III
IGUALDAD CIVIL. LA NUEVA ARISTOCRACIA
Las agitaciones tribunicias tenían su causa en las desigualdades sociales antes que en las políticas; y también debe considerarse que la mayor parte de los plebeyos ricos admitidos en el Senado eran tan hostiles al pueblo como a los puros patricios. Como ellos utilizaban los privilegios contra los que se dirigía el movimiento, y por más que, desde otro punto de vista, se viesen relegados al segundo rango, les debió parecer inoportuno hacer valer sus pretensiones a las magistraturas públicas en el momento en que todo el Senado veía amenazadas sus prerrogativas y sus atribuciones financieras. Así se explica su reserva durante los primeros cincuenta años de la República. Aún no había sonado la hora de reivindicar la igualdad civil y política entre los órdenes.
Sin embargo, la alianza entre el patriciado y los plebeyos ricos no tenía garantías de duración y estabilidad. Desde un principio, un gran número de familias plebeyas importantes se habían adherido al movimiento. Unas, por un sentimiento de justicia hacia sus semejantes; otras, por efecto del lazo que unía naturalmente entre sí a todos los desheredados. Por último, había algunas que preveían la necesidad de hacer concesiones al pueblo, o que sabían que estas concesiones, hábilmente explotadas, conducirían a su vez a la extinción de los privilegios nobiliarios y facilitarían a la aristocracia plebeya la conquista de la supremacía política. Al ir ganando terreno estas opiniones, los plebeyos más notables se pusieron a la cabeza de los de su orden para luchar contra los nobles y apoyados en el tribunado; les hicieron una especie de guerra legal. Combatieron al lado de los pobres por la abolición de las miserias sociales y dictaron al patriciado las condiciones de la paz el día de la victoria. En suma, mediaron entre los dos campos opuestos para conquistar al final su admisión personal a los cargos públicos.
Tal era la situación respectiva de los partidos a la caída del decenvirato. Estaba perfectamente demostrado que el tribunado no consentiría jamás su abolición, y en esta hora decisiva, la aristocracia del pueblo no necesitaba hacer nada más que apoderarse de la palanca poderosa que tenía a la mano, y valerse de ella para elevar a las clases populares al nivel de las demás en la escena política.
COMUNIDAD DE MATRIMONIOS Y DE MAGISTRATURAS
Nada muestra mejor la debilidad de los nobles en presencia de las masas coaligadas contra ellos que lo que sucedió antes de que hubieran pasado cuatro años de la caída de los decenviros. De un solo golpe fueron destruidos, al menos en la esfera política, los dos principios fundamentales del exclusivismo de las castas. La nulidad jurídica de los matrimonios entre los nobles y los plebeyos y la falta de aptitud legal de estos para desempeñar los cargos públicos van a dejar de existir y a ceder el puesto a un estado de cosas más liberal. En el año 309 (444 a.C.), la Ley Canuleya dispuso que la unión entre individuos de familias patricias y plebeyas constituyese justas nupcias, y que los hijos que naciesen de estas uniones siguieran la condición de su padre. Al mismo tiempo se ordenó que en lugar de los cónsules se nombrasen tribunos militares con potestad consular (tribuni mititum cum consulari potestate). Según parece, podían alcanzar el número de seis, así como cada legión tenía seis tribunos; y su elección se hizo por centurias. Por último, tenían la potestad consular y sus funciones debían durar tanto como las de los cónsules[214].
Las leyes antiguas admitían en los grados militares indistintamente a los ciudadanos y a los simples habitantes desde el momento en que eran llamados a las armas (pág. 18). En cierto modo, se abría así el acceso a las funciones supremas tanto a los plebeyos como a los patricios. Habrá que preguntarse tal vez por qué razón la nobleza, obligada a consentir la división de su privilegio, ha concedido la cosa sin querer conceder el nombre, y por qué ha abierto en realidad el consulado a los plebeyos bajo la forma extraña de tribunado militar[215].
He aquí la explicación del hecho. Entre los romanos de otros tiempos constituía un alto honor el haber ocupado las supremas dignidades del Estado. De aquí el derecho de exponer las efigies de los antepasados ilustres en el atrium de la casa y mostrarlas al público en ciertas ocasiones solemnes[216]. Las distinciones adquiridas se perpetuaban por herencia en las familias. En el seno mismo del patriciado, las «casas curules» tenían un rango más elevado que las demás, sin que por esto queramos decir que estas distinciones tuviesen, de hecho, alguna importancia política. Esto no puede afirmarse ni contradecirse. Tampoco se sabe si en la época que vamos historiando existían todavía familias patricias que no tuviesen al mismo tiempo los honores curules. Pero, si es difícil aducir pruebas de esto, es fácil en cambio explicar cómo la nobleza, que se dejó arrancar el privilegio de gobernar, ha debido oponer una tenaz resistencia en la defensa de sus insignias hereditarias. Obligados a compartir el poder con los plebeyos, los patricios no quieren ver en todo alto magistrado, como antes, el hombre ilustre que tiene derecho a sentarse en la silla curul[217]. Para ellos ahora no es más que un oficial de alta graduación, investido de una distinción puramente personal y pasajera. Asimismo, como los honores del triunfo no eran concedidos más que al jefe supremo de la ciudad, el tribuno militar tampoco podía aspirar a ellos.
LOS PATRICIOS EN LA OPOSICIÓN
Sin embargo, a pesar de estas injuriosas afectaciones de superioridad nobiliaria, los privilegios de raza no tenían ya ninguna importancia política. Las nuevas instituciones se los habían quitado legalmente, y, si la aristocracia romana hubiera sabido mostrarse verdaderamente digna de este nombre, habría cesado al momento la lucha. No lo hizo, y nada consiguió. Toda resistencia era en adelante insensata e ilegal; pero quería hacer al pueblo una oposición de mala fe, y dejó el campo abierto a los bajos medios del embrollo y de la astucia. La lucha así continuada, no por no ser honrosa dejó de entrañar, desde cierta perspectiva, serias y graves consecuencias. En efecto, la guerra civil se prolongó por más de un siglo, y solo terminó dejando al pueblo en posesión de ciertas ventajas que no habría perdido fácilmente la aristocracia si hubiera tenido más unión. Por otra parte, la nobleza trabajó tanto a pesar de las nuevas leyes, que durante muchas generaciones el gobierno continuó exclusivamente en sus manos. Los medios de que se valió fueron tan diversos como los vicios del sistema político. En vez de cortar de una vez y para siempre la grave cuestión de la admisión o exclusión de los plebeyos, la aristocracia no concedió absolutamente más que aquello que no podía retener, y esto en forma de concesión por tal o cual elección especial. De esta suerte el combate se recrudecía todos los años ¿Debían ser los cónsules necesariamente patricios, o no? ¿Serían elegidos en ambos órdenes los tribunos militares, investidos con los poderes de los cónsules, o no lo serían? ¡Cuestiones vanas y por tanto constantemente debatidas!
DESMEMBRACIÓN DE LAS MAGISTRATURAS. LOS CENSORES
Entre las armas que usó la nobleza, la fatiga y el cansancio de sus adversarios no fue la menos eficaz. Multiplicando los puntos de ataque y de defensa con el fin de retardar una derrota inevitable, se crearon nuevos cargos al desmembrar las antiguas magistraturas. Cada cuatro años, por ejemplo, los cónsules tenían el deber de fijar los presupuestos, hacer las listas de los ciudadanos y la distribución de los impuestos. Pues bien, desde el año 319 (435 a.C.) las centurias de la nobleza eligieron una especie de registradores (censores), instituidos por dieciocho años como máximo. La nueva función de la censura se convirtió bien pronto en el paladium de los nobles, no tanto a causa de su utilidad financiera, cuanto porque se agregó a ella uno de los derechos más importantes, el de proveer las plazas vacantes en el Senado y en el orden ecuestre. Sin embargo, la alta misión y la supremacía moral (regimen morum) de esta magistratura no se desarrollaron sino hasta más tarde. En la época que historiamos, el censor está muy lejos de poseerlas.
LA CUESTURA
Lo mismo sucedió en el año 333 (421 a.C.) respecto de la cuestura. Había entonces cuatro cuestores: dos estaban encargados, por comisión expresa de los cónsules, de la administración del Tesoro público, y los otros dos, en su calidad de pagadores del ejército, eran nombrados por las tribus. Por lo demás, todos eran tomados del patriciado. Parece que la nobleza intentó quitar a los cónsules la designación de los cuestores urbanos para transmitirla a las centurias. Ya que la magistratura suprema no podía ser provechosamente defendida de las concupiscencias del pueblo, que había sido excluido de ella desde hacía tiempo, los patricios debieron creerse hábiles al quitarles por lo menos las atribuciones financieras, y reservarse para sí la alta inspección del presupuesto y del Tesoro público mediante los censores y los cuestores nobles. Sin embargo, este plan, si es que lo habían concebido, estuvo muy lejos de salirles bien. Los cónsules perdieron el nombramiento de los cuestores urbanos, pero no fueron las centurias las llamadas a votarlos. Su elección pasó a los comicios por tribus, así como la votación para el nombramiento de los cuestores habilitados del ejército. Pero aún hay más: el pueblo, sosteniendo que estos últimos eran oficiales de la milicia más que funcionarios civiles, y que los plebeyos eran aptos para la cuestura tanto como para el tribunado militar, conquistó no solo el electorado, sino también la elegibilidad para la cuestura. Después (¡gran victoria para un partido, gran derrota para el otro!), patricios y plebeyos se vieron un día ejerciendo los mismos derechos, activos o pasivos, en la elección de los cuestores urbanos o de los cuestores delegados en el ejército.
TENTATIVAS DE CONTRARREVOLUCIÓN
Así, a despecho de sus tenaces esfuerzos, los nobles fueron perdiendo terreno todos los días, y su odio fue aumentando conforme disminuía su poder. No dejaron de atentar muchas veces contra los derechos que ellos mismos habían reconocido al pueblo por convenios expresos; pero sus ataques parecen más bien actos irreflexivos de un rencor impotente, que diestras intrigas de un partido. Esto sucedió con el proceso de Mælius. Espurio Mælio, rico plebeyo, había vendido granos a precios tan módicos durante una gran escasez en el año 315 (439 a.C.), que perjudicaba a la administración del intendente de víveres públicos (prefectus annon), cuyo cargo desempeñaba el patricio Gayo Minucio. Este, irritado, lo acusó de aspirar a la monarquía. ¿Era esto cierto? Lo ignoramos. Nos cuesta trabajo creer que un hombre que ni siquiera había sido tribuno del pueblo hubiera podido soñar seriamente con convertirse en tirano. Como quiera que fuese, los altos dignatarios tomaron la cosa en serio: el grito de ¡haro! contra la monarquía siempre sublevó en Roma a las masas, como el grito de ¡abajo el Papa! subleva a los ingleses en los tiempos modernos. Tito Quincio Capitolino, cónsul por sexta vez, nombró dictador al octogenario Lucio Quincio Cincinato, con poder jurisdiccional sin apelación, lo cual era una violación abierta de las leyes recientemente juradas (pág. 323). Demandado Melio, no quiso sustraerse a la citación, y fue muerto por el jefe de caballería del dictador, Gayo Servilio Ahala. La casa del desgraciado fue arrasada, el grano almacenado por él fue distribuido gratis al pueblo, y se hizo que desapareciesen todos aquellos que amenazaban vengarlo. Este asesinato judicial quedó impune, para vergüenza de un pueblo ciego y fácil de engañar, más que de una nobleza hostil y de mala fe. En esta circunstancia, esta esperaba poder abolir el derecho de provocación; pero estaba dispuesto que no ganaría nada con infringir así las leyes y derramar la sangre inocente.
INTRIGAS DE LOS NOBLES
En las intrigas electorales y en las supercherías piadosas del sacerdocio, fue principalmente donde mostraron los aristócratas su espíritu de agitación funesta. Hicieron tanto y tan bien, que desde el año 322 (432 a.C.) fue necesario promulgar leyes relativas a los delitos en materia de candidatura[218], leyes que quedaron sin éxito, como puede suponerse. Cuando la corrupción y la amenaza no eran suficientes como para atraerse electores, los que dirigían la elección sabían ganarla inscribiendo en la lista a un gran número de candidatos plebeyos, con lo cual dividían a los votantes, o no incluyendo en dicha lista los nombres de los que hubiera elegido ciertamente la mayoría. Si, a pesar de sus esfuerzos, llevaban la peor parte en la lucha, se volvían hacia los sacerdotes y preguntaban si no se había cometido ninguna nulidad en los auspicios o en las demás ceremonias piadosas que acompañaban la elección. Sin preocuparse por las consecuencias y pisoteando los sabios ejemplos de sus antepasados, concluyeron por hacer que prevaleciese la regla que atribuía indirectamente al colegio de los augures el derecho de invalidar todos los actos políticos emanados del pueblo, ya fuesen leyes o elecciones. Por consiguiente, por más que los plebeyos hubiesen conquistado la elegibilidad legal desde el año 309 (445 a.C.), y que su derecho fuese desde entonces incuestionable, no se vio jamás, antes del año 345 (409 a.C.), a un plebeyo elegido como cuestor; y el primer tribuno militar procedente de las filas del pueblo no fue nombrado sino hasta el año 354 (400 a.C.). Fue necesario que pasase algún tiempo después de la abolición legal de los privilegios nobiliarios, para que la aristocracia plebeya adquiriese la verdadera igualdad al lado de la aristocracia patricia. Muchas fueron las causas que explican este hecho. Si la nobleza, cediendo a la tormenta, tuvo que abandonar por un momento la obstinada defensa de sus prerrogativas en el terreno del derecho, levantó bien pronto la cabeza en las luchas anuales para la elección de las altas magistraturas. Y además, ¿cuántas facilidades no le proporcionaban las discordias entre los jefes de la aristocracia plebeya y las masas populares? Mientras los nobles y los plebeyos notables rechazaron con igual cólera las exigencias y las pretensiones de los hombres de la clase media, estos, cuyos votos predominaban en los comicios, no se mostraron interesados en elegir preferentemente a candidatos de la aristocracia plebeya, antes que a sus contrincantes patricios.
LAS CLASES DESHEREDADAS
Durante las luchas políticas, las cuestiones sociales habían quedado olvidadas o se habían suscitado menos vivamente. Luego de que la aristocracia plebeya se había apoderado del tribunado y lo había utilizado para sus fines, las leyes agrarias y de crédito se habían dejado a un lado, por decirlo así, y, por tanto, no faltaban territorios nuevamente conquistados ni ciudadanos pobres o que iban empobreciéndose. Se habían hecho algunas asignaciones sobre todo cerca de las fronteras ensanchadas en todas direcciones, en los territorios de Gabies, en el año 312 (442 a.C.), de Labico y de Veyes[219]. Pero eran insignificantes; las había dictado la razón política y no el interés de las clases rurales. Otras veces ciertos tribunos habían intentado reproducir el proyecto de Ley de Casio. En el año 337 (417 a.C.) se encuentran un Espurio Mecilio y un Espurio Metilio que presentan una moción para la distribución de todo el dominio público. Sin embargo fracasaron y, cosa que caracteriza la situación, fracasaron por la resistencia de sus propios colegas, o sea de la aristocracia plebeya. También entre los patricios halló algunas simpatías la miseria del pueblo; pero tampoco entre ellos los esfuerzos aislados que se hicieron tuvieron mejor éxito que la empresa de Espurio Casio. Marco Manlio, patricio como él, y como él distinguido por su valor y por su ilustración militar al haber sido el salvador del Capitolio durante la invasión de los galos, se levantó un día y tomó a su cargo la defensa de la causa de los oprimidos. Se sentía conmovido por los sufrimientos de sus antiguos compañeros de armas, y se fue a la oposición por odio además a su rival Marco Furio Camilo, el general más famoso de Roma y jefe del partido de los nobles. Un día en que un bravo y pundonoroso oficial iba a ser encarcelado por deudas, llegó Manlio y lo libró pagando por él. Al mismo tiempo puso en venta todos sus dominios, diciendo en alta voz que mientras le quedase un montículo de tierra la emplearía para impedir estas odiosas iniquidades. Esto fue suficiente para suscitar contra sí los celos de todo el partido gobernante, tanto de patricios como de plebeyos. Envolver en un proceso de alta traición a este innovador peligroso, acusarlo de aspirar a la monarquía, concitar contra él los odios de las masas inconscientes, que se enfurecieron a las primeras palabras de una falsa delación, y hacer que lo condenasen a muerte, todo esto fue obra fácil y momentánea. Para quitarle la protección de su gloria se había tenido el cuidado de reunir al pueblo en un lugar desde el cual no se veía el Capitolio, testigo mudo de la patria, poco tiempo antes salvada por ese mismo hombre a quien ahora entregaban al hacha del verdugo (384 a.C.).
Pero en vano desde un principio se había procurado ahogar los ensayos de reforma; el mal se hacía cada día más patente. A medida que la victoria aumentaba, los dominios públicos, las deudas y la pobreza hacían inmensos progresos en el pueblo, sobre todo después de las guerras largas y sangrientas contra Veyes, desde el año 448 hasta el 358 (406-396 a.C.), y después del incendio de la ciudad a manos de las hordas de los galos en el año 364 (390 a.C.). Ya durante las guerras de Veyes Roma se había visto obligada a prolongar el tiempo del servicio del simple soldado y a tenerlo sobre las armas no solo durante el estío, como otras veces, sino también durante la estación de invierno. Pero en la actualidad, el pueblo, como no veía ante sí más que la ruina y la completa degradación de su condición social, dio señales de negarse a una nueva declaración de guerra. El Senado hizo entonces una concesión importante: gravó el Tesoro, o, si se quiere, sacó de las rentas públicas indirectas y del producto de los dominios el sueldo de los soldados, satisfecho hasta entonces con las contribuciones de las tribus (406 a.C.). El tributo (tributum), o tasa general, no debió pagarse de ahora en adelante sino en caso de insuficiencia de los fondos del erario. Además era considerado como un empréstito forzoso, reembolsable después con los fondos públicos. El medio era prudente y equitativo, pero, para ser eficaz, era necesario dar valor al dominio y llenar así las cajas del Tesoro. No se hizo nada de esto, y las casas pobres tuvieron que sufrir, a la vez, tanto las cargas más onerosas del servicio militar como un impuesto mayor y más frecuente. No por ser cobrado a título de simple anticipo las sumergía menos en la miseria.
ALIANZA DE LA ARISTOCRACIA PLEBEYA
Y DEL PUEBLO. LEYES LICINIŒ SEXTI
Un día, por fin, excluida hasta entonces de los beneficios de la igualdad política por la resistencia de los nobles, a los que ayudaba la indiferencia del pueblo, la aristocracia plebeya selló el pacto de alianza con la desdichada muchedumbre, aislada e impotente ante el patriciado. Rogaciones presentadas a la asamblea por los tribunos Gayo Licinio y Lucio Sextio fueron convertidas en leyes que llevaron sus nombres, y que introdujeron importantes cambios. Primeramente abolieron los tribunos consulares, y al mismo tiempo dispusieron que uno de los dos cónsules sería en adelante plebeyo, y que también estaría abierta a los plebeyos la entrada en uno de los tres grandes colegios sacerdotales, el de los decenviros sagrados, encargados de la custodia de los oráculos sibilinos (los antiguos diunviros, duo viri, elevados a diez, decemviri sacris faciundis, pág. 202). En lo tocante al dominio, ningún ciudadano podría llevar a pastar en los terrenos comunales más de mil bueyes y de quinientos carneros, y ninguna parcela, concedida a título de ocupación a un solo tenente, excedería las 500 yugadas (126 hectáreas). Los poseedores de fundos además estarían obligados a emplear siempre trabajadores libres en número proporcionado al de sus esclavos. Por último, para aliviar la suerte de los deudores, los intereses pagados serían imputados como capital, mientras que el resto sería pagadero en ciertos términos y plazos. Es evidente la trascendencia de estas leyes; se dirigían a arrebatar a los nobles la posesión exclusiva de los cargos curules y de las distinciones nobiliarias y hereditarias a ellos anexas. Ahora bien, este fin podía solo alcanzarse quitando al patriciado uno de los dos asientos consulares. Tenían por objeto, además, quitar el privilegio de las dignidades religiosas. Pero, por una causa fácil de comprender, mientras que se dejaban los cargos de los augures y de los pontífices a los antiguos ciudadanos porque pertenecían a la antigua latinidad, las nuevas leyes obligaban a los nobles a compartir con los nuevos ciudadanos el tercer colegio, de creación más reciente, cuyo culto era de procedencia extranjera. Por último, llamaban a la clase baja del pueblo al disfrute de los terrenos comunales, venían en ayuda de los deudores y proporcionaban trabajo a los jornaleros. La abolición de los privilegios, la reforma social y la igualdad civil, he aquí las tres grandes ideas que iban a triunfar. Los patricios lucharon hasta el fin, pero en vano. La dictadura, los esfuerzos del viejo héroe de las guerras contra los galos, el célebre Camilo, pudieron retardar por algún tiempo la votación de las Leyes Licinias, pero no pudieron al final evitarlas. El pueblo mismo se hubiera prestado quizá fácilmente a la división de las mociones acumuladas en estas leyes. ¿Qué le importaban, en efecto, el consulado y la custodia de los oráculos sibilinos? Lo que él quería era que lo aligerasen de la pesada carga de sus deudas, y que todos los ciudadanos pudiesen disfrutar de los terrenos comunales. Como sabía muy bien la nobleza plebeya que era impopular, tuvo buen cuidado de abarcar todas estas reformas en un solo proyecto; y, después de larguísimos debates (se dice que duraron once años), la ley se aprobó en su conjunto en el año 387 (367 a.C.).
EL
PATRICIADO PIERDE SU PREPONDERANCIA POLÍTICA.
EL PRETOR. LOS EDILES CURULES
Desde la fecha de promoción del primer cónsul plebeyo (la elección del pueblo recayó sobre el autor principal de la reforma, sobre el antiguo tribuno Lucio Sextio Laterano), el patriciado no se cuenta ya de hecho ni de derecho entre las instituciones políticas de Roma. Se refiere que después de votadas las Leyes Licinias, Camilo renunció a sus prejuicios de casta y edificó un templo a la concordia sobre un puente elevado en el Comicio, el antiguo lugar de la asamblea del pueblo, donde el Senado solía también reunirse algunas veces. Si el hecho es cierto, Camilo reconocía que habían terminado los odios obstinados y funestos de los dos órdenes. Así pues, la consagración religiosa del tratado de paz debió ser el último acto de la vida pública del gran hombre de Estado y gran capitán, y marcó el término de su larga y gloriosa carrera. No se engañaba Camilo por completo. En adelante, las más esclarecidas entre las familias patricias proclamaron en alta voz que habían perdido sus privilegios políticos, y se contentaron con dividirse el poder con la aristocracia plebeya. Pero la mayoría de los patricios persistió todavía en su ceguedad incurable. Como ha sucedido en todo tiempo, los campeones de la legitimidad se abrogaron también en Roma el privilegio de no obedecer la ley sino cuando favorecía sus intereses de partido. Con frecuencia se los vio infringiendo el orden de cosas nuevamente establecido, y nombrar a la vez a dos cónsules patricios. El pueblo tomaba enseguida su revancha. Después de la elección patricia del año 411 (343 a.C.), quiso nombrar dos cónsules plebeyos. Este era un peligro que debía evitarse, y, en adelante, a despecho del empeño formado por algunos pertinaces, los patricios no osaron aspirar a la segunda silla consular. Los mismos nobles se infirieron una grave herida cuando, en ocasión de las Leyes Licinias, intentaron que se les diese una indemnización a cambio de las concesiones que se les habían arrancado. Pretendían así salvar del naufragio, por una especie de juego de báscula política, algunos restos de sus antiguos privilegios políticos. Con el pretexto de que solo ellos conocían la jurisprudencia hicieron desmembrar del consulado, que ya estaba abierto a los plebeyos, todas las atribuciones judiciales. Se nombró entonces a un tercer cónsul especial, un pretor, para administrar justicia. La vigilancia del mercado, la jurisdicción de policía y la dirección de las fiestas cívicas fueron entregadas a nuevos ediles, cuya competencia era permanente, y que se distinguieron de sus colegas plebeyos por el nombre de ediles curules. No obstante, el simple plebeyo tuvo muy pronto acceso a la nueva edilidad.
ADMISIÓN COMÚN A TODOS LOS CARGOS PÚBLICOS
En el año 398 (356 a.C.) la dictadura se hizo también accesible al pueblo, que ya había sido admitido a las funciones de jefe de la caballería en el año que precedió a la votación de las Leyes Licinias, o sea en el 386 (368 a.C.). También fueron conquistados los cargos de censor y de pretor en los años 403 y 417 respectivamente (351 y 337 a.C.). Por último, por este mismo tiempo fue también cuando los nobles, privados ya de uno de los dos puestos consulares, perdieron además uno de los dos censorados. En vano en el año 427 (327 a.C.) un augur patricio quiso impedir una dictadura plebeya, y atribuir a la elección vicios que no estaban al alcance de los profanos; en vano, hasta en los últimos tiempos del período actual, el censor patricio prohibió a su colega plebeyo que tomase parte en las solemnidades del lustro (purificaciones religiosas y sacrificios) con que termina el censo. Todos estos miserables enredos sirvieron solo para patentizar el despecho de la nobleza, sin darle mayor poder. Por otra parte, el patriciado tenía el derecho de confirmar o rechazar las leyes de las centurias desde mucho tiempo antes, pero jamás se había atrevido a ponerlo en práctica. Hasta este mismo derecho le fue arrancado por las leyes Publilia y Mænia, que se remontan, la primera al año 415 (339 a.C.), y la segunda a mediados del siglo V de Roma (III a.C.); aunque de tal suerte que fue todavía llamado a dar su previa autorización, ya fuera que se tratase de un proyecto de ley o de una elección[220]. Es verdad que solo sería por una cuestión de forma por lo que se consultaría a la nobleza hasta en los últimos tiempos de la República. Fácil es de comprender que las familias defendieran por más tiempo sus privilegios religiosos, los que, en su mayor parte, quedaron intactos. Es verdad también que los flamines mayores, el rey de los sacrificios y las cofradías de los salios no tenían ninguna importancia política. Pero los colegios de pontífices y de augures, a causa de su influencia en los comicios y en las cosas del derecho, cuya ciencia poseían, no podían pertenecer exclusivamente al patriciado. La Ley Ogulnia, votada en el año 454 (300 a.C.), dio acceso a los plebeyos: aumentó hasta ocho el número de los pontífices y a nueve el de los augures, y dio a ambas órdenes un número igual de plazas en cada colegio.
LA NOBLEZA DESPUÉS DE LAS REFORMAS
Había terminado el antagonismo entre las familias nobles y el pueblo, si no en todo, por lo menos en las cuestiones esenciales. De todos sus antiguos privilegios, el patriciado no había conservado más que uno, si bien era de gran importancia, a saber: el de votar en primer lugar en los comicios centuriados. A esto se le debe en gran parte que uno de los cónsules y uno de los censores fuesen todavía elegidos de su seno; no obstante, se veía excluida por completo del tribunado, de la edilidad plebeya y de los segundos puestos consular y censorial. Justo castigo a su resistencia egoísta e insensata: en lugar del primer puesto, se veía reducida al segundo en casi todos los cargos. Pero, aunque no fuese más que un nombre, la nobleza romana no pereció por esto. Está en la naturaleza de toda nobleza que, cuanto más reducida se halle a la impotencia, manifieste tendencias más absolutas y exclusivas. En tiempos de los reyes, el patriciado no tiene todavía pretensiones que serán más tarde su principal carácter; de tiempo en tiempo, suele permitir que se le incorporen familias nuevas. Pero después de proclamada la República cierra obstinadamente sus filas, y el rigor infranqueable de su ley de exclusión camina a la par con la completa ruina de su monopolio político. La soberbia altivez de los ramnes sobrevivió al último de los privilegios de su orden, y hasta se ve en Roma a las nuevas familias nobles suplir con la exageración de su insolencia lo que les falta de antigüedad. Entre todos los hidalgos romanos no hubo quien luchara tan tenazmente «para sacar el consulado de la hez plebeya», ni pregonase la nobleza con tanto despecho y tanta arrogancia al mismo tiempo, como la familia Claudia. Ardientes como los que más de las casas patricias, los Claudianos solo eran una especie de advenedizos o noveles, comparados con los Valerios, los Quincios, y aun con los Fabios y los Julios. Según parece, eran los más modernos entre todas las familias patricias[221]. El que quiera comprender la historia de Roma en los siglos V y VI no debe tener en cuenta esta facción noble; es verdad que no ha podido hacer nada más que atormentarse y atormentar a los demás. Algún tiempo después de la Ley Ogulnia, en el año 458 (296 a.C.), se encuentra un incidente que retrata perfectamente la situación. Una mujer patricia había dado su mano a un plebeyo de gran valía y que había desempeñado los más elevados cargos. Pero, a causa de este matrimonio desigual, las damas nobles la expulsaron tanto de su sociedad como de la solemnidad de las fiestas celebradas en honor de la castidad de las mujeres. Por consiguiente, hubo en Roma después de esta época una diosa de la castidad para las patricias y otra para las plebeyas. Tales veleidades eran sin duda de poca importancia, y las familias nobles en su mayor parte no se dejaban llevar por estos mezquinos arranques de mal humor; pero no por esto dejaban de producir en ambos órdenes gran descontento. Si bien es cierto que la lucha del pueblo contra los nobles fue una necesidad de la situación política y social, los largos trastornos que causó y que continuaron por mucho tiempo, las escaramuzas a retaguardia después de la batalla decisiva y, por último, las mezquinas querellas dieron también un serio ataque y hasta cierto punto produjeron la desorganización en todas las instituciones de la vida pública y privada de los romanos.
PELIGRO SOCIAL. ESFUERZOS PARA CONJURARLO
Como quiera que fuese, uno de los objetivos del compromiso del año 387 (367 a.C.) se había conseguido por completo: el patriciado estaba casi vencido. ¿Puede decirse lo mismo de los otros dos objetivos que se proponían? ¿Había resuelto realmente el nuevo orden de cosas el problema de las miserias sociales y fundado la igualdad política? Ambas cosas estaban estrechamente unidas. Si los vicios del sistema económico entrañaban la ruina de las clases medias, la división de los ciudadanos en una clase poco numerosa de ricos y una multitud de miserables proletarios hacía imposible la igualdad civil. Por consiguiente, toda la máquina del gobierno republicano amenazaba desplomarse. Así pues, la conservación y, aún más que esto, el acrecentamiento de la clase media y de los pequeños propietarios rurales era la empresa más grande y noble para todo patriota y hombre de Estado. En cuanto a los plebeyos, llamados después a participar del poder, se debían tanto más a esta empresa cuanto que debían la mayor parte de sus derechos políticos actuales a ese desgraciado proletariado, del que esperaban grandes recursos. La sana política y la ley moral les ordenaban venir en auxilio de las clases menesterosas, por todos los medios administrativos que estuvieran a su disposición. Examinemos, pues, hasta qué punto les había traído algún alivio la legislación reciente del año 387 (367 a.C.).
LAS LEYES LICINIAS
En cuanto se trataba de impedir el cultivo en grande hecho por rebaños de esclavos, y de asegurar su parte a los pobres proletarios, las prescripciones de las Leyes Licinias en favor de los trabajadores libres eran evidentemente ineficaces. Para remediar el mal por completo hubiera sido necesario remover toda la sociedad civil hasta en sus fundamentos. El solo pensamiento de semejante reforma traspasaba, con mucho, el horizonte de aquellos tiempos. Hubiera sido fácil, por el contrario, mejorar el régimen del dominio del Estado; pero en este solo se hicieron algunos cambios sin trascendencia. Así pues, el nuevo reglamento indicaba el máximo de cabezas que los poseedores de ganados tenían derecho a llevar a pastar a los terrenos públicos, y autorizaba las ocupaciones de las parcelas susceptibles de cultivo, pero confería al rico una parte privilegiada, y quizá desproporcionada, sobre los productos de este mismo dominio. Las posesiones de dominio y el sistema de las ocupaciones recibían de este modo su consagración legal, aunque permanecían sujetas al diezmo y eran revocables a voluntad. Agréguese a esto que las Leyes Licinias habían omitido reemplazar por medios de percepción más rigurosos y seguros el modo tan mal seguido hasta entonces para la cobranza de los derechos sobre los pastos y de los diezmos. No se procedía, por tanto, ni a la revisión necesaria de las posesiones ni a la institución de un funcionario especial para la ejecución de las nuevas leyes de dominio. Dividir de nuevo las tierras ocupadas entre los tenentes actuales considerando la regla de un máximo de extensión, por un lado, y a los plebeyos no propietarios, por otro; darles su propiedad completa; abolir las ocupaciones para el porvenir, e instituir una magistratura con orden de proceder a la división de todos los terrenos que se conquistaran eran medidas que la situación indicaba. Del hecho de que no se las tomase no debe concluirse que pasase desapercibida su oportunidad. No olvidemos que las nuevas leyes fueron votadas a propuesta de la aristocracia plebeya, es decir, de una clase interesada en parte en mantener el monopolio de los aprovechamientos del dominio común. El promotor de estas leyes, Gayo Licinio Estolon, fue el primero en infringirlas; él mismo se vio condenado por detentación de parcelas que traspasaban el máximo señalado. Yo me pregunto si el legislador ha obrado de buena fe y si no es intencionadamente que se ha separado del único camino que conducía fácilmente, y en interés de todos, a la solución completa de la cuestión agraria. Reconozco, por otra parte, que, tales como eran, las Leyes Licinias podían hacer algún bien y que, en el fondo, fueron útiles a la causa del pequeño propietario y del jornalero. Por último, en los tiempos siguientes a aquellos en que se pusieron en vigor, vemos a los magistrados hacer que todos se atuviesen a la regla del máximo, e imponer con frecuencia grandes multas a los detentadores de ganados y a los ocupantes de dominios públicos.
LEYES DEL IMPUESTO. LEYES DEL CRÉDITO
Los regímenes del impuesto y del crédito fueron también rehechos con gran firmeza, de una forma que no se hallará en ningún otro futuro legislador. Si las circunstancias lo hubieran permitido, se habría querido evitar por medidas legales los males del sistema económico. En el año 397 (357 a.C.) se impuso el 5% sobre el valor de todo esclavo emancipado. Este fue el primer impuesto que en Roma recayó sobre los ricos, y cuya tasa sirvió para poner a raya la emancipación creciente de los esclavos. Ya las Doce Tablas habían reglamentado el interés de los préstamos (pág. 321); estos se renovaron poco a poco y se reforzaron sus prescripciones. El máximo legal fue rebajado del 10% (tasas del año 397 de Roma) al 5% para el año de doce meses (año 407 de Roma, 347 a.C.), y, por último, en el año 412 se prohibió absolutamente llevar ningún interés, por insignificante que fuese.
Esta última ley era enteramente insensata y solo quedó vigente en la forma, pues en el fondo jamás llegó a ejecutarse. La costumbre fue que los capitales rindiesen el 1% al mes, o el 12% para el año civil. Según las tasas del valor monetario en la antigüedad, esto venía a ser equivalente al 5 o el 6% modernos; y puede decirse que, desde esta época, este fue real y lícitamente el interés máximo. Si se había estipulado una cuota mayor, la demanda no era admitida en la justicia, y hasta quizá el mismo juez ordenaba la restitución. Por lo demás, los usureros notorios eran frecuentemente conducidos ante la justicia popular y condenados al momento por las tribus a gruesas multas. La Ley Pœtilia, dada entre los años 428 y 441 (326 y 313 a.C.), introdujo también cambios notables en el procedimiento. Al deudor que afirmase bajo juramento su insolvencia, le fue admitido abandonar todos sus bienes y salvar de este modo su libertad. La rápida ejecución del antiguo derecho, mediante la cual el deudor que no devolvía la suma prestada era inmediatamente adjudicado a su acreedor, fue anulada por una nueva disposición que exigía el concurso de una especie de jurado para juzgar sobre la suerte del deudor (nexus). Todas estas reformas legales tenían seguramente su importancia y dulcificaban en ciertos casos algunas miserias. Pero el mal era inveterado y persistió, y vemos que se estableció en el año 402 (352 a.C.) una comisión financiera encargada de arreglar todo lo tocante al crédito y proporcionar algunos ingresos al Tesoro público. En el año 407 (347 a.C.) se fijaron de nuevo, legislativamente, los términos en que había de verificarse el pago. Más tarde aún, en el año 467 (287 a.C.), estalló una peligrosa insurrección. El pueblo no había podido entenderse con sus adversarios acerca de las nuevas facilidades solicitadas en interés de los deudores, y entonces se retiró al monte Janículo. Fue necesario un ataque de los enemigos exteriores para establecer la paz en la ciudad. Es injusto, por tanto, criticar a tantas y tan serias tentativas su insuficiencia para impedir el empobrecimiento de las clases medias. Rechazar un remedio parcial por su condición de tal, mientras que el mal es radical, he aquí el texto en que se apoyan los amotinadores o cabecillas de baja graduación, y que predican a los simples y a los ignorantes. ¡Ellos mismos son unos insensatos cuando hablan de este modo! ¿Acaso uno no se podría preguntar si realmente este era un pretexto que usaba la demagogia, o si era en realidad absolutamente necesario recurrir a medios tan radicales y peligrosos como el fijar los intereses del capital, por ejemplo? No tenemos a mano pruebas suficientes para resolver esta cuestión. Lo único evidente es que la condición económica de los ciudadanos pertenecientes a las clases medias era cada día más apurada, y que de arriba se hicieron muchos esfuerzos, aunque inútiles, para venir en su auxilio, ya fuera mediante las prohibiciones de la ley o mediante medidas moratorias. Por último, es también evidente que la facción aristocrática y gobernante, siempre demasiado débil respecto de sus propios miembros y siempre cohibida por los intereses egoístas de casta, fue impotente para usar el único remedio eficaz que se le ofrecía: la abolición completa, sin reserva, del sistema de ocupaciones del dominio público. Solo entonces hubieran cesado los motivos de queja por parte de la clase media, y el gobierno no hubiera incurrido en la grave falta de explotar en su provecho la miseria y la opresión de los gobernados.
ACRECENTAMIENTO DE LA DOMINACIÓN ROMANA
FAVORABLE A LA ELEVACIÓN DE LAS CLASES RURALES
El éxito de la política romana en el exterior y la consolidación de su dominio sobre toda la Italia trajeron a las clases bajas más recursos que los que hubiera podido o querido proporcionarles el partido gobernante. Las colonias importantes y numerosas (fundadas en su mayor parte en el siglo V) aseguraban la conservación del país conquistado y procuraban también al proletariado agrícola establecimientos en los nuevos territorios o facilidades en el país antiguo, a causa de los vacíos que producía la emigración. El aumento de los ingresos indirectos y extraordinarios, y la próspera situación del Tesoro permitieron también que no hubiese que apelar sino rara vez al recurso del empréstito forzoso, cobrado al pueblo por vía de contribución. Y si, por un lado, la pequeña propiedad estaba irrevocablemente perdida y aumentaba así en Roma la suma de bienestar y el lujo, por otro, los grandes propietarios de los antiguos tiempos descendían poco a poco a un rango inferior y suministraban un nuevo contingente a la clase media. Las ocupaciones otorgadas a los nobles eran generalmente sobre los nuevos territorios. Las riquezas acumuladas en Roma por la guerra y el comercio trajeron consigo la reducción del interés. Por lo demás, el aumento de la población urbana ofrecía un vasto mercado a la producción agrícola de todo el Lacio; y la incorporación prudente y sistemática de cierto número de ciudades limítrofes, con lo que se fue extendiendo la ciudad romana, vino también a reforzar al pueblo. Ante las victorias y el éxito brillante del ejército, los partidos finalmente debieron apaciguar sus discordias. Por último, aun cuando la miseria de los proletarios no cesó, en tanto sus principales fuentes quedaron abiertas, es necesario convenir de buena fe en que la suerte de la clase media es infinitamente menos dura al fin del período actual que en el siglo que siguió a la expulsión de los reyes.
IGUALDAD CIVIL
Hasta cierto punto, la igualdad civil había sido fundada o, mejor dicho, restablecida, por la reforma del año 387 (367 a.C.) y por las instituciones importantes que se desarrollaron en consecuencia. Así como, en los tiempos en que solo los patricios formaban el cuerpo de los ciudadanos, todos eran absolutamente iguales entre sí en derechos y deberes, así también en la actualidad no hay diferencia alguna ante la ley entre todos los miembros de la ciudad. Todavía existían en ella, como es natural, y con su influencia necesaria sobre la vida pública, los diversos grados que la edad, la inteligencia, la cultura y los bienes de fortuna introducen constantemente en la vida civil. No obstante, el pueblo con sus tendencias y el gobierno con su política impedían que aparecieran estas diferencias, en cuanto estaba a su alcance. El sistema de las instituciones de Roma tendía a formar hombres fuertes, pero no hombres de genio. La cultura de los romanos no marchaba a la par de su poder. Era contenida por los instintos nacionales, más que impelida hacia adelante. Nada podía impedir que hubiese allí a la vez pobres y ricos. Entre ellos, como en todo pueblo puramente agrícola, el agricultor y el jornalero manejaban igualmente el arado, y hasta el rico, obedeciendo las reglas sanas de la economía, observaba una frugalidad uniforme y evitaba cuidadosamente tener entre sus manos un capital muerto. Fuera del salero (salinum) y de la copa (patera) que servía para los sacrificios, ninguna casa tenía entonces vajilla de plata[222]. Tales hechos tienen su importancia. Al ver el éxito brillante de la República durante el siglo que transcurre entre la última guerra de Veyes y la lucha contra Pirro, se nota fácilmente que los nobles habían cedido entonces el puesto a los agricultores. En efecto, cuando ocurrió la destrucción de la cohorte de los Fabios, perteneciente a la alta nobleza, el luto de la ciudad no fue mayor ni menor que el que experimentaron plebeyos y patricios ante el sacrificio y la heroica muerte de los Decios, que pertenecían al orden plebeyo. Se ve también que el consulado no se ofrecía entonces al noble más rico; y se confirma, por último, en la historia de Manio Curio. Cuando Manio Curio, pobre labrador de la Sabina, regresó vencedor de Pirro, a quien había arrojado de Italia, tornó a vivir a su pequeño campo y a sembrar su trigo, lo mismo que antes.
LA NUEVA ARISTOCRACIA
No se olvide, sin embargo, lo siguiente: en muchos aspectos esta igualdad republicana tan imponente no era más que puramente formal. De su seno salió muy pronto una verdadera aristocracia, cuyo germen encerraba. Mucho tiempo hacía que las familias ricas o notables de plebeyos se habían separado de las masas y hecho alianza con el patriciado, tanto para el goce exclusivo de los derechos senatoriales como para proseguir una política extraña, y hasta contraria algunas veces al interés plebeyo. Vinieron después las Leyes Liciniæ Sestiæ, que suprimieron todas las distinciones legales en el seno de la aristocracia. Como se ha visto, transformaron las instituciones que excluían al hombre del pueblo de los puestos gubernamentales, abolieron las prohibiciones inmutables del derecho público y no dejaron subsistentes más que aquellos obstáculos de hecho, si no absolutamente infranqueables, por lo menos difíciles de vencer. De uno u otro modo, lo cierto es que se infundió en la nobleza una sangre nueva; pero ahora, como antes, el gobierno continuó siendo aristocrático. Si bajo estas condiciones la ciudad romana no dejó de ser una verdadera ciudad rural, en la cual el rico propietario apenas se distinguía del pobre colono pues trataba con él en pie de igualdad, la aristocracia, sin embargo, se mantuvo omnipotente. Al hombre desheredado de la fortuna le fue más fácil llegar a los puestos superiores de la ciudad, que ser nombrado jefe en su aldea. Al dar al ciudadano más pobre elegibilidad para las magistraturas soberanas, la nueva ley decretó seguramente una innovación grande y fecunda. Pero, en realidad, no fue solo una excepción ver elevado a dichas funciones a un hombre procedente de las últimas capas sociales[223]; a fines de la época de la que hablamos, semejante elección no pudo nunca verificarse sino después de una gran lucha y con el apoyo de la oposición.
NUEVA OPOSICIÓN
Se había constituido un nuevo gobierno aristocrático, frente al cual se levantó al momento un partido de oposición. La nivelación legal de las clases no había hecho más que transformar la aristocracia. Enfrente de los nobles nuevos que, no contentos con ser herederos del patriciado, se injertaban en este y crecían con él, las oposiciones continuaron y observaron en todo la misma conducta. Como la exclusión ya no alcanzaba a todos los simples ciudadanos, sino solamente a los hombres del pueblo, estos tomaron por su cuenta la causa de la gente pobre, sobre todo la de los pequeños cultivadores. De esta forma, así como la nueva aristocracia se une a los patricios, los primeros refuerzos de la nueva oposición se unen a las últimas y decisivas luchas del pueblo contra la clase privilegiada. Los primeros nombres que encontramos entre los campeones populares son los de Manio Curio (cónsul en los años 464, 479 y 480, y censor en el 482) y Gayo Fabricio (cónsul en los años 472, 476 y 481, y censor en el 479); ambos sin ascendientes y sin fortuna, elevados tres veces por el voto del pueblo al puesto más alto de la magistratura, aun contra la regla aristocrática que aspiraba a prohibir la reelección para los cargos elevados. Ambos, en su calidad de tribunos, de cónsules y de censores, fueron adversarios declarados del monopolio patricio y protectores ardientes de los pequeños ciudadanos de la campiña, contra la ambiciosa arrogancia de los nobles. Ya se dibujan los partidos futuros; pero el interés común hace callar todavía el particular interés de los bandos. Se ve a los jefes de ambas facciones, Apio Claudio y Manio Curio, quienes aun siendo enemigos declarados asocian sus prudentes consejos y el valor de sus brazos para vencer a Pirro. Después está el censor Gayo Fabricio, que, si bien ha castigado a P. Cornelio Rufino por sus opiniones y por su vida aristocrática, se apresura a reconocer sus probados talentos de general y favorece su segunda elección al consulado. Los rivales se dan aún la mano por encima del surco que ya se entreabre y los separa.
EL NUEVO GOBIERNO
Había terminado la lucha entre los antiguos y los nuevos ciudadanos; se habían hecho repetidos esfuerzos, y a veces con éxito, para auxiliar a las clases medias. Además, ya se habían mostrado en el seno de la igualdad civil conquistada en la víspera los primeros elementos de un nuevo partido aristocrático y otro democrático. Después de habernos extendido sobre los puntos más importantes de esta gran crisis, nos resta decir cómo se constituyó el gobierno en medio de tantas reformas, y cómo van a funcionar los tres órganos principales del Estado, es decir, el pueblo, los magistrados y el Senado, tras haber perdido la antigua nobleza su monopolio político.
EL PUEBLO
La asamblea de los ciudadanos, legalmente convocada, continúa siendo como antes la más elevada autoridad, el soberano legal de la República. Pero al mismo tiempo la ley dispone que fuera de las materias reservadas a las centurias, como la elección de los cónsules y de los censores, la decisión de los comicios por tribus valdrá en adelante lo mismo que la de las centurias. Desde el año 305 (449 a.C.) parece que lo había establecido así la Ley Valeria; pero las leyes Publilia y Hortensia, votadas en los años 415 y 467, lo erigen en regla formal y constante. En un principio la innovación parecía insignificante, porque eran los mismos individuos, en suma, los que votaban en ambos comicios. Sin embargo, no debe olvidarse que, si bien en las tribus todos los votantes eran iguales, en las centurias el valor de los votos estaba en razón directa de la riqueza de los ciudadanos. Llevar las mociones a los comicios por tribus constituía, por tanto, un cambio inspirado por la idea de la nivelación democrática. Incluso en los últimos tiempos se produjo un hecho aún más significativo. Tiempo hacía que el derecho de votar iba anexo a la condición de propietario territorial; pero de pronto esta condición fue puesta en cuestión. Siendo censor Apio Claudio, el más atrevido innovador que mencionan los anales de la historia romana, en el año 442 (312 a.C.) puso en la lista de los ciudadanos individuos que no eran propietarios, sin consultar al Senado ni al pueblo. Los clasificó arbitrariamente en las tribus y los inscribió después en las centurias y en las clases correspondientes, según su fortuna. Semejante tentativa era demasiado avanzada para aquellos tiempos: los espíritus no estaban aún preparados, y no se sostuvo por completo. Uno de los sucesores de Apio, Quinto Fabio Ruliano, ilustre vencedor de los samnitas y censor en el año 450, sin aspirar a suprimir por completo las inscripciones de Apio, procuró al menos restringirlas y asegurar siempre la preponderancia de los propietarios y de los ricos en la asamblea del pueblo. Echó a las cuatro tribus urbanas, que, de primeras que eran, se convirtieron en últimas. Estas tribus estaban compuestas por todos los no poseedores y todos los emancipados tenentes de predios rústicos, cuya propiedad no llegaba a 30 000 sestercios. Por el contrario, a las tribus rurales, cuyo número se había elevado poco a poco de diecisiete a treinta y uno en el intervalo que va del año 367 al 513 (387 a 241 a.C.) y que veían a cada momento aumentar su preponderancia pues disponían ya de una enorme mayoría, a estas tribus, repito, fueron adscritos todos los ciudadanos libres de nacimiento (ingenui) y propietarios, así como todos los emancipados poseedores de bienes raíces, cuyo valor excediese la cantidad antes indicada. En las centurias se conservaron para los ingenuos las disposiciones niveladoras de Apio; mientras que a los emancipados no inscritos en las tribus rurales se les quitó el derecho de votar. De este modo, al mismo tiempo que en los comicios por tribus se aseguraba el triunfo de los propietarios, en los comicios centuriados, en los que se necesitaban menos precauciones por tener los ricos gran preponderancia, se contentaron con impedir que los emancipados pudieran perjudicar. Medidas prudentes y moderadas que valieron a su autor el sobrenombre de Grande (Maximus), que ya había merecido por sus hazañas en la guerra. En cuanto al servicio militar, en adelante pesará, como es justo, sobre los ciudadanos no poseedores. También fue necesario poner, y se puso, un dique a la influencia creciente de los antiguos esclavos; a esto se viene a parar fatalmente en toda sociedad donde existe la esclavitud. Por último, el establecimiento del censo y de las listas cívicas había conferido insensiblemente al censor una jurisdicción especial sobre las costumbres: excluía del derecho de ciudad a todos los individuos notoriamente indignos, y de esta manera conservaba intacta la pureza de todos en la vida pública y privada.
AUMENTO DE LAS ATRIBUCIONES DEL PUEBLO
Las atribuciones y la competencia de los comicios manifiestan una tendencia patente hacia un gradual aumento. Solo recordaremos aquí el del número de las magistraturas conferidas a la elección popular. Notemos sobre todo el caso de los tribunos militares que, nombrados antes por el general, desde el año 392 fueron designados por el pueblo en una sola legión, y después del año 453, vemos que ya son cuatro los nombrados por él, en cada una de las cuatro primeras legiones. En la época que tratamos, los ciudadanos no se mezclan en el gobierno, pero conservan con tenacidad su justo derecho a votar la declaración de guerra. Este derecho les fue reconocido aun en el caso de una larga tregua estipulada en vez de una paz definitiva, porque al expirar el plazo era ya en realidad una nueva guerra. Fuera de esto, ninguna cuestión administrativa estaba sometida a su consideración, a menos que se suscitase un conflicto entre los poderes supremos, y se apelase por uno de ellos a la decisión del pueblo. Por ejemplo, en el año 305 (449 a.C.) se ve a los jefes del partido democrático Lucio Valerio y Marco Horacio pedir a los comicios el triunfo que el Senado les había negado, y esto es también lo que solicita el primer dictador plebeyo, Cayo Marcio Rutilo, en el año 398 (356 a.C.). Lo mismo aconteció cuando en el año 459 los cónsules no pudieron ponerse de acuerdo sobre sus respectivas atribuciones, y cuando, en el año 364, habiendo el Senado decidido entregar a los galos un embajador que no había cumplido con sus deberes, uno de los tribunos consulares llevó la decisión ante el pueblo. Este es el primer ejemplo conocido de un senadoconsulto anulado por el pueblo, y una usurpación funesta que costará cara a la República. Otras veces es el gobierno mismo el que consulta a la asamblea en casos difíciles u odiosos. Un día se había votado la guerra contra Cerea, pero esta ya había pedido la paz. El Senado no quiso concederla y actuar contra lo dispuesto por el plebiscito, sin que lo decidiese otro nuevo. Otro ejemplo ocurre en el año 436 (318 a.C.), cuando el Senado, queriendo negar a los samnitas la paz que solicitaban humildemente, dejó al pueblo la responsabilidad cruel del voto. Solo en los últimos tiempos es cuando vemos a los comicios por tribus extender su competencia hasta los asuntos del gobierno, y ser interrogados, por ejemplo, acerca de los tratados de paz o de alianza. Esta grave innovación se remonta probablemente a la Ley Hortensia (de plebiscitis) del año 467 (287 a.C.).
DECRECIMIENTO DE SU INFLUENCIA
Cualquiera fuera la extensión de su competencia y de su intervención en los asuntos del Estado, la asamblea del pueblo vio en realidad decaer su influencia, principalmente al final del período actual. En primer lugar, a medida que avanzaba la frontera romana, la asamblea primitiva no tenía su verdadero asiento. En otro tiempo se reunía fácilmente y, en número suficiente, se decidía pronto y sin discusión, y el cuerpo de los ciudadanos constituía no solo el pueblo propiamente dicho, sino todo el Estado. No hay duda de que las ciudades incorporadas a las tribus rústicas no se separaban de su grupo: los votos de los tusculanos decidían, por ejemplo, el voto de la tribu Papiria. Y es también indiscutible que el espíritu municipal se había abierto paso hasta en los mismos comicios (existía ya entonces, como ha existido en todo tiempo en el genio de la nación itálica). Cuando el pueblo se reunía, sobre todo en las tribus, lo hacía muchas veces bajo la inspiración del interés local y de la comunidad de sentimientos. De aquí surgían animosidades y rivalidades de todo género. En las circunstancias extraordinarias podían no faltar la energía y la independencia, pero en los casos habituales es necesario confesar que la decisión de los comicios dependía del acaso, o del personaje investido de la presidencia, o estaba quizás en la mano de los ciudadanos domiciliados en Roma. De este modo se comprende fácilmente cómo después de haber ejercido una influencia tan real y tan grande durante los dos primeros siglos de la República, a los comicios se los ve poco a poco convertirse en un instrumento pasivo, manejado a discreción por los magistrados que lo dirigen. Instrumento peligroso al mismo tiempo, sobre todo cuando estos magistrados son muchos y cuando estos plebiscitos son considerados como la expresión legal y definitiva de la voluntad popular. Por otra parte, no se pensaba en una mayor extensión de los derechos constitucionales del pueblo, ahora que este se mostraba menos dispuesto que nunca a querer obrar por sí mismo. En realidad no existía aún la demagogia, pero, de haber existido, hubiera pensado menos en aumentar las atribuciones de los comicios que en dar más amplitud a la discusión política. En efecto, durante todo este período asistimos a la aplicación constante y rigurosa de la antigua regla de derecho público, según la cual solo el magistrado puede convocar a la asamblea, tiene facultad de circunscribir el debate y de impedir toda reforma o enmienda. Por tanto, desde esta perspectiva, la constitución ya comienza a alterarse. Las asambleas antiguas, no obstante, se habían mostrado esencialmente pasivas; nada habían exigido ni estorbado, y habían permanecido absolutamente extrañas a los asuntos del gobierno.
LOS MAGISTRADOS DIVISIÓN Y DISMINUCIÓN DEL PODER CONSULAR
En cuanto a los magistrados, sin que ese hubiera sido el objeto directo de la lucha entre los ciudadanos antiguos y los nuevos, la limitación de sus poderes fue uno de sus más importantes resultados. Cuando comienzan los combates entre los órdenes, es decir, la lucha por la participación en el consulado, este todavía representa al poder real, uno e indivisible. Los magistrados inferiores, por ejemplo, eran designados libremente por el cónsul, como lo eran antes por el rey. Cuando la guerra termina, el consulado ha perdido sus principales atribuciones: jurisdicción, policía o inspección de caminos, nombramiento de los senadores y de los caballeros, censo y administración del Tesoro público. En adelante, todo esto corresponde a funcionarios especiales elegidos por el pueblo, igual que los cónsules, y colocados no por debajo de ellos, sino a su lado. Habiendo sido antes magistratura única y soberana, ahora el consulado ya no está en el primer rango. Si en el nuevo cuadro de las dignidades romanas y en el orden usual de las magistraturas tiene su lugar antes que la pretura, la edilidad y la cuestura, en la realidad lo cede a la censura, investida de más altas atribuciones financieras, encargada de la confección de las listas cívicas, ecuestres y senatoriales, y ejerciendo de este modo, en toda la ciudad, la vigilancia sobre las costumbres, vigilancia absoluta a la que nadie puede sustraerse por grande o pequeño que sea. En lugar del antiguo principio del derecho público, que no concebía la función suprema sin el poder ilimitado, predomina poco a poco el principio contrario. Las atribuciones de los magistrados y su competencia estarán sujetas a límites fijos. El imperium, uno e indivisible, quedará roto y casi destruido. La brecha se abre con la creación de funciones yuxtapuestas al poder consular, sobre todo con la cuestura (págs. 289 y sig.), y acaba con la Ley Licinia del año 287, que divide las atribuciones de los tres funcionarios más altos del Estado y da a los dos primeros el poder ejecutivo y de la guerra, y el poder judicial al tercero (pretura). Aún hay más: aunque tuviesen en todo el mismo poder y la libre concurrencia, los cónsules no habían dejado nunca de dividirse entre sí los diversos distritos oficiales (provinciæ)[224]. Esta división se había hecho de común acuerdo, o por suertes; pero he aquí que los demás cuerpos del Estado se mezclaron, a su vez, en la repartición de su competencia. Vino a ser una costumbre que el Senado interviniese todos los años en esta división, y que, sin llegar hasta hacer por sí mismo la de los asuntos entre magistrados igualmente competentes, les dio siempre su parecer o los invitó a arreglarse según su consejo, ejerciendo de este modo una gran influencia hasta en la cuestión de personas. En los casos extremos recurrió también a la decisión del pueblo, cuyo plebiscito cortaba por completo la cuestión (pág. 347). Este era, sin embargo, un medio peligroso para el gobierno, y se empleó rara vez. También se quitaron a los cónsules los asuntos más graves, como por ejemplo los tratados de paz, y entonces se vieron obligados a recurrir al Senado y a seguir sus instrucciones; si había peligro en la tardanza, este podía suspenderlos. Por último, sin que se estableciese nunca una regla fija pero sin que en la práctica la haya infringido jamás, el Senado se arrogó la facultad de establecer la dictadura y hasta de designar el dictador, cuya elección entraba, según la ley, en las atribuciones consulares.
DESMEMBRACIÓN DE LOS PODERES DICTATORIALES
La unidad y la plenitud de los poderes, el imperium, se mantuvo por más tiempo intacto en manos del dictador. Este magistrado extraordinario creado en circunstancias supremas tuvo desde un principio, como es natural, atribuciones especiales. Vemos que, en el derecho, su competencia es aún más ilimitada que la del cónsul. Pero, con el paso del tiempo, fue a su vez limitado por las nuevas doctrinas. En el año 391 (363 a.C.) se nombró un dictador con motivo de una dificultad puramente religiosa y para el cumplimiento de una simple ceremonia del culto. Sin embargo, al apoderarse de la autoridad absoluta de que gozaba en la ley antigua, consideró como nulas las limitaciones impuestas a su competencia, y quiso tomar también el mando del ejército. En los años siguientes al 403 se nombraron con frecuencia otros dictadores con poderes determinados, pero ellos no renovaron semejantes tentativas. Sin entrar en conflicto con los magistrados, se circunscribieron a sus atribuciones especiales y limitadas.
PROHIBICIONES DE LA ACUMULACIÓN DE FUNCIONES
Y DE LA REELECCIÓN PARA LOS CARGOS
En el año 412 (342 a.C.) se prohibió la reunión en una misma persona de varios cargos curules, y el desempeño de la misma magistratura hasta pasados diez años desde aquel en que se había ejercido el cargo. Se estableció también en el año 489 (265 a.C.) que la censura, que era en realidad la magistratura más elevada, no podría ser ocupada dos veces por la misma persona. El gobierno tenía aún bastante fuerza como para no tener miedo de sus propios instrumentos, y como para poder impunemente dejarlos de lado sin servirse de ellos, ni aun de los más útiles. Pero sucedió con frecuencia que bravos generales vinieron a levantar ante ellos las barreras legales[225]. Pueden citarse algunos ejemplos: Quinto Favio Ruliano, cónsul cinco veces en veintiocho años, o Marco Valerio Corvo, seis veces cónsul entre los años 434 y 483 (320-271 a.C.). La primera vez fue cónsul a los 23 años, y la última, a los 72; su brazo fue el sostén de la ciudad y el terror de los enemigos por espacio de tres generaciones, y murió con más de 100 años.
EL TRIBUNADO DEL PUEBLO. SU PAPEL EN EL GOBIERNO
Mientras que los magistrados romanos descienden de la condición elevada de soberano absoluto a una cada vez más restringida de funcionario público y de mandatario de la ciudad, la antigua magistratura de los tribunos del pueblo sufrió también los efectos de una reacción semejante, si bien fue más interna que externa. Creada para proteger (auxilium) a los débiles y pequeños, aun revolucionariamente, de la soberbia y los excesos del poder de los altos funcionarios, había conducido muy pronto a la conquista de los derechos políticos de los simples ciudadanos y a la destrucción de los privilegios de la nobleza. Este segundo fin se había conseguido; pero la idea primera del tribunado había sido puramente democrática y las conquistas que debían hacerse en el orden político vendrían mucho después. La idea democrática en sí misma no era más odiosa para el patriciado que para la nobleza plebeya, a quien debía pertenecer, y pertenecía en efecto, el tribunado. Proclamada la igualdad civil y habiendo revestido la constitución romana de un color más decididamente aristocrático, ¿qué tiene de extraño que la aristocracia plebeya no haya podido reconciliarse con las nuevas tendencias? Los patricios, obstinados defensores de la institución consular patricia, no luchaban con más energía contra aquellas. Al no poder abolir el tribunado, se intentó reformarlo. La oposición creyó hallar aquí un completo arsenal de armas ofensivas, y se hizo de él un instrumento de gobierno. En su origen, los tribunos no tenían parte alguna en la administración, no eran magistrados ni miembros del Senado. Luego se los hizo entrar en el cuerpo de las magistraturas administrativas, y a partir del primer momento se les dio una jurisdicción igual a la de los cónsules. Desde los primeros combates entre los órdenes, los tribunos conquistaron la iniciativa legislativa. Después, sin que podamos precisar con exactitud la fecha, poco antes o después de la proclamación de la igualdad civil, ocuparon respecto del Senado, del cuerpo que realmente regía y gobernaba, una situación semejante a la de los cónsules. En un principio asistían a las deliberaciones del Senado sentados en un banco cerca de la puerta. En la actualidad se sientan en el interior del salón al lado de los otros magistrados, tienen derecho a hacer uso de la palabra y, si no pueden votar es porque, en virtud de una regla formal del derecho público de Roma, aquel que no ha de obrar no tiene más que voto consultivo. En efecto, todos los funcionarios entran y hablan en el Senado durante el año de su cargo, pero no tienen nunca voto deliberativo (pág. 294). Por lo demás, no quedaron aquí las cosas; muy pronto los tribunos obtuvieron el privilegio distintivo de las altas magistraturas, el que pertenecía a los cónsules y a los pretores: hablo del derecho de convocar al Senado y de presentar en él mociones y hacer que se votase un senadoconsulto[226]. Todo esto era muy natural. Los jefes de la aristocracia plebeya no podían dejar de obtener en el Senado los mismos derechos que los patricios, desde el día en que el gobierno había dejado de ser un monopolio de la nobleza y había comenzado a pertenecer a las dos aristocracias reunidas. Pero hubo un día en que este colegio de funcionarios de oposición fue a su vez llamado al segundo rango del poder ejecutivo, principalmente para todos los asuntos que interesan a la ciudad, contra lo establecido en su institución primitiva que lo excluía de toda participación en el gobierno. Y aún más, llegó a ser uno de los órganos más activos de la administración, o, si se quiere, del mismo Senado, con el cargo de guiar el cuerpo de los ciudadanos y de impedir los abusos de todos los demás empleados públicos. Paradójicamente, a contar desde esta fecha fue completamente absorbido en el sistema fuera del que había sido creado, y cesó de tener existencia propia y política. Después de todo, este era un resultado necesario e inevitable. Grítese cuanto se quiera contra los vicios enteramente manifiestos de la aristocracia romana; por más que se proclame el aniquilamiento del tribunado como consecuencia lógica de los progresos crecientes de la preponderancia nobiliaria, todavía no podrá desconocerse que no era posible para el gobierno de la República acomodarse por mucho tiempo a una magistratura sin objeto definido, que no tenía casi otra misión que la de entretener al proletariado miserable con la apariencia de un socorro quimérico. Una magistratura que había revestido en un principio un carácter decididamente revolucionario, y que había poseído un poder anárquico para contrarrestar la acción de los funcionarios y aun la del Senado. Pero la fe en su ideal secreto, a la vez fuerza e impotencia de la democracia, había hecho germinar en Roma la confianza más entusiasta en la institución del tribunado. ¿Es acaso necesario recordar la aventura de Nicolás Rienzi, en un siglo muy posterior, para mostrar que, por ineficaz que fuese a los verdaderos intereses de las masas, se corría el riesgo de una terrible catástrofe al intentar abolir esta magistratura? Se usó, pues, una prudencia hábil; y obraron como buenos ciudadanos al dejarla subsistir con sus formas exteriores, al mismo tiempo que se la anulaba en el fondo. El tribunado, con sus recuerdos y su antigua misión revolucionaria, fue siempre invocado en la ciudad de Roma como la fiel expresión de los antagonismos sociales y como un arma peligrosa puesta en manos de un partido que aspiraba a destruir el orden de cosas. Al mismo tiempo, y por muchos años, la aristocracia se apoderó de él tan completamente, que la historia solo hace mención de un acto de oposición dirigido contra el Senado por el colegio de los tribunos. Y si alguna vez intenta uno de ellos una resistencia aislada, se rechazan sin trabajo sus esfuerzos, muchas veces con el concurso de sus propios colegas.
EL SENADO. SU COMPOSICIÓN
En realidad, es el Senado el que gobierna sin rival alguno; aunque es de destacar que su composición fue muchas veces modificada. Como sabemos, el magistrado supremo tenía el libre derecho de elección y expulsión de los senadores, pero jamás ejerció plenamente este derecho, sobre todo después de la abolición de la monarquía. Puede suceder que se aboliera aquella costumbre desde mucho tiempo antes, y que no se quisiera excluir a los senadores de los consejos de la República, sino en el momento de la revisión quinquenal de las listas cívicas. Pero el Senado se evadió por completo de la acción de la magistratura suprema, cuando la redacción de las listas fue quitada a los cónsules y confiada a funcionarios de segundo orden, los censores. Después vino la Ley Ovinia, hacia mediados del período actual, probablemente poco tiempo después de las Leyes Licinias. Esta ley restringe aún más los arbitrarios poderes de los funcionarios en lo que concierne a las promociones en el orden senatorial, y abre el Senado a todo ciudadano que haya ejercido los cargos de edil curul, pretor o cónsul. Cada uno de estos funcionarios tuvo asiento y voto en el Senado desde un principio y de pleno derecho. El censor está obligado a inscribirlo oficialmente en las listas cuando entra en el cargo, a menos que pronuncie su exclusión, que debía estar fundada en motivos que producirían también la expulsión de un senador antiguo. Los magistrados que salían de los referidos cargos no eran bastante numerosos, ni con mucho, como para mantener completo el número de los trescientos senadores. Por otra parte no era posible reducirlos a una cifra inferior, ya que la lista senatorial era la misma que la de los jurados. En consecuencia, a los censores les quedó definitivamente un ancho campo para la elección de senadores. Pero los senadores así nombrados, y que no habían ejercido cargos curules sino solo funciones inferiores, debían haberse distinguido por su valor, haber matado a un jefe enemigo o salvado a un ciudadano. Los senadores subalternos o pedarios (Senatores pedarii), como se los denominaba, votaban simplemente sin tomar parte en la discusión. Así, pues, a partir de la Ley Ovinia, la porción más importante del Senado, el núcleo donde venía a concentrarse el gobierno y la administración, había dejado de estar en poder de la alta magistratura y procedía indirectamente del pueblo mediante la elección de las dignidades curules. Sin ofrecer una semejanza completa con el sistema representativo de los tiempos modernos o con el self-government popular, la constitución romana se aproximaba algo a ellos. Por lo demás, los senadores mudos llevaban al gobierno el concurso, tan necesario y tan difícil de asegurar, de una masa compacta de votantes silenciosos, en estado y derecho de juzgar las mociones puestas en el orden del día.
SUS ATRIBUCIONES
Puede decirse que las atribuciones del Senado no se modificaron. Tuvo mucho cuidado de no dar entrada a la oposición ni a los ambiciosos, ya fuera mediante cambios impopulares o por patentes violaciones de la constitución. Además, aunque por sí mismo no provocó la extensión de los derechos políticos del pueblo en el sentido de la democracia, dejó que se verificase esta extensión. En definitiva, si el pueblo había conquistado en apariencia el poder, el Senado lo había conquistado en la realidad: su influencia era completamente preponderante en materia de legislación, de elección y de gobierno.
SU INFLUENCIA LEGISLATIVA
Todo proyecto de ley primeramente debía ser sometido al Senado: era raro que un funcionario osase presentar una moción al pueblo sin su consentimiento o en contra de su parecer. Si lo hacía, los senadores podían recurrir a la intercesión de los otros funcionarios, a la casación sacerdotal y a toda una serie de medios de nulidad, para ahogar la moción apenas presentada, o dilatar indefinidamente su votación. Por último, como el poder ejecutivo residía en sus manos, el Senado era dueño de poner o no en ejecución el plebiscito, votado a pesar suyo. Más tarde aún, y autorizándolo a ello el pueblo con su silencio, se arrogó el derecho de dispensa legal en casos urgentes, con la reserva de que debía recibir la ratificación posterior del mismo pueblo. Reserva poco seria desde el principio, y que degeneró en una pura fórmula, puesto que en los tiempos ulteriores el Senado no se tomó ni siquiera el trabajo de solicitar esta ratificación.
SU INFLUENCIA EN MATERIA DE ELECCIONES
En cuanto a las elecciones, sobre todo a aquellas que pertenecían desde tiempo antes a los magistrados supremos o que tenían cierta importancia, se observa que el Senado se hizo también dueño de ellas. Ya hemos dicho anteriormente que inclusive llegó a designar al dictador. Sin duda se tenía muy en cuenta la opinión del pueblo, pues no se le había podido quitar su derecho fundamental de nombramiento para los cargos públicos. Pero, como hemos notado también, se puso gran cuidado en impedir que la elección pudiese equivaler a la colación de ciertos poderes completamente especiales, del generalato en jefe, por ejemplo, en vísperas de una guerra inminente. Las nuevas opiniones que pedían funciones públicas limitadas y la facultad concedida al Senado para dispensar de la observancia de la ley le conferían, en gran parte, la libre disposición de los empleos. Ya hemos notado la influencia que ejercía en la división de las atribuciones, particularmente en la de los poderes consulares. Entre las dispensas legales, una de las más notables, sin duda, libraba al magistrado del vencimiento del plazo para su salida del cargo. En el recinto del territorio de la ciudad atentaba contra la regla fundamental del derecho público, pero en el exterior era completamente eficaz. Cuando el cónsul o el pretor habían obtenido la prórroga de sus poderes, continuaban todavía funcionando a título de procónsul o de propretor (pro consule, pro prœtore). Este importantísimo derecho de prorrogación equivalía a una reelección, y pertenecía también al pueblo en un principio; pero desde el año 447 (307 a.C.) bastó un simple senadoconsulto para que el funcionario pudiera continuar en su cargo. Agréguese a todo esto la influencia creciente y predominante de las aristocracias coaligadas, que no dejaron nunca de apoyar en las elecciones a los candidatos del gobierno.
SU INFLUENCIA EN EL GOBIERNO
En lo ejecutivo, la paz, la guerra y las alianzas, las colonias que debían fundarse, las asignaciones de tierras, los trabajos públicos, todos los asuntos de durable y capital importancia, todo el sistema de rentas, en fin, dependían del Senado. Este es el que preside todos los años la distribución de los respectivos departamentos entre los magistrados, el que determina, en general, el contingente del ejército y el presupuesto asignado a cada uno de ellos. A él también es a quien se dirigen todos cuando las circunstancias lo ordenan, y, de hecho, los directores del Tesoro no pueden entregar a ningún funcionario o ciudadano, fuera de los cónsules, ninguna suma que no estuviera señalada por el senadoconsulto. Sin embargo, el Senado no se mezclaba en los asuntos corrientes de la administración especial o de guerra. La aristocracia romana tenía mucho tacto y sentido político para convertir en máquinas pasivas los órganos del poder ejecutivo o para tener en tutela a los agentes de los diversos servicios del Estado. Respetando, en apariencia, todas las formas antiguas, el gobierno inaugurado por el Senado fue una verdadera revolución: la libre corriente de la voluntad popular venía a detenerse ante un poderoso dique, pues los altos dignatarios no eran más que presidentes de asambleas, comisarios ejecutivos. Un cuerpo deliberante había sabido transformarse y heredar así todos los poderes constituidos. Se hizo a la vez revolucionario y usurpador, y acaparó todo el poder ejecutivo bajo las apariencias más modestas. Cuando el autor de la revolución o de la usurpación es el único que posee la ciencia del gobierno, halla su justificación ante el tribunal de la historia. Si esto es así, ¿no debe dulcificar la severidad de su juicio al ver al Senado romano apoderarse de su misión en tiempo oportuno, y desempeñarla tan dignamente? Por un lado, el Senado estaba formado por hombres que no habían sido designados solo por el nacimiento, sino más bien por la libre elección de sus conciudadanos, y era confirmado cada cinco años por las decisiones de un tribunal de las costumbres, en el que se sentaban los más dignos. Aún más, como no contaba más que con miembros vitalicios, ellos eran libres de todo mandato a corto plazo y de la mudable opinión de la muchedumbre. Por otro lado, el Senado se formó como un solo cuerpo unido y compacto después de establecida la igualdad civil, que reunía en su seno toda la inteligencia política y toda la experiencia gubernamental de la nación, y disponía como jefe absoluto de las rentas y de la política exterior. Incluso mandaba sobre los funcionarios ejecutivos a causa de la corta duración de sus poderes, y por la intercesión del tribunado, convertido en su auxiliar al día siguiente de la pacificación de los órdenes. Por todo esto, el Senado aparece ante nosotros como la expresión más noble de la nacionalidad romana. Poseyó las más altas virtudes: lógica y prudencia política, unidad de miras, amor a la patria, plenitud del poder y dominio de sí mismo. Fue verdaderamente la asamblea más ilustre de todos los tiempos y naciones: una asamblea de reyes, como se ha dicho, que supo unir el desinterés republicano a la irresistible energía del despotismo. Jamás pueblo alguno ha sido representado tan poderosa y noblemente como el pueblo romano. No desconozco que, como en su seno predominaban las aristocracias de la sangre y del dinero, con frecuencia pudieron arrastrarlo a servir sus intereses egoístas. A causa de esto se extravió muchas veces por caminos que no conducían al bien público, a pesar de toda su ciencia y energía. Pero en medio de las luchas intestinas, salía el gran principio de la igualdad civil ante la ley, tanto respecto a los derechos como respecto a los deberes. Por lo demás, el hecho de que entonces estuviera abierta para todos la carrera política, o, mejor dicho, la entrada en el Senado, señaló el advenimiento de la concordia en el Estado y en la nación, y el tiempo de los éxitos más brillantes en la guerra y en la política. Las diferencias entre las clases no se manifestaron ya por odios encarnizados, como en tiempos de la lucha entre patricios y plebeyos. Por último, los prósperos acontecimientos de la política exterior tuvieron también la ventaja de que, durante más de un siglo, los ricos encontraron en ellos un ancho campo de acción sin perjudicar en lo más mínimo a la clase media. De este modo Roma ha podido fundar en el Senado, y hacer que dure más tiempo que en pueblo alguno, la más grandiosa de las construcciones humanas: un gobierno popular a la vez sabio y afortunado.