —dijo Ridcully.
+++ Gracias, Archicanciller +++ escribió Hex.
—Estaba esperando que recuperáramos las sillas, algo así, sin embargo.
+++ Veré lo que puedo hacer la próxima vez, Archicanciller +++
Y sobre la Isla Mono, Charles Darwin se puso de pie sobre la playa y miró a su alrededor.
—¿Esto se presta a alguna explicación sensata, o es más demencia? —dijo a Ponder—. ¡Me he cortado la mano muy seriamente!
En ese momento, dos pequeñas hojas salieron del suelo cerca de su pie y, con la asombrosa velocidad, se convirtieron en una planta. Arrojó más hojas, luego desarrolló una única flor roja que se abrió como una explosión y murió como una chispa para producir una única semilla, que era blanca y esponjosa.
—Oh, una planta vendaje —dijo Ponder, recogiéndola—. Aquí tiene, señor.
—¿Cómo...? —empezó Darwin.
—Sólo comprendí lo que usted necesitaba, señor —dijo Ponder, y comenzó a caminar—. Ésta es la Isla Mono, hogar del Dios de la Evolución.
—¿Un dios de la evolución? —dijo Darwin, tambaleándose detrás de él—. Pero la evolución es un proceso inherente en...
—Ss... sí, sé qué está pensando, señor. Pero las cosas son diferentes aquí. Hay un dios de la evolución y él... mejora cosas. Es por eso que pensamos que todo aquí está muy desesperado por salir de la isla, pobres criaturas. De algún modo saben qué quiere uno y se desarrollan tan rápido como pueden con la esperanza que alguien las recoja y las lleve lejos.
—¡Eso no es posible! La evolución necesita muchos miles de años para...
—Lápiz —dijo Ponder, con calma. Un árbol cercano tembló.
—En realidad, el arbusto de lápiz se reproduce bien en el suelo correcto —continuó Ponder, caminando hacia él—. Tenemos algunos de éstos en la universidad. Y el Director de Estudios Indefinidos mantuvo un árbol de cigarrillo por meses, pero se pusieron muy alquitranosos. Una vez que la mayoría de ellos se alejan lo suficiente de la Isla Mono dejan de intentarlo. —Levantó uno—. ¿Le gustaría un lápiz maduro? Son muy útiles.
Darwin tomó el delgado cilindro que Ponder había arrancado del árbol. Estaba tibio, y todavía ligeramente húmedo.
—Esto es la Isla Mono, vea —dijo Ponder, y señaló la pequeña montaña en el otro extremo de la isla—. Allá arriba es donde vive el dios. No un mal viejo, como suelen ser los dioses, pero seguirá cambiando cosas todo el tiempo. Cuando lo conocimos, él...
Los arbustos crujieron, y Ponder arrastró al desconcertado Darwin a un lado mientras algo traqueteaba sendero abajo.
—¡Ésa es una tortuga gigante! —dijo Darwin, mientras la cosa pasaba rodando—. Eso es algo por lo menos... ¡oh!
—Sí.
—¡Está sobre ruedas!
—Oh, sí. Es muy aficionado a las ruedas. Piensa que las ruedas deberían funcionar.
La tortuga giró de manera muy profesional y rodó hasta un alto junto a un cactus, que comenzó a comer, delicadamente, hasta que se escuchó un silbido y quedó de costado.
—Oh —dijo una voz desde el aire—. Mala suerte. Vejiga de goma pinchada. Es el eterno problema de la fuerza del integumento versus el ritmo de utilización de la mucosa.
Un hombre flaco y algo preocupado, vestido con una sucia toga, apareció entre ellos. Unos escarabajos lo orbitaban como maravillosos asteroides pequeños.
—La destitución del metal podría ser nuestra amiga aquí —dijo, y volviéndose hacia Ponder como hacia otro viejo amigo continuó—: ¿Qué piensas?
—Ah, hum, er... ¿necesita usted de veras toda esa concha? —dijo Ponder, apresuradamente. Unos escarabajos, brillantes como diminutas galaxias, aterrizaron sobre su túnica.
—Sé lo que quieres decir —dijo el anciano—. ¿Demasiado pesado, quizás? Oh... me pareces conocido, joven. ¿Nos hemos visto antes?
—Ponder Stibbons, señor. Vine aquí hace algunos años. Con algunos magos —dijo Ponder, con cuidado. Había admirado bastante al Dios de la Evolución, hasta que descubrió que consideraba que la cucaracha era la cima de la pirámide evolutiva.
—Ah, sí. Tuvieron que partir con mucha prosa, lo recuerdo —dijo el dios, tristemente—. Fue...
—¡Usted!... ¡Usted apareció en mi habitación! —dijo Darwin, que había estado mirando al dios con la boca abierta—. ¡Había escarabajos por todos lados! —Se detuvo, abriendo y cerrando la boca durante un rato—. Pero ciertamente no es... Pensé que...
Ponder estaba listo para esto.
—¿Conoce del Olimpo, señor? —dijo rápidamente.
—¿Qué? ¿Es esto Grecia? —dijo Darwin.
—No, señor, pero tenemos muchos dioses aquí. Este, er, caballero no es, como podría decirlo, el dios. Es sólo un dios.
—¿Hay algún problema? —dijo el Dios de la Evolución, con una sonrisa preocupada.
—¿Un dios? —exigió Darwin.
—Uno de los buenos —dijo Ponder rápidamente.
—Me gusta creerlo —dijo el dios, sonriendo con felicidad—. Miren, tengo que controlar cómo están las ballenas. ¿Por qué no suben a la montaña para el té? Adoro tener visitas.
Se esfumó.
—¡Pero los dioses griegos eran mitos! —explotó Darwin, mirando fijo el espacio repentinamente vacío.
—No lo sabría, señor —dijo Ponder—. Los nuestros no lo son. Sobre este mundo, los dioses son sumamente reales.
—¡Atravesó la pared! —dijo Darwin, señalando airadamente el aire vacío—. ¡Me dijo que estaba inmanente en todas las cosas!
—Juega mucho armando cosas, por cierto —dijo Ponder—. Pero sólo aquí.
—¡Armador!
—¿Quiere que hagamos una pequeña caminata hasta arriba del Monte Imposible? —dijo Ponder.
La mayor parte del Monte Imposible era hueco. Se necesita mucho espacio cuando uno está tratando de crear una ballena dirigible.
—Realmente debería funcionar —dijo el Dios de la Evolución, por encima de su té—. Sin esa pesada grasa y con un esqueleto inflable del cuál, debo decir, estoy algo orgulloso, debería darse bien en las rutas de aves migratorias. Fauces más grandes, por supuesto. Nota el camuflaje tipo nube, obviamente necesario. La elevación es producida vía bacterias en el intestino que producen gases ascendentes. La aleta dorsal y la cola aplanada dan un razonable grado de maniobra. Considerándolo todo, un buen trabajo. Mi problema principal es crear un predador. El tiburón balístico mar-aire ha resultado muy insatisfactorio. ¿No sé si tiene ninguna sugerencia, Sr. Darwin?
Ponder miró Darwin. El pobre hombre, con la cara gris, estaba mirando las dos ballenas que navegaban suavemente cerca del techo de la cueva.
—¿Perdone? —dijo.
—Al dios le gustaría saber qué podría atacarlas —intervino Ponder.
—Sí, las personas grises dijeron que estaba muy interesado en la evolución —dijo el dios.
—¿Las personas grises? —dijo Ponder.
—Oh sí, ya sabes. A veces las ves volar por allí. Dijeron que alguien de veras quería escuchar mis opiniones. Me sentí tan complacido. Muchas personas sólo se ríen.
Darwin miró a su alrededor el taller celestial y dijo:
—¡No puedo ver nada en un elefante con velas que me cause risa, señor!
—¡Exactamente! Fueron las grandes orejas las que me dieron la pista —dijo el dios alegremente—. Hacerlas más grandes fue una simplicidad. ¡Puede hacer veinticinco millas por hora a través de la sabana abierta con buen viento!
—Hasta que una rueda explota —dijo Darwin, rotundamente.
—Estoy seguro de que en cuanto entiendan la idea todo funcionará —dijo el dios.
—¿No piensa que podría ser mejor dejar que las cosas se desarrollen por sí mismas? —dijo Darwin.
—Mi querido señor, es tan aburrido —dijo el dios—. Cuatro piernas, dos ojos, una boca... tan pocos están preparados para experimentar.
Una vez más Darwin miró alrededor del brillante interior del Monte Imposible. Ponder lo observó captar los detalles: la jaula de octo-monos con alas de red que en teoría podían pasar por encima a través de cientos de yardas de dosel; los Phaseolus coccineus giganticus que en realidad producían verdad, si hubiera cualquier utilidad posible para un tallo que podía crecer media milla de altura... y por todos lados los animales, a menudo en etapas de armado o desarmado pero todos muy contentos y vivos en una pequeña niebla de santidad.
—Señor, er, Stibbons, me gustaría irme... a casa ahora, por favor —dijo Darwin, que se había puesto pálido—. Todo esto ha sido sumamente... instructivo, pero me gustaría irme a casa.
—Oh, cielos, las personas siempre están partiendo deprisa —dijo el dios, tristemente—. Pero sin embargo, espero haber sido de ayuda, Sr. Darwin.
—Efectivamente, creo que lo ha sido —dijo Darwin, sombrío.
El dios los acompañó hasta la boca de la cueva, unos escarabajos corriendo tras él en una nube.
—Vuelva otra vez —dijo, mientras se alejaban por el sendero—. Me gusta...
Fue interrumpido por un ruido como de todos los globos de fiesta del mundo entero reventados al mismo tiempo. Era largo, y muy prolongado y lleno de melancolía.
—Oh, no —dijo el Dios de la Evolución, entrando rápidamente—. ¡No las ballenas!
Darwin permaneció silencioso mientras caminaban hacia la playa. Estuvo aun más callado mientras pasaban junto a la tortuga con ruedas, que cojeaba en círculos. El silencio era ensordecedor cuando Ponder convocó a Hex. Cuando aparecieron en el Gran Salón, su silencio, aparte de un breve grito durante el viaje, era un enorme silencio infeccioso y contagioso.
Los magos reunidos movían sus pies. Una rabia oscura irradiaba de su visitante.
—¿Cómo fue todo, Stibbons? —susurró Ridcully.
—Er, el Dios de la Evolución estaba como él mismo habitual, señor.
—¿Lo estaba? Ah, bueno...
—Deseo, muy claramente, despertar de esta pesadilla —dijo Darwin de repente.
Los magos se quedaron mirando al hombre, que se estremecía de rabia.
—Muy bien, señor —dijo Ridcully con calma—. Podemos ayudarlo a despertarse. Excúsenos un momento.
Agitó una mano; otra vez el trémulo brillo azul rodeó al visitante.
—Caballeros, ¿si lo desean?
Hizo señas a los otros magos superiores, que se apiñaron a su alrededor.
—Podemos devolverlo sin que tenga memoria de nada ocurrido aquí, ¿correcto? —dijo—. ¿Sr. Stibbons?
—Sí, señor. Hex podría hacerlo. Pero como dije, señor, no sería muy ético interferir con su mente.
—Bien, no me gustaría que alguien pensara que somos poco éticos —dijo Ridcully con firmeza. Lanzó una mirada a su alrededor—. ¿Alguien se opone? Bien. Mira, estuve hablando con Hex. Me gustaría darle algo para recordar. Le debemos eso, por lo menos.
—¿De veras, señor? —dijo Ponder—. ¿No empeorará las cosas?
—¡Me gustaría que sepa por qué hicimos todo esto, incluso si es sólo por un momento!
—¿Estás seguro de que es una buena idea, Mustrum? —dijo el Conferenciante en Runas Recientes.
El Archicanciller vaciló.
—No —dijo—. Pero es mía. Y vamos a hacerlo.