PRÓLOGO

La experiencia de la humanidad saca provecho de la historia, panteón de sus glorias y de sus triunfos, pues a la luz de la comparación crítica lucen, para enseñanza de las generaciones venideras, lecciones y ejemplos dignos de imitación, y a la vez saludables advertencias de memorables escarmientos. En él ocupan lugar privilegiado, a la par que demandan consideración privatísima, los anales de la nación romana, pueblo que congrega las tradiciones, enseñanza y elementos sociales de la Edad Antigua, para labrar un incomparable vestíbulo al edificio portentoso de los tiempos nuevos.

Le tocó a Grecia, representante del florecimiento del mundo antiguo, profetisa inspirada y precursora del pensamiento moderno, ser la educadora del espíritu humano para sus destinos superiores; a Roma, dejar enseñanzas imperecederas en los diferentes ramos de inmediata aplicación a la vida: reglas y normas indestructibles acerca de lo justo e injusto en las prescripciones del derecho, ejemplos de conducta para los pueblos grandes y poderosos en su política, y aun en las violencias y agitaciones de sus movimientos sociales, el espejo y correctivo de todo desorden. Ocupaciones fueron de la primera el arte, la ciencia, lo especulativo; de la segunda, la guerra, la reorganización, lo práctico: la una se movía en un espacio amplio y generalísimo, que se elevaba de la tierra al cielo; la otra lo hacía en el terreno de las aplicaciones prácticas que se arraigaban profundamente en la tierra. Grecia dejó obras que serán maestras de superior cultura individual; Roma, leyes que gobiernan y dirigen las sociedades.

Después del pueblo judío, pueblo jurista por excelencia, y de la promulgación de la Torá divina comunicada a Moisés, ningún pueblo ni ninguna ley han granjeado entre los hombres el influjo que el pueblo y las leyes romanas han conseguido, cuya extraordinaria difusión e influencia revelan, con claridad, que la historia se rige por principios verdaderamente providenciales.

En este sentido, no fue tan significativo que la capital del Imperio se trasladara a Grecia. En Bizancio se conservó la autoridad y prestigio de las leyes romanas, y, como si la religión del Mesías hubiese venido para consagrar el destino jurídico de Roma, la antigua ciudad de los decenviros, fuerte con el nuevo prestigio de las leyes divinas, detuvo la invasión de los hunos, convirtió a los francos, educó a los godos y a los longobardos, e hizo de los hijos sombríos de las selvas los miembros predilectos de la familia humana. La conquista y culturización del mundo septentrional, empresa que no lograron nunca realizar los emperadores romanos, fue obra de los nuevos emperadores de Occidente auxiliados por los pontífices de Roma, quienes no tardaron en ver difundida su fe y reconocida su autoridad, allí donde los guerreros de Herrman (Arminio) habían derrotado a los soldados de Varo. El Renacimiento fue una obra común a la que contribuyeron los pueblos del Mediodía y los del Norte, y fue en las regiones septentrionales donde continuó por más tiempo y donde las ideas rectoras experimentaron una verdadera evolución.

Durante los siglos XIV, XV y XVI la ambición de los humanistas se cifraba en recoger textos de historiadores y de filósofos, de poetas, oradores y gramáticos. Sus narraciones, noticias y ejemplos eran mirados con veneración y consideración casi religiosa.

A fines del siglo XVII, fortalecida Europa con las libertades concedidas en la Paz de Westfalia, se comenzó a ejercer el espíritu crítico con gran desenfado en todas las esferas de la vida, incluidas la filosofía y la historia. Entonces brilló Perizonio, quien, al comparar diferentes pasajes de los autores clásicos relativos a los primeros tiempos de Roma, concluyó que existían importantes diferencias entre ellos. Señaló, por ejemplo, que los que llaman Rea a la madre de Rómulo y Remo la presentan como hija del rey Albano, mientras que los que la denominan Ilia le dan por padre a Eneas, príncipe de Troya. Doce años después, Bayle reproducía una crítica análoga siguiendo la corriente de sus propias aficiones más que el ejemplo de Perizonio, cuya obra le era probablemente desconocida. Oscureció, con todo, aquellas primeras investigaciones originales la obra de Beaufort, discípulo y admirador de Bayle, quien logró hacer populares en el siglo pasado ideas sobre el conjunto de la historia romana que parecían inspiradas por un escepticismo desconsolador e invencible.

Sin embargo, faltaba a todos estos ensayos el pertrecho de un buen fundamento filológico, ya que, al desdeñar la tradición de los antiguos historiadores, habían caído a menudo en peligrosos océanos de conjeturas vanas y de hipótesis absurdas.

El primero en presentar sus estudios sobre bases algo firmes fue el italiano Vico, quien prestó un importante servicio al poner la filología al provecho de la crítica. Sus trabajos, sin embargo, ejercieron poca influencia, y permanecieron en la oscuridad por mucho tiempo. Sus etimologías infantiles, aunque ingeniosas, y fundadas en la lexicografía latina[1], olvidados monumentos y noticias, se movían aún en un círculo demasiado estrecho.

La empresa de escribir una historia verdaderamente crítica de Roma, basándose sobre todo en los recursos de la erudición, solo podía lograr madurez en el tiempo presente, que parece representar, al reconocer las tradiciones, ideas y monumentos de los pueblos, lo que significaron los siglos XV y XVI en todas las costas y territorios habitados.

Durante el primer tercio de este siglo, apenas se vio Prusia libre del cuidado de la guerra con los franceses, se dedicó al fomento de sus universidades aspirando a ejercer un fuerte ascendente sobre el resto de Alemania por los méritos de su cultura. Esto, intentado desde el tiempo del gran Federico, en aquella ocasión parecía estar legitimado por los servicios prestados a la patria común de los alemanes en la defensa de su independencia.

Entonces se produjo un renacimiento de gran importancia en los estudios clásicos, acaudillado en buena parte por Niebuhr, el distinguido viajero que había pasado mucho tiempo en Italia estudiando sus monumentos e inscripciones epigráficas, y a quien el monarca prusiano había encomendado la publicación de las obras históricas de los escritores bizantinos.

En las lecciones dadas por este maestro en Bonna no se destruye la tradición romana para fingirla o sustituirla de cualquier modo. Por el contrario, al acopiar materiales riquísimos de la industria, del arte, de la epigrafía, y en particular al realizar una erudita comparación de los textos latinos entre sí, y del testimonio de los escritores griegos, se ven surgir de entre ellos los resplandores de una nueva historia legitimada por los monumentos, aunque anteriormente no adivinada.

Partiendo de procederes filológicos fundados en el conocimiento de la lengua griega, nos mostrará que los sabelios, los samnitas y los sabinos son etimológicamente el mismo pueblo; que la manera de prenombre de Silvia, madre de los gemelos que según la tradición fundaron Roma, no es Rhea, sino rea, apelativo que denota haber faltado a sus deberes; que Rómulo y Remo son nombres inventados a partir de los de dos poblaciones vecinas y heredados de una tradición anterior que los suponía fundadores de ellas, y que la narración, en fin, de sus hazañas solo descansa en antiguos himnos nacionales que, según Dionisio de Halicarnaso, cantaban los romanos todavía en su tiempo. Dedicado a utilizar todos los elementos que le prestaba la erudición coetánea, buscó en las antiguas leyes romanas, en las obras de Cicerón y en las de los gramáticos, y hasta en las Metamorfosis de Ovidio, los medios para dar solidez a la fábrica levantada por la energía de su espíritu.

Ocurría esto antes de terminar el primer tercio de la presente centuria[2]. El genio del orientalismo había comenzado a lucir; se vislumbraban antiguas relaciones y se reconocían semejanzas entre el persa, el indio y las lenguas clásicas; pero se desconocían aún los grados de estas afinidades y de sus diferencias, y el estado de los conocimientos acerca de sus tradiciones históricas y religiosas no permitía ir mucho más allá en la afirmación de sus analogías. Mas cuando, merced a los trabajos de Franck y de Bopp, pudo determinarse la filiación y parentesco de los diferentes miembros de la familia indoeuropea, y aun señalarse el camino de sus peregrinaciones prehistóricas, el trabajo de Niebuhr, llevado a cabo preferentemente con los recursos de la erudición clásica, ya no logró satisfacer cumplidamente las esperanzas de los aficionados a los frutos de las nuevas investigaciones históricas.

Se sucedían, entre tanto, trabajos y monografías curiosísimas sobre los antiguos dialectos de Italia, sus tradiciones y sus antigüedades, y el público vacilaba entre la sencillez de las narraciones de Tito Livio y el edificio labrado por una crítica defectuosa, conmovido y asombrado ante cada nuevo descubrimiento.

Tal era el estado de los estudios romanos cuando en el año de 1856 vio la luz el primer tomo de la Historia de Roma, escrita por el doctor Theodor Mommsen. La edad del autor rozaba apenas los treinta años; pero la universalidad de sus conocimientos, su laboriosidad y la especialización de sus investigaciones en el derecho romano y en todo linaje de antigüedades clásicas le habían granjeado un renombre europeo. Profesor sucesivamente en las universidades de Leipzig, Zurich y Breslau, había compartido las tareas de la enseñanza con la preparación y publicación de obras de mérito reconocido.

Ya antes de su promoción al magisterio, había escrito dos interesantes monografías, que todavía se leen con provecho; el opúsculo De Collegiis et Sodalitiis Romanorum, impreso en Kiel, 1847, y la erudita memoria Las tribus romanas bajo el respecto de la administración, Altona, 1844. En Leipzig publicó, en 1850, el Estudio sobre los dialectos de la Italia Baja, y más adelante, en 1851, el Corpus Inscriptionum Neapolitanarum. Durante su permanencia en Zurich, en 1854, publicó las Inscriptiones Confederationis Helveticæ Latinæ.

Casi a la par que inauguraba su enseñanza en Breslau, publicaba en esta ciudad el principio de la presente obra, que señala un hito y es una piedra fundamental en los estudios del romanismo.

«Por lo que toca a su composición —observa discretamente M. Alexandre— y en particular al tratado de los Orígenes, es menester adelantar algunas advertencias. Es la primera que ciertos asuntos, como los más antiguos progresos de Roma hasta la expulsión de los reyes, la reforma de Servio, la constitución consular y las luchas del tribunado de la plebe, no se ajustan bien a las condiciones de una narración seguida; siendo necesario presentar un cuadro abreviado, según las proporciones de un marco reducido, más bien que desarrollar un lienzo donde se hallase expuesta con mucha amplitud la serie de los anales primitivos de Roma. Porque cualquiera que sea la opinión sustentada por otros críticos, se comprende la necesidad de la historia sin personajes, y de reproducir los acontecimientos de importancia en la historia de Roma, sin el retrato de los hombres que han intervenido en ellos. Preferir otro método es precipitarse desde luego en la tradición fabulosa y legendaria, intentar volver a Tito Livio para demandarle la magia del colorido de su frase, las galas de su estilo y las encantadoras ilusiones de su patriotismo romano. No podía vacilar Mommsen, quien, lejos de pretender colocar sobre mejores o peores pedestales las estatuas rotas o perdidas pertenecientes a los héroes de la leyenda, ha dispuesto sencillamente y dividido en orden metódico, según las épocas y por capítulos, tanto los resultados obtenidos por sus predecesores, como los conquistados por investigación propia. Emigraciones venidas del Oriente, principios de Roma, organización poderosa y exclusiva de la ciudad, conquistas sobre los latinos, los etruscos y los samnitas, civilización de Etruria y de la Magna Grecia, marina toscana y cartaginesa, derecho, religión, agricultura, industria, comercio, artes, matemáticas y literatura propiamente dicha, como corona de todo: tales son los objetos que el historiador recorre y en cierto modo agota. A partir de la fecha de la guerra con los galos y de la invasión de Pirro en Italia, comienza la verdadera narración histórica. Entonces vienen las guerras púnicas y la rápida conquista del mundo occidental por las armas de Roma, período en que los personajes viven y se muestran, la narración se anima y enriquece con brillantes colores; se suceden los retratos y cuadros de vivo colorido, subiendo de punto el interés político e histórico.»[3]

Pasando a la exposición de doctrinas y opiniones particulares, Mommsen se rebela contra la costumbre establecida de elevar a Grecia a expensas de Roma. Una y otra, a su juicio, tienen méritos semejantes y en cierto modo equivalentes, y se explica el sentido humano que se anticipa en la civilización de los griegos por su mayor contacto con el Oriente. Relacionados los italianos y los helenos desde tiempos antiquísimos, conservan el recuerdo de su antigua unidad en la familia indogermánica en numerosas palabras que refieren a instrumentos y artefactos, idénticas en su formación, las cuales indican claramente que la separación de ambos pueblos y aun su emigración del Oriente es posterior a los primeros progresos de la agricultura[4].

También testifican esta unidad importantes institutos de la vida doméstica, la organización de la familia, la monogamia y la autoridad de la madre de familia. Ni es ciertamente el azar, discurre profundamente Mommsen[5], el que crea esas figuras divinas tan iguales de Júpiter (Zeus, Jovis) y Vesta (Hestia, Vesta), ni quien produce la noción común del lugar sagrado (templum, τέμε νoς) de los sacrificios y de las ceremonias pertenecientes a ambos cultos.

Con todo, se desconoce la fecha exacta de la separación, y, no sin grandes esfuerzos, luego de estudiar los monumentos y tradiciones llegados hasta nosotros se distinguen en la península itálica dos capas de pueblos, que corresponden a emigraciones sucesivas: la de los latinos, cuya frontera septentrional es el Tíber y cuya venida a Italia hubo de verificarse en tiempos prehistóricos, y otra más moderna, constituida principalmente por los marsos, los volscos y los samnitas.

En los albores de la historia aparece el Latium como una serie de campiñas (agri lati) repartidas en la llanura, formando distritos o solares de familias (gens), denominados vicos[6]. La aglomeración de estos distritos formaba las villas, cuya unión y federación constituía la civitas y el populus. Servía de centro un punto elevado y fuerte, el Capitolium, lugar de reunión para las fiestas religiosas, los contratos y las diversiones públicas. A la cabeza de las ciudades confederadas, como la más importante y a quien se había reconocido primacía y superioridad entre todas, se hallaba Alba, cuyo fortificado capitolio, situado sobre una montaña, era el baluarte de la Federación Latina. La confederación tenía sus celebraciones anuales (latinæ feriæ), en las cuales los latinos reunidos inmolaban un toro al Júpiter lacial. Por mucho tiempo, además de las celebraciones religiosas, que reunían a la multitud sobre el monte Albano, hubo también deliberaciones de interés público, como los consejos de los representantes de las diversas ciudades, que se llevaban a cabo cerca de la fuente Ferentina.

No parece, por otra parte, que se haya libertado Roma de la ley histórica que rige la fundación de las demás ciudades del Lacio. Familias, gentes que se reúnen en la tribu, vicos que se aglomeran en la villa, tribus y villas que se confederan y eligen una ciudadela o fortificación común; es decir, lo que había dado nacimiento a la generalidad de las ciudades latinas dio origen también a la ciudad de los cónsules y de los emperadores. Señaló su principio, sin embargo, una particular diferencia, fecunda en leyendas y tradiciones singularísimas, que fue la distinta procedencia de las tres villas que se asentaban primitivamente cerca de la desembocadura del Tíber. La división administrativa de la antigua Roma en tres posiciones de ciudadanos romanos, ramnenses, ticios y lucerios, que constituían cada cual un tercio de la población, o sea una tribu, y la religiosa, integrada por los sacerdotes y los individuos de los colegios, cuyo conjunto ofrecía la mayoría de las veces un número divisible por tres, hacen presumir que la primitiva Roma se fundó como la antigua Atenas, por una especie de sinecismo o unión de antiguas villas o ciudades más pequeñas. En este sentido, antes de que los muros de la ciudad fueran labrados, ocupaban sus colinas tres villas o barrios pertenecientes a la misma raza, aunque a diferente familia y linaje, la de los lucerios, los ramnenses y los ticios. A juicio de Mommsen, la población de los ramnenses prevaleció hasta en el nombre en los destinos de la antigua Roma; los lucerios (etruscos, según un texto de A. Victor) acrecentaron el elemento latino y los ticios enriquecieron la ciudad con los ritos de la Sabinia.

Constituida Roma de esta suerte, dos objetos parecen haber solicitado en primer término la atención de sus moradores: la posesión del puerto de Fidenes que ocupaban los etruscos a la orilla izquierda del Tíber y la lucha con los otros pueblos (civitates) o federaciones que aspiraban a absorber en su seno. La leyenda de los Horacios y Curiacios, autorizada por la tradición, no simbolizaba únicamente el triunfo de una de las ciudades rivales, sino también la contienda sobre el centro de la Federación Latina, que quedó fijado, de ahí en adelante, en la ciudad de las tribus. Cuando cayó Alba, la frontera de Roma se extendió rápidamente por el este, pero todavía Fidenes, situada a dos leguas de la ciudad, se resistió durante algún tiempo, apoyada por la confederación etrusca. Esto lleva al autor a hablar detenidamente de la Etruria, de sus orígenes, su constitución y sus relaciones con fenicios y griegos, del poder marítimo de los etruscos y los cartagineses, de la inmigración y colonización griega. Para completar el cuadro de la Italia primitiva, expone particularmente la religión, agricultura, industria y comercio de los pueblos que ocupaban la península, y los relaciona con iguales elementos de la civilización griega, para finalmente comprobar y a veces refutar explicaciones y principios adelantados por la filosofía de la historia. Bajo este concepto, merecen consideración especialísima las siguientes frases, con que distingue la religión de los romanos de la de los pueblos de la Hélade. «Entre los griegos —dice— los mitos sencillos de la antigüedad primitiva revistieron muy temprano un cuerpo de carne y hueso; sus nociones de la divinidad se convirtieron en elementos de las artes plásticas y poéticas, y alcanzaron rápidamente la universalidad aquellas facultades de expansión que, con ser patrimonio verdadero de la naturaleza humana, se muestran, al propio tiempo, como la virtud innata de toda religión terrestre. De esta manera, las visiones más sencillas en el orden de las cosas naturales fueron engrandeciéndose y universalizándose; las puras nociones morales se profundizaron y convirtieron en humanitarias, y, durante muchos siglos, abarcó sin trabajo la religión helénica todos los dogmas físicos y metafísicos, y todas las conquistas de la nación en el dominio ideal. A medida de sus progresos, iba creciendo en profundidad y en extensión, hasta que llegó el día en que se rompió el vaso, por las crecientes efusiones de la imaginación libre y de la filosofía especulativa. En el Lacio, por el contrario, la encarnación de los dioses fue tan sencilla y transparente que no pudieron los poetas hallar en ella materia para sus producciones. La religión era allí extraña y hasta enemiga del arte. Como la divinidad no era para el romano sino la noción espiritualizada o abstracta de un fenómeno terrestre, tenía en este mismo fenómeno imagen oportuna y santuario. Los muros y los ídolos hechos por el hombre hubieran aprisionado y oscurecido, a los ojos de los primitivos latinos, el dogma ideal del Dios. Por esto, en el culto primitivo de los romanos no encontramos estatuas ni templos. Y si es verdad que los latinos, a imitación de los griegos, erigieron desde muy antiguo a sus dioses ídolos y pequeños santuarios (ædicula), fue esta una innovación enteramente contraria a las leyes sagradas de Numa.»[7]

El autor, sin embargo, no aparece todavía satisfecho de su obra, que ha procurado completar posteriormente con una serie de concienzudas investigaciones, cuyos frutos se muestran en las Inscriptiones latinæ anti-quisimæ ad C. Cæsaris mortem, Berlín, 1863, y ha comenzado a aplicarse a mejorar las últimas ediciones de la Historia de Roma. En particular, desconfía del éxito de sus estudios de los pueblos de tradición latina, pues le parece expuesta con poca lucidez y con cierta aridez desagradable la materia de los orígenes, siendo de opinión de que la verdadera obra histórica comienza con las guerras entre romanos y cartagineses. La crítica ha formulado ya su opinión algo distinta sobre este asunto, acerca del cual es de esperar que muestren nuevos datos e informes para el fallo definitivo los estudiosos que aprovechen en lo venidero la difusión ofrecida al conocimiento del libro por esta traducción castellana.

FRANCISCO FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ