V
INSTITUCIONES PRIMITIVAS DE ROMA
LA CASA ROMANA
El padre y la madre, los hijos y las hijas, el dominio agrícola y la habitación de la familia, los sirvientes y el mobiliario doméstico son en todas partes, excepto en los países en que la poligamia hace desaparecer a la madre, los elementos naturales y esenciales de la unidad económica. La diversidad que se nota entre los pueblos dotados del genio de la civilización está sujeta, ante todo, al desarrollo de estas instituciones; los unos tienen de ello un sentido más profundo, costumbres y leyes más características y determinadas que los otros. Ningún pueblo ha igualado a los romanos en el rigor inexorable de sus instituciones de derecho natural.
EL PADRE Y SU FAMILIA
La familia se compone del hombre libre a quien la muerte de su padre ha hecho dueño de sus derechos; de su esposa, a quien el sacerdote lo ha unido en la comunidad del fuego y del agua mediante el rito sagrado de la torta (confarreatio) de sus hijos; de los hijos de estos con sus mujeres legítimas; de sus hijas no casadas y de las hijas de sus hijos, con todos los bienes que cada uno posee. Tal es en Roma la unidad doméstica, base del orden social. Se excluyen de esta los hijos de la hija, cuando ha pasado mediante el matrimonio a la casa de otro hombre, o cuando, procreados fuera de legítimo matrimonio, no pertenecen a ninguna familia. Poseer una casa e hijos, he aquí el fin y la esencia de la vida para un ciudadano romano. La muerte no es un mal, puesto que es necesaria; pero es una verdadera desgracia que acabe la casa con la descendencia. Por esto se buscará impedirlo a toda costa desde los primeros tiempos, dando al hombre que no tenga hijos el medio de ir solemnemente a buscarlos en el seno de una familia extraña y hacerlos suyos en presencia del pueblo. Constituida de este modo la familia romana, llevaba consigo, gracias a la poderosa subordinación moral de todos sus miembros, los gérmenes de una civilización fecunda para el porvenir. Solo un hombre puede ser su jefe; la mujer puede también adquirir y poseer bienes; la hija tiene en la herencia una parte igual a la de su hermano; la madre hereda lo mismo que los hijos. Pero esta mujer no deja de pertenecer a la casa; no pertenece a la ciudad y en la casa tiene siempre un dueño: el padre, cuando es hija; el marido, cuando es esposa[45]; su más próximo pariente varón, cuando no tiene padre ni está casada. Estos, y no el príncipe, son los que tienen sobre ella el derecho de justicia.
Pero en la casa, lejos de ser esclava, es dueña. Según la costumbre romana, la tarea impuesta a los criados de la casa era moler el grano y desempeñar los trabajos de la cocina. La madre de familia ejercía en esto una alta vigilancia y además tenía el huso, que para ella era lo que el arado en las manos del marido[46].
Los deberes morales de los padres para con sus hijos estaban profundamente grabados en el corazón del romano. Era un crimen a sus ojos abandonar a un hijo, consentirlo o disipar el bien patrimonial en perjuicio suyo. Por otra parte, el padre dirige y conduce la familia (pater familias) según la ley de su voluntad suprema. Ante él no tienen absolutamente ningún derecho los que viven en la casa: el buey, lo mismo que el esclavo; la mujer, lo mismo que el hijo. La doncella, que se casa por la libre elección del esposo, ha dejado de ser libre, y el hijo que ella le da, y que se trata de educar, no tiene tampoco libre albedrío. No se crea que esta ley haya tenido su origen en la falta de todo cuidado hacia la familia: los romanos creían, por el contrario, firmemente que era un deber y una necesidad social fundar una casa y procrear hijos. No encontramos quizás en Roma más que un solo y único ejemplo de intromisión del poder público en las cosas de las familias, y fue al mismo tiempo un acto de beneficencia. Hablamos del socorro que se daba al padre que tenía tres mellizos. La exposición de los recién nacidos daba lugar a una ley característica; estaba prohibida con relación al hijo, salvo en caso de deformidad, y para la hija mayor. Salvo estas restricciones, por censurable o perjudicial que fuese para la sociedad semejante acto, el padre tenía derecho de consumarlo; era y debía ser siempre dueño absoluto en su casa. Tenía a los suyos sujetos a la regla de una severa disciplina; tenía el derecho y el deber de ejercer la justicia entre ellos, y hasta imponía, si lo creía conveniente, la pena capital. Cuando el hijo ha llegado a la edad adulta, funda un patrimonio distinto o, para valerme de la expresión de los romanos, recibe de su padre un rebaño (peculium) propio. Importa poco en realidad. En estricto derecho, todo lo que gana por sí mismo o por los suyos, ya lo deba a su trabajo o a liberalidades ajenas, lo gane en su casa propia o en la paterna, pertenece ante todo al padre de familia. Mientras que este vive, ninguno de sus subordinados puede ser propietario de lo que posee; ninguno puede enajenar ni heredar sin su consentimiento. Desde este punto de vista, la mujer y el hijo están en el mismo caso que el esclavo, al que muchas veces se permite tener un peculio y hasta enajenarlo. El padre puede además hacer con su hijo lo que con un esclavo, cuya propiedad transfiere muchas veces a un tercero. Si el comprador es un extranjero, el hijo se convierte en su esclavo; si es cedido a un romano, como él también lo es y no puede hacerse esclavo a un ciudadano, tiene solamente el lugar de un esclavo respecto de su comprador. Como se ve, el poder paternal y marital del padre de familia era absoluto. La ley no lo limita. La religión ha podido muchas veces maldecir sus excesos, y así como se había restringido el derecho de exposición, así también se excomulgaba al padre cuando vendía a su mujer o a su hijo casado. Por último, quiso la ley que en el ejercicio de su poder de justicia doméstica el padre no pudiese, y sobre todo el marido, disponer de la suerte de los hijos y de la mujer sin haber convocado antes a sus parientes próximos en el primer caso, y además a los de la mujer en el segundo. Sin embargo, su poder no disminuía por esto. Solo a los dioses, y no a la justicia humana, pertenecía la ejecución de la sentencia de excomunión en que hubiera podido incurrir. Los agnados, llamados para el juicio doméstico, no juzgaban en realidad, puesto que no hacían más que dar su parecer. Así como era inmenso e irresponsable ante los hombres, así era también inmutable e inatacable el poder del padre de familia mientras este vivía. En el derecho griego y en el germánico, en el momento en que el hijo llega a la edad adulta y su fuerza física le da la independencia, la ley le da también la libertad. Entre los romanos, por el contrario, ni la edad del padre ni las enfermedades mentales, ni aun su voluntad expresa podían emancipar su familia. La hija no sale de su dependencia hasta que pasa por las justas nupcias bajo la mano de su marido; entonces deja la familia y los penates paternos, para entrar en la del marido; bajo la protección de sus dioses domésticos queda sujeta a este, como antes lo estaba a su padre. La ley permite más fácilmente la emancipación del esclavo que la del hijo. Desde tiempos remotos el esclavo adquiría la libertad mediante las más sencillas formalidades; mientras que la emancipación del hijo solo ha podido verificarse más tarde y con muchos rodeos e inconvenientes.
Si el padre ha vendido a la vez a su hijo y a su esclavo y el comprador los ha emancipado, el esclavo queda libre; el hijo vuelve al poder paterno. El poder paternal y el conyugal, organizados como estaban en Roma con todos los atributos y consecuencias de una lógica inexorable, constituían un verdadero derecho de propiedad. Pero si la mujer y el hijo eran, como se ve, una cosa del padre, si bajo esta relación eran considerados como el esclavo y como el ganado, bajo otras estaban muy lejos de confundirse con el patrimonio: su posición estaba perfectamente determinada de hecho y de derecho. El poder del padre de familia solo se ejerce en el interior de la casa; es vitalicio y es una función personal en cierto modo. La mujer y el hijo no sirven solo para el placer del padre, como la propiedad para el placer del propietario, como el súbdito para el príncipe en el reino absoluto. Son además cosas jurídicas; mejor dicho, tienen derechos activos, son personas. Estos derechos activos no pueden sin duda ejercitarlos, porque la familia es una y necesita de un poder único que la gobierne. Pero en cuanto ocurre la muerte del jefe, los hijos se convierten a su vez en padres de familia, y tienen desde este momento sobre sus mujeres, sus hijos y sus bienes el mismo poder al cual hasta hace poco estaban sometidos. Para los esclavos, por el contrario, nada ha cambiado; continúan siéndolo como antes.
FAMILIAS Y RAZAS (GENTES)
Tal era, por otra parte, la fuerza de la unidad de la familia que no desaparece ni con la muerte de su jefe. Aunque libres, sus descendientes continúan la antigua unidad en muchos aspectos: para el arreglo de los derechos de sucesión y otros, y sobre todo en lo tocante a la suerte de la viuda y de las hijas solteras. Como según las ideas de los antiguos romanos la mujer es incapaz de ejercer poder sobre otro ni sobre sí misma, es muy necesario que este poder o, hablando en términos menos rigurosos, esta tutela (tutela) sea dada a la casa a la que pertenece la mujer. Por consiguiente, en vez de ser ejercido por el padre de familia difunto, lo es por todos los hombres miembros de la familia y por los más próximos agnados: por el hijo sobre la madre, por los hermanos sobre la hermana. De este modo continúa la familia hasta la extinción de la descendencia masculina de su fundador. Sin embargo, al cabo de muchas generaciones el lazo que la unía debía aflojarse, debía desaparecer la prueba de su origen común. Tales son las bases de la familia romana, que se divide en familia propiamente dicha y en raza o gens; en la primera están comprendidos los agnados (adnati); en la otra, los gentiles (gentiles). Unos y otros se remontan a la fuente masculina común; pero mientras que la familia solo comprende a los individuos que pueden comprobar el grado de su descendencia, la gens comprende además a aquellos que, aun procediendo del mismo antepasado, no pueden enumerar los abuelos intermedios, ni determinar su grado de parentesco con estos. Los romanos expresaban claramente estas distinciones diciendo: «Marcus, hijos de Marcus, nietos de Marcus, etc.». Los Marcianos, he aquí la familia; esta continúa mientras pueden los ascendientes ser individualmente designados con el nombre común. Concluye y se completa con la raza o gens, que también se remonta al primer abuelo de quien los descendientes han heredado el nombre de hijos de Marco.
CLIENTELA
Concentrada de este modo alrededor de un jefe mientras este vive, o formando una especie de manojo todas las diversas casas procedentes de la del abuelo común, la familia o la gens se extiende además sobre otras personas. No comprendemos entre estas a los huéspedes (hospites), porque, como miembros de otra comunidad, no se establecen bajo el techo en donde han sido acogidos. Tampoco contamos a los esclavos, porque forman parte del patrimonio y no son en realidad miembros de la familia. Pero sí debemos agregar a esta la clientela (clientes, los clientes, de cluere), es decir, todos aquellos que, no teniendo derecho de ciudad, solo gozan en Roma de una libertad templada por el protectorado de un ciudadano padre de familia. Los clientes son tránsfugas procedentes del extranjero, recibidos por un romano que les presta su apoyo y asistencia, o antiguos esclavos en cuyo favor el dueño ha abdicado sus derechos y les ha concedido la libertad material. La situación legal del cliente no se parece en nada a la del huésped ni a la del esclavo; ni es un ingenuo (ingenuus) o libre, aunque, a falta de la plena libertad, puede gozar de las franquicias que le dejaban la costumbre y la buena fe del jefe de la casa. Como el esclavo, forma parte de la servidumbre doméstica y obedece a la voluntad del patrono (patronus), derivado de la misma raíz que patricius. Este, en fin, puede disponer de su fortuna y en ciertos casos reducirlo al estado de esclavitud y ejercer sobre él un derecho de vida y muerte. Si no está como el esclavo sujeto a todos los rigores de la ley doméstica, es solo una simple tolerancia de hecho el motivo de este mejoramiento de su suerte. Por último, el patrono debe la solicitud de un padre a todos los suyos, esclavos o clientes, y representa y protege de una manera especial los intereses de estos últimos. Al cabo de cierto número de generaciones, su libertad de hecho se aproxima poco a poco a la libertad de derecho; cuando han muerto el emancipante y el emancipado, sería una impiedad que los sucesores del primero quisieran ejercer sus derechos de patronato sobre los descendientes del segundo. Así se va lentamente aflojando el lazo que une a la casa a hombres a la vez libres e independientes; forman una clase intermedia pero perfectamente determinada, entre los esclavos y los gentiles o cognados, iguales en derechos al nuevo padre de familia.
LA CIUDAD ROMANA
En Roma, la familia era en el fondo y en la forma la base del Estado. La sociedad se componía de la reunión de las antiguas asociaciones familiares, Romilios, Boltinios, Fabios, etc., que, allí como en todas partes, se reunieron en una gran comunidad. El territorio romano se compone del conjunto de dominios particulares. Todo miembro de cualquiera de estas familias es ciudadano romano y el matrimonio contraído con arreglo a las formas convenidas en el circuito de la ciudad es un matrimonio justo; los hijos que de él procedan serán también ciudadanos. Así los ciudadanos romanos se llaman enfáticamente padres, patricios o hijos de padres (patres, patricii); solo ellos tienen un padre, según el sentido riguroso del derecho político, y solo ellos son padres o pueden serlo. Las gentes, con todas las familias que comprenden, están incorporadas al Estado. En su constitución interior, las casas y las familias continúan siendo lo que eran antes; pero respecto de la ciudad, su ley no es la misma: dentro de la casa, el hijo de familia está supeditado al padre; fuera, es igual a él; tiene sus derechos y sus deberes políticos. Del mismo modo se ha alterado también por la fuerza de las cosas la condición de los individuos que están bajo el protectorado de un patricio. Los clientes y los emancipados solo son admitidos en la ciudad por razón de su patrono, y, aun cuando permanecen bajo la dependencia de la familia a la que están sujetos, no son completamente excluidos de la participación en las ceremonias del culto ni en las fiestas populares. No pueden aspirar a los derechos civiles y políticos pero tampoco tienen que soportar las cargas que solo pesan sobre los ciudadanos. Lo mismo sucede, y con mayor razón, respecto de los clientes de toda la ciudad. Así, pues, el Estado encierra, lo mismo que la casa, dos elementos distintos: los ingenuos, que pertenecen a sí mismos, y los que pertenecen a otros; los ciudadanos y los que solo participan del incolato.
EL REY
Como el Estado se funda en la familia, ha adoptado las formas de esta en el conjunto y en los detalles. La naturaleza ha dado como jefe de la familia al padre, de quien procede, y sin el cual no existiría o dejaría de existir de inmediato. Pero en la comunidad política, que no debe morir, no existe ningún jefe según la ley de la naturaleza. La asociación romana se había formado por el concurso de aldeanos, todos libres, todos iguales, sin nobleza instituida de derecho divino. Necesitaba, por tanto, uno que la dirigiese (rex), que le dictase sus órdenes (dictator), un maestro del pueblo (magister populi); y lo eligió de su seno para que fuese, en el interior, el jefe de la gran familia política. Mucho después se verán al lado de la morada, o en la morada misma de este jefe, el fuego sagrado de la ciudad siempre encendido, los almacenes del Estado, la Vesta y los penates romanos[47], símbolos venerados de la suprema unidad doméstica de la ciudad de Roma. El poder real comenzó por una elección; pero, desde el momento en que el rey convocó a la asamblea de los hombres libres capaces de manejar las armas, y ellos le prometieron formalmente obediencia, se la debían fiel y completamente. Representaba en el Estado el poder del padre de familia en su casa y duraba también toda su vida. Se ponía en relación con los dioses de la ciudad; los interrogaba y les daba satisfacciones (auspicia pública): nombraba a los sacerdotes y las sacerdotisas. Los tratados que celebraba con el extranjero en nombre de la ciudad obligaban al pueblo, aunque, en un principio, no era obligatorio para ningún miembro de la asociación romana tener contrato alguno con cualquiera que no fuese romano. Tenía el mando (imperium) en tiempo de paz lo mismo que en tiempo de guerra, y, cuando marchaba oficialmente, lo precedían sus alguaciles o lictores (lictores, de licere), citar con el hacha y las varas. Solo él tenía derecho de hablar en público a los ciudadanos y conservaba en su poder las llaves del tesoro, que solo él podía abrir. Juzgaba y castigaba como el padre de familia e imponía penas de policía; condenaba a ser apaleados, por ejemplo, a los que contravenían el servicio militar. Conocía en las causas privadas y criminales; condenaba a muerte y a la pérdida de la libertad, ya fuera adjudicando un ciudadano a otro como esclavo, u ordenando su venta y su esclavitud en el extranjero. Se podía, sin embargo, apelar al pueblo (provocatio) después de pronunciada la sentencia capital, pero el rey, que tenía la misión de conceder este recurso, no estaba obligado a ello. Convocaba al pueblo para la guerra y mandaba el ejército, y, en caso de incendio, debía acudir en persona al lugar del siniestro. Como todo padre de familia, que no solamente era el más poderoso sino el único que tenía poder en su casa, el rey era a la vez el primer y único órgano del poder del Estado. Constituía y organizaba en colegios especiales a los hombres que conocían en los asuntos de religión y en las instituciones públicas para poder pedir su consejo; mientras que, para facilitar el ejercicio de su poder, confería a otros atribuciones diversas, tales como transmitir las comunicaciones al Senado, ciertos mandos en la guerra, el conocimiento en los procesos de poca importancia y la averiguación de los crímenes. Cuando se ausentaba del territorio, por ejemplo, confiaba todos sus poderes administrativos a otra persona, que hacía las veces de prefecto de la ciudad (prefectus urbi), encargado de sustituirlo. Todas estas funciones emanaban del poder real: los funcionarios eran tales solo por el rey y continuaban siéndolo solamente el tiempo que al rey le agradaba. No había entonces magistrados, en el sentido actual de la palabra, sino comisarios regios. Lo que acabamos de decir del prefecto temporal de la ciudad podemos también aplicarlo a los averiguadores del asesinato (cuestores paricidii) y a los jefes de sección (tribunos; tribuni, de tribus), encargados de la infantería (milites) y de la caballería (celeres). El poder real no debía tener ni tenía límites legales: para el jefe de la ciudad no podía haber juez en la ciudad misma, como en la casa no podía haber juez para el padre de familia. Su reinado solo acababa con su vida. Cuando no nombraba sucesor, lo cual tenía el derecho y hasta el deber de hacer, se reunían los ciudadanos sin previa convocatoria y designaban un interrey (inter-rex), cuyas funciones solo duraban cinco días, y que no podía obligar al pueblo a que le jurase fidelidad ni le rindiese homenaje. Y como tampoco podía nombrar rey sin previa convocatoria de los ciudadanos, puesto que había sido sencilla o imperfectamente designado, nombraba un segundo interrey por otros cinco días, con la facultad de elegir al nuevo jefe. Se comprende que no lo haría sin antes preguntar a los ciudadanos y consultar al Consejo de los Ancianos, sin asegurarse, en suma, del consentimiento de todos respecto de la elección que iba a hacer. Sin embargo, ni el Consejo de los Ancianos ni los ciudadanos concurrían realmente a este acto magno, y no intervenían hasta después del nombramiento. El nombramiento del rey era regular (legítimo) cuando recibía el título de su predecesor[48]. De este modo, la protección divina que había presidido la fundación de Roma, continuaba posándose sobre la cabeza de los reyes y pasaba sin interrupción del primero que la recibió a todos sus sucesores. Así es como persistía inviolable la unidad del Estado, a pesar de los cambios ocurridos en la persona de su jefe. El rey era, pues, el representante supremo de esta unidad del pueblo, simbolizada por Diovis en el panteón romano[49]. Su traje era semejante al del más grande de los dioses: recorría la ciudad en carro, mientras que todo el mundo iba a pie; tenía un cetro de marfil con un águila en un extremo y las mejillas pintadas de encarnado; llevaba, por último, corona de oro, imitando hojas de encina. Sin embargo, la constitución romana no consistía en una teocracia. En Italia nunca se confundieron las nociones de Dios y de rey, como ocurría entre los egipcios y los orientales. El rey no era Dios a los ojos del pueblo; era más bien el propietario de la ciudad. No se encuentra aquí la creencia de que existiera una familia real por la gracia de Dios; ese no sé qué de misterioso que hace del rey un hombre diferente de un mortal ordinario. La nobleza de sangre y el parentesco con los reyes anteriores era una recomendación, pero no una condición de elegibilidad. Todo ciudadano mayor de edad y sano de cuerpo y de espíritu podía ser elegido rey[50]. Este era un ciudadano como otro cualquiera: su mérito y su bondad, así como la necesidad de tener un padre de familia a la cabeza de la ciudad, lo hicieron el primero entre sus iguales, paisano entre los paisanos, soldado entre los soldados. El hijo que obedecía ciegamente a su padre no se creía por esto inferior a él: así, el ciudadano obedecía a su jefe sin considerarse más bajo que este. En los hechos y en las costumbres, el monarca estaba limitado. Es verdad que podía hacer mucho mal sin violar absolutamente el derecho público: podía reducir la parte de botín de sus compañeros en la guerra, ordenar trabajos excesivos y atentar contra la fortuna de los ciudadanos mediante impuestos injustos, pero, obrando así, olvidaba que su poder absoluto no procedía de la divinidad sino del pueblo, a quien representaba con el consentimiento de aquella. ¿Y qué sería de él si este pueblo olvidaba el juramento que le había prestado? ¿Quién lo defendería aquel día? La constitución también había levantado en este aspecto una barrera delante del poder real. Aunque podía aplicar libremente la ley, el rey no podía modificarla. Si lo pretendía, necesitaba ante todo reunir la asamblea popular para que lo autorizase a ello, sin cuya aprobación el acto que consumase sería nulo y tiránico, y no engendraría consecuencias legales.
La monarquía en Roma, tal como las costumbres y la constitución la habían hecho, se diferenciaba esencialmente de la soberanía en los pueblos modernos, así como tampoco se encuentra en estos nada que se parezca a la familia y a la ciudad romanas.
EL SENADO
A este poder absoluto que acabamos de describir, el hábito y las costumbres opusieron una barrera formal. En virtud de una regla reconocida, el rey no podía, lo mismo que el padre de familia en su casa, tomar decisión alguna en circunstancias graves sin ilustrarse con el consejo de otros ciudadanos. El Consejo de Familia era un poder moderador para el padre y el esposo; el Consejo de los Amigos, oportunamente convocado, influía con su parecer en el partido que debía adoptar el magistrado supremo. Este era un principio constitucional en pleno vigor durante la monarquía, lo mismo que bajo las instituciones posteriores a ella. La Asamblea de los Amigos del Rey, rueda importante en la máquina del orden político, no era un obstáculo legal al poder ilimitado aunque el rey la consultara en ciertos asuntos graves. No podía intervenir en las cosas relativas a la justicia o al mando del ejército. Era un consejo político: el Consejo de los Ancianos, el Senado (Senatus). Pero no era el rey el que elegía los amigos, las personas de confianza que lo componían. Como cuerpo político perpetuo, el Senado tenía el carácter de una verdadera asamblea representativa en los primeros tiempos. Cuando las familias o gentes romanas se presentan ante nosotros en documentos de una historia no tan antigua como la de los reyes, ya no tienen su jefe a la cabeza: ningún padre de familia representa a ese patriarca, fuente y origen común de cada grupo o familias, de quien descienden o creen descender todos los varones gentiles. Pero en la época que vamos historiando, cuando el Estado se formaba de la reunión de todas las gentes o familias, no podía ser así: cada una de ellas tenía su jefe en la asamblea de los ancianos. Por esto vemos que más tarde se consideran todavía los senadores como los representantes de esas antiguas unidades familiares, cuya reunión había constituido la ciudad. He aquí cómo se explica que la dignidad senatorial fuese vitalicia, no por efecto de la ley, sino por la fuerza misma de las cosas. Así se explica, además, que los senadores fuesen un número fijo, que el de las gentes fuese invariable en la ciudad, y que, cuando se verificó la fusión de las tres ciudades primitivas en una sola, teniendo cada una de aquellas sus gentes en número determinado, se hiciese necesario y legal, a la vez, aumentar proporcionalmente el número de senadores. Por lo demás, si en la concepción primitiva del Senado no fue este más que la representación de las gentes, no sucedió lo mismo en la realidad, sin que por esto se violara la ley. El rey era completamente dueño de elegir a los senadores; hasta podía hacer que recayese esta elección en individuos no ciudadanos. No sostenemos que lo haya hecho algunas veces; pero nadie puede probar que no lo ha podido hacer. Mientras subsistió la individualidad de las familias o gentes, fue sin duda una regla que, en caso de muerte de un senador, el rey nombrase en su lugar a un hombre de edad y de experiencia, perteneciente a la misma asociación familiar. Pero, al ir confundiéndose cada día más estos elementos antes distintos y extendiéndose por momentos la unidad del pueblo, la elección de los miembros del Consejo concluyó por depender absolutamente del libre albedrío del jefe de la ciudad. Únicamente se hubiera considerado como una arbitrariedad el no haber cubierto la vacante. La duración vitalicia de la función, y su origen basado sobre los elementos fundamentales de la ciudad misma, daban al Senado una gran importancia, que nunca hubiera adquirido si hubiese debido su convocatoria a un simple decreto procedente del monarca. Es verdad que los senadores no tenían más que el derecho de consejo, cuando eran llamados para ello. El rey los convocaba y consultaba cuando lo tenía por conveniente; nadie podía dar su parecer si no se le pedía; y tampoco el Senado podía reunirse cuando no era convocado. En su origen, no fue el Senado-consulto más que un decreto, y, si el rey no lo autorizaba, el cuerpo de donde emanaba no tenía ningún medio legal de hacer que llegase su «autoridad» al dominio de los hechos. «Os he elegido —decía el rey a los senadores— no para que me guiéis, sino para que me obedezcáis.» Por otra parte, hubiera sido un abuso escandaloso no consultar al Senado en todo asunto grave: ya para el establecimiento de un servicio o de un impuesto extraordinario, ya para la distribución o el empleo del territorio conquistado al enemigo, ya, en fin, cuando el pueblo mismo era necesariamente llamado a votar porque se tratara de admitir a individuos no ciudadanos en el derecho de ciudad, o de emprender una guerra ofensiva. Si el territorio de Roma había sido talado por la incursión de un vecino, y este se negaba a la reparación, entonces el fecial llamaba a los dioses como testigos de la injuria y terminaba su invocación con estas palabras: «Al Consejo de los Ancianos es a quien corresponde ahora velar por nuestro derecho». En este caso, después de haber oído el rey el parecer del Consejo, refería el suceso al pueblo: si el pueblo y el Senado estaban de acuerdo (era necesaria esta condición), la guerra era justa y tendrían de su parte el favor de los dioses. Pero el Senado no tenía intervención alguna en el ejército, como tampoco la tenía en la administración de justicia. Y si en algún caso, al sentarse en su tribunal, el rey asociaba a algunos asesores a título consultivo, o les delegaba, como comisarios juramentados, la decisión de un proceso, eran siempre designados libremente, inclusive cuando hubieran sido elegidos entre los senadores. El Senado, como cuerpo, no concurría jamás a ningún asunto de justicia. Nunca, en fin, ni aun durante la República, ejerció el Senado jurisdicción alguna.
EL PUEBLO
Según una ley de antigua usanza, los ciudadanos se dividían del modo siguiente: diez casas formaban una gens o familia (lato sensu); diez gentes o cien casas, una curia (curia: de curare, cœrare, κοίρανος); diez curias, o cien gentes, o mil casas constituyen la ciudad. Cada casa contribuía con un soldado de infantería (de donde procede miles, miliciano); cada gens, con uno de caballería (eques) y daba un senador. Cuando se fusionaron las tres ciudades y cada una de ellas no formó más que una parte (una tribu, tribus) de la ciudad total (tota, en dialecto umbrio y osco), los nombres primitivos se multiplicaron en razón del número de sociedades políticas así reunidas. Esta división fue primero puramente personal, pero se aplicó después al territorio cuando fue dividido. No puede dudarse de que haya habido en efecto estas limitaciones de tribus y de curias, puesto que, entre los pocos nombres curiales que han llegado hasta nosotros, encontramos a la vez nombres de gentes (Faucia, por ejemplo) y nombres puramente locales (como Veliensis). Existe, además, una antigua medida agraria que corresponde exactamente a la curia de cien casas: la centuria (centuria), cuya cabida es de cien herencias de dos arpentas (jugera)[51]. Ya hemos dicho algo de estas circunscripciones agrícolas primitivas combinadas con la comunidad de las tierras de la familia: en esta época parece que fue la centuria la unidad menor de dominio y de medida.
Las ciudades latinas y las ciudades romanas, fundadas más tarde bajo la influencia o la iniciativa de Roma, reproducirán siempre la uniforme simplicidad de las divisiones de la metrópoli. Tienen también su Consejo de Cien Ancianos (centumviri, centumviros), cada uno de los cuales está a la cabeza de diez casas (decurio)[52]. En la Roma de los tiempos primitivos se hallan también los mismos números normales: tres veces diez curias, trescientas gentes curiales, trescientos caballeros, trescientos senadores, tres mil casas, tres mil soldados de infantería.
Esta organización, completamente primitiva, no ha sido inventada en Roma, sino que es de origen puramente latino, y se remonta hasta mucho tiempo antes de la época de la separación de los pueblos de esta raza. La tradición merece confianza cuando se ve que, a pesar de tener una historia para cada una de las restantes divisiones de la ciudad, hace remontar las curias a la fundación de Roma. Su institución no solo está en perfecta concordancia con la organización primitiva, sino que constituye una parte esencial del derecho municipal de los latinos y de ese sistema arcaico que vuelve a aparecer en nuestros días, sobre cuyo modelo estaban basadas todas las ciudades latinas.
Pero sería difícil ir más lejos y emitir un juicio seguro respecto del fin y del valor práctico de semejante organización. Las curias han sido evidentemente su centro. En cuanto a las divisiones o tribus, no tienen el mismo valor como elementos constitutivos. Lo mismo su advenimiento que su número son cosa contingente y casual, y no hacen, cuando subsisten, más que perpetuar la memoria de una época en que constituyeron un todo[53]. La tradición no dice que hayan obtenido jamás ninguna preeminencia, ni que hayan tenido un lugar especial en la asamblea. Se comprende que, en interés mismo de la unidad social que habían constituido al reunirse, no se les podía dar ni permitir semejante privilegio. En la guerra, la infantería tenía tantos jefes duplicados como tribus había, pero cada pareja de tribunos militares, lejos de mandar solamente el contingente de los suyos, mandaba sola o con sus colegas todo el ejército. Las gentes y las familias tenían a su vez, como las tribus, más importancia en la simetría de la ciudad que en el orden de los hechos.
La naturaleza no ha asignado límites fijos a una casa, a una raza. El poder que legisla puede casi borrar o modificar el círculo que las contiene, puede dividir en muchas ramas una raza demasiado numerosa, puede hacer de ella dos o más gentes más pequeñas, puede aumentar o disminuir también una simple familia. Sea como fuere, el hecho es que el parentesco de sangre ha sido en Roma el lazo omnipotente de las razas y principalmente de las familias. Cualquiera que haya sido la influencia que la ciudad ha ejercido sobre ellas, no ha destruido nunca su carácter esencial ni su ley de afinidad. Que si en su origen han sido las casas y las razas un número prefijado en las ciudades latinas, lo cual parece probable, también en esto el curso de los acontecimientos humanos ha debido destruir muy pronto la primera simetría. Las mil casas y las cien gentes de las diez curias no son un número normal, a no ser en los primeros tiempos. Inclusive suponiendo que la historia nos las muestre como tales desde un principio, constituyen una división más teórica que real[54], cuya poca importancia práctica está suficientemente demostrada por el hecho de que nunca ha sido plenamente realizada en cuanto al número. Ni la tradición ni la verosimilitud indican que cada casa haya proporcionado siempre su soldado de infantería, ni cada gens su caballero y su senador. Los tres mil infantes y los trescientos caballeros salían, y debían salir, de todos en conjunto, pero su distribución se hizo en un principio según las circunstancias del momento. El número normal y típico fue únicamente conservado gracias a ese espíritu de lógica inflexible y geométrica que caracteriza a los latinos. Digámoslo por última vez: la curia es el único órgano que quedó en pie de todo ese antiguo mecanismo; era décuple en la ciudad, y si allí había muchas tribus, era décuple en cada una de ellas. Era la verdadera unidad de asociación, un cuerpo constituido, cuyos miembros se reunían por lo menos para las fiestas comunes: tenía su curador (curio) y su sacerdote especial (flamen curialis), el sacerdote curial. El reclutamiento y los impuestos se distribuían y sacaban por curias, y por curias era también como los ciudadanos se reunían y votaban. No han sido creadas, por consiguiente, por la cuestión del voto, pues de otro modo se hubiera hecho seguramente su clasificación por números impares.
IGUALDAD CIVIL
Si bien era muy marcada la separación entre los ciudadanos y los no ciudadanos, reinaba entre ellos, en cambio, una completa igualdad ante la ley. Ningún pueblo ha llevado quizá tan lejos como los romanos el rigor de estos dos principios. Si se busca una nueva señal del exclusivismo del derecho de ciudad, se la encontrará en la primitiva institución de los ciudadanos honorarios, destinada a conciliar ambos extremos. Cuando un extranjero era admitido por el voto del pueblo en el seno de la ciudad[55], tenía la facultad de abandonar su derecho de ciudadano en su patria, en cuyo caso entraba con todos los derechos activos en la ciudad romana, o de unir la ciudadanía que se le confería a la que ya gozaba en otra parte. El derecho honorario de ciudad es una antigua costumbre practicada también en Grecia, donde se ha visto por mucho tiempo al mismo hombre ser ciudadano de muchas ciudades. Pero el sentimiento nacional era en el Lacio muy poderoso y exclusivo, como para que se dejase tal laxitud a un miembro de otra ciudad. Aquí, si el nuevo elegido no abandonaba su derecho activo en su patria, el derecho honorario que se le acababa de conferir no tenía más que un carácter puramente nominal: equivalía simplemente a las franquicias de una hospitalidad amistosa, al derecho a la protección romana, tal como se había concedido siempre a los extranjeros. Cerrada de este modo al exterior, la ciudad colocaba en la misma línea a todos los miembros que le pertenecían, tal como acabamos de decir. Se sabe que las diferencias que existían en el interior de la familia, aunque persistiesen muchas veces fuera de ella, debían borrarse completamente en lo tocante a los derechos de ciudadano, y que un hijo, considerado en la casa como suyo por su padre, podía ser llamado a tener mando sobre este en el orden político. No había clases ni privilegios entre los ciudadanos. Si los ticios precedían a los ramnes, y ambas tribus a la de los lúceres, esta prioridad no perjudicaba en nada su igualdad civil.
Llamada a batirse tanto a pie como a caballo, sobre todo en combate individual y delante de la línea de la infantería, la caballería constituía, más que un arma especial, una tropa escogida o de reserva, compuesta por los ciudadanos más ricos, mejor armados y más instruidos en el ejercicio de las armas: era indudablemente más brillante que la infantería. Pero ese hecho en nada variaba el derecho: bastaba ser patricio para poder entrar en sus filas. Únicamente la distribución de los ciudadanos en las diversas curias era lo que establecía diferencias entre ellos, aunque sin crear nunca una inferioridad constitucional; esa igualdad se traducía hasta en las apariencias exteriores. El jefe supremo de la ciudad se distinguía por su traje; el senador se distinguía también del simple ciudadano; el hombre adulto y propio para la guerra, del adolescente. Salvo estas excepciones, todos, ricos y pobres, nobles o plebeyos vestían la misma túnica de lana blanca, la toga. Las prácticas de esta igualdad civil pueden remontarse con seguridad hasta las tradiciones indogermánicas, pero ningún pueblo la ha comprendido mejor ni llevado tan lejos como el pueblo latino; ella es el carácter propio y fecundo de su organización política, y patentiza este hecho notable: que en la época de su llegada a las campiñas itálicas no encontraron los inmigrantes latinos una raza anteriormente establecida, inferior en civilización (pág. 33) y que hubiesen necesitado sujetar. De aquí surge una importante consecuencia. No han fundado entre ellos ni las castas a la manera de los indios, ni una nobleza a la manera de los espartanos, tesalianos y helenos en general, ni tampoco esas condiciones distintas, instituidas entre las personas en los pueblos germánicos después de la conquista.
CARGAS E IMPUESTOS CIVILES
Se comprende fácilmente que la administración del Estado deba apoyarse en los ciudadanos. La más importante de sus prestaciones es la del servicio militar, puesto que solo ellos tienen el derecho y el deber de llevar las armas. El pueblo y el ejército son realmente uno (populus, derivándose de populari, talar o arrasar; de popa, el sacrificador que hiere a la víctima). En las antiguas letanías romanas, el pueblo es la tropa armada de lanza (populus pilumnus), para quien se invoca la protección de Marte; por último, cuando el rey habla a los ciudadanos los llama lanceros (quirites)[56]. Hemos visto ya cómo se formaba el ejército de ataque, la leva o legión (legio). En la ciudad romana, formada por tres partes, se componía de tres centurias (centurie) de caballeros (celeres, los veloces, o flexuntes, los caracoleadores) al mando de sus tres jefes (tribuni celerum[57]) y de divisiones de mil infantes cada una, mandadas por sus tres tribunos militares (tribuni militum). Hay que añadir además algunos hombres ligeramente armados, que combaten fuera de filas, principalmente arqueros[58]. El general era regularmente el rey y, como se le daba por adjunto un jefe especial para la caballería (magister equitum), se ponía a la cabeza de la infantería, que en Roma, como en todas partes, fue desde un principio el núcleo principal de la fuerza armada. El servicio militar no era la única carga impuesta a los ciudadanos. Tenían además necesidad de oír las proposiciones del rey en tiempo de paz y de guerra y prestaban servicios para el cultivo de los dominios reales y para la construcción de edificios públicos. Tan pesados eran especialmente los trabajos relativos a la edificación de los muros, que el nombre de estos ha quedado como sinónimo de prestaciones (menia)[59]. No existían impuestos directos, puesto que no había presupuesto de gastos. No eran necesarios, por otra parte, para satisfacer las cargas públicas, pues el Estado no pagaba ni el ejército ni las prestaciones ni los servicios públicos en general. Si alguna vez se acordaba una indemnización, la pagaba el cuartel beneficiado con la prestación o el ciudadano que no quería o que no podía asistir a ella. Las víctimas destinadas a los sacrificios se compraban con el producto de una tasa impuesta sobre los procesos. El que perdía una cuestión judicial entregaba al Estado, a título de indemnización, ganado por un valor proporcional al objeto del litigio (sacramentum). Los ciudadanos no tenían que dar al rey presentes ni pagarle honorarios. En cuanto a los colonos no ciudadanos (ærarii), le pagaban una renta de protectorado. Recibía además el producto de las aduanas marítimas (pág. 74) y el de los dominios públicos, especialmente la tasa impuesta a los ganados que pastaban en los terrenos comunales (scriptura), y la parte de frutos (vectigalia) pagados por los arrendatarios de las tierras del Estado. Por último, en casos urgentes, podía exigir a los ciudadanos una contribución (tributum) con carácter de empréstito forzoso y reembolsable en tiempos más favorables. No podemos asegurar si este impuesto recaía sobre todos los habitantes ciudadanos o no ciudadanos o solo sobre aquellos; probablemente esto último fuera lo más cierto.
El rey administraba las rentas, pero no se confundían los dominios del Estado con su dominio particular, que debió ser considerable, a juzgar por los documentos que poseemos relativos a las rentas pertenecientes a la familia real de los últimos Tarquinos. Las tierras conquistadas por las armas entraban de derecho en el dominio público. ¿Estaba el rey obligado por reglas o por costumbre a rendir cuentas acerca de la administración de los bienes de la ciudad? No podemos afirmarlo ni decir cuáles fueran estas reglas. Pero en los tiempos posteriores no se dice que el pueblo hubiese sido alguna vez llamado a votar sobre este asunto, mientras que parece, por el contrario, haber sido costumbre oír el parecer del Senado, tanto sobre la cuestión del tributo que se debía imponer como sobre la repartición de las tierras conquistadas.
DERECHOS DE CIUDAD
A cambio de los servicios y prestaciones a que estaban obligados, los romanos participaban del gobierno del Estado. Todos los ciudadanos, a excepción de las mujeres y de los niños demasiado débiles para el servicio militar, en una palabra, todos los quirites (tal es el nombre que se les daba entonces), se reunían en el lugar de la asamblea pública invitados por el rey, ya fuera para recibir sus comunicaciones (conventio, contio) o para responder, votando por curias, a las mociones que les dirigía después de la convocatoria formal (calare, comitia calata), hecha tres semanas antes (in trinum nundinum). Estas asambleas se reunían por lo general dos veces al año, el 24 de marzo y el 24 de mayo, sin perjuicio de todas las demás que el rey creyese oportunas. Pero el ciudadano convocado de este modo no tenía derecho a hablar, sino a oír; no preguntaba, sino que respondía solamente. Nadie podía tomar la palabra en la asamblea más que el rey o aquel a quien este la concedía; en cuanto a los ciudadanos, repetimos que no hacían más que responder a la moción que se les dirigía con un sí o un no, sin discutir ni hacer distinciones sobre la cuestión. Por último, el pueblo era el representante y el depositario supremo de la soberanía política, lo mismo que entre los germanos, y es lo que probablemente sucediera en el antiguo pueblo indogermánico. Se trataba de soberanía en estado de reposo, por decirlo así, en el curso ordinario de los acontecimientos, o que se manifestaba solamente, si se quiere, por la ley de obediencia al jefe del poder, a cuya ley se había obligado el pueblo voluntariamente. Por esto el rey, al momento de encargarse del mando, cuando los sacerdotes procedían a su inauguración en presencia del pueblo reunido en curias, le preguntaba formalmente al pueblo si le sería fiel y sumiso y lo reconocería en su dignidad como es costumbre, lo mismo que a sus servidores, cuestores (quœstores) y lictores (lictores). A esta pregunta se respondía siempre afirmativamente, así como en las monarquías hereditarias no se niega nunca homenaje al jefe de Estado. Por consiguiente, por soberano que el pueblo fuese, en tiempos normales no tenía que ocuparse de los negocios públicos. Mientras el poder se contente con administrar aplicando el derecho actual, su administración es independiente; reinan las leyes y no el legislador. Pero si se trata, por el contrario, de cambiar el estado de derecho o se hace necesario apartarse de él en un caso dado, entonces el pueblo romano vuelve a erigirse en poder constituyente. Si el rey ha muerto sin nombrar sucesor, el derecho de mandar (imperium) queda en suspenso. Al pueblo corresponde invocar la protección de los dioses para la ciudad huérfana hasta que sea designado un nuevo jefe, y el pueblo mismo es el que designa espontáneamente, como ya hemos dicho, al primer interrey. Su intervención, sin embargo, es excepcional; solo la necesidad la justifica, y la elección del magistrado temporal por una asamblea que no ha podido convocar el soberano no es considerada como plenamente válida. La soberanía pública necesita por tanto, para ser regularmente ejercida, de la acción común de la ciudad y del rey, o del interrey. Y como las relaciones entre el gobernante y los gobernados se han establecido como un verdadero contrato, mediante una pregunta y una respuesta verbal, se sigue también que todo acto de soberanía emanado del pueblo necesita para ser legal y perfecto de una pregunta (rogatio) dirigida por el rey, y solo por este, a quien no podía en tal caso reemplazar su delegado, y de un voto favorable de la mayoría de las curias, que eran libres de emitirlo en contrario. Así, la ley no es en Roma, como se cree con frecuencia, una orden emanada del rey y transmitida por este al pueblo; es un contrato solemne celebrado entre dos poderes constituyentes mediante una proposición hecha y un consentimiento dado[60]. Este preliminar de una inteligencia legal es indispensable siempre que haya que apartarse del derecho ordinario. Según la regla común, por ejemplo, todo ciudadano es absolutamente dueño de dejar su propiedad a quien quiera, con la sola condición de que la tradición sea inmediata. Si conserva la propiedad durante su vida no puede a su muerte legarla a un tercero, a menos que el pueblo autorice semejante derogación de la ley. Esta autorización era otorgada por las curias reunidas, o por los ciudadanos aprestándose al combate. Tal fue el origen y la forma primitiva de los testamentos[61]. Asimismo, en el derecho común, el hombre libre no podía perder ni abandonar el bien inalienable de su libertad. Por consiguiente, el ciudadano que no está sometido a otro (sui juris) no puede adjudicarse a un tercero en calidad de hijo, pero el pueblo puede también autorizar esta verdadera enajenación, que es la antigua arrogación[62]. Solo el nacimiento da, también según aquel derecho, la ciudadanía, pero el pueblo confiere también el patriciado lo mismo que autoriza su abandono, y estas autorizaciones no han podido evidentemente verificarse en un principio más que por el voto de las curias. En el derecho común, el autor de un crimen capital sobre quien ha recaído la pena legal por sentencia del rey, o su delegado, debe ser inexorablemente decapitado. El rey, que tiene el poder de juzgar, no tiene la prerrogativa de indulto; pero el reo puede obtenerla del pueblo, si el rey le concede este recurso. Esta es la primera forma de la alzada (provocatio). No se concede nunca al culpable que niega, sino solo al que confiesa y expone motivos de atenuación[63]. Por otra parte, en el derecho común, el tratado perpetuo celebrado con un Estado vecino no puede quebrantarse sino por autoridad del pueblo y por causa de injuria sufrida. Antes de comenzar una guerra ofensiva, los ciudadanos son también convocados para deliberar. No sucede lo mismo en caso de guerra defensiva, porque la ruptura procede del vecino. Tampoco se necesita el concurso del pueblo para la conclusión de la paz. Sin embargo, parece que la rogación, en caso de guerra ofensiva, no se hacía ante las curias sino ante el ejército. Por último, cuando el rey quiere innovar o modificar el texto de la ley, está más obligado que en ningún otro caso a consultar al pueblo, en cuyas manos reside realmente el poder legislativo. En todas las circunstancias de las que hemos hablado, el Rey no hace nada por lo general sin el concurso de los ciudadanos: por ejemplo, el hombre declarado patricio solo por el rey no es ciudadano sino hasta después de la rogación, y aunque el acto real entrañe algunas consecuencias de hecho, no tendrá consecuencias legales.
Tales eran las prerrogativas de la asamblea popular. Por restringidas y sujetas que estuviesen, hicieron del pueblo uno de los poderes constituyentes del Estado. Sus derechos y su acción, como los del Senado, se desarrollaban en definitiva en una completa independencia ante la monarquía.
RESUMEN: CONSTITUCIÓN PRIMITIVA DE ROMA
Resumamos todos estos hechos. La soberanía residía en el pueblo; pero este no podía obrar por sí solo, sino en caso de necesidad: obraba en unión con el magistrado supremo cuando había que apartarse de la ley. El poder real, como dice Salustio, era a la vez ilimitado y estaba circunscrito por las leyes (imperium legitimum): ilimitado, en el sentido de que las órdenes del rey, justas o injustas, eran ejecutadas; circunscrito, en tanto si la orden era contraria a la costumbre y no aprobada en este caso por el legítimo soberano, o sea por el pueblo, no podía producir efectos legales duraderos. La constitución primitiva de Roma fue, por consiguiente, una monarquía constitucional en sentido inverso. Mientras que en la monarquía constitucional ordinaria el rey representa y está revestido de la plenitud de los poderes del Estado, y solo él concede por ejemplo la gracia de indulto, y la dirección política, en cambio, pertenece a los representantes de la nación y a los ministros responsables ante estos, en Roma, el pueblo desempeñaba el papel que el rey en Inglaterra. La gracia de indulto, prerrogativa de la corona inglesa, era una de sus prerrogativas. La dirección política pertenecía, por el contrario, al representante de la ciudad. Si buscamos las relaciones que existían entre el Estado y los ciudadanos, vemos que se alejan tanto de un sistema de protectorado sin lazo y sin concentración, como de la noción moderna de un absolutismo absorbente. En Roma no había en verdad restricciones posibles ni para el poder público ni para la monarquía, pero si la noción del derecho es por sí misma una barrera jurídica, se convierte bien pronto en una barrera política. Las resoluciones del pueblo afectaban a las personas cuando votaban las cargas públicas y el castigo de los delitos y de los crímenes, pero una ley especial que castigase o amenazase a un ciudadano con una pena no existente en el momento de cometer un delito, semejante ley, por más que se hubiese decretado más de una en la forma, les hubiera parecido siempre a los romanos, y en efecto les ha parecido, una iniquidad y un acto arbitrario. Menos aún podía la ciudad mezclarse en los derechos de propiedad y en los de la familia, que coinciden con los primeros pero no dependen de ellos. La familia romana no ha sido nunca absorbida por el Estado, como en las leyes de Licurgo. Según uno de los principios más ciertos y más notables de la primitiva constitución romana, el Estado puede cargar de cadenas a un ciudadano y aun decapitarlo, pero no puede quitarle su hijo ni su heredad, ni aun imponerle un tributo. Ningún pueblo ha sido tan poderoso en el círculo de sus derechos políticos como el pueblo romano. En ninguno han vivido los ciudadanos, con tal que no fuesen delincuentes, en una tan completa independencia los unos respecto de los otros y aun en relación con el Estado.
Así se gobernaba la ciudad romana, ciudad libre donde el pueblo sabía obedecer a su magistrado, resistir al charlatanismo místico de los sacerdotes, practicar la igualdad completa ante la ley y, en fin, marcar con el sello de su propia personalidad todos sus actos, a la vez que, como veremos en el curso de nuestra narración, abría con generosidad e inteligencia la puerta al comercio con el extranjero. Semejante constitución no es una creación ni una copia: ha nacido en el pueblo y crecido con él. Nadie pone en duda que tiene sus raíces en las primitivas instituciones itálicas, grecoitálicas o indogermánicas, ¡pero qué cadena tan inmensa de cambios y de progresos políticos entre las instituciones que Homero nos revela y que Tácito describe en su Germania, y las antiguas leyes de la ciudad romana! El voto por aclamación de los helenos y el ruido que hacían con las armas los germanos en sus asambleas son evidentemente la manifestación de un poder soberano, pero cuánta distancia hay entre esas toscas formas primitivas y la competencia ya sabiamente ordenada, el voto preciso y regular de la asamblea de las curias romanas. Tal vez la monarquía, así como había tomado su manto de púrpura y su cetro de marfil de los griegos (y no de los etruscos, como se ha dicho), ha tomado también del extranjero sus doce líctores y el aparato exterior de su dignidad. Sea como fuere, y donde sea que tengan su origen, las instituciones políticas de Roma se han formado en realidad en el Lacio y en la misma Roma: lo que se ha tomado de afuera son cosas sin importancia y lo prueba el hecho de que toda la nomenclatura de estas instituciones es evidentemente latina.
La constitución romana, tal como la hemos bosquejado, se apoyaba en el pensamiento fundamental y eterno del Estado romano. Las formas han cambiado muchas veces. ¡No importa! En medio de todos sus cambios, mientras Roma subsista, el magistrado tendrá el mando ilimitado, el Consejo de los Ancianos o el Senado será la más elevada autoridad consultiva; y siempre, en casos excepcionales, será necesaria la sanción del soberano, del pueblo.