VI
LOS NO CIUDADANOS
REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN
FUSIÓN DE LAS CIUDADES PALATINA Y QUIRINAL
La historia de una nación, y de la nación itálica entre todas, ofrece el fenómeno de un vasto sinecismo. La Roma primitiva, por lo menos aquella que ha llegado a nuestro conocimiento, es una ciudad originada en una triple fusión: las incorporaciones de esta naturaleza no cesaron en la ciudad hasta que el Estado romano llegó a la perfecta consolidación de sus elementos. Dejemos a un lado la antigua asociación de los ramnes, de los ticios y de los lúceres: de ella no sabemos más que el hecho desnudo. Otra incorporación más reciente es la que reunió a las gentes de la colina con la Roma palatina. En el momento de la unión parece que ambas ciudades tenían instituciones semejantes, y en la obra de la fusión tuvo que elegirse entre mantener las que tenían, como Estados separados, o suprimir algunas y extender las otras a todo el cuerpo del nuevo Estado. En lo que toca a las cosas sagradas y al sacerdocio, se conservó el statu quo. Roma tuvo por consiguiente dos corporaciones sacerdotales, los colegios de los salios y los lupercos, y sus dos sacerdotes de Marte: el uno sobre el Palatino, que tomó el nombre del dios; el otro sobre la colina, que fue llamado el sacerdote de Quirinus. Se presume, y no sin razón, a pesar de la carencia de documentos que lo acrediten, que los antiguos colegios sacerdotales de los augures, los pontífices, las vestales y los feciales proceden también de los colegios pertenecientes en un principio a las dos ciudades, palatina y quirinal. A los tres cuarteles de la ciudad palatina, a saber: el Palatino, la Subura y el Arrabal (Esquilies), se agregó un cuarto, el de la ciudad de la colina Quirinal. Pero mientras que las tres ciudades que habían entrado tiempo antes en el sinecismo romano habían conservado su individualidad política hasta cierto punto, la colina y las otras anexiones que se hicieron a consecuencia de esta la perdieron casi por completo. Roma permaneció definitivamente formada por tres partes o tribus de diez curias cada una, y los romanos del Quirinal, estuvieran o no divididos en mayor o menor número de tribus antes de su fusión, fueron simplemente distribuidos en las treinta curias de la ciudad. Cada una de las tribus y de las curias recibiría probablemente un número determinado de estos ciudadanos nuevos, pero no desapareció completamente toda distinción entre estos y los antiguos romanos, puesto que se ve ahora que las tres tribus se duplicaron en cierto modo, y los ticios, los ramnes y los lúceres se designaron por las expresiones características de primeros y segundos (priores, posteriores). A este hecho notable corresponde sin duda la duplicidad de todas las instituciones especiales, fundadas en el seno del Estado. Así, las tres parejas de vírgenes sagradas[64] recuerdan expresamente las que tiempo antes representaban las tres tribus con sus ciudadanos de primer y de segundo orden: lo mismo sucede con las seis capillas de los argeos de los cuatro cuarteles[65] y con los lares honrados por parejas en cada calle[66]. Pero donde aparece más patente esta división es en el ejército: después de la anexión, cada semitribu de la nueva ciudad contribuye con cien hombres de a caballo y se eleva a seis centurias la caballería cívica, con sus respectivos jefes, cuyo número asciende a seis (que serán después los seviri equitum Romanorum). ¿Se aumentó la infantería en una proporción correspondiente? No lo afirma testimonio alguno directo, pero la costumbre introducida más tarde de llamar las legiones solo de dos en dos parece indicarlo suficientemente, y a consecuencia, sin duda, de esta duplicación es que tendría después la legión seis jefes de sección, y no tres como en un principio. Nada cambió en el Senado: el número de trescientos continuará siendo el normal hasta el siglo VII, pero esto no impide que algunos de los hombres más importantes de la ciudad anexionada hayan sido admitidos en el Consejo de los Ancianos de la ciudad palatina. Nada cambió tampoco en la magistratura soberana: un solo rey manda en las ciudades reunidas y continúa nombrando un solo jefe de caballería y un prefecto urbano. Asimismo, continúan siendo únicos sus delegados principales. Así pues, la ciudad de la colina subsiste en sus instituciones religiosas y en su organización militar, y el Estado exige a la población duplicada de ciudadanos doble número de hombres para el servicio de las armas: en todo lo demás, el Quirinal queda absolutamente subordinado a la ciudad palatina. También otros indicios lo atestiguan. La denominación de familias menores (minores gentes) se aplica, a no dudarlo, a las familias que entraron después en la ciudad romana. Puede conjeturarse, por otra parte, que como esta distinción entre ciudadanos antiguos y nuevos ya había sido hecha para los primeros y segundos ticios, ramnes y lúceres (priores et posteriores) se reprodujo también con motivo de la anexión, y que los ciudadanos nuevos fueron ahora los de la ciudad quirinal. Distinción honorífica después de todo, aunque no les confería privilegios. Hagamos notar, sin embargo, que en el Consejo los senadores que pertenecían a las gentes mayores votaban antes que los de las gentes menores[67]. Así, el cuartel de la colina toma asiento después del arrabal de la ciudad palatina; el sacerdote de Marte quirinal se coloca después del de Marte palatino; los salios y los lupercos del Quirinal siguen también a los de la ciudad antigua. La anexión que ahora tratamos ocupa, en fin, un término medio entre la antigua fusión de los ticios, los ramnes y los lúceres, y las anexiones posteriores. La ciudad anexionada no constituye una tribu propia en la ciudad anexionante, sino una fracción en cada tribu o parte y conserva sus instituciones sagradas, lo cual se verificará también más tarde, cuando Alba se traslade a Roma. Por último, estos mismos ritos religiosos se convierten en instituciones de la ciudad unida, cosa que no volverá a suceder en adelante.
CLIENTES Y HUÉSPEDES
Esta reunión de dos ciudades igualmente constituidas no ha sido, después de todo, más que la unión de sus dos poblaciones, y no una revolución fundamental y constitucional. Pero se verificaron insensiblemente en su seno otros cambios y otras incorporaciones que tuvieron consecuencias mucho más profundas; desde la época que vamos historiando comienza la fusión de los ciudadanos propiamente dichos con los simples habitantes (incolæ). No se olvide que en Roma, al lado de los ciudadanos siempre hubo protegidos, clientes de las familias patricias, la multitud, la plebe (plebs, de pleo, plenus), como se la llama por alusión a los derechos políticos de que estaba enteramente privada[68]. La casa romana, como ya hemos dicho, contenía los elementos de esta clase intermedia entre los hombres libres y los esclavos, que con la ayuda del hecho y del derecho adquirió rápidamente en la ciudad bastante importancia. Por una parte, la misma ciudad podía tener sus esclavos y sus clientes semilibres. Sucedía generalmente que después de la conquista de una ciudad y del aniquilamiento de su Estado político, en lugar de vender simplemente la ciudad vencedora a todos los habitantes de la ciudad vencida como esclavos, les dejaba la libertad de hecho, considerándolos como sus emancipados y haciendo que entrasen de este modo en la clientela del rey. Por otra parte, con la ayuda del poder que ejercía sobre los simples ciudadanos, el Estado pudo un día proteger también a sus clientes contra los excesos y los abusos del patronato legal. Desde tiempo inmemorial había admitido la ley romana una regla sobre la que fundó la situación jurídica de toda esta clase de habitantes. Cuando con ocasión de un acto público cualquiera, testamento, proceso u otros, el patrono ha resignado expresa o tácitamente el derecho de patronato, no puede ya nunca, ni él ni su sucesor, revocar arbitrariamente este abandono ni contra el emancipado ni contra sus descendientes. Los clientes no poseían, por otra parte, ni el derecho de ciudad ni los derechos de hospedaje: para conferirles la ciudadanía se necesitaba un voto formal del pueblo, y para obtener la hospitalidad necesitaba primero ser ciudadano de una ciudad aliada. Solo tenían la libertad de hecho bajo la protección de la ley, pero, en derecho, no eran libres. Por mucho tiempo, el patrono también tuvo sobre los bienes del cliente los mismos derechos que tenía sobre los de sus esclavos: los representaba necesariamente ante la justicia, y, como consecuencia, les imponía subsidios; en caso de necesidad juzgaba al criminal ante su jurisdicción doméstica. Sin embargo, poco a poco los clientes fueron desligándose de estas cadenas; comenzaron a adquirir y a enajenar por su cuenta, y se los vio, sin que estuviesen formalmente obligados a la asistencia de su patrono, comparecer ante los tribunales públicos, y pedir y obtener justicia. El matrimonio y los derechos a él consiguientes fueron concedidos a los extranjeros en la misma forma que a los romanos, mucho antes que a los habitantes no libres de derecho o que no eran ciudadanos de un Estado cualquiera. Pero nunca fue prohibido a estos contraer matrimonio entre sí, ni engendrar ciertas relaciones de poder conyugal y paternal, de agnación y de familia, de herencia y de tutela, análogas en el fondo a las que existían entre los ciudadanos. Los mismos efectos se produjeron en parte por el ejercicio de la hospitalidad (hospitium), mediante la cual podía el extranjero establecerse en Roma con su familia y adquirir quizá propiedades. En Roma se practicó siempre la hospitalidad en su aspecto más liberal. El derecho romano desconoce las distinciones nobiliarias anexas en otras partes a la tierra, o las prohibiciones que impiden la adquisición de la propiedad inmueble. Al mismo tiempo que deja a todo hombre capaz los derechos más absolutos sobre su patrimonio durante su vida, autoriza también a cualquiera que pueda entablar relaciones comerciales con los ciudadanos romanos, fuese extranjero o cliente, a adquirir, sin dificultad alguna, bienes muebles o inmuebles después de que estos hubieran entrado también en las fortunas privadas. Roma, en fin, fue una ciudad comercial que debió al comercio internacional los primeros elementos de su grandeza, y que se apresuró a conceder extensa y liberalmente el colonato a todo hijo de un matrimonio desigual, a todo esclavo emancipado, a todo extranjero inmigrante que abandonaba el derecho de ciudad en su patria, y aun a todos aquellos que procedían de una ciudad amiga y que deseaban continuar siendo ciudadanos de ella.
LOS HABITANTES NO CIUDADANOS Y LA CIUDAD
En un principio no había más que ciudadanos patronos de los clientes y no ciudadanos clientes o protegidos de los primeros, pero como sucede en todas partes donde el derecho es inaccesible a la mayoría, muy pronto fue difícil, y la dificultad crecía a cada paso, mantener los hechos en armonía con la ley. El progreso del comercio, la residencia concedida por la alianza latina a todo aquel de esta raza que viniese a la ciudad que estaba a la cabeza de la confederación, y el aumento rápido del bienestar de los emancipados junto con el del resto de los habitantes elevaron bien pronto la población de los no ciudadanos a una cifra respetable. Siguieron después los pueblos de las ciudades vecinas conquistadas e incorporadas, cuya población, ya fuese efectivamente traída a Roma o permaneciese en su antigua patria, reducida al estado de simple aldea o lugar, había realmente cambiado el derecho de ciudadanía en su ciudad por la condición de verdadero metœcos[69]. Por otra parte, como las cargas del servicio militar solamente pesaban sobre los antiguos ciudadanos, las filas del patriciado iban disminuyendo de día en día, mientras que los simples habitantes participaban de los beneficios de la victoria sin haber vertido su sangre. Debemos, pues, admirarnos de no ver desaparecer a los patricios con más rapidez todavía, y, si aún continúan por mucho tiempo siendo numerosos, no hay que atribuirlo a la introducción de muchas familias distinguidas venidas de afuera, que, tras haber abandonado voluntariamente su patria o haber sido transportadas por la fuerza después de la conquista, hubieran obtenido la plena ciudadanía. Semejantes admisiones fueron en un principio muy raras, y vinieron a serlo más a medida que el título de ciudadano romano adquiría mayor valor. Otro hecho explica este fenómeno: nos referimos al matrimonio civil, que, contraído sin las solemnidades de la confarreacción, legitimaba los hijos nacidos de la simple cohabitación prolongada de los padres y hacía de aquellos ciudadanos completos. Este matrimonio, practicado desde antes de la ley de las Doce Tablas aunque sin producir al principio sus efectos civiles, debió, sin duda, el favor de que gozó a la necesidad de poner una valla a la disminución creciente del patriciado[70]. Deben referirse a la misma causa los medios inventados para propagar en cada casa una descendencia numerosa (págs. 83 y 85). Es probable, por último, que los hijos nacidos de una madre patricia, unida en matrimonio desigual, o no casada, hayan sido más tarde admitidos como ciudadanos. Pero todas estas medidas eran insuficientes. Los simples habitantes iban siempre en aumento, sin que a ello se opusiese ningún obstáculo: los esfuerzos de los ciudadanos, por el contrario, apenas podían conseguir que no disminuyese mucho su número. La fuerza de los acontecimientos mejoraba la situación de los simples habitantes. Cuanto más numerosos, se hacían necesariamente más libres. No había entre ellos solo emancipados o extranjeros patrocinados; contaban también en sus filas, aunque no nos atrevemos a afirmarlo en absoluto, a los antiguos ciudadanos de las ciudades latinas vencidas y a los inmigrantes latinos que vivían en Roma, no al arbitrio del rey o de los ciudadanos romanos, sino con arreglo a los términos de un tratado de alianza. Dueños absolutos de su fortuna, adquirían riquezas en su nueva patria y dejaban su herencia a sus hijos y a sus nietos. Se relajaba, al mismo tiempo, el lazo de independencia estrecha que los unía a las familias de los patronos. El esclavo emancipado y el extranjero llegado a la ciudad estaban aislados desde tiempo antes; en la actualidad los han reemplazado sus hijos o sus nietos que se ayudan mutuamente e intentan rechazar sin ruido la autoridad del patrono. Antes, para obtener justicia, el cliente tenía necesidad de la asistencia de aquel: pero, desde que con la consolidación del Estado había también disminuido la preponderancia de las gentes y de las familias coaligadas, se veía con frecuencia al cliente presentarse solo delante del rey, pedir justicia y conseguir la reparación del perjuicio sufrido. Además, había entre los antiguos miembros de las ciudades latinas conquistadas muchos que no habían entrado nunca en la clientela de un simple ciudadano; pertenecían a la clientela del rey, es decir, dependían de un señor al que todos los demás ciudadanos, aunque con otro título, si se quiere, estaban obligados a obedecer. El rey, que a su vez sabía que su autoridad dependía en cierto modo de la buena voluntad del pueblo, debió considerar ventajoso formar con estos numerosos protegidos toda una clase útil de hombres, cuyas dádivas y herencias podían llenar su tesoro, lo mismo que la renta que le daban a cambio de su protección; cuyas prestaciones y servicios correspondía a él solo determinar, y a los cuales encontraba siempre dispuestos a defender a su protector. Así pues, se había fundado al lado de los ciudadanos romanos una nueva comunidad de habitantes: la plebe, que salió de las clientelas. Este nuevo nombre caracteriza la situación de aquella. Es verdad que no hay diferencia de derecho entre el cliente y el plebeyo, el subordinado y el hombre del pueblo, pero de hecho la hay muy grande. El cliente es el hombre sujeto al duro y pesado patronato de uno de los ciudadanos; el plebeyo es el romano a quien faltan los privilegios políticos. A medida que en él se extingue el sentimiento de dependencia respecto de un particular, el simple habitante soporta con impaciencia su inferioridad cívica, y sin el poder supremo del rey, que se extiende igualmente sobre todos, hubiera comenzado muy pronto la lucha entre la aristocracia privilegiada y la turba de los desheredados.
CONSTITUCIÓN DE SERVIO TULIO
El primer paso hacia la fusión total de ambas clases no se dio, sin embargo, mediante una revolución, aunque parece que una revolución fue su único resultado. La reforma atribuida al rey Servio Tulio se pierde en las tinieblas que envuelven todos los demás acontecimientos de una época de la que lo poco que sabemos no ha llegado hasta nosotros por tradición histórica, sino que se funda en las inducciones de la crítica a partir del examen de las instituciones posteriores. Como se ve por la misma reforma, esta no se hizo por exigencia ni en interés de los plebeyos; les impone deberes, sin conferirles derechos. Se debe, sin duda, o a la ilustración de un rey o a instancias de los ciudadanos, sobre quienes habían pesado hasta entonces las cargas del servicio militar y querían que los simples habitantes también concurriesen al reclutamiento de las legiones. A partir de la reforma serviana, el servicio del ejército y, por consiguiente, el impuesto que debía pagarse al Estado en caso de urgentes necesidades (tributum) no pesan ya solo sobre los ciudadanos. En adelante tienen por base la renta de las propiedades; todos los habitantes contribuyen desde el momento en que cultivan por sí un dominio (asidui) o lo poseen (locupletes), sean o no ciudadanos. De personales que eran antes, las cargas se convierten en reales. Entremos ahora en los detalles. Todo hombre domiciliado está obligado al servicio militar, desde los 16 hasta los 60 años, y entre estos se comprende también a los hijos del padre domiciliado, sin distinción de linaje. Inclusive el mismo emancipado sirve, si posee una propiedad que le produzca renta. En cuanto a los extranjeros propietarios, no se sabe si sucedería lo mismo: probablemente no les permitiría la ley adquirir una heredad si no fijaban su residencia en Roma y entraban en la clase de los domiciliados, en cuyo caso estarían también obligados al servicio. Los hombres destinados al ejército fueron distribuidos en cinco clases o cuerpos (classes, de calare). Los de la primera, es decir aquellos que poseían por lo menos un caudal que formase pleno dominio[71], debían concurrir al reclutamiento con una armadura completa y eran denominados especialmente milicianos de las clases (classici). En cuanto a las demás órdenes de pequeños propietarios, aquellos que solo poseen las tres cuartas partes, la mitad, la cuarta o la octava parte del heredium están obligados también a servir, pero su armadura es menos complicada. En esta época las heredades completas comprendían casi la mitad de las tierras; la otra mitad pertenecía a las parcelas, que no contenían más que las tres cuartas partes, la mitad, la cuarta o la octava parte y un poco más del heredium. Además se decidió que, si se tomaban ochenta propietarios de la primera clase como soldados de infantería, se tomaran veinte de cada una de las tres siguientes y veintiocho de la última. La consideración de los derechos políticos no entraba en el reclutamiento de la infantería. De otro modo sucedía respecto de la caballería. Se conservaron los antiguos cuadros de la caballería cívica, pero se les unieron más del doble de caballeros no ciudadanos en su gran mayoría. Graves razones debieron conducir sin duda a esta nueva medida. Los cuadros de la infantería solo se formaban para salir a campaña, y se licenciaban al regreso. Pero las exigencias del arma de caballería necesitaban, al contrario, que esta se mantuviese en pie de guerra aun en tiempo de paz; hacían diariamente ejercicios. Así, las revistas y maniobras de la caballería romana duraron mucho tiempo y fueron una especie de fiestas[72]. He aquí cómo sucedió que el primer tercio de las centurias de los caballeros continuó siendo exclusivamente reclutado entre la primera clase, aun en una organización que no tenía para nada en cuenta la distinción de ciudadanos y no ciudadanos. Esta anomalía no tiene nada de política; solo obedece a consideraciones militares. Por lo demás, para la formación de la caballería se echó mano de los propietarios más ricos y considerables de ambos órdenes, y se ve desde muy temprano, quizá desde el principio, exigir la posesión de cierta extensión de propiedades para ser admitidos en los cuadros. Estos contaban además con un número considerable de plazas gratuitas, para las cuales las mujeres solteras, los hijos menores y los ancianos sin hijos que tenían propiedades y no podían servir por sí mismos estaban obligados a proporcionar caballos (cada hombre tenía dos) y forraje. En suma, había en el ejército nueve soldados de infantería por cada uno de caballería, y en el servicio activo se economizaba más esta última arma. Las familias no domiciliadas, los proletarios (proletari, procreadores de hijos), surtían al ejército de músicos, hombres de trabajo y hasta de algunas milicias accesorias (los adcensi, ayudas supernumerarios) que iban sin armas al ejército (velati), y que, una vez en campaña, cubrían las bajas y se colocaban en las filas tomando las armas de los enfermos, los heridos y los muertos.
CIRCUNSCRIPCIONES DE RECLUTAMIENTO
Para facilitar las levas se dividieron la ciudad y sus arrabales en cuatro cuarteles o tribus, y se abandonó la antigua división, por lo menos en cuanto a la designación de las localidades. Las cuatro tribus nuevamente circunscritas fueron: la del Palatino, que comprendía este monte y el Velio; la de la Subura, con la calle del mismo nombre, las Carinas y el Celio; la del Esquilino, y, en fin, la de la Colina, que comprendía el Quirinal y el Viminal. La Colina se llamaba así, como hemos visto, por oposición a la Roma del septimontium, del Capitolio y del Palatino. Hemos descrito anteriormente la formación de los cuatro cuarteles y de la doble ciudad palatina y quirinal. Es inútil insistir sobre esto. Extramuros, el distrito rural adyacente estaba unido a cada uno de los cuatro cuarteles; Ostia, por ejemplo, pertenece al Palatino. Todos tenían una población casi igual y contribuían igualmente al reclutamiento militar. Diremos, por último, que la nueva división se refiere únicamente al suelo y comprende a los poseedores de este. Pero siendo puramente exterior, no ha tenido nunca significación religiosa. Podrá objetarse quizá que había erigidas en cada cuartel seis capillas a esos enigmáticos argeos; pero no se atribuirá a sus santuarios un sentido sagrado, como no se les atribuye a las calles, a pesar de estar todas provistas de su altar a los dioses lares. Así como cada uno contenía la cuarta parte de la población masculina, así también cada uno de los cuatro cuarteles debía contribuir con su sección de milicia. Cada legión y cada centuria encerraban un contingente igual de cada uno de los cuarteles, repartición cuyo fin era manifiesto. El Estado quería resolver en una sola milicia todos los antagonismos de localidad o de familia, y, valiéndose del nivel poderoso del espíritu militar, fundir en un solo pueblo a los ciudadanos y a los simples habitantes.
ORGANIZACIÓN DEL EJÉRCITO
Los hombres capaces de llevar las armas fueron distribuidos en dos categorías para el reclutamiento. Pertenecían a la primera los más jóvenes (juniores); los que pasaban de 15 años y no llegaban a 25 eran empleados con preferencia en el servicio exterior. A la segunda, encargada de la defensa de la ciudad, pertenecían los que pasaban de aquella edad (seniores). En la infantería continuó la legión siendo la unidad militar (pág. 99). Era esta una verdadera y completa falange de tres mil hombres, ordenados y equipados a la manera dórica, con seis filas de espesor, presentando un frente de quinientos hombres con armas pesadas. A estos se unían como tropa auxiliar mil doscientos hombres armados a la ligera (velites). Las cuatro primeras filas de la falange las ocupaban los hoplites, con armadura completa, reclutados entre los habitantes de la primera clase, poseedores de un dominio normal; en la quinta y sexta fila iban los propietarios rurales de la segunda y tercera clase, armados de un modo más sencillo. Por fin, los de las dos últimas clases (cuarta y quinta) formaban la última fila o combatían a los lados de la falange, e iban armados a la ligera. Tenían sabias medidas para cubrir fácilmente las bajas de la guerra, peligrosas siempre para la falange. Cada legión se dividía en cuarenta y dos centurias, formando un total de cuatro mil doscientos hombres. De los tres mil hoplites, dos mil eran de la primera clase, quinientos de la segunda y quinientos de la tercera. Después venían los mil doscientos velites, de los que quinientos pertenecían a la cuarta y setecientos a la quinta clase. Cada cuartel daba sus mil cincuenta hombres a la legión, o sea veinticinco a cada centuria.
Por lo común entraban dos legiones en campaña y quedaban otras dos de guarnición en la ciudad; de donde se sigue que las cuatro legiones formaban un cuerpo de infantería de dieciséis mil ochocientos hombres, que se dividían en ochenta centurias sacadas de la primera clase, veinte sacadas de cada una de las tres clases siguientes y veintiocho sacadas de la última. Formaban un total de ciento sesenta y ocho centurias, sin contar las otras dos de refuerzo, los obreros ni los músicos. A esto se debe añadir la caballería, que contaba con mil ochocientos caballos, de los cuales una tercera parte pertenecía a los ciudadanos. Cuando se salía a campaña, cada legión llevaba trescientos caballos. Así, el efectivo normal del ejército romano de ambas armas ascendía a unos veinte mil hombres aproximadamente. Esta cifra corresponde sin duda al número verdadero de hombres capaces de llevar las armas en la época en que se introdujo esta organización. Cuando creció la población no se aumentó el número de centurias, sino que se contentaron con aumentar las secciones introduciendo en ellas hombres de reserva sin abandonar por esto el número normal. Asimismo se ve que las corporaciones civiles, a pesar de su número casi sacramental, se aumentaron también de hecho con una multitud de miembros supernumerarios y variaron por este medio sus límites legales sin destruirlos.
EL CENSO
A la vez que la nueva organización militar, el Estado formó un catastro exacto de todos los dominios de Roma. Dispuso que se abriese un libro territorial, arreglado más o menos cuidadosamente, en el que los propietarios hacían inscribir sus fincas con todas sus servidumbres activas y pasivas, con todos los esclavos y bestias de tiro o de carga que en ellas tenían. Toda enajenación no hecha públicamente y ante testigos era tenida por nula. La renta, que era el tipo de la conscripción, se revisaba cada cuatro años. De este modo salieron de los reglamentos militares de la constitución serviana la mancipación (mancipatio) y el censo (census).
CONSECUENCIAS POLÍTICAS DE LA ORGANIZACIÓN MILITAR
Se ve claramente dibujado el fin principal de todas las instituciones de Servio Tulio. En todo este plan, sabiamente complicado, no se halla nada que no esté tomado del arreglo de las centurias en vista de la guerra, y, para cualquiera que esté habituado a reflexionar sobre estas materias, se hace evidente que solo mucho más tarde ha sido posible referir estas instituciones a la política interior. Si hubiese sido de otro modo, ¿cómo explicar la regla que excluía de las centurias al sexagenario? ¿No se deduce de aquí que estas no eran más que una forma representativa, al igual y al lado de las curias? Y como, por otra parte, la anexión de los simples domiciliados a los ciudadanos en las filas del ejército no tuvo otro objeto que el aumentarlo, sería verdaderamente absurdo querer descubrir en ella la introducción de la timocracia en Roma. No desconocemos que la entrada de los simples habitantes en el ejército trajo con el tiempo modificaciones esenciales a su condición política. Todo soldado debe poder llegar a oficial en un Estado bien constituido. Por lo tanto, es indudable que al plebeyo no se le prohibió desde esta época ascender a los grados de centurión y de tribuno militar, ni, por consiguiente, su entrada en el Senado. Ningún obstáculo se oponía a ello por parte de la ley (pág. 94). Pero cuando de hecho se les abrían las puertas, no resultaba de esto en manera alguna la adquisición de la ciudadanía[73]. Entonces, si bien los privilegios políticos pertenecientes a los ciudadanos por curias no sufrieron ningún menoscabo por la institución de las centurias, no por eso los ciudadanos nuevos y los domiciliados que las componían dejaron de obtener todos los derechos que correspondían a los ciudadanos fuera de las curias y en los cuadros de las levas militares. Por esta razón, las centurias dan en adelante su asentimiento al testamento hecho por un soldado (in procinctu) antes de la batalla (pág. 102); a ellas pertenecerá también la obligación de votar la guerra ofensiva, previa rogación real (pág. 103). Esta primera intromisión de las centurias en los negocios públicos debe ser cuidadosamente notada, porque sabemos hasta dónde las han conducido. Pero no se olvide que la conquista de sus derechos ulteriores ha sido un progreso realizado sucesivamente como consecuencia inmediata, más bien que querido y previsto por la ley. Tanto antes como después de la reforma de Servio Tulio, la asamblea de las curias fue siempre la verdadera y legítima asamblea de los ciudadanos; solo en esta continuó el pueblo prestando al rey el homenaje que le confería el poder supremo. Al lado de estos ciudadanos propiamente dichos fue necesario alistar a los clientes y a los domiciliados, ciudadanos sin sufragio (cives sine suffragio), tal como fueron llamados más tarde cuando participaron de las cargas públicas, del servicio militar, de los impuestos y de las prestaciones personales (de donde procede el otro nombre de municipes, municipales o contribuyentes)[74]. Dejaron también desde este momento de pagar la renta de patronato, que continuó impuesta a los individuos exentos de los tributos, a los metœcos no domiciliados (ærarii). Tiempo hacía que la población de la ciudad no tenía más que dos categorías, ciudadanos y clientes, pero de ahora en más hubo tres: ciudadanos activos, ciudadanos pasivos y patrocinados o clientes, división que ha sido durante muchos siglos la base de la constitución romana.
ÉPOCA Y MOTIVOS DE LA REFORMA DE SERVIO TULIO
¿Cuándo y cómo se ha verificado la reorganización militar de la ciudad de Roma? Sobre este punto solo vamos a emitir algunas conjeturas. Los cuatro cuarteles existían anteriormente; en otros términos, la muralla de Servio debió ser construida antes de la reforma serviana. También había traspasado ya sin duda la ciudad su primitivos límites considerablemente; de otro modo esta no hubiera podido contener ocho mil propietarios o hijos de propietarios de pleno dominio y ocho mil poseedores de parcelas, sin contar entre los primeros cierto número de grandes propietarios o de hijos de estos. Se ignora en realidad la extensión del dominio pleno propiamente dicho, pero no es posible evaluarlo en menos de 20 yugadas[75]. Calculemos para todo el territorio un equivalente mínimo de diez mil dominios de 5 hectáreas y 40 centiáreas cada uno, y tendremos una extensión superficial de 9 millas cuadradas alemanas (unas 15 leguas cuadradas aproximadamente) para las tierras de labor. Agréguense a esto los prados, el espacio ocupado por los edificios, las dunas, etc., y, evaluándolo todo de una manera moderada, se obtendrá cuando menos para el total del territorio cerca de 20 millas cuadradas (unas 33 leguas). Pues todavía suponemos que esta evaluación, según todos los indicios, es menor que la cifra verdadera en la época de la reforma serviana. Si consultamos para esto las tradiciones, Roma tenía en esta época ochenta y cuatro mil habitantes en estado de llevar las armas, ciudadanos o domiciliados. El primer censo de Servio Tulio no hubiera dado un resultado menor que el antedicho. Pero este censo es una fábula, y basta echar una ojeada sobre la carta para convencerse de ello; su cifra no la ha dado directamente la tradición, sino que procede de una evaluación imaginaria. Partiendo del número de dieciséis mil hombres del cuadro normal de la infantería, y multiplicándolo por un término medio de cinco personas por familia, se ha llegado a un total de ochenta y cuatro mil ciudadanos activos y pasivos. Pero como los cálculos más moderados demuestran que el territorio comprendía entonces dieciséis mil dominios aproximadamente, con una población cercana a veinte mil hombres capaces de llevar las armas, y una cifra triple de mujeres, niños y ancianos, no propietarios y esclavos, se deduce de aquí que Roma había ocupado no solo toda la región entre el Tíber y el Arno, sino también todo el territorio albano en la época en que fue decretada la nueva constitución. La tradición confirma además este dato geométrico. ¿En qué relación entraban los patricios y los plebeyos en los cuadros militares? No podemos decirlo, pues hasta lo ignoramos respecto de la caballería. Para las seis primeras centurias es verdad que no se admitía ningún plebeyo, pero nada se oponía a que los patricios sirviesen en las otras.
En suma: las instituciones de Servio Tulio no proceden de una lucha de clases; más bien llevan el sello de un legislador que obró por su iniciativa reformadora, como lo hicieron Licurgo y Solón. Por otra parte, parece inspirado por la influencia griega. Dejemos a un lado ciertas analogías que engañan fácilmente, como por ejemplo la ya confirmada por los antiguos mismos, de la provisión del caballo y del caballero a expensas de las viudas y de los menores, costumbre que también se encuentra establecida en Corinto. Lo notable es que las armas y la formación de la legión están evidentemente tomadas del sistema de los hoplites griegos.
Este no es un hecho casual. Recordemos que durante el segundo siglo de Roma los Estados griegos de la Italia meridional modificaron también sus constituciones basadas anteriormente sobre la pura influencia de las familias, y que entre estos pasó también el poder a los terratenientes[76]. He aquí el movimiento que se propagó hasta Roma e introdujo en ella la reforma llamada serviana. El mismo pensamiento se reconoce en el fondo, y, si se hallan diferencias notables en la aplicación de un principio común, dependen del genio y de la forma completamente monárquica del Estado en la ciudad de Roma.