Capítulo 18

Tiempo de máquina a vapor

Estaba Darwin, sentado en la ribera, observando a las abejas, las avispas, las flores... En el último párrafo de El Origen encontramos un hermoso e importante pasaje que insinúa tardes de esa clase:

Es interesante contemplar una ribera enmarañada, cubierta con muchas plantas de muchos tipos, con aves que cantan en los arbustos, con varios insectos revoloteando, y con gusanos arrastrándose sobre la tierra húmeda, y reflexionar que estas formas elaboradamente construidas, tan diferentes entre sí, y dependientes entre sí de una manera tan compleja, todas han sido producidas por leyes que actúan a nuestro alrededor.

Adelante Paley, alégreme el día.

Todo ese esfuerzo de los magos para ponerlo a escribir El Origen, no La Ología. Le importaba a Darwin, por supuesto, y le importa a los que mapean el curso de la historia. Pero, así como podemos preguntar si el asesinato de Lincoln realmente tuvo mucho efecto en los eventos siguientes, también podemos preguntar lo mismo sobre ese trabajo de Darwin. ¿Habría realmente importado si los magos hubieran fallado?

Magos metafóricos, obvio. Sí, esas felices coincidencias que pusieron a Charles a bordo del Beagle y lo mantuvieron allí parecen un poco sospechosas, ¿pero fueron los magos?

Hagamos la pregunta de una manera más respetable. ¿Qué tan radical era la teoría de la selección natural de Darwin, verdaderamente? ¿Tuvo ideas que nadie antes que él había considerado? ¿O simplemente ocurrió que era la persona que captó la mirada pública, con una idea que había estado circulando durante algún tiempo? ¿Cuánto crédito debería recibir?

Lo mismo puede preguntar —y ha ocurrido— de muchos conceptos científicos ‘revolucionarios’. Robert Hooke tuvo la idea de la ley de gravedad del cuadrado inverso antes que Newton. Minkowski, Poincare, y otros descubrieron gran parte de la relatividad especial antes que Einstein. Los fractales andaban por aquí, en cierta forma, por lo menos un siglo antes de que Benoit Mandelbrot los promocionara enérgicamente y se transformaran en una rama muy importante de la matemática aplicada. Los primeros aromas de la teoría del caos pueden encontrarse en las memorias premiadas de Poincare sobre la estabilidad del sistema solar en 1890, probablemente 75 años antes de que el tema ‘tomara vuelo’.

¿Cómo comienzan las revoluciones científicas, y qué determina quién recibe el crédito? ¿Es talento? ¿Un don para la publicidad? ¿Una lotería?

Parte de la respuesta de estas preguntas puede encontrarse en el estudio de Thurston, de 1878, de otra importante innovación victoriana, que Ponder Stibbons infaliblemente localizó en el Capítulo 3. El libro es Una Historia del Crecimiento de la Máquina a Vapor. El segundo párrafo dice:

La historia ilustra la muy importante verdad: las invenciones nunca son, como raramente los grandiosos descubrimientos, el trabajo de una única mente. Cada gran invento es realmente un conjunto de invenciones menores, o el paso final en una progresión. No es una creación, sino un crecimiento tan realmente cierto como los es el de los árboles en el bosque. Con frecuencia aparece el mismo invento en varios países, y por varios individuos, simultáneamente.

El tema de Thurston nos recuerda una metáfora común para esta clase de inventos aparentemente simultáneos: el tiempo de la máquina a vapor. Cuando llega el tiempo de la máquina a vapor, de repente todos están haciendo máquinas a vapor. Cuando llega el tiempo de la evolución, todos están inventando una teoría de la evolución. Cuando llega el tiempo de la videograbadora, todos están haciendo videograbadoras. Cuando llega el tiempo de Dotcom, todos están instalando sistemas de comercio en Internet. Y cuando llega el tiempo de la quiebra de Dotcom, todos los Dotcom se van a la quiebra.

Hay veces cuando los asuntos humanos realmente parecen correr sobre huellas pre-construidas. Algún desarrollo se vuelve inevitable, y de repente está en todos lados. Sin embargo, justo antes de ese momento propicio, no era inevitable en absoluto, de otra manera ya habría ocurrido. ‘El tiempo de la máquina a vapor’ es una metáfora conveniente para este curioso proceso. La invención de la máquina a vapor no fue el primer ejemplo, e indudablemente no fue el último, pero es uno de los más conocidos, y está muy bien documentado.

Thurston distingue invento de descubrimiento. Dice que los inventos nunca son la creación de un único individuo, mientras que los grandiosos descubrimientos lo son pocas veces. Sin embargo, la diferencia no siempre está bien definida. ¿Descubrieron los antiguos humanos el fuego como un fenómeno de la naturaleza, o lo inventaron como una tecnología para mantener lejos a los predadores, iluminar la cueva, y cocinar? Seguramente el fenómeno natural vino primero, en forma de maleza —o por incendios forestales provocados por un rayo, o posiblemente una gota de agua accidentalmente actuando como lente para concentrar los rayos del Sol sobre un poco pasto seco.

Sin embargo, esa clase de ‘descubrimiento’ no va a ningún lugar hasta que alguien le encuentra una utilidad. Fue la idea de controlar el fuego lo que hizo la diferencia, y que parece más un invento que un descubrimiento. Excepto... uno averigua cómo controlar el fuego descubriendo que no se extiende (tan fácilmente) a través de tierra desnuda, que pueden esparcirse muy fácil y efectivamente tomando un palo en llamas y dejándolo caer en pasto seco, o llevándolo a casa en la cueva...

El paso inventivo, si existe tal cosa, consiste en reunir algunos descubrimientos independientes para que aparezca como una novedad genuina.

Hierba seca y gotas de agua no son asociadas comúnmente, pero quizás un elefante mojado acababa de salir de un río a través de la sabana seca... Oh, invente su propia explicación.

De modo que las invenciones son a menudo precedidas por una serie de descubrimientos. De forma similar, los descubrimientos son a menudo precedidos por invenciones. El descubrimiento de las manchas solares dependió de la invención del telescopio, el descubrimiento de las amebas y los paramecios en el agua de un charco dependió de la invención del microscopio. En pocas palabras, invención y descubrimiento están íntimamente entrelazados, y probablemente no tenga sentido tratar de separarlos. Además, los ejemplos importantes de ambos son mucho más fáciles de señalar en retrospectiva que cuando ocurrieron la primera vez. La visión retrospectiva es maravillosa, pero tiene la virtud de proveer un contexto explícito para averiguar qué, o qué no, importa. La visión retrospectiva nos permite organizar el proceso excepcionalmente desordenado de invención / descubrimiento, y contar historias convincentes sobre él.

El problema es que la mayoría de esas historias no son verdaderas.

Cuando fuimos niños, muchos de nosotros aprendimos cómo se inventó la máquina a vapor. El joven James Watt, de unos seis años, observaba una tetera que hervía, y notó que la presión del vapor podía levantar la tapa. En un clásico momento ‘eureka’, cayó en la cuenta de que una tetera muy grande podría levantar trozos de metal muy pesados, y nació la máquina a vapor.

El narrador original de esta historia fue el matemático francés Francois Arago, autor de una de las primeras biografías de Watt. Por lo que sabemos, la historia podría ser verdadera, aunque es muy probablemente una ‘mentira-para-niños’, o ayuda educativa, como la manzana de Newton. Incluso si efectivamente el joven Watt estuvo de repente motivado por una tetera que hervía, no fue de ninguna manera la primera persona en hacer la conexión entre vapor y energía motriz. Ni siquiera fue la primera persona en construir una máquina a vapor que funcionara. El motivo de su fama depende de algo más complejo, y más importante. En las manos de Watt, la máquina a vapor se convirtió en una herramienta eficaz y segura. No la ‘perfeccionó’ —se hicieron muchas mejoras más pequeñas después de Watt— pero la hizo casi en su forma final.

Watt escribió en 1774: «La máquina a fuego (máquina a vapor) que he inventado ahora está marchando, y responde mucho mejor que cualquier otra que haya sido hecha». Junto con su socio comercial Matthew Boulton, Watt se volvió un nombre muy conocido de la máquina a vapor. Y no le hizo ningún daño a su reputación que, según palabras de Thurston: «De la historia personal de los anteriores inventores y mejoradores de la máquina a vapor, poco se sabe; pero la de Watt es bien conocida».

¿Fue Darwin sólo otro Watt? ¿Recibió el crédito de la evolución porque la puso en una forma pulida y efectiva? ¿Es famoso porque ocurre que sabemos mucho de su historia personal? Darwin era un obsesivo conservador de registros, apenas desechaba un simple resto de papel. Los biógrafos pudieron documentar su vida al detalle excepcional. Indudablemente no le hizo daño a su reputación que tal profusión de material histórico estuviera disponible.

Para hacer comparaciones, examinemos la historia de la máquina a vapor, evitando las mentiras-para-niños tanto como podamos. Luego miraremos los predecesores intelectuales de Darwin, y veremos si aparece algún patrón común. ¿Cómo funciona el tiempo de la máquina a vapor? ¿Qué factores conducen a una explosión cultural, mientras una idea aparentemente radical ‘sale’ y el mundo cambia para siempre? ¿Acaso la idea cambia el mundo, o un mundo cambiante genera la idea?

Watt completó su primera máquina a vapor significativa en 1768, y la patentó en 1769. Fue precedida por varios prototipos. Pero la primera referencia registrada sobre el vapor como fuente de potencia motriz ocurre en la civilización del antiguo Egipto, durante el Último Reinado cuando ese país estaba bajo el dominio romano. Alrededor del 150 a.C. (la fecha es muy aproximada) Hero de Alejandría escribió un manuscrito Spiritalia seu Pneumatica. Sólo han sobrevivido copias parciales hasta el presente, pero de ellas sabemos que el manuscrito se refería a docenas de máquinas movidas a vapor. Incluso sabemos que varias de ellas precedían a Hero, porque él nos lo dice; algunas eran el trabajo previo del inventor Cestesibus, célebre por gran número y variedad de sus ingeniosas máquinas neumáticas. De modo que podemos ver los orígenes de la máquina a vapor hace mucho tiempo, pero el progreso inicial fue tan silencioso y lento que el propio tiempo de la máquina a vapor todavía estaba lejos en el futuro.

Uno de los dispositivos de Hero era un altar hueco y hermético, con la figura de un dios o diosa en lo alto, y un tubo que pasaba por la figura. Desconocido para los seguidores, el altar contiene agua. Cuando un fiel prende un fuego encima del altar, el agua se calienta y produce vapor. La presión del vapor impulsa un poco del agua líquida hacia arriba del tubo, y el dios ofrece una libación. (Cuando de milagros se trata, éste es muy efectivo, y claramente más convincente que la estatua de una vaca que da leche o la de un santo que llora.) Dispositivos similares eran comunes en los 60 para hacer té junto a la cama y servirlo automáticamente. Todavía existen hoy, pero son difíciles de encontrar.

Otra de las máquinas de Hero usaba el mismo principio para abrir la puerta de un templo cuando alguien prendía un fuego sobre un altar. El dispositivo es muy complicado, y lo describimos para mostrar que estas antiguas máquinas llegaron más lejos que ser simples juguetes. El altar y la puerta están sobre la tierra, la maquinaria está oculta por debajo. El altar es hueco, lleno de aire. Un tubo corre verticalmente desde el altar hacia una esfera metálica llena de agua, y un segundo tubo con forma de U invertida actúa como sifón, con un extremo dentro de la esfera y el otro dentro de un balde. El balde cuelga de una polea, y las sogas desde el balde se enrollan alrededor de dos cilindros verticales, en línea con las bisagras de la puerta y fijados al borde de la puerta. Entonces van hasta una segunda polea y terminan en un peso que actúa como contrapeso. Cuando un sacerdote prende el fuego, el aire dentro del altar se dilata, y la presión expulsa el agua fuera de la esfera, a través del sifón, y hacia el balde. Cuando el balde desciende por el peso del agua, las sogas hacen girar los cilindros, abriendo las puertas.

Luego hay una fuente que funciona cuando los rayos del sol caen sobre ella, y una caldera a vapor que hace que un mirlo mecánico cante o que suene un cuerno. Todavía otro dispositivo, a menudo mencionado como la primera máquina a vapor del mundo, hierve agua en un caldero y usa el vapor para hacer girar un globo metálico sobre un eje horizontal. El vapor sale de una serie de tubos curvados alrededor del ‘ecuador’ de la esfera, en ángulo recto al eje.

Por su diseño, estas máquinas no eran juguetes, pero hasta donde llegaron sus aplicaciones, también podrían haberlo sido. Sólo la que abre la puerta se acerca a algo que consideraríamos práctico, aunque los sacerdotes probablemente descubrieron que la habilidad de producir milagros a petición era muy rentable, y eso es suficientemente práctico para la mayoría de los hombres de negocios de hoy.

Mirando hacia atrás desde el siglo XXI, parece asombroso que le llevara tanto tiempo a la máquina a vapor ganar el impulso apropiado, con todos estos ejemplos de la potencia del vapor a la vista pública en todo el mundo antiguo. Especialmente porque había abundante demanda de potencia mecánica, por las mismas razones que finalmente dieron a luz la tecnología de la máquina a vapor en el siglo XVIII —bombear agua, levantar cargas pesadas, minería, y transporte. De modo que sabemos que se necesita algo más que la simple habilidad para hacer máquinas a vapor, incluso junto a una clara necesidad de algo de esa clase, para dar la patada inicial al tiempo de la máquina a vapor.

Y así fue que la máquina a vapor avanzó a tropezones, sin desaparecer nunca completamente, pero nunca haciendo ningún tipo de progreso. En 1120 la iglesia en Rheims tenía lo que se veía sospechosamente como un órgano a vapor. En 1571 Matthesius describió una máquina a vapor en un sermón. En 1519 el académico francés Jacob Besson escribió sobre la producción de vapor y sus usos mecánicos. En 1543 el español Balso de Garay es conocido por haber sugerido el uso del vapor para proveer de energía a un barco. Leonardo da Vinci describió un arma a vapor que podía lanzar una pesada bola metálica. En 1606, Florence Rivault, caballero de la recámara de Henry IV, descubrió que una bomba metálica estallaría si se llenaba con agua y se calentaba. En 1615, Salomon de Caius, un ingeniero de Louis XIII, escribió sobre una máquina que usaba vapor para levantar agua. En 1629... pero ya entiende la idea. Todo siguió de ese modo, con una persona tras otra reinventando la máquina a vapor, hasta 1663.

En ese año, Edward Somerset, Marqués de Worcester, no sólo inventó una máquina a vapor para levantar agua: la construyó e instaló, dos años después, en Vauxhall —ahora parte de Londres, pero entonces justo fuera de ella. Ésta fue probablemente la primera aplicación genuina de la potencia del vapor a un serio problema práctico. No existe ningún dibujo de la máquina, pero su forma general ha sido deducida de las ranuras, todavía sobrevivientes, en las paredes del Raglan Castle, donde fue instalada. Worcester planeaba formar una compañía para explotar su máquina, pero no pudo conseguir el efectivo. Su viuda, a su vez, hizo el mismo intento, con la misma falta de éxito. De modo que ése es otro ingrediente necesario para el tiempo de la máquina a vapor: dinero.

En algunos aspectos, Worcester fue el verdadero creador de la máquina a vapor, pero recibe poco crédito, porque estaba apenas un poquito por delante de la ola. Sin embargo, marca un momento en el que todo el juego cambió: desde este punto en adelante, las personas no sólo inventaron máquinas a vapor... las usaron. Antes de 1683, Sir Samuel Morland estaba construyendo bombas a vapor para Luis XIV, y su libro de ese año revela una profundo conocimiento de las propiedades del vapor y los mecanismos asociados. La idea de la máquina a vapor había llegado ahora, junto con algunas de las cosas propias, ganando su lugar realizando tareas útiles. Pero todavía no era el tiempo de la máquina a vapor.

Ahora, sin embargo, el impulso empezó a crecer rápidamente, y lo que le dio un empujón muy grande fue la minería. Las minas, de carbón o minerales, estuvieron por aquí durante milenios, pero a principios del siglo XVIII se estaban volviendo tan grandes, y tan profundas, que tropezaron con lo que rápidamente se convirtió en el mayor enemigo del minero: agua.

Cuanto más profundo trate de cavar las minas, es más probable que se inunden, porque es muy probable tropezar con reservas de agua subyacentes, o grietas que conducen a tales reservas, o sólo grietas por donde el agua de arriba puede fluir. Los métodos tradicionales para sacar el agua ya no eran efectivos, y se necesitaba de algo radicalmente diferente. La máquina a vapor cubría la necesidad con ingenio. Dos personas, sobre todo, hicieron posible construir la maquinaria apropiada: Dennis Papin y Thomas Savery.

Papin estudió matemática con los Jesuitas en Blois, y medicina en París, donde se instaló en 1672. Se unió al laboratorio de Robert Boyle, que en la actualidad sería llamado físico experimental. Boyle estaba trabajando en la ley de la neumática, el comportamiento de los gases —‘ley de Boyle’, relacionando la presión y el volumen de un gas a temperatura constante, que se continúa enseñado hasta hoy. Papin inventó la bomba de aire doble y la pistola de aire, y luego inventó el Digestor. Es mejor descrito como una olla a presión, que es un cazo con gruesas paredes y una gruesa tapa, bien sujetas de modo que el agua adentro hierve para formar vapor a alta presión. La comida contenida en la cacerola se cocina muy rápidamente.

El aspecto cocina no afecta nuestra historia, pero un poco de tecnología sí. Para evitar las explosiones, Papin añadió una válvula de seguridad, una característica reproducida en la versión nacional de los 60, y una importante invención porque los primeros desarrollos de la máquina a vapor eran peligrosos en el mejor de los casos. Probablemente la idea se originara antes, pero Papin recibe el crédito por usarla para controlar la presión del vapor. En 1687 se trasladó a la University of Marburg, donde inventó la primera mecánica máquina a vapor y la primera máquina de pistones. Durante toda su carrera, llevó a cabo innumerables experimentos con aparatos relacionados con el vapor, e introdujo muchas piezas importantes.

El tiempo de la máquina a vapor se estaba caldeando. Savery, que también estudió matemática, lo puso a hervir. En 1698 patentó la primera bomba a vapor que en realidad fue usada para sacar de las minas el agua no deseada —en este caso, las profundas minas de Cornualles. Envió un modelo básico a la Royal Society, y más tarde mostró un modelo de ‘máquina de fuego’, como confusamente llamaban a las máquinas entonces, a William III. El Rey le consintió una patente:

Una concesión a Thomas Savery del único ejercicio de una nueva invención por él inventada, para levantar agua, y ocasionar movimiento de toda clase de trabajo de molino, por la importante fuerza del fuego, que será de gran utilidad en drenar minas, servir pueblos con agua, y para trabajar toda clase de molino, cuando no tienen el beneficio del agua ni de los vientos continuos; con validez durante 14 años; con las cláusulas acostumbradas.

El tiempo de la máquina a vapor estaba cerca. Lo que la afianzó fue que Savery era un hombre de negocios nato. No esperó a que el mundo marcara un sendero hasta su puerta: se anunció. Dio conferencias en la Royal Society, algunas de las cuales fueron publicados en sus revistas. Hizo circular un prospecto entre propietarios de minas y administradores. Y el atractivo comercial, naturalmente, era el beneficio. Si usted puede abrir niveles más profundos en su mina, usted puede extraer más minerales y hacer más dinero de la misma mina y del mismo trozo de tierra.

Se necesitaron dos pasos más, muy importantes, antes de que lo que Thurston llamaba la ‘moderna’ máquina a vapor —eso hace 125 años— quedara firmemente establecida. El primero fue pasar de las máquinas especializadas y de único propósito, a las multiuso. El segundo fue mejorar la eficiencia del motor.

El paso a las máquinas a vapor multiuso fue realizado por Thomas Newcomen, un herrero de oficio, que introdujo un tipo radicalmente nuevo de motor, el ‘motor a vapor atmosférico’. Los motores previos habían combinado eficazmente un pistón movido a vapor y una bomba en el mismo aparato. Newcomen separó los componentes, y puso una caldera separada y además un condensador. El pistón se mueve arriba y abajo como un ‘burro cabeceando’, moviendo una varilla, que puede ser fijada a... lo que quiera. Otro ingeniero que debemos mencionar aquí fue John Smeaton, que llevó el diseño de Newcomen a un tamaño mucho más grande.

Ahora, finalmente, llegamos a James Watt. Sea cual sea el crédito que merezca, con claridad estaba parado sobre los hombros de varios gigantes. Incluso si hubiera sido capaz de inventar la máquina a vapor él solo, el hecho claro es que no lo hizo. Su abuelo era matemático —parece haber muchos matemáticos en la historia de la máquina a vapor— y Watt heredó sus habilidades. Llevó a cabo muchos experimentos, e hizo mediciones cuantitativas, una idea relativamente nueva. Calculó cómo viajaba el calor a través de los materiales de la máquina, y cuánto carbón necesitaba para hervir una determinada cantidad de agua. Y se dio cuenta de que la clave para eficiente una máquina a vapor era controlar la innecesaria pérdida de calor. La peor pérdida ocurría en el cilindro que movía al pistón, que cambiaba de temperatura. Watt se dio cuenta de que el cilindro debía ser mantenido siempre a la misma temperatura que el vapor que entraba... ¿pero cómo podía hacerlo? La respuesta, cuando finalmente la encontró, era simple y elegante:

Me había ido para dar un paseo una buena tarde de Sabbath. Había entrado en el Green por la puerta al final de Charlotte Street, y pasado junto a la vieja lavandería. Estaba pensando en la máquina en ese momento, y había llegado hasta el establo cuando la idea entró en mi mente: como el vapor era un cuerpo elástico, se precipitaría en un vacío, y, si se hacía una comunicación entre el cilindro y un vaso vacío, se precipitaría en él, y podría ser condensado allí sin enfriar el cilindro... No había llegado más allá de la Casa del Golf, cuando toda la cosa estaba organizada en mi mente.

Una cosa tan fácil de entender —no enfríe el vapor en el cilindro, enfríelo en algún otro lugar. Y mejoró tanto la eficiencia de la máquina que durante algunos años las únicas máquinas a vapor que cualquiera pensara instalar eran las de Watt y su socio financiero Boulton. Las máquinas Boulton-y-Watt monopolizaron el mercado. No se hizo ninguna mejora realmente significativa en su diseño posteriormente. O, para ser más exactos, las ‘mejoras’ posteriores reemplazaron la máquina a vapor por motores de un diseño muy diferente, movidos por carbón y petróleo. La máquina a vapor había evolucionado hasta la cima de su existencia, y lo que la desplazó fue, en efecto, una totalmente nueva clase de máquina.

Mirando hacia atrás, el tiempo de la máquina a vapor llegó alrededor del período de Savery, cuando la habilidad de hacer máquinas prácticas coincidió con una genuina necesidad de ellas en una industria que podía pagarlas y que lograría más ganancias como resultado. Añadir a eso una sensata mente de empresa, para notar la situación y explotarla, y un sentido de la publicidad para aumentar el dinero de los inversionistas y echar la idea a volar, y la máquina a vapor se fue como un... tren.

Irónicamente, antes de que la mayoría de las personas se dieran cuenta de que el tiempo de la máquina a vapor había llegado, se había ido otra vez, y al final sólo había un ganador. El resto de la competencia se quedó en el camino. Y es por eso que Watt recibe tanto crédito, y por qué, en última instancia, lo merece. Pero también se merece el crédito de sus sistemáticos experimentos cuantitativos, por su enfoque sobre la teoría detrás de la máquina a vapor, y por su desarrollo del concepto... no como su inventor.

Indudablemente no por mirar una tetera cuando era niño.

La historia de la introducción de la máquina a vapor Boulton-y-Watt es esencialmente evolutiva: sobrevivió el diseño más adecuado, los menos adecuados fueron reemplazados y desaparecieron del registro histórico. Lo cual nos lleva a Darwin, y a la selección natural. La era victoriana fue un ‘tiempo de la máquina a vapor’ para la evolución; Darwin fue sólo uno de los muchos que reconocían la mutabilidad de las especies. ¿Se merece el crédito que recibe? ¿Era, como Watt, la persona que llevó la teoría a su culminación? ¿O jugó un papel más innovador?

En la introducción de El Origen, Darwin menciona a varios de sus predecesores. De modo que indudablemente no estaba tratando de recibir el crédito por las ideas de otros. A menos que suscriba a la escuela de pensamiento algo maquiavélico donde dar crédito a otros es una habilidad furtiva de condenarlos con un apagado elogio. Un predecesor a quien no menciona es quizás el más interesante de todos —su propio abuelo, Erasmus Darwin. Quizás Charles sentía que Erasmus eran demasiado loco para mencionarlo, especialmente por ser un pariente.

Erasmus conoció a James Watt, y puede haberle ayudado a promocionar su máquina a vapor. Eran ambos miembros de la Lunar Society, una organización de tecnócratas de Birmingham. Otro era Josiah Wedgwood, tío de Darwin, abuelo de Jos y fundador de la famosa compañía de cerámicas. Los "Lunaticks" se reunían una vez al mes en época de luna llena —no por razones paganas o místicas, ni porque fueran todos lobizones, sino porque así podían ver su camino fácilmente cuando regresaban a casa después de beber y buen comer.

Erasmus, médico, también podía resultar una mano hábil con las máquinas, e inventó un nuevo mecanismo de dirección para carruajes, un molino de viento horizontal para moler los colorantes de Josiah, y una máquina que podía decir la Oración del Señor y los Diez Mandamientos. Cuando los tumultos de 1791 contra los ‘filósofos’ (científicos) y a favor de ‘Iglesia y Rey’ destrozaron la Lunar Society, Erasmus acababa de darle los últimos toques a un libro. Su título era Zoonomía, y trataba sobre la evolución.

Sin embargo no por el mecanismo de selección natural de Charles. Erasmus realmente no describió un mecanismo. Sólo dijo que los organismos podían cambiar. Toda vida vegetal y animal derivaba de ‘filamentos’ vivos, pensaba Erasmus. Tenían que poder cambiar, de otro modo todavía serían filamentos. Conocedor del Tiempo Profundo de Lyell, Erasmus argumentó que:

En grandes periodos de tiempo, desde que la tierra empezó a existir, quizás millones de eras antes del comienzo de la historia de la humanidad, sería demasiado audaz imaginar que los animales, todos esos animales de sangre caliente hayan surgido de un filamento vivo, al que la primera gran causa dotara con animalidad, con el poder de adquirir nuevas partes, acompañado con nuevas propensiones, dirigido por irritaciones, sensaciones, voliciones, y asociaciones; ¡y por lo tanto poseer la facultad de continuar mejorando por su propia actividad inherente, y entregando esas mejoras por generación a su posteridad, un mundo sin final! Si esto suena Lamarckiano, es porque lo fue. Jean-Baptiste Lamarck creía que las criaturas podían heredar las características adquiridas por sus antepasados —es decir, si un herrero adquiría enormes brazos musculosos por trabajar durante años en su forja, entonces sus niños heredarían brazos similares, sin tener que hacer todo ese trabajo duro. Hasta donde Erasmus imaginaba un mecanismo de herencia, era como el de Lamarck. Eso no le evitó tener algunas ideas importantes, no todas originales. En particular, veía a los humanos como descendientes superiores de los animales, no como una forma distinta de la creación. Su nieto sentía lo mismo, y fue por eso que tituló su posterior libro sobre la evolución humana La Ascendencia del Hombre. Todo muy correcto y científico. Pero Ridcully tiene razón. ‘Ascent’ habría tenido mejor impacto público.

Charles indudablemente leyó Zoonomía, durante las vacaciones después de su primer año en la Universidad de Edimburgo. Incluso escribió la palabra en la página inicial de su "Libreta B", El Origen de El Origen. De modo que las opiniones de su abuelo deben haber influido en él, pero probablemente sólo afirmando la posibilidad del cambio en las especies. La gran diferencia estaba en el propio origen, Charles estaba buscando un mecanismo. No quería señalar que las especies podían cambiar —quería saber cómo cambiaban. Y esto es lo que lo distingue de casi toda la competencia.

Ya hemos mencionado a su más serio competidor: Wallace. Darwin reconoce su descubrimiento conjunto en el segundo párrafo de la introducción de El Origen. Pero Darwin escribió un libro influyente y polémico, mientras que Wallace escribió un breve trabajo en una revista técnica. Darwin llevó la teoría mucho más lejos, reunió mucha más evidencia, y prestó más atención a las posibles objeciones.

Le puso a El Origen un prefacio, ‘Un Bosquejo Histórico’ de las opiniones del origen de las especies, y en particular de su mutabilidad. Una nota al pie de página menciona una notable declaración de Aristóteles, que preguntaba por qué ajustaban tan bien las diversas partes del cuerpo, de modo, por ejemplo, que los dientes de arriba y de abajo se encuentran perfectamente, en lugar de raspar unos contra otros. El antiguo filósofo griego anticipó la selección natural:

En todas partes, por lo tanto, todas las cosas juntas (las que son partes de un todo) ocurren como si fueran hechas por alguna razón, y son conservadas, habiendo sido apropiadamente constituidas por una espontaneidad interna; y cualquier cosa no constituida de esa manera, se deterioran, y todavía están deterioradas.

En otras palabras: si por el azar, o por algún proceso no-especificado los componentes llevaran a cabo alguna función útil, aparecerían en generaciones posteriores; pero si no, la criatura que los posee no sobreviviría.

Aristóteles habría rechazado de plano a Paley.

A continuación, Darwin enfrenta a Lamarck, cuyas opiniones datan de 1801. Lamarck sostenía que las especies podían descender de otras, mayormente porque los estudios en detalle muestran interminables y diminutas gradaciones dentro de una, de modo que los límites entre distintas especies son mucho más confusos que lo que pensamos habitualmente. Pero Darwin nota dos fallas. Una es la creencia de que las características adquiridas pueden ser heredadas —Darwin cita el ejemplo del largo cuello de las jirafas. La otra es que Lamarck creía en el ‘progreso’ —un ascenso en un sentido único hacia formas de organización más y más altas.

Sigue una larga serie de figuras menores. Entre ellas, uno digno de atención pero desconocido: Patrick Matthew. En 1831 publicó un libro sobre madera de barcos, en el que estableció el principio de selección natural en un apéndice. Los naturalistas no leyeron el libro, hasta que Matthew llamó la atención hacia su anticipación de la idea principal de Darwin en la Gardener's Chronicle en 1860.

Ahora Darwin presenta un precursor más conocido, el Vestigios de la Historia Natural de la Creación. Este libro fue publicado anónimamente en 1844 por Robert Chambers; está claro que también fue su autor. Las facultades de medicina de Edimburgo comprendían sin dudas que animales completamente diferentes tienen anatomías excepcionalmente similares, sugiriendo un origen común y por lo tanto la mutabilidad de las especies. Por ejemplo, la misma organización básica de huesos ocurre en la mano humana, la garra de un perro, el ala de un ave, y la aleta de una ballena. Si cada uno fuera una creación distinta, Dios debía haberse quedado sin ideas.

Chambers era mundano —jugaba al golf— y decidió poner al alcance del hombre común la opinión científica sobre la vida en la Tierra. Periodista nato, Chambers esbozó no sólo la historia de la vida, sino la del cosmos entero. Y llenó el libro con astutas referencias a ‘esos perros del clero’. El libro tenía una sensación trasnochada, y en cada edición sucesiva lentamente quitó varias metidas de pata que habían hecho a la primera edición muy vulnerable sobre fundamentos científicos. El clero vilipendiado agradecía a su Dios que el autor no hubiera empezado con una de las últimas ediciones.

Darwin, que respetaba a la iglesia, tenía que hacer referencia a Vestigios, pero también tenía que distanciarse de él. En todo caso, lo encontraba deplorablemente incompleto. En su ‘Bosquejo Histórico’, Darwin citó la décima ‘y muy mejorada’ edición, objetando que el autor anónimo de Vestigios no puede explicar la manera en que los organismos se adaptan a su ambiente o estilo de vida. Retoma el mismo punto en su introducción, sugiriendo que el autor anónimo presumiblemente diría que:

Después de cierta cantidad de generaciones desconocidas, alguna ave había dado a luz a un pájaro carpintero, y alguna planta al misseltoe {sic}, y que éstos habían sido producidos perfectos como los vemos ahora; pero me parece que esta suposición no es ninguna explicación, porque deja sin tocar ni explicar el caso de las co-adaptaciones de los seres orgánicos entre sí y a las condiciones físicas de la vida.

Siguen más pesos pesados, salpicados con figuras menores. El primer peso pesado es Richard Owen, que estaba convencido de que las especies podían cambiar, añadiendo que para un zoólogo la palabra ‘creación’ significa ‘un proceso que no conoce’. El siguiente es Wallace. Darwin reseña sus interacciones con ambos, con cierto detalle. También menciona a Herbert Spencer, que consideraba la reproducción de variedades domesticadas de animales como evidencia de que las especies podían cambiar en la naturaleza, sin intervención humana. Más tarde, Spencer se convirtió en un muy importante divulgador de las teorías de Darwin. Introdujo la memorable frase ‘la supervivencia del más adecuado’, que desafortunadamente ha causado más daño que bien a la causa de Darwin, promocionando una versión algo candorosa de la teoría.

Un nombre inesperado es el del Reverendo Baden Powell, cuyo trabajo de 1855, Ensayos Sobre la Armonía de los Mundos afirma que la introducción de nuevas especies es un proceso natural, no un milagro. También da crédito de la mutabilidad de las especies a Karl Ernst von Baer, Huxley, y Hooker.

Darwin estaba decidido a no olvidar a nadie con una afirmación legítima, y en total pone una lista de más de veinte personas que de diversas maneras anticiparon partes de esta teoría. Es absolutamente explícito en que no alega el crédito de la idea de que las especies pueden cambiar, que era moneda común en los círculos científicos —y, como muestra Baden Powell, más allá de ellos. Darwin no establece su derecho sobre la idea de la evolución, sino sobre la selección natural como mecanismo evolutivo.

De modo que... volvemos al punto de partida. ¿Una idea innovadora cambia el mundo, o un mundo cambiante genera la idea?

Sí.

Es complicidad. Ambas cosas ocurren —no una vez, sino una y otra vez, modificándose progresivamente una a la otra. Las innovaciones desvían el curso de la civilización humana. Las nuevas direcciones sociales alientan posteriores innovaciones. El mundo de las ideas humanas, y el mundo de las cosas, se modifican uno al otro recursivamente.

Eso es lo que le sucede a un planeta cuando evoluciona una especie que no es simplemente inteligente, sino lo que nos gusta llamar exteligente. Una que puede almacenar su capital cultural fuera de las mentes individuales. Lo cual permite que ese capital crezca prácticamente sin límites, y que sea accesible para casi todos en cualquier generación exitosa.

Las especies exteligentes toman las nuevas ideas y funcionan con ellas. Antes de que la tinta de El Origen se secara, los biólogos y legos ya estaban tratando de probar sus ideas, disparándoles, llevándolas más lejos. Si Darwin hubiera escrito La Ología, y si nadie más hubiera escrito algo como El Origen, entonces la exteligencia victoriana se habría debilitado, y quizás se hubiera necesitado más tiempo para que el mundo llegue.

Pero era el tiempo de la evolución. Alguien habría escrito tal libro, y pronto. Y en ese alternativo mundo de si, él o ella habrían recibido el crédito.

De modo que es justo darle el crédito a Darwin en este mundo. A pesar del tiempo de la máquina a vapor.