CUARTO CAPÍTULO
Sobre la vanidad y el riesgo de dormir en los árboles
Pasaron unos días.
La familia comenzó a acostumbrarse a su extraña casa. Cada tarde, justo cuando se ponía el sol, se encendían las preciosas lámparas. Papá Mumin descubrió que las cortinas de terciopelo rojo se podían correr cuando había temporal y que había una pequeña despensa debajo del suelo. Tenía un techo redondo y estaba casi tocando el agua para que la comida se mantuviera fría. Pero el mejor descubrimiento fue que el techo estaba lleno de cuadros, incluso más bonitos que el de los abedules. Se podían izar y arriar a tu propio gusto. El que les gustaba más era un cuadro con un porche hecho de marquetería, porque les recordaba el Valle de los Mumin. En realidad, la familia habría sido totalmente feliz si no fuera porque se asustaban muchísimo cada vez que la risa extraña interrumpía su conversación. A veces, sólo como bufidos. Alguien que les resoplaba y que no se dejaba ver nunca. La madre del Mumintroll solía poner un cuenco con comida de la cena en el rincón oscuro de la palmera de papel y siempre se la acababan.
Sin duda es alguien muy tímido, dijo.
Es alguien que está esperando, dijo la hija de la Mymla.
Un mañana estaban sentadas peinándose la Misa, la hija de la Mymla y la señorita Snork.
La Misa debería cambiar de peinado. No le queda bien la raya en medio, dijo la hija de la Mymla.
Flequillo no puede llevar, opinó la señorita Snork ahuecándose el suave pelo entre las orejas. Le hizo un ligero retoque al mechón de la cola y se giró para ver si la pelusa de la espalda estaba como ella quería.
¿Es agradable tener pelusa por todo el cuerpo?, preguntó la hija de la Mymla.
Mucho, contestó la señorita Snork satisfecha. ¿Misa?, ¿tú tienes pelusa?
La Misa no respondió.
La Misa debería tener pelusa, dijo la hija de la Mymla y comenzó a deshacerse el moño.
O estar llena de ricitos, dijo la señorita Snork.
De pronto la Misa dio un pisotón en el suelo.
¡Vosotras y vuestra pelusa de siempre!, gritó con lágrimas en los ojos. ¡Que lo sabéis todo! ¡Y la señorita Snork que ni siquiera tiene un vestido! ¡Yo nunca, nunca iría sin vestido, antes me muero que ir por ahí sin vestido!
La Misa rompió a llorar, cruzó corriendo el salón y se metió por el pasillo. Sollozando siguió a trompicones por la oscuridad hasta que se detuvo de repente y sintió un miedo espantoso. Se acordó de la extraña risa.
La pequeña Misa dejó de llorar y se dio la vuelta tanteando. Buscaba y buscaba la puerta del salón, y cuanto más lo hacía más se desesperaba. Al final encontró una puerta y la abrió de un empujón.
Pero no era el salón donde se abalanzó la Misa. Era una habitación totalmente distinta. Un cuarto iluminado con una luz tenue y en el que había una fila de cabezas. Cabezas cortadas sobre cuellos terriblemente largos y con una cantidad de pelo exagerada. Todas miraban hacia la pared.
Si me hubiesen estado mirando a mí, pensó la Misa aturdida. Imagina que me hubiesen estado mirando a mí…
Estaba tan asustada que no se atrevía a moverse, sólo miraba hechizada los rizos rubios, los rizos negros, los rizos rojos…
Mientras tanto, la señorita Snork se estaba poniendo triste en el salón.
No te preocupes por la Misa, le dijo la hija de la Mymla. Siempre le afecta mucho todo.
Pero tenía razón, murmuró la señorita Snork y se miró la barriga. Debería ponerme un vestido.
No, dijo la hija de la Mymla. No seas ridicula.
Tú llevas vestido, objetó la señorita Snork.
Yo sí, dijo la hija de la Mymla despreocupada. Oye, Homsa, ¿la señorita Snork debería ponerse vestido?
Sí, si tiene frío, dijo el Homsa.
No, no, sólo porque sí, aclaró la señorita Snork.
O si llueve, propuso el Homsa. Pero entonces es mejor que se busque un chubasquero.
La señorita Snork meneó la cabeza. Se quedó en suspenso un momento. Después dijo:
Voy a arreglar las cosas con la Misa, dijo. Cogió una linterna y se adentró en el pasillito. Estaba vacío.
¿Misa?, llamó la señorita Snork despacio. Me gusta tu raya en medio, ¿sabes?…
Pero la Misa no respondió. La señorita Snork vio una finísima línea de luz que asomaba por una puerta entreabierta y se acercó unos pasitos para mirar.
Allí dentro estaba la Misa con un pelo completamente nuevo.
Unos tirabuzones largos y rubios enmarcaban su preocupada cara.
La pequeña Misa se miró al espejo y suspiró. Cogió otra bonita peluca de color rojo y salvaje y se bajó el flequillo hasta los ojos.
Aquélla tampoco le quedaba bien. Al final, la Misa cogió con las patitas, temblando, las pelucas que se había dejado para el final y que más le gustaban. Eran de un color negro carbón imponente y estaban decoradas con lentejuelas doradas. Sin respiración se colocó la peluca sobre la cabeza. Durante un rato la Misa se observó en el espejo.
Después se quitó los rizos con el mismo cuidado y se sentó mirando al suelo.
La señorita Snork volvió sigilosamente al pasillo.
Comprendió que la Misa prefería estar sola.
Pero la señorita Snork no volvió con los demás. Continuó por el pasillo porque había notado un olor atractivo e interesante, un olor a maquillaje. El circulito de luz de la linterna subía y bajaba por las paredes y al final se detuvo sobre la palabra mágica «Guardarropa».
Ropa, susurró la señorita Snork. ¡Vestidos! Empujó el pomo y entró.
¡Oh!, qué maravilla, jadeó. ¡Oh, qué bonito!
Vestidos, vestidos y más vestidos, estaban colgados en diferentes filas, cientos de ellos, uno pegado al otro hasta donde alcanzaba la vista, brocados relucientes, nubecillas de tul y plumas de cisne, seda con flores y terciopelo granate y brillantes lentejuelas por todas partes y de todos los colores, con raudos destellos como los de un faro.
La señorita Snork se acercó impresionada. Los tocó. Se abrazó a ellos y los apretó contra su hocico, contra su corazón. Los vestidos hacían frufrú, olían a polvo y a perfume y la sumergieron en una tierna diversidad. De pronto, la señorita Snork los soltó y se puso a hacer el pino un rato.
Es para calmarme un poco, se dijo a sí misma en voz baja. Debo tranquilizarme, si no estallaré de alegría. Hay demasiados…
Antes de la cena, la Misa estaba triste, sentada en un rincón del salón.
Hola, dijo la señorita Snork sentándose a su lado.
La Misa miró a un lado sin responder.
He estado buscando un vestido para mí, le contó la señorita Snork. Y he encontrado centenares y me he puesto muy contenta.
La Misa emitió un sonido que quería decir cualquier cosa.
¡Mil, a lo mejor!, siguió la señorita Snork. Y he estado mirando, mirando y probando y probando y cada vez estaba más triste.
¿Tú?, exclamó la Misa.
Sí, ¿no te parece raro?, dijo la señorita Snork. Verás, eran demasiados. Nunca habría tenido tiempo de probármelos todos y de decidir cuál era el más hermoso. ¡Casi me acaban dando miedo! Si sólo hubiese habido dos vestidos habría escogido el más bonito.
Habría sido mucho mejor, asintió la Misa un poco más contenta.
Así que me fui corriendo, concluyó la señorita Snork.
Estuvieron sentadas en silencio observando a la madre del Mumintroll mientras ponía la mesa.
¡Imagínate, dijo la señorita Snork, imagínate qué familia vivía aquí antes que nosotros! ¡Mil vestidos! Un suelo que da vueltas, los cuadros del techo y todo lo que poseen apretujado dentro del guardarropa. Muebles de papel y lluvia propia. ¿Cómo crees que eran?
La Misa pensaba en los preciosos rizos, y suspiró.
Pero detrás de la Misa y de la señorita Snork, entre la basura polvorienta de detrás de la palmera de papel, brillaban dos ojitos muy atentos. Los ojos las observaron con desprecio y luego se pasearon por los muebles del salón hasta detenerse sobre Mamá Mumin, que estaba sirviendo gachas. Los ojos se volvieron más oscuros y el morro que tenían debajo se arrugó como para soltar un bufido silencioso.
¡La comida está en la mesa!, gritó Mamá Mumin. Cogió un plato de gachas y lo dejó sobre el suelo, debajo de la palmera.
Todos llegaron corriendo y se sentaron a la mesa.
Mamá, dijo el Mumintroll estirándose para coger el azúcar, mamá, no te parece que… y entonces se quedó callado soltando la azucarera de golpe. ¡Mirad!, susurró. ¡Mirad!
Se volvieron y miraron. Una sombra había salido del oscuro rincón. Algo gris y arrugado se deslizó por el suelo del salón, parpadeó a la luz del sol, se sacudió los bigotes y se los quedó mirando con hostilidad.
Soy Emma, dijo soberbia la vieja rata del teatro, y sólo quiero informaros de que detesto las gachas. Es el tercer día que coméis gachas.
Mañana habrá papilla, dijo tímida Mamá Mumin.
Detesto las papillas, contestó Emma.
¿No se sienta usted, Emma?, dijo Papá Mumin. Pensábamos que la casa estaba abandonada y por eso…
¡La casa!, le interrumpió Emma resoplando. ¡La casa! Esto no es una casa. Renqueó hasta la mesa, pero sin sentarse.
¿Está enfadada conmigo?, susurró la Misa.
¿Qué has hecho tú?, le preguntó la hija de la Mymla.
Nada, murmuró la Misa mirando el plato. Sólo me lo parece. Siempre me parece que alguien está enfadado conmigo. Si yo fuese la misa más maravillosa que hay en el mundo, todo sería diferente…
Bueno, pero ya que no lo eres…, le dijo la hija de la Mymla y siguió comiendo.
¿Se pudo salvar la familia de Emma?, preguntó compasiva la madre del Mumintroll.
Emma no contestó. Miró el queso… Alargó la pata y se metió el queso en el bolsillo. Luego su mirada siguió paseando y la clavó en un trocito de panqueque.
¡Es nuestra!, gritó la Pequeña My, dio un brinco y se sentó sobre el panqueque.
Eso no ha estado bien, dijo la hija de la Mymla con tono de reproche. Apartó a su hermana, limpió el panqueque y lo escondió debajo del mantel.
Por favor Homsa, dijo rápidamente Mamá Mumin, corre a ver si queda algo en la despensa para Emma.
El Homsa se fue a toda prisa.
¡La despensa!, exclamó Emma. ¡La despensa! ¡Vosotros creéis que la concha del apuntador es una despensa! ¡Vosotros creéis que el escenario es el salón y que los bastidores son cuadros! ¡El telón, una persiana; y el atrezo, un señor! La cara se le puso roja y el morro se le arrugó hasta la frente. Estoy contenta, gritó. ¡Estoy contenta de que el director de escena Filifjonk (descanseenpaz) no os pueda ver! ¡No sabéis nada de teatro, menos que nada: ni siquiera la sombra de nada!
Sólo quedaba un arenque muy viejo, dijo el Homsa. Si es que no era una sardinita.
Emma le arrebató de un manotazo el pescado de la patita y se marchó con la cabeza alta arrastrando los pies hasta su rincón. Traqueteó un buen rato y al final sacó una gran escoba y se puso a barrer con fuerza.
¿Qué es un teatro?, susurró preocupada la madre del Mumintroll.
No lo sé, dijo Papá Mumin. Parece ser que deberíamos saberlo.
Por la noche, un fuerte olor a serbal florecido entró en el salón. Unos pájaros empezaron a batir las alas debajo del techo y a cazar arañas, y la Pequeña My se encontró una hormiga grande y peligrosa sobre la alfombra del salón. Habían navegado hasta el bosque sin que nadie se hubiera dado cuenta. La emoción de la familia era enorme. Se olvidaron de tenerle miedo a Emma y con ganas de hablar se reunieron gesticulando junto al agua.
Amarraron la casa a un gran serbal. El padre del Mumintroll ató el amarre a su bastón y metió el bastón a través del techo de la despensa.
¡Dejad de romper la concha del apuntador!, gritó Emma. ¿Es un teatro o es un embarcadero?
Supongo que es un teatro, porque Emma lo dice así, dijo dócil Papá Mumin. Pero ninguno de nosotros tiene muy claro lo que significa.
Emma se lo quedó mirando sin responder. Meneó la cabeza, se encogió de hombros, resopló con fuerza y siguió barriendo.
El Mumintroll estaba mirando a lo alto del árbol. Entre las flores blancas zumbaban enjambres de abejas y abejorros y el tronco se torcía con belleza en forma de horquilla redondeada, perfecto para dormir si se era pequeño.
Esta noche dormiré en este árbol, dijo de pronto el Mumintroll.
Yo también, dijo enseguida la señorita Snork.
¡Y yo!, gritó la Pequeña My.
Nosotras dormiremos en casa, dijo decidida la hija de la Mymla. Ahí puede haber hormigas, y si te pican te hincharás y serás más grande que una naranja.
Pero quiero ser más grande, ¡quierosergrandequierosergrandequierosergrande!, gritó la Pequeña My.
Haz el favor…, dijo su hermana. Si no, vendrá el Marran y te llevará.
El Mumintroll estaba todavía mirando hacia arriba, hacia el techo de hojas verde. Era como en la casa del Valle de los Mumin. Empezó a silbar para sí mientras pensaba en una escalera de cuerda.
Enseguida apareció Emma corriendo. ¡Deja de silbar!, gritó.
¿Por qué?, preguntó el Mumintroll.
Da mala suerte silbar en un teatro, dijo Emma en voz baja. Ni siquiera eso sabéis. Murmurando y agitando la escoba desapareció entre las sombras. La siguieron inseguros con la mirada y durante un instante se sintieron mal. Después se olvidaron de todo.
A la hora de acostarse, Mamá Mumin subió ropa de cama al árbol. Luego preparó una cestita de desayuno para que el Mumintroll y la señorita Snork la abrieran por la mañana.
La Misa los miraba.
Bueno, unos que una vez durmieron en un árbol, dijo.
Pero ¿por qué no lo haces tú también?, le preguntó Mamá Mumin.
Nadie me lo ha pedido, dijo la Misa enfurruñada.
Anda, coge un cojín, Misita, y sube con los demás, le pidió la madre.
No, ya no me apetece, dijo la Misa, y se fue. Se sentó en un rincón a llorar.
¿Por qué todo sale así?, pensó. ¿Por qué es siempre todo tan triste y complicado para mí?
Por la noche Mamá Mumin no podía dormir.
Estaba tumbada escuchando el chapoteo del agua debajo del suelo y se sintió algo así como intranquila. Oía a Emma mascullando y deslizándose de un lado a otro a lo largo de las paredes. Dentro del bosque gritaba algún animal desconocido.
Papá Mumin, susurró.
Hum, contestó Papá Mumin debajo de los cojines.
Estoy intranquila por algo.
Todo saldrá bien, ya verás, murmuró el padre, y siguió durmiendo.
La madre del Mumintroll estuvo un rato mirando hacia el bosque, pero al final ella también se durmió y se hizo de noche en el salón.
Pasó una hora, quizá.
Entonces, una sombra gris atravesó de puntillas el salón y se detuvo junto a la despensa. Era Emma. Con ayuda de todas sus viejas fuerzas y de su rabia sacó el bastón de Papá Mumin del agujero en el techo de la despensa. Lanzó el bastón y el amarre muy lejos al mar.
¡Romper la concha del apuntador!, murmuró para sí misma. Camino de vuelta se vació en el bolsillo un tarro de azúcar que había en la mesita del té y regresó a su rincón de dormir.
Libre de sus amarres, la casa comenzó pronto a ser arrastrada por la corriente. El arco brillante de luces rojas y azules titiló un rato entre los troncos de los árboles.
Luego desapareció y el bosque sólo se iluminó con el brillo blanco y gris de la luna.