QUINTO CAPÍTULO

Sobre lo que ocurre cuando silbas en un teatro

La señorita Snork se despertó por el frío. Tenía el flequillo mojado. La niebla penetraba entre los árboles en forma de grandes gualdrapas, un poco más lejos todo se volvía pálido y desaparecía tras una pared gris. Los troncos húmedos eran de color negro carbón, pero el musgo y los líquenes que tenían encima se habían vuelto claros y hacían formas de rosas por todas partes.

La señorita Snork enterró la cabeza un poco más en el almohadón y trató de continuar con su apacible sueño. Había soñado que su nariz era pequeña y preciosa. Pero no pudo dormirse otra vez.

Y de pronto sintió que algo no iba bien.

Se incorporó rápidamente y miró a su alrededor.

Árboles, niebla y agua. Pero no había casa. La casa se había ido y ellos estaban completamente abandonados. La señorita Snork estuvo un rato sentada sin decir nada.

Después se inclinó y meneó al Mumintroll con cuidado.

Protégeme, susurró, por favor, ¡protégeme!

¿Es un juego nuevo?, preguntó el Mumintroll medio soñoliento.

No, es de verdad, dijo la señorita Snork, y se lo quedó mirando con los ojos negros de espanto.

A su alrededor caían gotas melancólicas, drip, drip, abajo en el agua negra. Los pétalos de las flores se habían caído durante la noche. Hacía frío.

Estuvieron un buen rato pegados el uno al otro sin moverse. La señorita Snork lloraba quedo sobre su almohada.

Al final, el Mumintroll se levantó y cogió de forma mecánica el cesto del desayuno que estaba colgado en una ramita.

Estaba lleno de auténticos paquetitos de bocadillos envueltos en papel de seda, dos de cada tipo. Los puso en fila, pero no le apetecía comer nada.

De pronto el Mumintroll vio que su madre había escrito algo en los paquetitos. En cada uno ponía algo: «Queso» o «Mantequilla sola» o «Salchichón caro» o «¡Buenos días!». En el último había escrito «Éste lo manda Papá». Dentro estaba la lata de langosta que el padre del Mumintroll guardaba desde la primavera pasada.

En ese momento al Mumintroll le pareció que aquello quizá no era tan peligroso.

Ahora no debes llorar sino comerte tus bocadillos, dijo. Seguiremos trepando por el bosque este. ¡Y péinate un poco el flequillo, porque me gusta mirarte cuando estás guapa!

El Mumintroll y la señorita Snork estuvieron trepando árbol tras árbol durante todo el día. Ya era por la tarde cuando vieron por primera vez el musgo verde brillando bajo el agua y que poco a poco subía hacia la superficie hasta convertirse en tierra firme.

¡Qué bien volver a pisar tierra y hundir las patitas en musgo blando y generoso! Aquella parte era un bosque de abetos. Por los alrededores los cucos cantaban en el tranquilo atardecer y por debajo de las inmensas masas de abetos bailaban nubes de mosquitos. (Por suerte, los mosquitos no pueden atravesar la piel de los mumin).

El Mumintroll se estiró sobre el musgo. Tenía la sensación de que toda la cabeza se le movía por el agua intranquila que corría y corría sin parar.

Juego a que me has raptado, susurró la señorita Snork.

Lo he hecho, contestó el Mumintroll. Gritaste como una loca, pero te rapté de todos modos.

El sol se había puesto, pero ahora en junio no se podía hablar de oscuridad. La noche era pálida, soñadora y llena de magia.

Dentro, por debajo de los abetos, una luz hizo chispa y se convirtió en fuego. Era una mini hoguera de pinaza y ramitas, y se podía ver claramente un montón de diminutos animalitos skrymt y skrott que intentaban empujar una piña hacia dentro del fuego.

Tienen una hoguera de San Juan, dijo la señorita Snork.

Sí, respondió melancólico el Mumintroll. Nos hemos olvidado de que hoy es la noche de San Juan.

Una ola de añoranza les cayó encima. Se levantaron del musgo y siguieron adentrándose en el bosque.

A estas horas, Papá Mumin solía tener ya preparada la sidra de manzana en casa, en el Valle de los Mumin. La hoguera de San Juan siempre se encendía junto al mar y todas las criaturitas del valle y del bosque bajaban a mirar. Había otras hogueras a lo largo de la playa y fuera, en las islas, pero la de la familia mumin siempre era la más grande. Cuando las llamas subían a lo más alto, el Mumintroll solía meterse en el agua caliente y se quedaba flotando en la marejada mientras miraba el fuego.

Se reflejaba en el mar, dijo el Mumintroll.

Sí, dijo la señorita Snork. Y cuando se había consumido cogíamos nueve clases de flores para ponerlas debajo de la almohada y todo lo que soñábamos se hacía realidad. Pero no podíamos decir ni una palabra mientras las cogíamos, ni después tampoco.

¿Tú soñaste algo que se cumplió?, le preguntó el Mumintroll.

Por supuesto, contestó la señorita Snork. Y siempre era algo agradable.

El bosque de abetos clareaba y de repente se abría en una depresión. Una bonita neblina nocturna llenaba el claro como la leche en un cuenco.

El Mumintroll y la señorita Snork se pararon temerosos en el lindero del bosque. Vislumbraron una casita con guirnaldas de hojas alrededor de la chimenea y alrededor de los postes de la valla.

Un reloj tintineó en la neblina. Se hizo silencio y luego volvió a sonar. Pero no salía humo de la chimenea y no brillaba ninguna luz en la ventana.

Mientras pasaba todo esto, a bordo de la casa estaba todo muy triste. La madre del Mumintroll no quería comer. Estaba sentada en la mecedora y repetía constantemente:

¡Pobres niños, pobre mumincito mío!

¡Totalmente solo en un árbol! ¡No podrá volver a casa nunca más! Y cuando se haga de noche y los búhos griten…

No lo hacen hasta agosto, la consoló el Homsa.

Da lo mismo, lloró la madre. Siempre hay algo terrible que grita.

El padre del Mumintroll miraba triste el agujero del techo de la despensa. Es mi culpa, dijo.

No digas eso, dijo Mamá Mumin. Tu bastón era viejo y, seguramente, estaría podrido y nadie podía saberlo. ¡Ya verás como encuentran el camino a casa! ¡Seguro que logran volver a casa!

A menos que se los hayan comido, dijo la Pequeña My. ¡Seguramente, las hormigas les han picado y están más grandes que una naranja!

¡Ve a jugar, si no te quedarás sin postre!, dijo la hija de la Mymla.

La Misa se vistió de negro.

Se sentó en un rincón y empezó a llorar profundamente a solas.

¿De verdad los echas tantísimo de menos?, le preguntó el Homsa compasivo.

No, sólo un poco, contestó la Misa. ¡Pero aprovecho para llorar por todo, ahora que tengo motivo!

Ah, vale, dijo el Homsa sin comprender.

Intentó hacerse una idea de cómo había ocurrido la desgracia. Examinó el agujero del techo de la despensa y todo el suelo del salón. Lo único que encontró fue una trampilla debajo de la alfombra. Llevaba directamente al agua negra y chapoteante debajo de la casa. El Homsa estaba muy interesado.

A lo mejor es un vertedero de basura, dijo. O una piscina. A menos que no sea para tirar ahí a los enemigos.

Pero nadie hacía caso de su trampilla. Sólo la Pequeña My se tumbó bocabajo para mirar el agua.

Debe de ser para los enemigos, dijo. ¡Una buena trampilla secreta para sinvergüenzas grandes y pequeños!

Se quedó tumbada todo el día buscando sinvergüenzas; pero, lamentablemente, no vio ninguno.

Nadie se lo reprochó luego al Homsa.

Ocurrió poco antes de la cena.

Emma no había aparecido en todo el día y ni siquiera salió para comer.

A lo mejor está enferma, dijo Mamá Mumin.

¡Qué va!, dijo la hija de la Mymla. ¡Simplemente ha birlado tanto azúcar que ahora vive solo de azúcar!

Por favor, ve a ver si está enferma, dijo Mamá Mumin cansada.

La hija de la Mymla se fue al rincón de dormir de Emma y dijo:

Mamá Mumin pregunta si la señora tiene retortijones por todo el azúcar que la señora ha birlado.

Emma tensó los bigotes.

Pero antes de que pudiera dar una respuesta, toda la casa tembló por un fuerte golpe y el suelo se quedó de lado.

El Homsa llegó bailando en un alud formado por la vajilla para la cena, y los cuadros cayeron todos a la vez revoloteando desde el techo enterrando todo el salón.

¡Hemos tocado fondo!, gritó Papá Mumin medio ahogado debajo de las cortinas de terciopelo.

¡My!, gritó la hija de la Mymla. ¿Dónde está mi hermana? ¡Contesta!

Pero la Pequeña My no podía responder, aunque por una vez hubiese querido hacerlo.

Porque se había caído rodando por la trampilla del suelo, dentro del agua negra.

De pronto se oyó un sonido espantoso y cacareante. Era Emma que se reía.

¡Ja!, dijo. ¡Eso os pasa por silbar en el teatro!