XIII
LA AGRICULTURA, LA INDUSTRIA Y EL COMERCIO
La agricultura y el comercio se enlazan íntimamente con el progreso constitucional y la riqueza exterior de los Estados: no puede dejar el historiador de hacer continuas alusiones a ellos. Fiel a la ley de la lógica política, voy a intentar comprender en un cuadro bastante completo las instituciones económicas de la Italia y sobre todo las de Roma.
LA AGRICULTURA
Ya sabemos que para los pueblos de la Italia el tránsito de la vida pastoril a la vida agrícola se había efectuado antes de su llegada al suelo de la península. El cultivo de los campos es la base del sistema de todas sus ciudades, ya sean sabélicas, etruscas o latinas. La era histórica no conoce en Italia pueblos pastores propiamente dichos. Sin embargo, según la naturaleza de los lugares en que habitaban, los italianos asociaron la economía pastoril al cultivo de los campos. Profundamente convencidos de que toda sociedad tiene en la agricultura su más sólido fundamento, tenían un hábito bello y simbólico: antes de comenzar a edificar sus ciudades, trazaban con un surco el recinto de las futuras murallas. En Roma, para hablar más especialmente de las instituciones agrícolas que nos son mejor conocidas, el centro de gravedad política estaba colocado en medio de la clase rural, y se procuraba mantener allí por completo los cuadros de habitantes establecidos en las tierras. La reforma de Servio Tulio acredita muy claramente que los labradores constituían en realidad el núcleo del Estado. Con el tiempo, una gran parte de la propiedad agrícola vino a caer en manos de poseedores no ciudadanos, que no tenían ni los derechos ni los deberes de la ciudad. La constitución reformada procuró reparar esta grave falta, y prevenir sus peligros presentes y futuros. Sin tener en cuenta su situación política, dividió a todos los habitantes del reino en propietarios y proletarios e hizo recaer las cargas comunes sobre aquellos que, según el curso natural de las cosas, estaban llamados a heredar los derechos comunes. La política guerrera y conquistadora de los romanos tenía, lo mismo que su constitución, su punto de apoyo en la propiedad territorial. Ya que en el Estado los únicos que se tienen en cuenta son los propietarios, la guerra tenía por objeto principal aumentar su número. La ciudad vencida era obligada a ir en masa a formar parte de las clases rurales. Si escapaba a esta medida, pagaba en vez de contribución de guerra un pesado tributo, y abandonaba una gran parte de su territorio, el tercio generalmente, donde al poco tiempo se levantaban las quintas o alquerías del labrador romano. Muchos pueblos han sido vencedores y conquistadores, pero ninguno ha sabido apropiarse de la tierra como el pueblo romano, regándola con el sudor de su frente después de la victoria, y conquistando por segunda vez con el arado lo que había ganado primero con la espada. La guerra puede recobrar lo que ha dado; en cambio el arado no devuelve jamás el terreno que ha fecundizado. Los romanos han perdido más de una batalla, pero no tengo conocimiento de que hayan cedido en ninguna paz alguna parte notable de territorio. El campesino romano defendía su campo con tanto éxito como tenacidad. El dominio del suelo constituye la fuerza del hombre y la del Estado. La grandeza romana tuvo su más inquebrantable fundamento en el derecho absoluto e inmediato del ciudadano sobre su tierra y en la unidad compacta de la clase fuerte y exclusiva de los labradores.
COMUNIDAD DE LAS TIERRAS
Hemos visto anteriormente (págs. 62 y 95) que en un principio las tierras fueron ocupadas en común y repartidas sin duda entre las diversas asociaciones de familias, y que sus productos se distribuían solamente por hogares. La comunidad agrícola y la ciudad constituida por la asociación de las familias estaban ligadas entre sí por íntimas relaciones, e inclusive mucho tiempo después de la fundación de Roma se encuentran todavía verdaderos comunistas, viviendo y explotando el suelo en común[146]. El lenguaje del antiguo derecho acredita que la riqueza consistió en un principio en ganados y en derechos reales de usufructo, y que solo más tarde se dividió la tierra entre los ciudadanos a título de propiedad privada[147]. ¿Se quiere una prueba indudable de ello? La fortuna se llamaba entonces con un nombre especial, pecunia, familia pecuniaque (los rebaños, los esclavos y los rebaños), y los ahorros personales del hijo de familia o del esclavo constituían su peculio (peculium, haber en ganado). La manera más antigua de adquirir la propiedad consistía en la toma de posesión manual (mancipatio), que no se extendía más que a las cosas muebles (pág. 178). Por otra parte, la extensión del primitivo dominio territorial, de la heredad (heredium, de herus, dueño), no comprendía más que dos yugadas (0,504 ha); era la extensión de un simple huerto y de ningún modo la de un dominio laborable[148]. No podemos determinar tampoco la época en que se hizo esta primera división de las tierras. Solo se sabe que en la constitución primitiva de Roma tenían las comunidades de familia el lugar que ocuparon más tarde los asiduos o ciudadanos fijos en su dominio (asidui), y que la constitución de Servio Tulio tuvo a la vista una división anteriormente consumada. Es también cosa probada que en esta última época la mayor parte de las posesiones agrícolas estaba en manos de una clase media rural. Cada familia encontraba en su lote trabajo y medio de satisfacer sus necesidades, y los dominios eran suficientes para mantener un rebaño y una yunta. Por último, si no nos es posible decir con toda exactitud cuál era la extensión ordinaria de las heredades, podemos por lo menos afirmar que no era menor a 20 yugadas (5,040 ha).
LOS CEREALES
El objeto principal del cultivo eran los cereales, sobre todo el de la espelta (far), pero no descuidaban las plantas leguminosas y otras útiles.
LA VID
¿Fue la viña introducida por los emigrantes helénicos, o la conocían ya los pueblos itálicos desde su origen? No es fácil decidir esta cuestión (pág. 45). En apoyo de la última opinión viene el hecho de que una de las festividades del vino (vinalia), que caía después del 23 de abril y se denominaba la fiesta de la apertura de las tinajas, estaba dedicada al Jovis pater, a Júpiter, y no al dios del vino, Dyœus pater, tomado posteriormente de los griegos. Según una leyenda muy antigua, Mecenzio, rey de los ceritas, hizo pagar un tributo de vino a los latinos o a los rutulos, y, según otra versión muy extendida y comentada en diversos sentidos en toda la península, los celtas se decidieron a pasar los Alpes al haber tenido noticia de las grandes cosechas y exquisitos frutos, principalmente de la uva, que producía la tierra de Italia. Aunque no se las tome muy en serio, estas tradiciones acreditan sin embargo que los latinos estaban orgullosos de sus riquezas vinícolas, y que sus vecinos se las envidiaban. Se ve también desde los tiempos más remotos que los sacerdotes ejercían una asidua vigilancia sobre este cultivo. En Roma no comienza la vendimia hasta que lo ordena el gran sacerdote de la ciudad, el sacerdote de Júpiter, que coge con su mano los primeros racimos. Tampoco el derecho sagrado de los tusculanos permite vender el vino hasta que el sacerdote ha publicado solemnemente la «apertura de las tinajas»[149]. Citaremos además las libaciones y el vino que derramaban con tanta frecuencia según el ritual de los sacrificios, y sobre todo la tan conocida ley de Numa, que prohíbe al sacerdote romano presentar a los dioses el vino procedente de racimos que no estuviesen curados. Disposición análoga a la que prohíbe la ofrenda de cereales frescos, para evitar sin duda su recolección antes de que estuvieran secos.
EL OLIVO
El olivo, más nuevo en Italia que la viña, procede seguramente de Grecia[150], y debió aclimatarse a fines del siglo II (550 a.C.) en las regiones occidentales del Mediterráneo. Su rama y su fruto desempeñan en el ritual romano un papel menos importante que el del vino. Sin embargo, también se lo tiene en gran estima: en medio del Forum, no lejos de la fuente de Curcio, había plantados una cepa de parra y un olivo.
Entre los árboles frutales hay uno sobre todo, útil y nutritivo, que parece indígena. Sabemos del enredo de las leyendas relativas a las viejas higueras que subsistieron mucho tiempo en el Palatino y en el Forum: en la puerta del templo de Saturno había otra higuera, contemporánea de la ciudad, y su robo, en el año 260 (494 a.C.), es una de las fechas más antiguas que precisa la historia local.
CULTIVO DE LAS TIERRAS
El labrador araba la tierra y realizaba los demás trabajos de los campos con la ayuda de sus hijos, y puede dudarse de que recurriera ordinariamente al auxilio de los esclavos o de los jornaleros. El buey, y alguna vez la vaca, tiraban del arado; las bestias de carga eran el caballo, el asno y el mulo. La producción de ganados para la carne y lácteos no era objeto de un ramo especial de la agricultura, por lo menos bajo el régimen de las comunidades. El labrador poseía además su pequeño rebaño, que apacentaba en los terrenos comunes, y en toda alquería se veían puercos, aves caseras y sobre todo gansos. El agricultor era infatigable; daba rejas sobre rejas, pues el campo se consideraba como mal preparado cuando los surcos no estaban lo suficientemente cerrados como para hacer inútil el tableo. Pero, por intenso que fuese, este cultivo no era de los mejores. El arado era mediano y la siega y la trilla hacían siempre lo mismo, de una manera imperfecta. El obstáculo al progreso procedía quizá menos de la rutina obstinada del labrador que de la notable inferioridad de las artes mecánicas. En efecto, el italiano, con su espíritu eminentemente práctico, no experimentaba gran apego a los antiguos métodos de sus padres. Desde muy antiguo comenzó a inventar o tomar de sus vecinos los mejores procedimientos para el cultivo de las plantas y el riego de los prados, y, en efecto, la literatura romana empezó por tratados didácticos de economía rural. Por otra parte, al trabajo constante sucedía la época del descanso. En este momento intervenía también la religión, dulcificando hasta para los más humildes las fatigas de su existencia, al marcarles las horas de reposo o los recreos de un ocio más libre. Cuatro veces por mes, cada ocho días (nonœ)[151], el campesino iba a la ciudad para sus compras, ventas y demás negocios. Propiamente hablando, no hay más días de descanso que las fiestas consagradas, y ante todo el mes de las fiestas después de la sementera de invierno (feriœ sementivœ)[152]. Por mandato de los dioses entonces reposaba el arado, pues la religión establecía el descanso tanto para el criado y el buey como para el labrador y el dueño.
Tales eran las prácticas agrícolas de los más antiguos tiempos. Si el labrador administraba mal y disipaba su fortuna hereditaria, los interesados no tenían otro recurso ante la ley que ponerlo bajo tutela, como a un mentecato. Siendo las mujeres esencialmente incapaces de disponer, se les daba generalmente un esposo elegido en la misma asociación de familias, a fin de que su fortuna no pudiese salir de estas. El exceso de deudas perjudiciales a la propiedad se prevenía de varias maneras: en caso de hipoteca, ordenando la transmisión inmediata de lo comprometido de las manos del deudor a las del acreedor; en materia de préstamo sencillo, formalizando un procedimiento de ejecución rápida que distribuía del mismo modo la cosa en un concurso de acreedores. Sin embargo, como veremos más adelante, este último modo estaba muy mal reglamentado. En cuanto a las heredades, la ley no ponía ningún obstáculo a su libre división. Por bueno que fuese ver a los coherederos continuar indivisamente la posesión del fundo paterno, el derecho de división quedó en todo tiempo abierto en provecho del copartícipe. Indudablemente es útil que los hermanos vivan tranquilamente en familia, pero obligarlos a ello sería contrario al espíritu liberal del derecho romano. Por la constitución serviana se ve que aun en tiempo de los reyes hubo en Roma colonos y jardineros que reemplazaban el arado con la azada. Dejando a la costumbre y al buen sentido de los habitantes el cuidado de impedir la excesiva división de la tierra, el legislador había obrado. Los dominios se mantuvieron intactos en su mayor parte, lo cual atestigua el uso inveterado de darles el nombre de su poseedor primitivo. Pero el Estado los desmembró muchas veces de una manera indirecta. Cuando creaba nuevas colonias necesitaba hacer varios lotes de nuevas heredades, y muchas veces hasta llegó a introducir el arrendamiento y el colonato parcelario, y condujo allí como colonos a pequeños propietarios.
LOS GRANDES PROPIETARIOS
En cuanto a los grandes propietarios, su situación es más difícil de determinar. Su número mucho más considerable, a juzgar por la constitución de Servio Tulio y la posición que en ella se dio a los caballeros, se explica también fácilmente por la distribución de las tierras comunes en cada familia. El número necesariamente variable de los miembros de las familias llevaba consigo la existencia de poseedores de heredades de una extensión desigual. Por último, los capitales, que el comercio aglomeraba en Roma, se consolidaron frecuentemente con adquisiciones territoriales. Pero en esta época no busquemos en Roma el gran y esmerado cultivo que veremos después cuando se empleó en él un ejército de esclavos. A la gran propiedad se aplica siempre la antigua definición según la cual eran denominados los senadores padres (patres). Así repartieron sus campos entre sus labradores, lo mismo que un padre entre sus hijos. Dividían en parcelas para que fuesen cultivadas por hombres de su dependencia, ya todo su dominio, ya solo la porción que ellos no cultivaban. Aún se sigue en nuestros días esta práctica en Italia. El arrendatario podía ser hijo de familia o esclavo del que arrendaba; si era libre, su posesión era esencialmente parecida al estado de derecho llamado más tarde precario (precarium). Solo la conservaba mientras agradaba al propietario; no había ningún medio legal por el cual se lo respetase en la posesión contra la voluntad de aquel, y a cada instante podía ser expulsado. Por lo demás, no pagaba necesariamente censo pero sí tenía que hacer prestaciones, como sucedía con frecuencia. Se libraba de ellas entregando una parte de los frutos, y aunque de este modo se aproximaba a la condición del arrendatario, no lo era. En efecto, su posesión no era por término fijo ni engendraba lazo ni acción jurídica entre las partes; la renta no estaba garantida al dueño más que por su derecho correlativo de expulsión. Siendo la fidelidad o la palabra empeñada la única ley, no se necesitaba para sancionar más que la intervención de una costumbre que la religión debió consagrar. Esta distribución de los productos fue en realidad la base más sólida de la institución moral y religiosa de la clientela. Pero no vaya a creerse que la clientela nació después de la supresión de las comunidades agrarias: así como el propietario separado lo fue más tarde para su dominio, así también la familia pudo antes asignar a los subordinados ciertos lotes de su heredad indivisa. Nótese además que la clientela no es un lazo puramente personal, y que el cliente siempre entró con todos los suyos bajo el patronato del padre o de toda la familia.
El antiguo sistema rural de los romanos indica también que los grandes propietarios fundaron una aristocracia agrícola y no una nobleza ciudadana. Como aún era desconocida la funesta clase de los intermediarios y de los empresarios agricultores, el propietario vivía unido a la gleba lo mismo que el campesino; lo veía todo y en todo ponía la mano. Incluso era un elogio ambicionado por el ciudadano rico el de ser tenido por buen agricultor. Tenía su casa donde estaba su hacienda; en la ciudad no poseía más que un alojamiento adonde iba en días fijos para arreglar sus negocios, y algunas veces durante la canícula para respirar un aire más puro. Estos hábitos crearon al mismo tiempo buenas relaciones entre los grandes y los pequeños, y evitaron los grandes peligros anexos a todas las constituciones aristocráticas. La masa de los proletarios se componía de libres poseedores a título precario (pág. 111), descendientes en su mayor parte de familias que habían venido a menos, de clientes y de emancipados. No estaban bajo la dependencia del terrateniente, como no lo estaba el pequeño arrendatario bajo la del gran propietario. Donde los invasores no habían subyugado de una vez a toda la población, eran todavía raros los esclavos; en su lugar se veían trabajadores libres, que desempeñaban un papel muy diferente del que más tarde les sería asignado. También en Grecia se encuentran en los primeros siglos los jornaleros (θῆες), en lugar de los esclavos. Ciertas repúblicas, como por ejemplo la de los locrios, no conocieron la esclavitud hasta los tiempos históricos. Por lo demás, el criado de labor era en Italia siempre de origen itálico, pues la actitud del prisionero de guerra volsco, sabino o etrusco respecto de su señor no tenía nada en común con la humildad servil del sirio o del gaio de los tiempos posteriores. Establecido sobre una parcela de terreno, poseía de hecho, si no de derecho, su campo y su ganado, su mujer y sus hijos, lo mismo que el propietario. Y de hecho, cuando comenzó a practicarse la emancipación (pág. 181), su trabajo le permitió adquirir pronto su propia libertad. La constitución de la propiedad en gran escala no fue en la Roma primitiva un ataque a la economía general del sistema político; lejos de esto, prestó servicios esenciales. Para una porción de familias creó una existencia fácil, por debajo y por fuera de la propiedad pequeña y media. La clase de los grandes propietarios, más independientes aún y colocados en un lugar más alto que los demás ciudadanos, proporcionó a la ciudad sus jefes naturales y sus gobernantes. La clase de los labradores no propietarios, por otro lado, vino a ser para la colonización exterior un ejército siempre dispuesto y sin el cual no hubieran podido realizarse las prácticas coloniales de los romanos. Es verdad que el Estado podía dar tierras al indigente, pero no el valor y la fuerza necesarios para conducir el arado; para hacer un colono se necesita un labrador.
LOS PASTOS
La división de las tierras no se extendió a los pastos. Estos no son propiedad de las comunidades sino del Estado, que utilizaba una parte para el servicio de los altares públicos, que exigían sacrificios y gastos de toda especie, y al pie de los cuales se llevaban constantemente las multas en ganado. El resto lo abandonaba a los poseedores de rebaños a cambio de una módica retribución (scriptura). Este derecho a los pastos de los terrenos públicos ha debido pertenecer en un principio, y ha pertenecido en efecto, a los propietarios de las demás tierras: pero la ley no había hecho del estado de propietario la condición legal para el disfrute parcial de los pastos. La razón de ello es clara: el simple domiciliado podía adquirir la propiedad; el disfrute de los pastos públicos era, por el contrario, el privilegio del ciudadano, y solo por excepción lo habían concedido los reyes algunas veces a otros individuos. Por lo demás, los dominios del Estado no tenían en esta época más que una importancia secundaria en el sistema económico. En un principio los pastos públicos eran de poca importancia, y, en cuanto a las tierras conquistadas, eran repartidas al momento y dedicadas al cultivo, primero entre las familias y después entre los particulares.
INDUSTRIA
No por ser la agricultura en Roma la primera y la más importante de las industrias impidió que se ejerciesen otras. A raíz de sus rápidos progresos, la ciudad vino a ser el gran mercado del pueblo romano. Entre las instituciones de Numa o, si se quiere, entre los monumentos tradicionales de la Roma prehistórica, se enumeran siete gremios de oficios: los tocadores de flauta, los plateros, los trabajadores en cobre, los carpinteros, los bataneros, los tintoreros, los alfareros y los zapateros. En esta época en que panadero y médico eran oficios desconocidos, en que las mujeres hilaban en su casa la lana de las túnicas que servían de vestidos, la lista anterior contenía sin duda todas las industrias de los que trabajaban por cuenta de otro. Quizá llamará la atención que no figuren en ella los herreros. Esto atestigua que este metal se trabajó muy tarde en el Lacio; si consultamos el ritual, veremos en él que hasta tiempos muy posteriores el arado y el cuchillo sacerdotal fueron también de cobre. Los diversos oficios que se practicaban en Roma contribuyeron poderosamente al progreso de la ciudad, así como a su influencia sobre las poblaciones latinas. Si se quiere tener la medida de la industria romana en esta época, no debe tomarse en consideración un estado de cosas más reciente, cuando una innumerable multitud de esclavos desempeñaba oficios en provecho de su señor y el lujo atraía a la ciudad una gran cantidad de mercancías extranjeras. Los antiguos cantos nacionales no celebran solamente a Mameis, dios de la guerra, sino también a Mamurius, el hábil armero, que supo forjar para sus conciudadanos escudos semejantes al escudo divino caído del cielo[153]. En Roma, lo mismo que en todas partes en el comienzo de la civilización, al que forja la reja y la espada se lo tiene en la misma estima que al que las maneja; aún se está muy lejos de ese desdén soberbio de la posteridad para todo lo que es trabajo del artesano. Cuando la reforma serviana sujetó a los domiciliados a la obligación del servicio militar, los industriales, que en su mayoría no tenían morada fija, se vieron de hecho, aunque no por la ley, excluidos del derecho de llevar las armas. Hago una excepción para los carpinteros, los trabajadores en bronce y algunas clases de tocadores de instrumentos, que recibieron una especie de organización militar y de los cuales surgieron algunas escuadras que acompañaban al ejército. Tal vez sea este el origen de la inferioridad política asignada más tarde a los oficios. Con respecto a las corporaciones de oficios, su objeto era el mismo que el de las sacerdotales, a las que se parecían por el nombre, y tenían sus peritos, que se reunían para mantener y afirmar la tradición, y procuraban arrojar de su seno a todo el que no fuera de su oficio. Sin embargo, no se ven entre los romanos tendencias marcadas hacia el monopolio, ni garantías organizadas contra la fabricación de malos productos. Confesamos además que de todas las ramas de la historia económica de Roma, es precisamente del ramo de la industria del que tenemos menos datos.
COMERCIO INTERIOR DE LA ITALIA
El comercio italiano estuvo limitado en un principio a las relaciones de los indígenas entre sí: este es un hecho que se explica por sí mismo. Desde la más remota antigüedad existieron en la península las ferias (mercatus), las cuales no deben confundirse con los mercados semanales ordinarios (nundinœ). Es posible que en Roma no coincidiesen en un principio con la época de las fiestas cívicas, y se verificasen más bien en las fiestas federales, no lejos del templo del Aventino. Todos los años hacia el 13 de agosto, los latinos, que iban a Roma en esa ocasión, aprovechaban para arreglar allí sus negocios y comprar lo que necesitaban. Reuniones semejantes y no menos importantes que estas se verificaban en Etruria, cerca del templo de Voltumna (hoy Montefiasconi, sin duda), en el país de Volsinia. Había allí al mismo tiempo una feria bastante frecuentada por los mercaderes romanos. Pero la más considerable de todas las ferias italianas se verificaba bajo el monte Soracta, en el bosque sagrado de la diosa Feronia, sitio muy favorable para los cambios de toda clase entre los tres grandes pueblos limítrofes. La masa escarpada de la montaña, que se eleva en medio de la llanura del Tíber, ofrece a lo lejos un aspecto que no pueden desconocer los viajeros. Toca a la vez las fronteras de los etruscos y la de los sabinos, aunque pertenece principalmente al territorio de estos últimos y es, al mismo tiempo, de fácil acceso para los que vienen del Lacio y de la Umbría. Allí es donde iban los romanos en gran número a evacuar sus negocios; allí es, en fin, donde las injurias frecuentemente recibidas dieron origen a muchas cuestiones con los sabinos.
El comercio era ya muy activo cuando aparecieron en el mar occidental las primeras naves griegas o fenicias. Si la recolección faltaba, los vecinos proporcionaban grano a las ciudades que sufrían escasez: rebaños, esclavos, metales y toda clase de mercancías, por entonces necesarias, hallaban fácil salida en las ferias. La primera moneda de cambio consistió en bueyes y en carneros: cada buey se contaba por diez carneros. Marco común y legal del valor de cambio o del precio, y a la vez medida recíproca de relación entre el ganado pequeño y el grande, encontraremos también a estos animales sirviendo de moneda hasta en el fondo de la misma Germania. Hacían ya este mismo servicio en tiempo de los pueblos pastores, mucho antes que entre los griegos y los italianos[154]. Los italianos necesitaban metales en cantidades considerables, ya para los instrumentos del cultivo, ya para las armas, y como estos metales los producían pocos países, el cobre o el bronce (œs) constituyeron muy pronto otro artículo de importación y de cambio. Los latinos, que no lo tenían en su territorio, lo adoptaron como tipo, y su nombre pasó a la lengua comercial como título de estimación del valor (œstimatio; æs-tumo). Desde otro punto de vista, el uso aceptado en todas partes de un equivalente común de los cambios; los signos de la numeración, de pura invención italiana, y cuyas sencillas combinaciones describiremos más adelante (cap. XIV), y, por último, el sistema duodecimal, tal como lo veremos vigente después, son hechos notables que atestiguan de un modo seguro la existencia y la actividad de un mercado interior que ponía exclusivamente en contacto todos los pueblos de la península.
Pero llegó el día de las transacciones comerciales con los pueblos de más allá de los mares. Ya hemos dado a conocer en otro lugar sus principales resultados en lo tocante a los italianos que permanecieron independientes (cap. X). Las razas sabélicas, ocultas como estaban detrás de la zona estrecha e inhospitalaria de sus costas, escaparon casi por completo a su influencia. Lo que recibieron del exterior, como por ejemplo su alfabeto, les fue transmitido por los latinos o los etruscos, y de aquí la ausencia entre ellas de grandes centros de reunión. En esta época, las relaciones de Tarento con la Apulia y la Mesapia parece que carecían todavía de importancia. Pero al oeste sucedía lo contrario. Los griegos y los italianos vivían juntos pacíficamente en la Campania, y se hacía en Etruria y en el Lacio un movimiento regular y extenso de cambios. Sabemos cuáles eran los artículos de importación con la ayuda de los objetos hallados en las excavaciones y en los antiguos sepulcros, los de Cerea particularmente. Así se confirman las huellas numerosas que el extranjero ha dejado en la lengua y en las instituciones de Roma, y se asiste sobre todo al impulso que aquel comunicó a la industria indígena. Por lo demás, los productos confeccionados en el exterior se venían vendiendo mucho tiempo antes de ser imitados. No sabemos determinar a qué punto habían llegado las artes antes de la separación de las razas, o en la época en que aún vivía la Italia su vida propia y exclusiva. ¿Contribuyeron los bataneros, los tintoreros, los curtidores y los alfareros de la Grecia y de la Fenicia a la educación de los de la península o ya en esta época ellos habían perfeccionado su industria? No es fácil averiguarlo. Por lo que hace al oficio de platero, ejercido en Roma desde tiempo inmemorial, no llegó a perfeccionarse hasta después del establecimiento del comercio ultramarino; es entonces cuando los habitantes de Italia comenzaron a sentir el gusto por las alhajas de oro y por la púrpura. Se han encontrado en los sepulcros más antiguos de Cerea y de Vulci, en Etruria, y de Prœneste, en el Lacio, placas de oro en las que hay grabados leones u otros adornos de la industria babilónica. Se podrá discutir cuanto se quiera sobre su procedencia, sostener que estos adornos venían de fuera o que eran una imitación indígena, pero siempre resultará que los metales trabajados en Oriente eran traídos en gran cantidad en aquellos tiempos a las costas occidentales de Italia. Cuando llegue el momento de que hablemos detalladamente de las artes, haremos ver claramente la influencia que desde un principio ejerció la Grecia, tanto sobre la arquitectura como sobre la plástica del barro o del metal. Los primeros modelos y los primeros instrumentos vinieron indudablemente de este país. Otras joyas se han encontrado además en los sepulcros: vasos de cristal fundido y de color azulado, o de barro verdusco, que serían sin duda de procedencia egipcia, a juzgar por la materia, el estilo y los jeroglíficos grabados en sus paredes; vasos de alabastro oriental, muchos de los cuales reproducen la figura de la diosa Isis; huevos de avestruz pintados o esculpidos, con esfinges o grifos, y, por último, perlas de vidrio o de ámbar amarillo. Estas últimas podían proceder del norte y haber sido traídas a través del continente, pero, respecto de los demás objetos que acabamos de enumerar, se ve que el Oriente surtía a Italia de perfumes y de adornos diversos, así como de las telas y la púrpura, del marfil y del incienso que sirvieron desde muy antiguo para cintas y prendidos, para mantos reales de escarlata, para los cetros y para los sacrificios. Su mismo nombre indica su origen (λίνον, linum; πορφὑρα, púrpura; σκῦπτρον, σκίπων, scipio, y hasta ἐλέφας, ebur; θὑος, thus). También designan los latinos con nombres importados de Grecia las mercancías de cobre, los vasos, las bebidas, etcétera. Citemos, por ejemplo, el aceite, del que ya hemos hablado antes (nota 5 de este cap.); el cántaro (ἀμφορεοὑς, amphora, ampulla), la copa (κρατήρ, cratera), la gula (κωμάζω, commissari), la artesa (ὀψώνιον, obsoninium), la masa (μᾶζα, massa) y otros nombres de comestibles (γλνκὑς, lacuns; πλακοῦς, placenta; (τνροῦς, turunda). Por el contrario, otros nombres latinos (patinœ, πατάνη, el plato; arbina, ἀρβίνη, la grasa) han tenido acceso al idioma griego de Sicilia. La costumbre, practicada después, de colocar en los sepulcros vasos magníficos procedentes de Atenas y de Corcira atestigua, en unión con los datos filológicos, la antiquísima importación de los vidriados griegos en Italia. Sabemos también que los latinos empleaban principalmente el cuero en sus armaduras: la palabra griega que designa este producto industrial (σκῦτος) se convierte en scutum (escudo) entre los latinos; como lorica (coraza) procede de lorum (cuero). Mencionaremos por último los términos numerosos tomados de los griegos relativos a la navegación, aunque la vela (velumi), el mástil (malus) y la verga (antenna) sean puramente latinas[155], y las denominaciones no menos notables de epίstolo (ἐπιστολἡ, carta), de tessera (τέσσαρα, señal), de arrabo y arra (ἀρραβών, arras). En sentido inverso mencionaremos la introducción de palabras italianas en el lenguaje jurídico del griego siciliano, y el intercambio entre ambos idiomas de relaciones y de nombres en materia de moneda, pesos y medidas. Después volveremos a tratar este asunto. Todas estas imitaciones o copias tienen un carácter semibárbaro, prueba decisiva de su remota antigüedad. El latín forma particularmente su nominativo con el acusativo griego (placenta, procede de πλακοῦντα; ánfora, de ἀμφορέα statera de στατῆρα). En el orden religioso vemos el culto del dios del comercio (Mercuriusi) sobrecargarse desde un principio de mitos helénicos, y su festividad anual se coloca en los idus de mayo, porque la poesía griega celebra en este día al hijo de la hermosa Maia. No puede dudarse de esto: la antigua Italia, lo mismo que la Roma imperial, han sacado del Oriente todos los objetos de lujo antes de ponerse a fabricarlos copiando los modelos importados. Y a cambio de esto no tenían nada que ofrecer más que las materias primas, el cobre, la plata y el hierro, y, después, los esclavos, maderas de construcción marítimas, ámbar procedente del Báltico y cereales, cuando las cosechas faltaban en el extranjero.
COMERCIO DE IMPORTACIÓN EN EL LACIO
Y DE EXPORTACIÓN EN LA ETRURIA
Siendo diversas las necesidades y las mercancías, puede comprenderse por qué el comercio es enteramente diferente en el Lacio y en la Etruria. Como los latinos carecían de artículos de exportación, no tenían en realidad más que un comercio pasivo: a cambio del cobre que los etruscos les llevan, les dan bestias y esclavos (véase en la pág. 128 cómo hacían la trata en la orilla derecha del Tíber). El balance comercial se hacía también con ventaja para la Etruria, en Cerea y en Populonia, en Capua y en Espina. Por consiguiente, el bienestar progresaba en estas regiones y las relaciones se extendían de un modo extraordinario. Durante este período, el Lacio continúa siendo un país puramente agrícola. Los mismos resultados se notan en todas partes. En Cerea se encuentran innumerables sepulcros de un estilo griego tosco, pero cuya construcción y menaje acredita una prodigalidad que no tiene nada de helénica. Entre los latinos, por el contrario, a excepción de Prœneste, que por estar colocada en una situación excepcional mantiene estrechas y diarias relaciones con los falerios (Falerii) y con la Etruria meridional, en ninguna parte se encuentra ni uno solo de esos sepulcros fastuosos de las antiguas épocas. En el Lacio, igual que en la Sabina, basta con un montecillo de césped que cubra el cuerpo. Las monedas más antiguas, casi contemporáneas a las de la Gran Grecia, pertenecen sobre todo a la Etruria y a la Populonia. Durante toda la época de los reyes, el Lacio pagaba en cobre entregado por peso y no recibía las monedas extranjeras. En las excavaciones practicadas no se han encontrado más que dos o tres, por ejemplo, alguna medalla procedente de Populonia. Las artes de la arquitectura, de la plástica y de la toreútica, o cincelado, parecen también propias de los dos países, pero solo en Etruria es donde disponen de capitales considerables, donde se fundan grandes talleres y se perfeccionan los procedimientos. En una palabra, son las mismas mercancías las que se venden, compran o fabrican en ambas orillas del Tíber, pero el pueblo latino quedó muy por debajo de sus vecinos del norte en lo que toca a la actividad industrial y comercial. Un día dado, la Etruria se vio en disposición de proveer al Lacio, y particularmente a Prœneste, de los objetos de lujo que confeccionaba a imitación de los griegos e inclusive llegó a venderlos entre estos mismos; nunca los latinos han hecho algo semejante.
RELACIONES ENTRE LA ETRURIA, EL ÁTICA,
EL LACIO Y LA SICILIA
Las rutas seguidas por el comercio de ambos pueblos se diferencian también de una manera no menos notable. Del comercio primitivo de los etruscos en el Adriático solo se sabe que, según todas las probabilidades, partían de Espina y Hatria para dirigirse a Corcira. Se ha visto además que los etruscos occidentales se lanzaron desde tiempos remotos a los mares de Oriente, y que comerciaron no solo con la Sicilia, sino también con la propia Grecia (pág. 169). Sus relaciones con el Ática son atestiguadas así por las alhajas de plata atenienses que se encuentran en gran cantidad en los sepulcros de fecha más reciente o que fueron importadas en la misma época para otros usos que los de los funerales, por las lámparas de cobre y las copas de oro tirrenas, muy codiciadas entre los atenienses, pero sobre todo por las monedas. Las de plata de Populonia fueron copiadas del modelo de una pieza antigua del mismo metal, que llevaba en el anverso la cabeza de la Gorgona y en el reverso un cuadro grabado. Estas monedas han sido halladas a la vez en Atenas y en la antigua ruta por donde se traía el ámbar, en el país de Posen: es, quizás, un ejemplar de la moneda de Solón. Hemos visto que después de la alianza marítima entre los etruscos y los cartagineses han predominado quizá las relaciones comerciales entre ambos países. Si bien es cierto que en los sepulcros más antiguos de Cerea se han encontrado muchos objetos de bronce o de plata de fabricación indígena, se ha encontrado aún mayor cantidad de piezas de arte oriental, que pueden haber traído los mismos mercaderes griegos, pero que todo induce a creer que son más bien de procedencia fenicia. No es que sea necesario dar a este comercio con los fenicios una gran importancia; no debe olvidarse que pertenece a los griegos el honor de haber realmente civilizado a la Etruria con el auxilio de su alfabeto y demás importaciones.
El comercio del Lacio siguió otro camino muy diferente. Por raras que sean las ocasiones de comparar el uso que hacían los etruscos y los romanos de los datos proporcionados por la Grecia, se ve que ambos pueblos trabajan con un mismo objeto de una manera absolutamente independiente, y se nota además que han influido sobre estas civilizaciones dos razas griegas distintas. Tomad los alfabetos latino y etrusco y os sorprenderá una completa divergencia que acusa su origen diferente. El alfabeto etrusco es completamente primitivo: no permite adivinar la localidad donde se ha formado. El de los latinos, por el contrario, recuerda, tanto por los signos como por las formas, el alfabeto usado en las colonias calcídicas y dorias de la Italia y la Sicilia. El mismo fenómeno se observa en las palabras. El Pollux romano y el Pultuke de los etruscos son ambos la alteración espontánea y local del Polydeukes helénico. El Uthuce toscano es un derivado del Odysseus griego, cuya denominación siciliana reproduce el Ulises (Ulixes) romano. El Aivas etrusco corresponde a la forma griega primitiva; el Ajax romano (Aiax) no es más que una derivación usada en Sicilia. Por último, el Aperta o el Apello latino y el Apellum samnita proceden del Apellon dorio; el Apolion griego se encuentra, por el contrario, en el Apulu etrusco. Todo, pues, concurre a mostrar el comercio del Lacio con Cimea (Cumas) y Sicilia. Todos los vestigios de estos antiguos tiempos lo atestiguan: la moneda de Posidonia encontrada en el Lacio, los reales comprados a los volscos, cimeos, sicilianos y etruscos cuando había escasez en Roma, y sobre todo las relaciones íntimas de los sistemas monetarios de los latinos y de los sicilianos. La pieza de plata llamada νόμος en el dialecto doriocalcídico y la medida siciliana llamada ἠμίνα son el nummus y la hemina de los latinos, y tienen la misma significación. Los nombres itálicos de los pesos y medidas, libra, triens, cuadrans, sextans, uncia, indican que las cantidades y el peso del cobre, que sirve primero de moneda entre los latinos, han estado en Sicilia desde el siglo III, y que han ocupado un lugar en la lengua usual bajo las formas híbridas y corrompidas de λίτρα, τετρὥᾶς, τρῖας, ἑξάς$οὐγκία. Los sicilianos han sido los únicos, entre los griegos, que han puesto sus pesos y monedas en exacta relación con la moneda y el peso de cobre en bruto de los italianos. No se contentaron con atribuir a la plata un valor convencional y legal, que superaba quizá doscientas cincuenta veces al del cobre, sino que acuñaron en Siracusa desde los tiempos más remotos libras de plata (λίτρα άργνριοὶῦ), que son la representación exacta del valor de una libra siciliana de cobre (1/120 del talento ático, 2/3 de la libra romana). En esto se fundan para concluir que las barras de cobre de los italianos tenían circulación en Sicilia, que el comercio latino era puramente pasivo y que, como consecuencia directa, la moneda latina circulaba allí mucho. ¿Tendremos aún necesidad de invocar aquí como pruebas las palabras italianas usadas por los sicilianos para designar el préstamo comercial, las prisiones y el plato para servir los manjares, y, por otra parte, las palabras sicilianas recibidas por la lengua romana? (pág. 183).
Los latinos mantuvieron también en los primeros siglos relaciones con las ciudades calcídicas de la Italia meridional, Cimea y Neápolis, y con las focenses Elea y Masalia, de lo cual se encuentran todavía algunos vestigios. Pero este comercio fue infinitamente menos activo que el que se hacía con la Sicilia. La prueba de esto está a la vista, por el empleo exclusivo de la forma doria en las palabras griegas latinizadas (v. g. æsculapius, latona, aperta y machina, ya mencionadas anteriormente). Si hubiese habido entre el Lacio, las ciudades de origen jonio, como Cimea (pág. 162), y los establecimientos focenses relaciones tan frecuentes como con los dorios sicilianos, encontraríamos huellas de esto en la lengua, por más que estas colonias jonias hubiesen sufrido muy pronto la influencia doria y se hubiesen desnaturalizado a su vez en su dialecto.
Todo contribuye a mostrar la extensión del movimiento comercial de los latinos y su contacto diario con los griegos del mar occidental, sobre todo de la Sicilia. ¿Ha habido este mismo movimiento en otras direcciones o hacia otros pueblos? Nada nos lo puede decir con certeza: la filología no encuentra una sola huella de su contacto con los pueblos de lengua aramea[156]. Si se pregunta cómo se hacía este comercio, si por comerciantes italianos yendo al extranjero, o por mercaderes de otros países viniendo a Italia, contestaremos que en lo que concierne al Lacio nos inclinamos por el primer sistema. No podría comprenderse de otro modo la recepción en el dialecto usual de los pueblos de Sicilia de todas las palabras que designan el equivalente monetario latino y el tráfico comercial. ¿Habría sido posible semejante emigración si los comerciantes sicilianos hubiesen venido a Ostia solo para recibir el cobre a cambio de los objetos de bujería que les traían?
En cuanto al estado de las clases y personas dedicadas al comercio, es cosa notable que en Roma no se constituyese jamás una casta independiente al lado de la propiedad territorial. Pero esto no es más que una anomalía fácil de explicar: el alto comercio ha estado siempre en manos de los grandes propietarios. Colocados en un país regado por muchos ríos entonces navegables, y pagándoles solamente en especies a sus censatarios, se procuraron, según atestiguan los monumentos y la misma naturaleza de las cosas, una pequeña flota. Como además poseían los frutos que habían de exportar y los medios de transporte, se dedicaron directamente al comercio marítimo. Los primeros romanos no conocieron las aristocracias rivales de la tierra y del dinero; los grandes propietarios de terrenos fueron también entre ellos los grandes especuladores y capitalistas. Al ser el comercio muy extenso, hubiera sido imposible reunir ambas profesiones, pero no se olvide que no tenían entonces más que una importancia relativa. Por más que el comercio del Lacio estuviese todo concentrado en Roma, esta ciudad continuó muy por detrás de Cerea y de Tarento en cuanto al mercado, y no cesó de ser la capital de un Estado principalmente agrícola.