XII
LA RELIGIÓN
LOS DIOSES
Ya hemos dicho que el panteón romano refleja la Roma terrestre en el espejo de un ideal más elevado, que reproduce con una minuciosa exactitud desde las cosas más grandes hasta las más pequeñas. El Estado, las familias, los hechos de la naturaleza, los del mundo moral, los hombres, los lugares, los objetos y hasta los actos del dominio de la ley se reflejan en el sistema de las divinidades de Roma. Por otra parte, así como las cosas terrestres fluctúan y cambian en un perpetuo vaivén, así también el cielo divino se transforma a todas horas. El genio que preside cualquier acto de la vida no dura más que lo que dicho acto, y el individuo tiene también su genio que lo protege y que nace y muere con él. Respecto del mundo de los dioses, si bien es verdad que goza de una existencia eterna, esto sucede porque las acciones y los hombres son siempre los mismos, y porque cada día se regeneran los espíritus que están unidos a ellos. También la ciudad romana tiene sus divinidades propias como las demás ciudades tienen las suyas. Así como un abismo separa al ciudadano del que no lo es, el dios extranjero queda muy por debajo del indígena. También puede darse a los dioses el derecho de ciudad mediante tratados, como se da a los hombres de ciudades extranjeras; y si sucedía que los habitantes de las ciudades conquistadas eran trasladados a Roma, se invitaba también a sus dioses a que viniesen a fijar en ella su residencia.
No vamos a exponer aquí detalladamente la mitología romana, pero no resaltar la sencillez y la naturaleza íntima de las divinidades de Roma sería faltar a un deber de todo historiador. La esencia de las mitologías griega y romana era abstraer y personificar a la vez. El dios griego tiene también por prototipo un fenómeno natural o una noción moral, y lo que atestigua la tendencia predominante a la personificación religiosa en ambos pueblos es que sus divinidades son tanto masculinas como femeninas. Veamos la invocación usada en Roma: «Quienquiera que seas, dios o diosa, hombre o mujer». Notemos por último esa superstición profunda de los romanos que les impedía pronunciar el nombre del genio protector de la ciudad, por miedo de que el enemigo de Roma lo supiese e, invocándolo a su vez, lo invitase a pasar la frontera. La antigua figura de Marte, la más antigua y la más nacional de las divinidades itálicas, es también un resto de estas poderosas personificaciones. Pero mientras que en otras partes la abstracción, que está en el fondo de toda religión, va elevándose en alas de un pensamiento cada vez más grande y tiende a penetrar cada vez más en la esencia de las cosas, se ve que las imágenes sensibles del paganismo romano, por el contrario, se petrifican de una manera increíble y se establecen por grados, cada vez más humildes, en el órgano de las concepciones contemplativas. Para los griegos, todo motivo religioso de alguna importancia se transfigura también y da origen a un grupo antropomórfico con su ciclo legendario e ideal. En Roma, la noción primera permanece en su punto de partida, en su rígida desnudez. No hay que buscar en ella las imágenes gloriosas, terrestres e ideales a la vez, del culto de Apolo, las divinas borracheras de Dionisos, los dogmas profundos y ocultos bajo los ritos y los misterios del mito de la tierra (χθών). La religión romana no tiene nada que pueda aproximarse a estas ilustres concepciones, no tiene nada propio que oponerles. Tiene, es verdad, la noción de un dios malo (Ve-jovis)[132], e invoca a los dioses del aire insano, de la fiebre, de las enfermedades y hasta del robo (Laverna)[133]. Ha oído hablar de apariciones y de fantasmas (lemures) pero no sabe despertar en sí ese terror misterioso que busca el corazón; no desea mezclarse con las cosas incomprensibles, con los principios malos extendidos en la naturaleza y en el hombre, a los que, sin embargo, toca toda religión en cuanto nos abraza por completo. En el culto romano nada hay secreto a no ser el nombre de los dioses de la ciudad, los penates: hasta la naturaleza de estos dioses es conocida por el vulgo.
La teología nacional de los romanos se esforzó siempre por hacer sensibles e inteligibles los fenómenos y los atributos de la divinidad. Quiso traducirlos y presentarlos en las palabras de su terminología, y también clasificarlos, transportando con frecuencia a su nomenclatura las distinciones de las personas y de las cosas según los principios del derecho privado. Inclusive se sujetó a sus propias reglas en las invocaciones, y las impuso a la multitud al comunicarle sus listas y fórmulas (indigitare). Tales son los caracteres esenciales de la religión romana: las nociones abstractas se refieren en ella a un concretismo exterior y afectan una sencillez extrema, cuyas formas son unas veces venerables y otras ridículas. La sementera (Saturnus), el cultivo de los campos (Ops), la flor (Flora), la guerra (Bellona), el límite (Terminus), la juventud (Juventus), la salud (Salus), la fe (Fides) y la concordia (Concordia): estas eran las divinidades más antiguas y santas[134]. Sin embargo, había una, dotada de una personalidad especial, que debió tener en Italia su culto propio y autóctono; hablo de Jano, el de las dos cabezas. Hasta en la creación de esta figura se halla la expresión de la idea estrecha que presidía la religión de los romanos. Toda acción, cualquiera que sea, debe comenzar por la invocación al genio tutelar[135]; y mientras que los dioses más individualizados de los helenos marchan independientes unos de otros, en Roma un sentimiento poderoso prescribe acumular y reunir en las mismas oraciones toda la serie de creencias divinas.
Pero de todos los cultos que se practicaron en Roma, no hay quizá ninguno que haya penetrado más profundamente en las costumbres que el de los genios protectores de la casa. Notemos en los ritos oficiales las invocaciones a Vesta y a los penates; en las oraciones de la familia, las dirigidas a los dioses de los bosques y de los campos, a los silvanos. Y ante todo, las invocaciones a los dioses propios del hogar, los lases o lares, que toman parte en las comidas de familia y a los que, hasta en tiempos de Catón el Mayor, el señor dirigía primeramente sus devociones cuando entraba en su casa[136]. Por lo tanto, en el orden de las dignidades divinas, los genios campesinos o domésticos no ocupan el último lugar. ¡No podía suceder otra cosa bajo el imperio de una religión que carecía de todo ideal! La piedad de los fieles no iba a buscar su alimento en las abstracciones lejanas y generales; por el contrario, se arrodillaba ante las nociones más simples y más individuales.
Las tendencias de la religión romana son también prácticas y utilitarias, rechazando siempre el principio idealista. Después de los dioses del hogar y de los bosques, los latinos y con ellos las naciones sabélicas veneran respetuosamente a Herculus o Hércules, el dios de la quinta o alquería cultivada en paz (de hercere), que se convirtió en seguida en dios de la riqueza y del lucro. Nada más común que ver al romano ofrecer el diezmo de sus cosechas en el altar principal (ara máxima) del dios, situado en el mercado de los bueyes (forum bovarium). Le suplica que aleje las pérdidas que lo amenacen, o que haga prosperar su capital. Como en este mismo lugar era donde se acostumbraba cerrar los contratos y confirmarlos con el juramento, muy pronto se identificó a Hércules con el dios de la buena fe (Deus Fidius). El acaso no entraba para nada en el culto de la divinidad protectora del negocio. Se la honraba, dice un antiguo escritor, en todas las aldeas de Italia; en todas partes se hallaban sus altares, tanto en las calles de las ciudades como a lo largo de los grandes caminos. Así, y por los mismos motivos, los latinos invocaban desde muy antiguo y en todas partes a la diosa del acaso y del buen éxito (Fors, Fortuna), y al dios comerciante (Mercurius). Una economía doméstica severa y disposiciones especiales para el comercio eran uno de los rasgos distintivos del pueblo romano; no hay que admirarse, pues, de encontrar la imagen divinizada de sus virtudes hasta en los más íntimos dogmas de su religión.
LOS ESPÍRITUS
Poco hay que decir del mundo de los espíritus: las almas de los mortales después de su fallecimiento, los manes o los buenos, bajan en estado de sombras al lugar en que reposa el cuerpo, y los que sobreviven les dan de comer y beber. Pero su morada está en el fondo de los abismos y ningún camino pone en comunicación el mundo inferior con los hombres que moran sobre la tierra, ni con los dioses del mundo superior. El culto griego de los héroes es desconocido entre los romanos, y una de las pruebas más evidentes de la tardía invención de esa pobre leyenda que quiere contar la fundación de Roma es la metamorfosis, poco romana en verdad, del rey Rómulo convirtiéndose en el dios Quirino (Quirinus). Numa, el personaje más antiguo y más venerable de la leyenda, no ha sido nunca en Roma objeto de un culto semejante al de Teseo en Atenas.
LOS SACERDOTES
En los tiempos en que las razas indígenas ocupaban todavía la península, ajenas a todo contacto con el extranjero, las religiones romana e italianas en general tuvieron su divinidad común y, por decirlo así, central, en el dios que mata, Maurs o Mars[137], al que representan blandiendo su lanza, protegiendo los rebaños y combatiendo por la ciudad, a cuyos enemigos aterra. Pero cada ciudad itálica tiene su dios Marte. Lo considera el más fuerte y el más santo, y cuando principia la primavera sagrada (ver sacrum), o cuando una cuadrilla de emigrantes marcha a fundar una nueva ciudad, parte bajo la protección del Marte local. A él es a quien pertenece el primer mes del calendario romano; sin duda es el único dios que figura tanto en la nomenclatura mensual de los latinos como en la de los pueblos sabélicos. Es el único también común, y esto desde los tiempos más remotos, a la mayor parte de los nombres propios de los ciudadanos (por ejemplo, los Marcus, los Mamercus, los Mamurius, etc.). Marte y su ave favorita, el pico, juegan un papel en la más antigua de las profecías itálicas; el lobo, que le está generalmente consagrado, es el animal distintivo del vecindario romano. Además, cuando las imaginaciones locales comienzan a bosquejar las primeras leyendas respecto de los orígenes sagrados de la ciudad, solo se refieren al dios Marte o a Quirino, que no es más que su duplicado. También le corresponden los más antiguos cuerpos sacerdotales. Citemos, en primer lugar, el sacerdote vitalicio del dios de la ciudad, el Flamen Martialis, el encendedor del altar de Marte, llamado así porque es el que quema a la víctima; luego están los doce saltadores o salios (Salii), jóvenes que bailan y cantan en el mes de Marte la danza de las armas, en honor de su divinidad. Cuando la ciudad de las colinas se fundió con la ciudad palatina, el Marte romano se duplicó y hubo un segundo flamen, el flamín quirinal (flamen quirinalis), y una segunda cofradía de bailadores o danzantes, los salios de las colinas (Salii Collini), de cuyo hecho hemos hablado anteriormente (pág. 107).
Otros cultos se practicaban además en la Roma primitiva, anteriores sin duda en la mayor parte al nacimiento de la ciudad, y cuyas solemnidades estaban públicamente confiadas a asociaciones o a familias elegidas. Tal era la de los doce hermanos de los campos, o arvales (fratres arvales), encargados de pedir en el mes de mayo los favores de la diosa fecunda (Dea dia) sobre las sementeras, y que eran los primeros en importancia después de las dos hermandades de los salios. Citemos además la hermandad de los ticios, encargados del culto especial de las tribus ticias (pág. 70), y los treinta flamines curiales, encargados de la vigilancia de los fuegos sagrados de las treinta curias.
Como ya hemos dicho, otros ritos menos importantes pertenecían a ciertas familias, pero el público solía también tomar parte en ellos. La festividad del lobo (luper-cales, lupercalia) se celebraba en honor del dios socorredor o dios fauno (faunus) durante el mes de febrero. La gens Quincia y, después de la unión de la ciudad de la colina, la gens Fabia, tenían este privilegio. Era un verdadero carnaval de pastores, se veía allí a los lupercos (luperci, los que alejan el lobo) correr y balar con el cuerpo desnudo y una piel de chivo rodeada a la cintura, y aporrear a los transeúntes con las zaleas. El culto de Hércules pertenecía también a las gentes de los Poticianos y de los Pinarianos. No cabe duda de que hubo, y en gran número, otros ritos confiados a ciertas familias encargadas de representar la ciudad. A estos cultos originarios de la Roma antigua vinieron a unirse otros más recientes. El más notable de todos se refiere a la reunión de las tres ciudades en una sola, a lo que yo llamo la segunda fundación, en los tiempos en que se construyeron el nuevo muro de circunvalación y la ciudadela. Hablo del culto del Júpiter capitolino, que llegó a ser muy pronto el más grande y el mejor de los dioses. Verdadero genio tutelar del pueblo romano, está a la cabeza de toda la cohorte celestial, y su sacerdote, instituido de por vida, el flamen dialis, forma con los dos sacerdotes de Marte una especie de trinidad sacerdotal suprema. En esta misma época comenzaron el culto del nuevo hogar sagrado de la ciudad una e indivisible, el culto de Vesta, y el de los penates comunes que enlaza con aquel (pág. 134). Seis vírgenes hijas del pueblo romano presidían estos ritos piadosos y conservaban siempre encendido el fuego saludable del altar de la ciudad, ejemplo y símbolo que a su vez debían imitar los particulares (pág. 61). Como centro sagrado de un culto público y doméstico, la religión de Vesta persistió largo tiempo aun en medio de las ruinas del paganismo, y fue la última que cedió a la invasión de la idea cristiana.
También tuvo Diana su templo sobre el Aventino, donde representaba la confederación latina (pág. 129), pero por esta misma razón no tuvo a su servicio un colegio de sacerdotes romanos. Por último, Roma dejó que se introdujeran en su recinto muchas otras divinidades: les consagraba fiestas generales, instituía para ellas cuerpos especiales de sacerdotes, o les daba también flamines. En efecto, se cuentan hasta quince de estos. Entre ellos se distinguieron siempre los tres grandes sacerdotes (flamines majores), que fueron siempre elegidos entre las antiguas familias de los ciudadanos. Asimismo tres cofradías, la de los salios palatinos, la de los quirinales y la de los arvales, mantuvieron la prioridad sobre todas las demás. Las asociaciones religiosas instituidas por el Estado, o los sacerdotes especiales asignados por él a los diversos cultos, debieron atender a las prestaciones cotidianas que exigía cada uno de ellos. Mas para cubrir los gastos considerables de los sacrificios, los templos recibieron tierras propias y el producto de las demandas judiciales (pág. 100).
La religión de los latinos, y aun la de las tribus sabélicas, a no dudarlo, era semejante o poco diferente de la antigua religión de Roma. Los flamines, los salios, los lupercos y las vestales no son una institución puramente romana: la poseían todos los latinos. Y no es ciertamente con arreglo a un formulario romano como en un principio fueron creados los tres primeros colegios de sacerdotes en las ciudades emparentadas con Roma. Digamos, por último, que si el Estado reglamentó el culto de las divinidades públicas, cada ciudadano tenía el derecho de hacer otro tanto con las divinidades domésticas; les ofrecía sacrificios, les consagraba templos y les asignaba servidores.
PERITOS SAGRADOS. AUGURES, PONTÍFICES
La clase de los sacerdotes era muy numerosa en Roma, y no obstante, cuando un ciudadano necesitaba implorar la protección de los dioses jamás los tomaba por intermediarios. Todo el que hace oración o una promesa se acerca directamente a la divinidad: la ciudad, por boca del rey; la curia, por la del curión, y la caballería, mediante sus jefes. Nunca el sacerdote se constituyó en tercero, ni vino a ocultar u oscurecer la noción primitiva y simple de la invocación personal. Mas no era fácil conversar con los dioses. Estos tenían un lenguaje inteligible solamente para aquel que poseía su clave. El hombre instruido en este santo comercio no solamente sabía interpretar la voluntad divina, sino también inclinarla, sorprenderla y hasta dominarla, si era necesario. De aquí el hábito que tenía el que adoraba a los dioses de llamar a su lado a hombres expertos que lo aconsejasen; de aquí la organización religiosa de estos en una corporación especial; de aquí, en fin, esa institución profundamente nacional e itálica, destinada a desempeñar en la política un papel muy distinto del de los sacerdotes o las corporaciones sacerdotales. Se ha hecho mal en confundir muchas veces a los unos con los otros. Los sacerdotes tienen por misión el culto propiamente dicho de su dios; los expertos conservan la tradición de ciertos actos religiosos de un orden menos especial, del que solo ellos poseían la fórmula y el sentido, o cuya fiel transmisión de edad en edad importaba a los intereses del Estado. Exclusivos por excelencia, y saliendo solo de entre los ciudadanos, estos peritos se convirtieron en los depositarios de las ciencias y de los procedimientos del arte. En la ciudad romana, y aun en la ciudad latina, no hubo en un principio más de dos colegios de peritos sagrados: el colegio de los augures y el de los pontífices[138]. Los seis augures reconocían el lenguaje de los dioses en el vuelo de las aves; prosiguieron asiduamente sus estudios y los elevaron a la altura de un sabio sistema de interpretación sagrada. Los cinco constructores de puentes (pontífices) tomaron su nombre del cargo santo e importante que les estaba confiado, montar y desmontar el puente del Tíber. Fueron, propiamente hablando, los ingenieros romanos que sabían los secretos de las medidas y de los números. De aquí el deber que tenían de formar el calendario público, anunciar la luna nueva o llena y los días de fiesta, y vigilar para que se cumpliesen regularmente en días propicios las solemnidades del culto y de la justicia. Semejante misión les hizo intervenir muy pronto y con gran autoridad en los asuntos de la religión. Así es que, ya fuera que se tratase de matrimonio, de testamento o de adrogación (adopción civil), en todos los actos en los que era necesario saber en primer lugar que no habría ningún obstáculo por parte de la ley religiosa, los pontífices eran interrogados por las partes. Ellos fueron además los que fijaron y notificaron al pueblo el código general de la ley sagrada, conocido después bajo el nombre de Recopilación de leyes reales[139]. En la época de la caída de la monarquía habían conquistado ya probablemente la supremacía religiosa. Vigilantes supremos del culto y de las cosas a él anexas (y quizá todas lo estaban en Roma), ellos mismos definían su ciencia profesional como «la ciencia de las cosas divinas y humanas»[140]. Y, de hecho, ellos presidieron el comienzo de la jurisprudencia sagrada y civil, y la redacción de los primeros anales. La historia, en efecto, se apoya forzosamente en el calendario y en el libro de los tiempos del año. En cuanto a las reglas del procedimiento o a las máximas del derecho, como no podía formarse una tradición en los tribunales romanos por su organización esencialmente móvil, los conocimientos teóricos y prácticos se refugiaron en el colegio de los pontífices, únicos competentes para indicar los días judiciales y dar aviso sobre las cuestiones religiosas en litigio.
LOS FECIALES
Al lado de los dos colegios más antiguos y considerables de peritos sagrados, viene a colocarse el de los veinte mensajeros del Estado, o feciales (palabra de origen incierto): verdaderos archivos ambulantes que perpetuaban por la tradición oral el recuerdo de los tratados pasados con las ciudades vecinas. Entre sus funciones estaban las de decidir en forma de dictamen sobre el caso de violación de estos tratados y sobre los derechos que de ellos se desprenden, reclamar las expiaciones debidas o declarar la guerra cuando estas se niegan. Los feciales eran respecto del derecho de gentes lo que los pontífices respecto del derecho sagrado; como aquellos, no pronuncian la sentencia sino que muestran la ley. En efecto, por grande que fuese la altura a la que habían llegado y por poderosas y extensas que fuesen sus atribuciones, nunca se olvidó en Roma que los miembros de los colegios sagrados no tenían el derecho de juzgar, sino solo el de emitir su dictamen; ellos no podían interrogar a los dioses, sino simplemente interpretar la respuesta. Por esto el primer sacerdote iba detrás del rey y no lo aconsejaba hasta que era preguntado. Solo al rey tocaba decidir si debía consultarse el vuelo de las aves y cuándo. En este caso, los augures eran los que asistían y traducían, si era necesario, el lenguaje de los enviados celestiales. El pontífice y el fecial no intervenían en los asuntos del derecho civil y del derecho público sino cuando lo exigían las partes interesadas. A pesar de las sugestiones de la piedad, Roma ha mantenido siempre y de un modo inflexible esta máxima: que el sacerdote no debe intervenir en los asuntos del gobierno, y que, lejos de dar órdenes, debe obedecer a los más humildes empleados públicos, como todo ciudadano.
CARÁCTER DE ESTA RELIGIÓN
La satisfacción del goce de los bienes terrenales y el temor de los fenómenos de la naturaleza cuando se desencadena su poder son los caracteres fundamentales de la religión latina. Esta aparece preferentemente en medio de las manifestaciones de alegría, en los cantos, en los juegos y en la danza; le gusta ante todo regalarse o comer bien. En Italia, lo mismo que en todos los pueblos agrícolas que viven principalmente de alimentos vegetales, la muerte de una res del ganado es la señal de una fiesta doméstica o de una solemnidad religiosa. El sacrificio de un puerco era considerado como el más agradable a los dioses, porque proporcionaba generalmente el asado de la fiesta. Pero la sobriedad romana se oponía al mismo tiempo a las prodigalidades y a los excesos. El culto latino es económico hasta para con los dioses y este es uno de sus rasgos más distintivos. La severa disciplina de las costumbres contenía allí con mano fuerte el vuelo de la imaginación popular. Mientras que en otros países los arrebatos licenciosos producían deformidades monstruosas, entre los latinos todo iba con calma y medida. Y no es que no transportasen al mundo de los dioses la falta y el castigo terrestres obedeciendo a tendencias morales, siempre poderosas sobre el corazón del hombre. Ver en la falta un crimen contra la divinidad y en el castigo una expiación es la esencia de toda religión, y los latinos abundan en esta creencia. La ejecución del condenado a muerte y el asesinato del enemigo herido en una guerra justa son a sus ojos verdaderos sacrificios expiatorios. El ladrón nocturno de los frutos de los campos es sacrificado a Ceres en una horca, como el enemigo malo cae en el campo de batalla sacrificado a la buena madre, a la tierra y a los genios buenos. Por último, los latinos también practicaban el dogma profundo y sombrío de la representación expiatoria. Cuando los dioses de la ciudad estaban irritados o cuando el culpable del crimen que excitaba su cólera era desconocido, si había un ciudadano que se sacrificase voluntariamente (de vovere se) se apaciguaban al momento. De la misma manera, desde el momento en que el patriota que aceptaba el papel de víctima propiciatoria se precipitaba en el abismo o en las filas de los enemigos, se veía cerrarse la gran sima envenenada abierta en medio de la ciudad, o la batalla casi perdida tornarse en victoria. Las mismas ideas son la causa y la explicación de la institución de la primavera sagrada (ver sacrum): todo lo que nacía en esta época, hombres o animales, era ofrecido a los dioses. Y si se quiere forzosamente ver en el fondo de tal costumbre un sacrificio humano, podrá sostenerse también que este sacrificio no ha sido inusitado en los cultos latinos. Sin embargo, por mucho que profundicemos en la historia, nunca veremos en Italia quitar la vida a la víctima, a excepción del criminal jurídicamente convencido, o del inocente que va espontáneamente a la muerte. Verter la sangre humana sobre los altares es contrario a la noción primitiva de la ofrenda hecha a los dioses, y, en las razas indogermánicas al menos, supone siempre una degeneración y un retroceso hacia el estado salvaje. Los romanos jamás han dado cabida a esta costumbre bárbara. Apenas si en una sola y única circunstancia la miseria de los tiempos, la superstición y la desesperación los han podido obligar a recurrir a este horrible medio de salvación. También son raros los vestigios de una creencia en los espectros, en los encantamientos y en los misterios del mundo extranatural. Los oráculos y los profetas nunca han tenido el poder que habían adquirido en Grecia: nunca han podido imponer los actos de la vida pública y privada. Por el contrario, la religión latina se limitó y hasta decayó muy pronto por la inanición y la aridez, y terminó por no ser más que un ritual difícil y vacío en cuanto al pensamiento. El dios itálico, repetimos, es ante todo un mediador que proporciona a los fieles la consecución material de sus deseos terrestres. Los italianos han tenido siempre esa tendencia innata hacia las nociones concretas y realistas, y sus ideas religiosas siguen en la actualidad el mismo camino. Para ellos, el hombre es al dios lo que el deudor es al acreedor; todos se creen con derecho justo y legítimo a realizar sus deseos. Los dioses eran en número igual a los momentos de la vida terrestre. Despreciar o trastornar su culto en la hora que ellos habían fijado era atraer sobre sí una venganza inmediata. Por lo tanto, ¡qué cuidado y trabajo no se impondría el latino, aunque no fuese más que para recordar oportunamente todos sus deberes religiosos! Se dirigía constantemente a aquellos sacerdotes instruidos en el derecho divino, a aquellos pontífices cuya influencia creció entonces desmesuradamente. El hombre justo guardaba en el cumplimiento de los ritos sagrados la puntualidad comercial que lo caracterizaba en los demás actos de su vida privada: ponía su sueldo al margen, así como la divinidad sacaba también el suyo. El contacto con los dioses es un asunto de especulación: las promesas, en su espíritu y en su letra, son un contrato formal entre ambas partes. El hombre aseguraba al dios ciertas prestaciones a cambio de los auxilios divinos. Y como en Roma no se hacía en esta época ningún contrato por medio de procurador, este era un motivo muy serio para rechazar la intervención del sacerdote en el momento en que el fiel presentaba su demanda. Así como el comerciante no comprometerá nunca su honor, con tal de que se atenga a la letra y solo a la letra del contrato, los teólogos de Roma enseñaban que era suficiente dar a los dioses o recibir de ellos un símbolo nominal de la cosa prometida. Así, por ejemplo, al dios de la bóveda celeste se le presentan cabezas de cebolla o de adormideras y se le suplica que caigan sobre estas los rayos lanzados contra las de los hombres, y, en pago de las ofrendas anuales exigidas por el dios del Tíber (pater Tiberis), se arrojan a su corriente treinta muñecos de junco[141]. ¡Mezcla singular de las nociones de la gracia y de la reconciliación divina con las sugestiones de un fraude piadoso que se esfuerza en engañar a un señor temible y satisfacerlo con un pago que nada tiene de serio! El temor de los dioses ejerce en Roma una gran influencia sobre los espíritus, pero no tiene nada en común con ese terror que la naturaleza soberana o la divinidad omnipotente inspira a los pueblos que profesan el panteísmo o el monoteísmo. Allí, el temor era puramente material y apenas se diferenciaba del que sentía el deudor romano delante de su acreedor legal, tan exacto como poderoso. Por consiguiente, se concibe que semejante religión, lejos de promover y madurar el genio artístico o metafísico, ha debido ahogarlo en su germen. Entre los griegos, por el contrario, los mitos sencillos de la antigüedad primitiva revistieron muy pronto un cuerpo de carne y hueso. Sus nociones de la divinidad se convirtieron en elementos de las artes plásticas y poéticas; alcanzaron rápidamente la universalidad y esas facultades de expansión, patrimonio verdadero de la naturaleza humana y virtud innata de toda religión terrestre. De este modo, las visiones más sencillas en el orden de las cosas naturales se fueron engrandeciendo y universalizando, y las puras nociones morales se profundizaron y convirtieron en humanitarias. Durante muchos siglos, la religión helénica abarcó sin trabajo en el dominio ideal todos los dogmas, físicos y metafísicos, y todas las conquistas de la nación. A medida que progresaba fue creciendo en profundidad y en extensión, hasta que llegó el día en que el vaso se rompió por las crecientes efusiones de la imaginación libre y de la filosofía especulativa. Por el contrario, la encarnación de los dioses fue siempre en el Lacio tan sencilla y transparente que los poetas no pudieron hallar en ella materia para sus producciones. La religión era allí extraña y hasta enemiga del arte. Como la divinidad no era más que la noción espiritualizada o abstracta de un fenómeno terrestre, tenía en este mismo fenómeno su propia imagen y su santuario (templum). A los ojos de los primitivos latinos, los muros y los ídolos hechos por el hombre hubieran aprisionado y como oscurecido el dogma ideal del dios. Por esta razón no encontramos estatuas ni templos en el culto primitivo de los romanos. Y si es verdad que los latinos, a imitación de los griegos, erigieron desde muy antiguo ídolos y pequeños santuarios (ædicula) a sus dioses, fue esta una innovación enteramente contraria a las leyes sagradas de Numa. Ya la pureza del dogma comenzaba a alterarse por las importaciones extranjeras. El Jano de las dos caras (bifrons) es quizás el único dios romano que ha tenido siempre su estatua. Algunos siglos más tarde se burlaba Varrón de las supersticiones de la multitud, que se apasionaba por miserables ídolos y monigotes convertidos en dioses. Toda esta religión carecía por lo tanto de inspiración creadora: no ha contribuido poco a la incurable esterilidad de la poesía y de la filosofía romanas.
Los mismos caracteres distintivos se notan hasta en las cosas de la vida práctica. El romano, desde este punto de vista, no saca de su religión más que un resultado. Con la jurisprudencia sacerdotal recibe de manos de los pontífices un cuerpo de leyes morales, cuyos preceptos hacen para él las veces de un reglamento de policía en esos tiempos tan lejanos aún de toda tutela administrativa, y cuyos mandatos lo conducen ante el tribunal de los dioses para cumplir allí los deberes que la ley política ignora o no sanciona sino con ayuda de la penalidad religiosa. A la primera clase de preceptos corresponden primeramente órdenes severas para la celebración de los días festivos, para el cultivo más técnico de los campos y de las viñas (que describiremos en otro lugar). Después, para citar ejemplos palpables, vienen los ritos relativos a los lares, al culto del hogar (pág. 189), a la incineración del cadáver de los muertos, costumbre común entre los romanos desde un principio, desde mucho tiempo antes de que la conociesen los griegos, y que supone una doctrina sobre los dogmas de la vida y de la muerte absolutamente extraña a las ideas en boga en los tiempos más antiguos y en los tiempos modernos[142]. Conviene seguramente considerar en la religión romana estas innovaciones y otras prácticas análogas.
En el orden moral, sus efectos son muy decisivos. En primer lugar, toda sentencia capital es considerada como el cumplimiento de un anatema lanzado por los dioses, el cual acompaña y completa a la vez la decisión del juez secular. Contra el marido que vende a su mujer, contra el padre que vende a su hijo, contra el hijo o la nuera que hiere a su padre o suegro y contra el patrono que viola la fe jurada al huésped o cliente la ley civil no tiene sanciones penales, propiamente hablando; pero en su lugar pesa sobre la cabeza del culpable la maldición de los dioses. No significa esto que la vida del excomulgado (sacer) sea pregonada o proscrita: semejante acto sería contrario a toda buena disciplina en la ciudad. Solo en circunstancias excepcionales y durante las discordias civiles entre los órdenes, es cuando tal sanción vino a agregarse a la maldición religiosa. El cumplimiento de la sentencia divina en general no pertenecía a la jurisdicción civil, cuando menos a tal o cual ciudadano, a tal o cual sacerdote, puesto que este no tenía, como sabemos, ningún poder político. El excomulgado no es, en una palabra, cosa que pertenezca a los hombres sino a los dioses. Sin embargo, las creencias populares se conmovían poderosamente por la sentencia de excomunión y en estos antiguos tiempos imprimía un gran terror aun en los espíritus de los malvados. La religión ha ejercido, pues, una influencia civilizadora más pura y profunda en tanto no se valía de las armas de la justicia temporal. Pero, fuera de estos preceptos de disciplina civil y de moral, nada ha dado la religión al pueblo latino. Los cultos helénicos han hecho mucho más por el pueblo griego: no les debe solamente su cultura intelectual, sino también todos sus progresos en el sentido de la unidad nacional. Todo lo que en él es grande y constituye la riqueza común de la nación vive y se mueve en derredor de los oráculos, en medio de las fiestas religiosas, en Delfos, en Olimpia y en el comercio de las musas, hijas de la fe. Y, ¡cosa extraña!, el Lacio también supera en esto a la Grecia. Por bajo que allí sea el nivel de la religión es en cambio más clara e inteligible para todos. Mientras que en Grecia habita solo en las profundidades del pensamiento y no se revela por completo más que a los sabios, por lo que se crea desde muy temprano con su cortejo de bienes y males la brillante aristocracia de las inteligencias, en Roma mantiene la igualdad civil. ¿No es la religión en Roma, como en todas partes, el producto de las infinitas meditaciones de la conciencia humana? Creer que el Empíreo romano carece de profundidad porque se abre fácilmente a las miradas es no ver de las cosas más que la superficie; es creer que un río no es caudaloso porque sus aguas son cristalinas. Convengo en que las primeras y más íntimas creencias se evaporan con el tiempo como el rocío con los primeros rayos del sol saliente. La religión latina se sometió también a la ley común y llegó un día en que se evaporó, pero por lo menos resistió mucho más tiempo que la de otros pueblos. Los latinos tenían todavía una fe sencilla cuando los griegos habían perdido hacía mucho tiempo la suya. Y así como los colores son hijos de la luz al mismo tiempo que degradaciones físicas de ella, así también las artes y las ciencias van destruyendo las creencias a quienes debían la vida. En el vaivén fatal de estas creaciones y aniquilamiento, las leyes de la naturaleza han colocado equitativamente en el lote de las primitivas épocas ciertos dones que el hombre se esforzará en vano después por reconquistar. El genio griego con su poderoso vuelo intelectual ha podido muy bien fundar una semiunidad religiosa y literaria, pero ha hecho imposible la formación de la unidad política. No ha sabido inspirar la dócil sencillez de los caracteres y de las ideas, el espíritu de desprendimiento y de fusión que son condiciones primeras de la unificación. Es tiempo ya de que cesen los infantiles paralelos históricos en los que se ensalza a los griegos a expensas de los romanos, o a estos a expensas de los griegos. Como la encina puede vivir al lado del rosal, se debería estudiar a estos dos gigantes de la historia antigua el uno al lado del otro, no para ensalzarlos o maldecirlos sino para comprenderlos bien y para confirmar una vez más que sus grandes cualidades proceden en cierto modo de sus defectos. La grande, la profunda diferencia de ambas naciones consiste principalmente en que, al tiempo que progresaba, el Lacio no estuvo en contacto con el Oriente, mientras que la Grecia lo estaba sin cesar. Ningún pueblo del mundo ha sido lo bastante perfecto por sí mismo como para sacar de su propio fondo las maravillas de la civilización helénica y, más tarde, las de la civilización cristiana. Para hacer brotar esa centella creadora se ha necesitado transportar los dogmas religiosos de la Aramea al suelo fecundo de la cultura indoeuropea. Pero si la Hélade ha continuado siendo el prototipo del humanismo puro, el Lacio será siempre el prototipo de la nacionalidad. En cuanto a nosotros, hijos del mundo moderno, debemos honrar a estos dos pueblos y sacar de ellos eficaces enseñanzas.
CULTOS EXTRANJEROS
Hemos bosquejado el cuadro de la religión romana en la nativa pureza de sus dogmas y en su progreso libre y popular. Sin embargo, desde los tiempos más antiguos recibió cierto número de importaciones procedentes de cultos y de dogmas extranjeros, pero que no modificaron su carácter; de la misma manera que la comunicación del derecho de ciudad a ciertos habitantes del reino venidos de lejos no perjudicó nunca en lo más mínimo al Estado. Roma cambió muy pronto con los latinos sus dioses a la vez que sus mercancías. Pero lo que más nos extraña es la inmigración de dioses y de cultos pertenecientes a pueblos y razas extranjeros no emparentados con los romanos. Ya hemos mencionado los ritos sabinos de los ticios (pág. 191): lo que parece dudoso es que hayan entrado en Roma algunos dogmas etruscos: los lases o buenos genios, bajo su nombre más antiguo (Lases, Lascibus), y la Minerva, diosa de la memoria (mens, menervare), que se suponen importados de la Toscana, parecen más bien indígenas según los datos filológicos. Como quiera que fuese, ningún culto extranjero ha encontrado en Roma tanto favor tan prontamente como el de la Grecia. Este es un hecho histórico indiscutible, confirmado además por todo cuanto sabemos de las relaciones existentes entre los dos países. Los oráculos helénicos fueron sin duda los primeros. En los tiempos primitivos, las divinidades romanas contestaban solo de un modo conciso, sí o no, o anunciaban sus voluntades por medio de suertes, echadas según la costumbre itálica[143]. Las divinidades griegas, por el contrario, bajo la inspiración quizá de las creencias procedentes de Oriente, tenían un lenguaje más directo y se comunicaban con los mortales con verdaderas sentencias. Los romanos las recopilaron desde un principio. Habían recibido de sus huéspedes y amigos, los griegos de la Campania, las páginas preciosas y proféticas del libro de la sacerdotisa de Apolo, la famosa Sibila de Cumas. Para leer su texto maravilloso habían fundado un colegio de dos sacerdotes, duoviri sacris faciundis, que ocupaban un rango inmediato al de los augures y pontífices y tenían como adjuntos dos esclavos públicos que sabían la lengua griega. Los ciudadanos se dirigían a estos conservadores del oráculo en todas las circunstancias críticas, como por ejemplo cuando para conjurar un peligro inminente era necesario celebrar alguna solemnidad piadosa en honor de un dios cuyo nombre se ignoraba y en una forma en que aún no se había verificado. No contentos con esto, los romanos iban hasta Delfos a consultar a Apolo. Un gran número de leyendas, a las que ya hemos hecho alusión anteriormente, atestiguan este comercio. Hallamos también en todas las lenguas itálicas la palabra thesaurus, tomada evidentemente del θησαυρός del oráculo délfico. Por último, hasta la antigua forma latina del nombre de Apolo (Aperta, el que abre, el que hace saber) es una derivación y una degeneración del Apellon de los dorios, cuyo arcaísmo no se descubre por su misma barbarie.
Los dioses de los navegantes, Castor y Polideukes, el Polux de los romanos; Hermes, el dios del comercio que no es otro que Mercurio, y el dios de la salud Asclapios o Esculapio (Esculapius) son todas divinidades griegas que fueron también reconocidas en Roma desde la más remota antigüedad, por más que no se les tributase culto hasta más tarde. También se remonta a épocas muy remotas el nombre de la festividad de la buena diosa (bona dea), el damium[144], que corresponde al griego δάμιον o δήμιον. El dios protector de las alquerías, el Hércules itálico (Hércules o Herculus, de hercere, mantener en paz), no tardó en confundirse con el dios héroe, a quien los helenos denominaban Herakles. No debe considerarse como verdaderas copias, sino como coincidencia primitiva de los dogmas, la identidad de los nombres dados por ambos pueblos al dios del vino, el «libertador» (Lyæos, Lyæus, liber pater) que saca los jugos; al dios que reina en los abismos terrestres (Plouton, dis pater o Ditis pater), o sea Plutón, dispensador de las riquezas, y a Persephone, su esposa, a quien bajo la denominación latina de Proserpina (que hace germinar)[145], se habían transportado los atributos de la divinidad griega. Por último citemos a la diosa de la confederación romano latina, la Diana del monte Aventino, que parece una imitación de la Artemis de Éfeso, diosa de la confederación de los jonios del Asia Menor. Su imagen de madera esculpida, en su templo de Roma, era la reproducción del tipo efesio (pág. 135). Si la religión aramea ha arrojado algunas ramas lejanas hasta la Italia en los tiempos primitivos, solo ha podido hacerlo por los mitos intermedios de Apolo, de Dionysos, de Pluton, de Hercules y de Artemis, completamente impregnados en su origen de las ideas orientales. Pero estos cultos copiados de las religiones extranjeras no han ejercido nunca en Roma una influencia decisiva; el naturalismo simbólico de las edades primitivas no dejó muy pronto más que vestigios (como la leyenda de los bueyes de Caco, por ejemplo). La religión romana, tomada en su conjunto y en su carácter general, ha sido más bien una creación original y sistemática del pueblo que la ha practicado.
RELIGIÓN SABÉLICA
Poco sabemos acerca de los cultos umbrios y sabélicos. Parece, sin embargo, que se fundan en las mismas bases que la religión latina, salvadas las diferencias locales de formas y de colores. Que existían diferencias, lo prueba el que se hubiera instituido en Roma una congregación especial para el mantenimiento del rito sabino (págs. 70 y 71), y se ve también en qué consistían. En ambos pueblos los dioses eran consultados por el vuelo de las aves; solo que no eran las mismas las aves consultadas por los ticios y por los augures de los ramnes. Por lo demás, son análogos en todos sus puntos, y si bien la lengua sagrada y los ritos varían, tienen en común la noción del dios impersonal por su naturaleza e imagen abstracta de un fenómeno terrestre. Mientras fueron contemporáneos sin duda eran grandes las diferencias del culto, pero no nos es posible percibir rasgos característicos muy distintivos.
RELIGIÓN ETRUSCA
Otro espíritu muy diferente, visible aun bajo los restos de su sistema sagrado, reinaba en la religión de los etruscos. Un misticismo sombrío y fastidioso, el juego de los números, los pronósticos por los signos, la solemne entronización de una superstición delirante que sabe encontrar y dominar a su público en todos los tiempos: tales eran los caracteres de ese culto. No lo conocemos muy de cerca en la pureza y detalles de sus ritos, a diferencia del de Roma: los sueños de la erudición moderna han podido añadirle o recargarlo de dogmas tenebrosos y fantásticos completamente ajenos al ritual latino. Como quiera que fuese, no es menos cierto que esta religión, a la vez misteriosa y salvaje, tenía también sus fundamentos en el genio propio del pueblo toscano. En el estado en que nos encontramos no intentaremos exponer las diferencias esenciales de las religiones latina y etrusca; mencionaremos solamente como un hecho importante los dioses malos y perjudiciales, colocados en primer término en el Olimpo de la Toscana, los ritos crueles y sanguinarios y el sacrificio de los cautivos sobre los altares. Buena prueba de ello son los prisioneros focenses degollados en Cerea y los prisioneros romanos cuya sangre fue vertida en Tarquinia. En lugar del mundo tranquilo y subterráneo, donde los latinos creen que moran los «espíritus buenos», los toscanos tienen un verdadero infierno, donde las almas desgraciadas son entregadas al suplicio de las mazas y de las serpientes por el conductor de los muertos, viejo semibestial con alas y armado de un gran martillo. Los romanos copiaron más tarde esta especie de traje y en los juegos del circo disfrazaron con él al hombre encargado de retirar de la arena los cadáveres. Los suplicios infernales son lo único reservado ordinariamente a las sombras o almas de los muertos: solo ciertos sacrificios misteriosos tienen el privilegio de libertarlas y hacer que las almas desgraciadas suban al mundo de los dioses superiores. ¡Cosa notable! Para poblar el infierno los etruscos han tomado los más lúgubres mitos de los griegos: el de Aqueronte y el del mismo Carón juegan un papel importante en su sistema religioso.
Pero la piedad etrusca se preocupa ante todo del sentido de los signos y de los prodigios. Los romanos creían oír la voz de los dioses en la voz de la naturaleza; sin embargo, su augurio solo se hallaba entre los signos más sencillos, no podían reconocer más que en conjunto si el hecho que se iba a realizar sería feliz o desgraciado. Todo trastorno en el curso ordinario de los fenómenos les parecía un mal pronóstico y les impedía pasar adelante. Un trueno o un relámpago hacía que se disolviese inmediatamente la asamblea del pueblo. Otras veces se procuraba deshacer lo hecho: al niño que nacía deforme, por ejemplo, se lo mataba al momento. Al otro lado del Tíber no se contentaban con tan poco. El etrusco más meditabundo sabía leer en los relámpagos o en las entrañas de la víctima todo el porvenir del hombre piadoso. Cuanto más extraño era el lenguaje divino, más sorprendentes parecían los signos y los prodigios, y más alto se proclamaba la seguridad de su adivinación y el medio de prevenir los peligros anunciados. Se formó entonces una ciencia completa de los relámpagos, de los arúspices y de los prodigios, que se perdía en las sutilezas caprichosas de una inteligencia disparatada. Los relámpagos eran principalmente los que ocupaban el primer lugar en la disciplina augural. Un día un labrador descubrió con el arado, cerca de Tarquinia, a una especie de pequeño gnomo con cara de niño y cabellos blancos, llamado Tagos por la leyenda (como si realmente hubiera sido una irrisión viviente de esta ciencia, a la vez infantil y caduca). Este debió ser el que la enseñó a los etruscos, y después de haber cumplido su misión murió. Sus discípulos y sucesores enseñaron qué dioses son los que lanzan los relámpagos. Reconocían los rayos de tal o cual dios según el punto del cielo de donde partía, y según su color decían si el relámpago presagiaba un hecho permanente o un acontecimiento pasajero. En esta última hipótesis indicaban si el acontecimiento tenía una fecha inmutable, o si a fuerza de arte sería posible retrasar su reaparición en ciertos límites. Enseñaban a encerrar el rayo después de caer, a obligarlo a herir cuando no hacía más que amenazar, y se entregaban también a otros mil manejos en los que se dejan ver fácilmente las incitaciones de la codicia profesional. Un método tan complicado no estaba en nada conforme con el sistema de la piedad romana, y la prueba de esto es que, si bien después fue seguido en Roma algunas veces, nunca intentó establecerse allí definitivamente. Los romanos encontraron siempre medio de satisfacer su piadosa curiosidad con los oráculos indígenas o con los griegos. Desde otro punto de vista, la religión etrusca es superior a su vecina en tanto que, teniendo lo que a esta le falta absolutamente, bosqueja una especie de filosofía especulativa bajo el velo de los ritos sagrados. El mundo etrusco tiene sus dioses, sobre los cuales están los dioses ocultos que consulta hasta el mismo Júpiter toscano, pero este mundo es finito y perecedero, y como ha tenido su principio tendrá también su fin, después de un larguísimo tiempo, cuyas horas son los siglos. ¿Había en el fondo de esta cosmogonía y de estos sistemas filosóficos de la Etruria alguna cosa seria? Cuestión es esta difícil de resolver. El dogma estrecho de la fatalidad y el juego ciego de los números parece que fueron los que predominaron allí siempre.