11. La muerte de la República

La última batalla

Con crisis o sin ella, las vacaciones seguían siendo sagradas. La primavera, resplandeciente de flores y cristalina, era el momento en que los romanos más a la moda se iban de la ciudad. El abril del año 44 a. J.C. no fue distinto. En las semanas que siguieron al asesinato de César, Roma empezó a vaciarse. Muchos de los que cerraban sus mansiones debieron de sentir alivio al dejar atrás la febril urbe, tomada por el pánico. Tampoco es que la campiña estuviera libre de preocupaciones. Cicerón, por ejemplo, al llegar a su villa favorita al sur de Roma, la halló repleta de obreros. Decidió seguir su camino y se dirigió al sur, hacia la bahía de Nápoles; allí se encontró rápidamente en medio de una emboscada de capataces de obra. Al parecer, habían aparecido grietas en los muros de un pequeño complejo de comercios minoristas que había heredado en Puteoli. Dos tiendas se habían hundido. «Hasta los ratones se han marchado -suspiraba Cicerón-, por no mencionar a los inquilinos.» Inspirándose en el ejemplo de Sócrates, sin embargo, el arrendador profesaba una sublime indiferencia hacia sus apuros inmobiliarios: «Dioses inmortales, ¿qué pueden importarme a mí estos asuntos triviales?» 1

Sin embargo, las consolaciones de la filosofía tenían sus límites. En algunos momentos, Cicerón confesaría hallarse en un estado de permanente irritación. «La vejez -se quejaba-, me vuelve aún más dispéptico.» 2 Ya sexagenario, se sentía un fracasado. No se trataba solamente de la implosión de su carrera política, sino que a lo largo de los años anteriores, también su vida familiar había sucumbido. En primer lugar, con gran amargura y profusión de recriminaciones mutuas, se había divorciado de su esposa, con la que llevaba casado más de treinta años, para liarse con una de sus ricas y adolescentes pupilas. Ridiculizado por casarse con una virgen a su edad, Cicerón replicó cual viejo verde que no seguiría virgen por mucho tiempo, pero lo cierto es que tampoco le duró mucho como esposa. Semanas después de la boda, la hija de Cicerón, Tulia, murió de complicaciones después de dar a luz, y Cicerón quedó destrozado. Su nueva mujer, que había pasado de ser un trofeo a convertirse en una distracción molesta, fue devuelta a su madre mientras Cicerón se obsesionaba y atizaba las llamas de su dolor. Tulia, afectuosa e inteligente, había sido la compañía más preciada para su padre, y ahora que ella ya no estaba, Cicerón quedó desolado. Sus amigos, perturbados por lo que consideraban como una muestra de un sentimentalismo muy poco viril, trataron de recordarle sus deberes como ciudadano, pero las viejas consignas que una vez le habían inspirado sólo sirvieron para ahondar su desesperación. Así intentó explicarse, dolorosamente, frente a un amigo con buenas intenciones: «Hubo un tiempo en el que en mi hogar podía encontrar un refugio de las miserias que conlleva la vida pública. Pero ahora, oprimido por la infelicidad doméstica, no existe posibilidad de hacer lo contrario, de refugiarme en los asuntos de Estado, y en el consuelo que una vez ofrecían. De modo que estoy ausente del Foro y de mi hogar.» 3 Brevemente reflejada en el espejo del dolor de Cicerón, la República parecía haber cobrado el semblante de su hija: el de una joven, de aspecto divino, muy querida… y muerta.

Y luego llegaron los idus de marzo. Bruto, alzando su daga aún húmeda con la sangre de César, había pronunciado el nombre de Cicerón y le había felicitado por la recuperación de la libertad. El propio Cicerón, sorprendido y halagado, había correspondido saludando a los conspiradores como héroes y calificando el asesinato de César de acontecimiento glorioso. Pero sólo fue un principio, y como quizá pronto sospechó Cicerón, ni siquiera eso. Bruto y Casio tal vez tuvieron éxito al abatir a César, pero no hicieron ningún intento por destruir su régimen. En lugar de eso, se había pactado una extraña tregua entre los asesinos del dictador y sus secuaces, y el resultado era que la ventaja que poseían los conspiradores se les estaba escapando entre los dedos día a día. Las amenazas de los demagogos que defendían a César ya habían obligado a Bruto y a Casio a huir de Roma. Cicerón, que les había exigido un comportamiento más despiadado y resuelto, arremetió contra su estrategia tildándola de «absurda». Se había rumoreado que los conspiradores decidieron excluirle de sus planes porque temían que la edad lo hubiera amilanado, y ahora el anciano les devolvía el golpe adecuadamente con su misma moneda. Se quejaba de que los conspiradores habían abordado la sagrada tarea de redimir a la República de la tiranía con «el espíritu de los hombres, pero con la previsión de unos niños». 4

Como es natural, incluso desde las profundidades de su abatimiento, el papel del sabio y anciano hombre de Estado era inevitablemente del agrado de Cicerón, y pocos le hubieran negado su derecho al mismo. El advenedizo de Arpinum se había convertido en un icono para las jóvenes generaciones, la mismísima encarnación de la tradición, una reliquia viva de una era de gigantes que ya no existía. A pesar de su regodeo por el asesinato de su líder, siguió despertando curiosidad entre los partidarios de César. Uno de ellos, un visitante particularmente inquietante, era un joven de cabellos claros y ojos brillantes, con dieciocho años recién cumplidos, que visitó su residencia para presentarle sus respetos cuando Cicerón aún estaba de vacaciones fuera de Puteoli. No hacía ni un mes que Cayo Octavio, el sobrino nieto del dictador, se encontraba en los Balcanes, destinado con los efectivos expedicionarios hacia Partia. Cuando le llegó la noticia del asesinato de César, sin perder tiempo había partido en barco hacia Brundisium. Allí se había enterado de su adopción formal recogida en el testamento de César, y en virtud del cual se convertiría en Cayo Julio César Octaviano, y se vio jaleado por la multitud de veteranos fieles a su padre adoptivo. Con sus vítores aún resonando en sus oídos, se había dirigido a Roma, pero en lugar de apresurarse por alcanzar la capital, había optado por desviarse para visitar la bahía de Nápoles. Mientras recorría las villas de vacaciones, consultó la opinión de un selecto grupo de in fluyentes cesarianos y emprendió su peregrinaje hasta Cicerón. El venerable republicano, por una vez impasible frente a las adulaciones, se había negado a dejarse hechizar. Después de todo, el deber sagrado de Octaviano en tanto que heredero de César era perseguir a los asesinos de su padre adoptivo. ¿Cómo era posible que un vengador tal se convirtiera en un buen ciudadano? «Imposible», respondía Cicerón con desdén. 5 Deliberadamente se refería al joven por su nombre original, Octavio, y no sólo como Julio César, que era la forma que ahora prefería Octaviano. Para Cicerón, un único Julio César había sido más que suficiente. *

Aun así, es difícil que Octaviano alarmara seriamente a Cicerón. El joven llegó desde Puteoli armado con poco más que la magia de su nombre y la determinación de reclamar la totalidad de su herencia. En el pozo de serpientes que era Roma no constituían calificativos de peso. Más bien al contrario, para los partidarios de César reconocidos, y no digamos sus enemigos, bordeaban la provocación. El dictador quizá había designado a Octaviano como su heredero legal, pero había otros lugartenientes de confianza que gozaban de gran poder y que también habían puesto el ojo en el legado de su amo. Ahora que César ya no estaba, las ambiciones de los notables de Roma volvían a cobrar alas, aunque difícilmente del modo en que Bruto y Casio habían previsto. «La libertad ha sido restaurada -señalaba Cicerón perplejo-, y, no obstante, la República no.» 6

Esta situación, como subrayaba, «no tenía precedentes», y planteaba una perspectiva aterradora. ¿Era posible que las viejas leyes, las antiguas tradiciones, envenenadas por la guerra civil, estuvieran para siempre más allá de toda recuperación? De ser así, se cernía la amenaza de un nuevo orden lleno de desconcierto y teñido por el derramamiento de sangre, uno en que la magistratura siempre sería más débil que el ejército, y la legitimidad se plegaría a la amenaza de la pura violencia. Hacia el verano del 44 a. J.C., ya podían avistarse los primeros esbozos de ese futuro. Ambiciosos señores de la guerra recorrían las colonias donde César había instalado a sus veteranos, buscando favores y ofreciendo sobornos. Incluso Bruto y Casio trataron de apuntarse a ese carro. No es de extrañar que los veteranos de César les dispensaran una fría acogida. Hacia finales de verano ya habían llegado a regañadientes a la conclusión de que Italia no era un lugar seguro para ellos. Discretamente, se fueron hacia Oriente, según se dijo, aunque nadie podía aseverarlo con certeza. Para los hombres que se habían erigido en liberadores, el exilio, no importaba dónde, constituía una amarga derrota.

Y para los que habían seguido su liderazgo era un desastre. Ahora que Bruto y Casio ya no estaban, hacía falta mucho valor para quedarse atrás y para defender la República donde aún tenía la mayor importancia: en la ciudad que había dado a luz a sus libertades, ante el Senado y el pueblo de Roma. ¿Quién quedaba para luchar esa última batalla? Todos los ojos se volvieron hacia Cicerón, que, aterrado y de origen civil, también se había desvanecido de Roma. Su decisión, a la que llegó lleno de dolor después de mucho vacilar, era navegar hacia Atenas, donde estaba su hijo, supuestamente estudiando y en realidad ganándose la reputación de ser el mayor borracho de la universidad. Pero apenas el preocupado padre, ansioso por devolver a su heredero al buen camino, se había hecho a la mar, cuando el mal tiempo lo obligó a volver a puerto, donde, mientras esperaba que amainara la tormenta, se enteró de cómo se había entendido su viaje en Roma. «¡Como quieras, abandona a tu país!», le había escrito incluso el imperturbable Ático. 7 Cicerón se sintió mortificado. Tanto la vergüenza como la vanidad fueron acicates para calmar sus agitados nervios. Del mismo modo, le llegó el convencimiento de que su deber era permanecer firme y desafiar a los señores de la guerra en su propia guarida. Desembarcó su equipaje y, preparándose para la lucha, Cicerón dirigió sus pasos de regreso a Roma.

Fue la decisión más valiente de su vida, pero no era tan temeraria. Es cierto que Cicerón no venía acompañado de legiones para hacer frente al carnívoro combate a muerte que se anunciaba, pero sí trajo consigo sus insuperables dotes oratorias, su veterana habilidad en el cuerpo a cuerpo político y su prestigio. La noticia de su llegada a Roma lanzó a la gente a las calles para darle la bienveni da, e incluso entre los peldaños más altos de los notables de César tampoco le faltaban contactos. Cicerón esperaba ser capaz de ganarse a algunos para la causa de la constitución y, si tenía éxito, era posible que todo terminara bien. Tenía dos objetivos concretos en mente: Aulo Hircio y Vibio Pansa. Ambos eran destacados oficiales del partido de César, y habían sido nombrados por el dictador como cónsules electos para el año siguiente, el 43 a. J.C. Por supuesto, era un ultraje para Cicerón el hecho de que las magistraturas hubieran sido repartidas de antemano sin ningún respeto por el electorado, pero por el momento estaba dispuesto a transigir. Los dos hombres, Hircio y Pansa, eran moderados para la media de aquellos difíciles tiempos, e incluso llegaron a pedirle al propio Cicerón que les diera clases para aprender a hablar en público. Sin duda, había otros miembros de la facción de César que Cicerón habría querido excluir del consulado. Y entre todos ellos, en su opinión, el más peligroso era Marco Antonio, que ya ostentaba ese cargo, por no mencionar el mando de un ejército y la potestad de saquear el tesoro de César.

En lo que respectaba a Cicerón, hasta los aspectos más atractivos del carácter de Marco Antonio, como su valentía, su encanto y su generosidad, únicamente constituían una prueba más de que era una amenaza. Lo mismo valía para su gusto en materia femenina: después de años persiguiendo a Fulvia, Antonio finalmente había logrado casarse con la dominante viuda de Clodio. Exhibicionista y amante de los placeres, Marco Antonio se le antojaba a Cicerón como el perfecto heredero de la cama de Clodio y, como tal, un obvio peligro público. Pero colgaba un fantasma aún más desagradable del hombro de Antonio. «¿Por qué ha tenido que ser mi destino tal -ponderaba Cicerón-, que durante las dos últimas décadas no ha nacido enemigo de la República que no resultara también ser enemigo mío?» 8 Sin duda, el fantasma de Catilina habría soltado una falsa carcajada al escuchar estas palabras. Efectivamente, la vanidad de Cicerón hacia el 44 a. J.C. era aún mayor de lo que había sido durante el año de su consulado. Al censurar a Antonio, de hecho, no estaba declarando la guerra a un rebelde, como lo había sido Catilina, sino a un hombre que era jefe de Estado. Pero eso no detuvo a Cicerón. Actuó con Antonio al igual que con Catilina, y creyó que se enfrentaba a un monstruo. Sólo cortándole la cabeza confiaba en que se podría restaurar la República, y devolverle al menos la mitad de su aliento vital. Así fue como Cicerón, el portavoz de la legitimidad, se preparó para contribuir a la destrucción del cónsul.

Como en tantas otras de sus campañas, el asalto del gran orador contra Antonio se demostró inspirado y engañoso a partes iguales. A base de una serie de electrizantes discursos frente al Senado, Cicerón intentó despertar a sus conciudadanos del hastío de la desesperación y aleccionarlos sobre sus ideales más profundos, recordándoles lo que habían sido y lo que aún podían ser. «La vida no es solamente cuestión de respirar. El esclavo no goza de una verdadera vida. Todas las demás naciones son capaces de soportar la servidumbre, pero nuestra ciudad no.» Aquí, en la oratoria de Cicerón, surgía un panegírico digno de la libertad romana: una vertiginosa reafirmación del heroico pasado de la República y la furia frente a la muerte de esa luz. «Es tan glorioso recuperar la libertad, que es mejor morir que no lanzarse a recobrarla.» 9

Las antiguas generaciones habían sido testigo de esta declaración, y Cicerón, al apostar su propia vida en ello, demostraba ser digno de los ideales que durante tanto tiempo había intentado defender. Pero también existían otras tradiciones, igualmente antiguas, de las que sus discursos eran testimonio. En la vida pública de la República, las facciones siempre habían sido salvajes, y los trucos de la retórica política no conocían el perdón. Ahora, mediante los virulentos ataques de Cicerón contra Antonio, esos mismos ardides encontraban su apoteosis. A través de los discursos de Cicerón en los que Antonio aparecía caricaturizado como un borracho, vomitando trozos de carne, persiguiendo a muchachos, poniendo sus zarpas en las actrices, se alternaban los llamamientos a las armas con las críticas más feroces. Eran maliciosos, rencorosos e injustos, pero que sus ciudadanos tuvieran libertad de expresión era la marca de una República libre. Cicerón se había sentido amordazado durante demasiado tiempo y ahora, durante su canto de cisne, habló sin inhibiciones. Como sólo él podía, alcanzaba las alturas y al siguiente hálito rozaba las profundidades.

Y sin embargo, sus palabras, como chispas nacidas de una tormenta, precisaban algo más para prender, un elemento que Cicerón sólo podía obtener mediante las oscuras y sagradas artes de los ardides políticos. Los jefes de la facción de César debían volverse unos contra otros, y era preciso envenenarlos en contra de Antonio, al igual que se había persuadido a los nobles rivales a volverse contra el más poderoso a lo largo de toda la historia de la República. Hircio y Pansa, que ya recelaban de Antonio, no necesitaban demasiados ánimos para ello, pero Cicerón, no contento con ganarse a los cónsules electos, también pugnaba por atraer a un recluta mucho más sorprendente a la causa. Apenas unos meses antes había desairado a Octaviano, y ahora, a finales del 44 a. J.C., había muy pocos -y ciertamente entre ellos no se hallaba Cicerón- que pudieran atreverse a hacer eso.

Hasta los dioses habían bendecido al joven César con una formidable muestra de su favor. En el momento en que Octaviano entraba en Roma por vez primera, bajo un cielo absolutamente despejado, un halo en forma de arco iris había aparecido alrededor del sol. Luego, tres meses más tarde, se produjo un fenómeno aún más espectacular. Mientras Octaviano asistía a unos juegos que había organizado en honor de su padre asesinado, un cometa había centelleado en el cielo de Roma. La maravilla fue saludada por los entusiasmados espectadores como el alma de César que ascendía a los cielos. En privado, Octaviano consideró el cometa como un portento de su propia grandeza, pero públicamente estuvo de acuerdo con la primera interpretación, y más le valía, pues no era un ascenso despreciable convertirse en el hijo de un dios, ni siquiera para el heredero de César. «Muchacho, tú lo debes todo a tu nombre», 10 había dicho Antonio desdeñoso. Pero si la buena fortuna de Octaviano era prodigiosa, también lo era la habilidad con la que había empezado a explotar su herencia. Hasta el propio Antonio, el veterano populista, se veía superado en su propio terreno. Cuando se le exigió que entregara el tesoro de César para poder pagar ciertos legados que estaban destinados al pueblo, no cesó de poner obstáculos; mientras, Octaviano, invirtiendo para recoger los réditos más adelante, había subastado algunas de sus propiedades personales y pagado los legados pendientes con los beneficios obtenidos.

La recompensa fue una popularidad espectacular, no solamente entre la plebe urbana, sino también entre los veteranos de César. Octaviano reclutó a sus partidarios en un encarnizado pulso contra Antonio, y pronto contó con un cuerpo de guardaespaldas privado, y absolutamente ilegal, de tres mil hombres. Gracias a él pudo ocupar brevemente el Foro y, aunque al poco tiempo se vio obligado a retirarse frente al ejército mucho más numeroso de Antonio, se convirtió en una amenaza palpable para las ambiciones de su rival.

Pero ahora ya se acercaba el fin de año, y el mandato de Antonio llegaba a su fin. Desesperado por asegurarse una base permanente de poder, el cónsul se dirigió al norte, cruzó el Rubicón hacia la Galia y se proclamó gobernador de la provincia. Décimo Bruto, el asesino de César, bloqueaba su paso y también reclamaba el cargo. En lugar de entregarle su provincia a Antonio, Décimo optó por atrincherarse en Módena y pasar allí el invierno. Antonio avanzó y se lanzó a cortarle las provisiones para obligarlo a ceder. La nueva guerra civil que durante tanto tiempo había amenazado con estallar había empezado por fin. Y durante todo ese tiempo, mientras los dos antiguos lugartenientes de César se enzarzaban en una pelea, el heredero de César los observaba desde la retaguardia, como un factor amenazador pero imponderable, sin pronunciarse respecto a sus lealtades y guardando sus ambiciones aún más ocultas.

Afirmaba que sólo le había confiado sus inquietudes a Cicerón. Octaviano no había dejado de cortejar al anciano hombre de Estado desde su primer encuentro. Cicerón, aún suspicaz frente a tal despliegue de halagos y atenciones, se había resistido a la evidente tentación que Octaviano representaba a sus ojos. Por un lado, se quejaba lamentándose a Ático: «¡Pero mira su nombre, su edad!» 11 ¿Cómo podía Cicerón creer realmente en el heredero de César cuando el joven aventurero no cesaba de enviarle peticiones sin fin para obtener su consejo, se dirigía a él como «padre», e insistía en que él y sus seguidores estaban al servicio de la República? Pero, por otra parte, teniendo en cuenta la desesperada naturaleza de la crisis, ¿qué tenía que perder? Hacia el mes de diciembre, después de considerar los informes de la contienda que llegaban del norte, Cicerón por fin se decidió. El día 20 habló frente a un Senado repleto. Mientras seguía presionando para destruir al cónsul legitimo, Antonio, Cicerón presentó la petición de que Octaviano -«si, un joven aún, casi un muchacho, 12 recibiera plenos honores públicos como recompensa por su reclutamiento de un ejército privado. Frente a los indecisos, que quedaron comprensiblemente extrañados por su propuesta, Cicerón protestó afirmando que Octaviano ya era un deslumbrante objeto de orgullo para la República. «¡Yo os lo garantizo, padres del Senado, os lo prometo y os lo juro solemnemente!» Por supuesto, como el propio Cicerón sabía perfectamente, estaba excediéndose en sus declaraciones. Aun así, incluso en privado no se mostraba completamente cínico respecto a las perspectivas de Octaviano. Al fin y al cabo, ¿quién podía vaticinar el futuro del chico que sentado en sus rodillas absorbía su sabiduría y los antiguos ideales de la República, ni aventurar de qué modo prosperaría? Y en caso de que Octaviano, a pesar de la tutela de Cicerón, se revelara como un pupilo indigno, entonces siempre habría formas de hacerle frente, cuando la ocasión y la oportunidad se presentaran. «El joven debería ser loado y glorificado, y luego elevado hacia los cielos.» 13 En otras palabras, lo mismo que César.

Por supuesto, éste era precisamente el tipo de indiscreta agudeza que había puesto en aprietos a Cicerón en el pasado. La broma se difundió como un reguero de pólvora e inevitablemente llegó a oídos de Octaviano. Cicerón, sin embargo, podía permitirse alejar el incómodo tema con displicencia. Después de todo, Octaviano no era sino una parte de una coalición que Cicerón había organizado, y ni siquiera la parte más importante. En abril del 43 a. J.C. los dos cónsules del pueblo romano, Aulo Hircio y Vibio Pansa, atacaron finalmente a Antonio. Octaviano, con dos legiones, marchó a su lado como lugarteniente. En dos batallas sucesivas, Antonio fue derrotado y obligado a retirarse cruzando los Alpes. Las noticias de la doble victoria, al llegar a la expectante Roma, parecían ser la reivindicación final de la arriesgada política de apuestas de Cicerón. Al igual que durante su mandato como cónsul, Cicerón fue saludado como el salvador de la patria. Antonio fue declarado oficialmente enemigo público y la República parecía haberse salvado.

Entonces nuevos mensajeros llegaron a Roma llevando amargas y crueles noticias. Los dos cónsules habían muerto, uno en combate y el otro a causa de las heridas. Octaviano se negaba a cualquier forma de acercamiento con Décimo, lo cual no era de extrañar. Durante la confusión, Antonio había logrado escapar indemne. Ahora avanzaba a lo largo de la costa más allá de los Alpes, hacia el interior de la provincia de otro de los lugartenientes de César, Marco Lépido. El ejército del «general de caballería», de siete legiones, era formidable, y su filiación se convirtió repentinamente en un asunto de la más extrema y desesperada importancia a medida que Antonio se acercaba a él. En sus cartas al Senado, Lépido tranquilizaba a sus líderes acerca de su lealtad, pero sus hombres, todos ellos veteranos del César, ya estaban cambiando de opinión por él. El 30 de mayo, los días de confraternización entre los ejércitos de Antonio y Lépido alcanzaron un clímax en forma de pacto entre ambos generales y de unión de sus fuerzas. Décimo Bruto, superado en número, trató de huir pero fue traicionado por un jefe galo que lo asesinó. Con una desconcertante celeridad, los ejércitos del Senado se habían desvanecido sin dejar rastro. Antonio, que apenas unas semanas antes se había dado a la fuga, renacía ahora más fuerte que nunca. Entre él y Roma sólo quedaba el joven César.

¿Cómo reaccionaria Octaviano? La capital era un hervidero de rumores, y no cesaba de darle vueltas a la respuesta, que no tardaría en llegar. A fínales de julio, un centurión del ejército de Octaviano apareció súbitamente en la cámara del Senado. Frente a la asamblea reunida, solicitó el consulado, aún vacante, para su general. El Senado se negó. El centurión echó atrás su capa y posó su mano en la empuñadura de su espada. «Si vosotros no le hacéis cónsul -advirtió-, entonces esto lo hará.» 14 Y así fue. De nuevo, un César cruzó el Rubicón. Para ese entonces, el ejército de Octaviano ascendía a ocho legiones, y nadie podía oponerse a él. Cicerón, destrozado ante el terrible fin de todas sus esperanzas, emprendió el difícil camino con el resto del Senado para dar la bienvenida al conquistador. Desesperado, ideó nuevas propuestas para Octaviano, y también nuevos planes. «Octaviano, sin embargo, no se pronunció, excepto por el burlón comentario de que Cicerón había sido el último de sus amigos en salir a saludarle.» 15

Al orador se le permitió -o se le ordenó- que dejara Roma, y se retiró a su villa campestre favorita. Los trabajos de construcción ya se habían completado en el edificio, pero no había modo de reparar la carrera arruinada de su propietario. Había terminado, y con ella también muchas otras cosas. Cicerón siguió los progresos de su protegido con muda desesperación. El 19 de agosto, Octaviano, que aún no había cumplido los veinte años, fue formalmente elegido cónsul. Luego, después de obtener la condena de los asesinos de César por traidores, abandonó Roma y se dirigió al norte en busca del ejército de Antonio y de Lépido, que avanzaba hacia el sur. El destino no quiso que se desatara la guerra entre los líderes rivales del partido de César, ahora dueños sin oponente de todo el imperio occidental. En lugar de eso, en una isla de un río cercano de Medina, con sus ejércitos alineados en cada orilla, Antonio y Octaviano se reunieron, se abrazaron y se besaron en la mejilla. Luego, junto con Lépido, se dispusieron a dar forma al mundo y a declarar la muerte de la República.

Naturalmente, ocultaron su propósito con palabras familiares y engañosas. Afirmaron que no pronunciaban la necrológica de la República, sino que le devolvían su orden. En verdad, la estaban ejecutando. Como resultado de la conferencia de la isla, se llegó al acuerdo de restablecer el triunvirato, pero no una alianza laxa y flexible como lo había sido entre Pompeyo, César y Craso. Esta vez el triunvirato se constituiría formalmente y se le dotaría de tremendos poderes. Durante cinco años, el triunvirato tendría autoridad consular sobre todo el imperio. Tendrían el derecho de aprobar o anular leyes a su antojo, sin necesidad de referirse al Senado ni al pueblo romano. La ley marcial se aplicaría en el sagrado espacio de la propia Roma. Con ello se ponía efectivamente el fin a más de cuatrocientos años de libertad romana.

Y el golpe de gracia a la República, muy adecuadamente, fue sellado y firmado con sangre. Los triunviros declararon que la política de clemencia de su líder muerto había sido un fracaso y en su lugar posaron sus ojos en un dictador anterior en busca de inspiración. El retorno de las listas de proscritos fue anunciado en Roma mediante portentos lúgubres e inequívocos: los perros aullaban como lobos, y se vieron lobos corriendo por el Foro; se oían prolongados gritos que surcaban el cielo, junto con el sonido del choque de armas y el martilleo de pasos invisibles. Las listas se colgaron poco después de que los triunviros entraran en la ciudad. Regateando despiadadamente, los tres hombres habían determinado qué nombres aparecerían en las mismas. En su decisión había influido un factor más que otros: con más de sesenta legiones pendientes de cobrar la paga, el triunvirato necesitaba fondos desesperadamente. Así, como había sucedido en tiempos de Sila, la riqueza equivalía a la muerte. Incluso un exiliado como Verres, que disfrutaba sus bienes de dudosa procedencia en un soleado exilio, fue proscrito, asesinado, se decía, a causa de sus «bronces corintios». 16 Algunos fueron asesinados por los intereses de cada facción -para eliminar adversarios potenciales del nuevo régimen-, y otros fueron víctimas de las enemistades y venganzas personales. Lo más estremecedor fue que, como prueba de su compromiso con el triunvirato, Antonio, Lépido y Octaviano habían sacrificado un hombre cada uno, que quizá de otro modo se hubieran sentido obligados a salvar. Fue así como Antonio se avino a proscribir a su tío y Lépido a su hermano. Mientras, Octaviano inscribió en la lista el nombre de aquel al que una vez llamó «padre».

Aun así, Cicerón hubiera podido escapar. La noticia de su proscripción le llegó mucho antes que los cazarrecompensas. Como siempre, sin embargo, el pánico se apoderó de él y no terminó de decidir qué curso seguir. En lugar de hacerse a la mar siguiendo la estela de Bruto y de Casio, que entonces se encontraban reclutando un numeroso ejército de liberación en Oriente, revoloteó desesperado de villa en villa, perseguido por la sombra del exilio que tanto tiempo le había atormentado. Después de todo, como Catón le había enseñado, había pesadillas peores que la muerte. Cuando por fin fue atrapado por sus ejecutores, Cicerón se asomó por la litera y desnudó su garganta, exponiéndola al filo de la espada. Era el gesto de un gladiador, y siempre lo había admirado. Derrotado en el más grande y mortífero juego, aceptó su destino sin desfallecer. Murió como seguramente hubiera deseado: con valentía, convirtiéndose en un mártir de la libertad y de la libertad de expresión.

Hasta sus enemigos lo reconocieron. Cuando los cazarrecompensas entregaron su cabeza y sus manos cortadas, Fulvia, la viuda de Clodio y ahora esposa de Antonio, enloqueció de alegría. Tomando los macabros regalos, escupió sobre la cabeza de Cicerón y luego le estiró la lengua y le clavó en ella un pasador del pelo. Solamente cuando hubo puesto fin a esta mutilación, se avino a exponer la cabeza al público. La mano que había escrito los grandes discursos contra Antonio también estaba atravesada con un clavo. Silenciada y asaeteada, expuesta a la mirada del pueblo romano, la lengua aún conservaba su elocuencia. Cicerón había sido el más grande orador político de la República, y ahora, la era de la oratoria y de la libertad política había muerto.

El ganador se lo lleva todo

Un año después de que se estableciera el triunvirato, las últimas esperanzas de supervivencia de una República libre perecieron en las afueras de la ciudad macedonia de Filipos. Atrapado y casi al borde de la inanición en una llanura de los Balcanes, de nuevo un ejército cesariano lograba tentar a sus enemigos atrayéndolos hasta un enfrentamiento a campo abierto. Bruto y Casio habían despojado Oriente de legiones, poseían un control absoluto de los mares y ocupaban una posición inexpugnable. Como Pompeyo en Farsalia, bien podrían haber esperado. En cambio, optaron por luchar. En dos batallas cuya escala fue de las más grandes de toda la historia romana, primero Casio y luego Bruto cayeron víctimas de su propia espada. Otros nombres célebres también cayeron durante la masacre: un Lúculo, un Hortensio, un Catón. El último, deshaciéndose de su casco y cargando hacia lo más denso de las filas cesarianas, siguió conscientemente el ejemplo de su padre, prefiriendo la muerte a la esclavitud. Su hermana también tomó ese camino. En Roma, la virtuosa y austera Porcia esperaba noticias de Filipos. Cuando éstas llegaron, anunciándole que tanto su hermano como su marido Bruto habían muerto, se zafó de sus amigos, que temían que pudiera atentar contra su persona, y corrió hasta un brasero, del que se tragó carbones ardiendo. Las mujeres, después de todo, también eran romanas.

Pero ¿qué significaba eso en un Estado que ya no era libre? Por definición, ya no valía la antigua respuesta, que valoraba la libertad por encima de todo, incluso de la propia vida. El espeluznante ejemplo de Porcia quizá fue heroico, pero tuvo pocos seguidores. La mayoría de los que habían sido más fieles hacia los ideales de la República, ahora que la calma había caído sobre Filipos, estaban muertos. Era imposible compensar la pérdida de esos ciudadanos, y con más motivo porque un número desproporcionado de las bajas procedía de la nobleza. La opinión universal del pueblo romano era que por las venas del heredero de un nombre reputado corría la historia misma de la ciudad. De ahí que la extinción de una gran casa siempre se hubiera considerado un motivo de duelo público y, por lo tanto, que las vidas segadas de toda una generación de nobles, ya fueran ejecutados o caídos entre el polvo y las moscas de Macedonia, constituyera una tremenda calamidad para la República. Se había derramado mucho más que sangre.

De entre los victoriosos triunviros, Antonio fue el que más rápidamente lo comprendió. Había crecido en un tiempo en que la libertad era más que un mero eslogan, y no era totalmente incapaz de llorar su muerte. Tras buscar el cadáver de Bruto por el campo de batalla de Filipos, lo tapó respetuosamente con una capa y luego lo incineró y envió sus cenizas a Servilia. Ni tampoco, ahora que su supremacía estaba garantizada, se dedicó a recrearse ni a abusar de los baños de sangre. En lugar de regresar a una Italia azotada por la tristeza, y haciendo uso de su potestad como miembro de más edad del triunvirato, optó por quedarse en Oriente y jugar a ser Pompeyo Magno. A medida que avanzaba por Grecia y Asia, sus placeres se ajustaron al modelo tradicional que habían seguido los procónsules de la República: hacerse pasar por amante de la cultura griega mientras sangraba como una sanguijuela al pueblo griego, financiar a los jefecillos locales y luchar contra los partos. A los ojos de los republicanos de pro, era un comportamiento tranquilizador, pues resultaba familiar, y gradualmente, durante los meses y años que siguieron a Filipos, los restos de lo que había sido el ejército de Bruto gravitaron, a falta de algo mejor, hacia Antonio. A su lado, la causa de la legitimidad se lamió las heridas en Oriente mientras su fuerza vital se desvanecía.

Sólo en Roma podía quedar alguna esperanza de restaurar una República libre, y la ciudad se encontraba en manos de un hombre que parecía ser enemigo mortal de esa idea. Frío y vengativo, Octaviano era el hombre al que los derrotados de Filipos tachaban de principal asesino de la libertad. En el campo de batalla, cuando los hicieron desfilar cubiertos de cadenas frente a sus vencedores, los prisioneros republicanos saludaron a Antonio con respeto, pero al jovenzuelo César le lanzaron maldiciones e insultos. En los años posteriores a Filipos, la reputación de Octaviano se hizo todavía más siniestra. Con Lépido en África, junto con dos de sus lugartenientes, y Antonio como amo de Oriente, recayó en el miembro más joven del triunvirato la tarea más odiosa: encontrar tierras para los veteranos de guerra que se aprestaban a regresar. Con más de trescientos mil soldados endurecidos por la batalla esperando recibir sus tierras, Octaviano no podía permitirse demorar el programa de recolocación. Tampoco, a pesar de toda la eficiencia con la que se aplicó a llevarlo a cabo, pudo evitar que la campiña sufriera las consecuencias de la revolución social. El respeto por la propiedad privada había sido una de las piedras angulares de la República, pero ahora que ésta había desaparecido, la propiedad privada podía requisarse por el capricho de un comisario. Los granjeros expulsados sin compensación de sus tierras podían terminar secuestrados para ser revendidos como esclavos, o a falta de otro medio de subsistencia, verse obligados a robar. Como en la época de Espartaco, Italia se convirtió en una tierra de bandidos. Las bandas armadas se atrevían hasta a saquear pueblos y ciudades, y los tumultos se multiplicaron, como explosiones impotentes de sufrimiento y desesperación. Durante los levantamientos, los cultivos y las cosechas se abandonaban y se perdían, y mientras en el campo reinaba la anarquía, Roma empezó a pasar hambre.

A la hambruna se le sumó una conocida plaga. Más de veinte años después de que Pompeyo hubiera barrido a los piratas del mar, éstos volvieron, y esta vez su jefe era el mismísimo hijo de Pompeyo. Sexto, tras escapar a la venganza de César en España, se había aprovechado de la confusión de los tiempos para hacerse dueño de Sicilia y almirante de una flota de 250 barcos. Acechaba las vías marítimas más concurridas y pronto comenzó a estrangular a Roma. Mientras las facciones de sus ciudadanos se afilaban a causa del hambre, la carne también se desprendía de los huesos de la urbe. Las tiendas cerraban, los templos se descuidaban, y se arrancaba el oro de los monumentos. Por todas partes, lo que habían sido escenas de lujo se supeditaba a las necesidades de la guerra. Incluso Baiae, la brillante y resplandeciente Baiae, retumbaba al martilleo de los ingenieros de Octaviano. En el vecino lago Lucrino se construyó un astillero naval encima de los míticos lechos de ostras, una profanación digna de los oscuros tiempos. La propia historia parecía encogerse, y la épica que repetía un argumento familiar se reducía a una penosa parodia. De nuevo, Pompeyo luchaba contra César, pero en comparación con las gigantescas figuras de sus padres, ambos parecían ladrones empequeñecidos. Un pirata y un gángster: generales apropiados para enfrentarse por los despojos de una ciudad que ya no era libre.

Y, sin embargo, aunque Sexto era una amenaza constante y más que capaz de llevar la desgracia a su país, jamás fue un peligro mortal para los cesarianos. Había un riesgo mucho mayor, que arrojaba su sombra por todo el mundo: que al igual que el primer triunvirato se había hundido, también pudiera suceder lo mismo con el segundo. Así pareció en el 41 a. J.C., cuando apenas unos meses después del regreso de Octaviano de Filipos, se llegó a rozar esa situación. Mientras Antonio permanecía en Oriente, su esposa Fulvia, siempre agresiva, fomentó una rebelión en Italia. Octaviano respondió con atrocidades rápidas y calculadas, pero a duras penas reprimió el estallido. Su venganza sobre la propia Fulvia, no obstante, se limitó a la escritura de algunos versos insultantes acerca de su ninfomanía. Su poder en Italia aún se asentaba sobre bases precarias, y no podía arriesgarse a provocar a Antonio. Así, a Fulvia, se le permitió partir a Oriente y reunirse con su marido.

Sin embargo, murió de forma muy conveniente antes de poder reunirse con él. En septiembre del 40 a. J.C., los emisarios de Antonio y los de Octaviano se encontraron en el marco de una tregua intranquila en Brundisium. Después de mucho regatear, el pacto entre ambos volvió a reafirmarse. Para sellarlo, Octaviano entregó al viudo la mano de su querida hermana Octavia. El Imperio romano quedaba dividido en dos partes mucho más claramente de lo que jamás había estado. Sólo Sexto y Lépido arrojaban sombras sobre este reparto, y pronto quedaron barridos del tablero.

En septiembre del 36 a. J.C. finalmente Octaviano logró destruir la flota de Sexto, quien huyó hacia Oriente y terminó ejecutado a manos de los agentes de Antonio. Al mismo tiempo, cuando Lépido llevó demasiado lejos su resentimiento porque le hubieran dejado a un lado, fue formalmente despojado de sus poderes triunvirales, una humillación escenificada por Octaviano sin ninguna referencia al tercer miembro de su asociación. El joven César estaba ahora más firmemente establecido en Roma de lo que su padre adoptivo lo había estado jamás, y podía permitirse encogerse de hombros ante las inevitables protestas de Antonio. Con sólo veintisiete años de edad, había llegado muy lejos. No solamente Roma, ni Italia, sino que la mitad del mundo se había sometido a su poder.

Y aun así, su dominio y el de Antonio siguieron el modelo despótico. El triunvirato, que fue rápidamente renovado en el 37 después de que hubiera expirado el año anterior, no se basaba en ningún precedente, sólo en la exasperación y el sufrimiento del pueblo romano. Esa misma desesperación que la República había inspirado en otros pueblos era ahora la suya propia. Ya en el 44 a. J.C., tras el asesinato de César, uno de sus amigos le había advertido que los problemas de Roma eran inabordables, «pues si un hombre de tal genio fue incapaz de hallar solución, ¿quién podrá encontrarla ahora?» 17 Desde entonces los romanos se encontraban aún más desgarrados y desorientados. Las estrellas de la costumbre que solían guiarlos habían desaparecido, y nada parecía sustituirlas.

De modo que no es extraño que nacieran raras fantasías entre los ciudadanos de la República, alimentadas por la desesperación y la falta de un lugar en el mundo:

Ahora llega la época de la corona que los cantos de la Sibila anunciaron,

empieza otra vez, nacido del tiempo, un ciclo grande y nuevo.

Ahora vuelven la virginal Justicia y la edad dorada,

ahora su primogénito llega enviado desde los altos cielos.

Con el nacimiento de este niño, atrás quedará la generación del hierro,

y una generación de oro heredará el mundo. 18

Estas líneas se escribieron en el 40 a. J.C., justo cuando más sufrimiento y dolor había en Italia. Su autor, Publio Virgilio Marón -Virgilio- procedía del fértil valle del río Po, un área en la cual los comisarios de las tierras se habían mostrado particularmente activos. En otros poemas, Virgilio evocaba las penurias de los desposeídos, y su inspirada visión de la utopía no era menos desesperanzadora por ello. La escala de la catástrofe que habían sufrido los romanos era tal que ahora las añoranzas vagamente proféticas del tipo en que solían caer los griegos y los judíos eran lo único que podía consolarles. «Los cantos de la Sibila» no eran los cantos de la Sibila que aparecían en los libros sobre el Capitolio. No contenían ningún consejo para apaciguar la ira de los dioses, ni ningún programa para devolver la paz a la República. No eran nada más que sueños.

Y no obstante, los sueños son útiles para los autócratas. Sin importar a qué se refería Virgilio cuando hablaba de niños mesiánicos enviados desde el cielo, sólo había dos candidatos claros para el papel de salvador, y de los dos era Antonio, y no Octaviano, el que tenía las tradiciones más sugerentes al alcance de la mano. Oriente sangraba sin cesar a causa de los dos bandos de la guerra civil romana y anhelaba un nuevo comienzo mucho más apasionadamente que la propia Italia. Las visiones del apocalipsis aún flotaban en la imaginación de los griegos y de los egipcios, de los sirios y de los judíos. Mitrídates había demostrado que un caudillo ambicioso podía sacar partido de esas esperanzas; pero todos los que así habían actuado se convertían en enemigos de Roma. No se podía imaginar un crimen más monstruoso para un ciudadano de la República que presentarse como el dios salvador que los oráculos orientales habían anunciado tiempo atrás. Desde hacía más de un siglo, los procónsules viajaban al este, escuchaban a las multitudes que los jaleaban como dioses, imitaban a Alejandro y repartían coronas, y al mismo tiempo temían dar el paso en la dirección en que apuntaban todas estas señales de indulgencia. El Senado no lo permitiría, y el pueblo romano tampoco. Pero ahora la República había muerto y Antonio era un triunviro que nada le debía ni al Senado ni al pueblo de Roma. Y la tentación llegó bajo la forma de una gran y seductora reina.

Cleopatra, que se había ganado los afectos de César ocultándose en una alfombra, se dedicó a cortejar a Antonio con un espectáculo deslumbrante desde el principio. Lo conocía desde hacía tiempo -su carácter extravagante, su inclinación por los placeres, su afición a disfrazarse de Dionisio- y calculó debidamente cuál sería la mejor forma de conquistar su corazón. En el 41 a. J.C., durante el avance de Antonio hacia Oriente, viajó desde Egipto para reunirse con él en un barco cuyos remos eran de plata y cuya popa estaba forrada de oro; los pajes vestidos de Cupido y sus sirvientas de ninfas la convertían a ella en una Afrodita, diosa del amor. Antonio la había convocado -lo que constituía una inaudita humillación-, pero Cleopatra, flotando hacia su cuartel general entre el asombro de sus estupefactos habitantes, supo volver las tornas impecablemente. Era lo suficientemente lista como para saber que no debía acaparar la atención en exceso y que debía ofrecerle a Antonio un papel en todo aquel espectáculo. «Y se corrió la voz por doquier de que Afrodita había llegado para festejar con Dionisio, por el bien común de Asia.» 19 No hubiera podido imaginarse un papel que tentara más a Antonio, ni tampoco una compañera de cama que le atrajera más. Como se pretendía, rápidamente hizo de Cleopatra su amante y pasó un delicioso invierno con ella en Alejandría. Las matronas de Roma hacían buen uso de los métodos anticonceptivos egipcios, pero Cleopatra, al menos cuando dormía con los gobernantes del mundo, no tenía tiempo para enredarse con diafragmas de estiércol de cocodrilo. Al igual que había sucedido con César, pronto quedó embarazada. Después de haber dado a luz a un hijo de César, se superó: Afrodita le dió gemelos a Dionisio.

Surgía el atisbo de una peligrosa tentación para el padre: fundar un linaje de reyes era el último y más letal tabú. No es de extrañar que Antonio se negara a llevarlo a cabo. Durante cuatro años -desmintiendo las habladurías de que estaba obsesionado por Cleopatra- evitó a su amante. Octavia, bella, inteligente y leal, le ofrecía amplias compensaciones, y durante un tiempo vivieron instalados en Atenas, donde Antonio asistía a conferencias acompañado de su intelectual esposa, y era todo un modelo de cariño conyugal. Y sin embargo, cuando estaba con Octavia, no podía olvidar las deslumbrantes posibilidades a las que Cleopatra le había abierto los ojos. Empezaron a contarse historias ultrajantes: que Antonio celebraba orgías en el teatro de Dionisio, vestido como un dios y enfundado en una atractiva piel de pantera; que encabezaba procesiones a la luz de las antorchas hasta el Partenón; que agobiaba a la diosa Atenea con proposiciones matrimoniales cuando estaba borracho. Era un comportamiento indigno de un romano y, sin duda, las historias no mejoraban cada vez que volvían a contarse. No es que se produjera ningún escándalo en Atenas, ni entre el resto de los súbditos de Antonio. De hecho, más bien al contrario, pues en Oriente era costumbre que los gobernantes fueran dioses.

Hacia el 36 a. J.C., cuando Antonio y Octaviano se enfrentaron como amos absolutos del mundo romano, sin más rivales de por medio, las distintas tradiciones de sus bases de poder influían cada vez más en sus estilos legislativos. El reto era el mismo para ambos: garantizarse una legitimidad que no descansara únicamente en el uso de la fuerza. Octaviano contaba en ese aspecto con una ventaja esencial, como gobernante de Occidente. Tanto él como Antonio eran romanos, pero era él quien controlaba Roma. Cuando Octaviano regresó a la capital después de derrotar a Sexto, fue recibido por vez primera con genuino entusiasmo. El conservadurismo innato de sus conciudadanos había sobrevivido a la pérdida de sus libertades, y ahora estaban agradecidos por la paz que Octaviano acababa de ganar para ellos, y le rindieron un homenaje acorde con sus antiguos derechos. Le ofrecieron al conquistador un privilegio sagrado: la inviolabilidad de un tribuno. Un cargo así sólo tendría significado en una República restaurada, y al aceptarlo, Octaviano daba a entender que precisamente eso era lo que se proponía. No es que fuera garantía de nada, por supuesto, pues a estas alturas los romanos ya habían aprendido que no debían depositar su confianza en florituras retóricas. Aun así, con la flota de Sexto hundida y Lépido exiliado en un retiro ignominioso, Octaviano podía por fin empezar a fundamentar sus afirmaciones de que luchaba por la causa de la paz. Se suspendieron los impuestos, se aseguraron las provisiones de grano y los comisionados recibieron órdenes de velar por la seguridad del campo. Progresivamente se restauraron las responsabilidades de los magistrados anuales. Desde luego, era todo un regreso al futuro.

Pero no hasta el final, claro está, no todavía. Octaviano no tenía ninguna intención de entregar sus poderes de triunviro mientras Antonio aún conservara los suyos, y para éste, tan alejado de su ciudad natal, la restauración de la República de ningún modo representaba un tema urgente. En lugar de eso, sus ambiciones se dirigían en una dirección muy distinta. Durante trescientos años, desde la figura de Alejandro, el sueño de un imperio universal había embriagado la imaginación de los griegos, y la República también había terminado por compartir ese mismo sueño. Y sin embargo, aún quedaban rescoldos de sospecha, e incluso los ciudadanos más grandes -desde Pompeyo hasta el propio César- habían temido llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Lo mismo le sucedía a Antonio, que había huido de la tentación de una reina macedonia para convertirse en el marido de una sobria matrona romana. Pero habían transcurrido cuatro años, cuatro años de un poder desnudo como ningún ciudadano lo había ejercido jamás en Oriente hasta entonces. Y las tentaciones siguieron atormentándole, a la par que seguían cobrando fuerza. Al final, Antonio demostró ser demasiado tolerante consigo mismo, y sus propias pretensiones le cegaron hasta el punto de que no pudo resistirlas. Octavia, que permanecería leal a la memoria de su esposo hasta el final, fue enviada de regreso a Roma. Y, de nuevo, Afrodita fue llamada ante el nuevo Dionisio.

Esta vez no se podía dar marcha atrás. El escándalo estalló en Roma, y desde que la República se había implicado en los asuntos del este, nada como el espectáculo de un ciudadano convirtiéndose en nativo para provocar el ultraje moral, si es que, como indicaban los informes, Antonio se estaba abandonando a las costumbres nativas a placer. Los horrores de su comportamiento no parecían tener límite. ¡Vaya, si hasta usaba orinales de oro, se protegía durante los desfiles con mosquiteras e incluso le daba masajes en los pies a su amante! Todo eso equivalía a extravagancia, afeminamiento, servilismo: la lista de cargos sonaba familiar a cualquier político romano. Antonio, fingiendo ser un hombre de mundo, optó por recibirlo todo con desprecio. «¿Y qué si me estoy tirando a la reina?», se quejó a Octaviano. «¿Es que importa dónde mete uno su erección?» 20

Pero Antonio no era sincero. Sus ofensas no se limitaban al campo del sexo. Y aunque las calumnias que tachaban a Cleopatra de prostituta eran fruto de la misoginia romana, tampoco se podían descartar las acusaciones necesariamente por ese motivo. Sus enemigos tenían razón al temerla y al desconfiar de su capacidad de seducción. No se trataba únicamente de las delicias de su cuerpo, como los acusadores más rastreros sostenían, sino que sus encantos eran mucho más insidiosos y peligrosos. Cuando Cleopatra murmuraba en la oreja de Antonio, sus palabras más dulces no hablaban de placeres sensuales, sino que vertían promesas de divinidades e imperios universales.

Y Antonio, hechizado por estos sueños, empezó a hollar un terreno en el que hasta César había temido entrar. Después de haberle dado la espalda a las ambiciones dinásticas, ahora comenzó a hacer gala de ellas. En primer lugar, reconoció a los hijos que tenía con Cleopatra. Y luego escogió nombres provocativos, incluso incendiarios: Alejandro Helios, «el Sol», y Cleopatra Selene, «la Luna». La mezcla de divinidad y dinastía quizá encajaba bien en Alejandría, pero no podía resultar más irritante para Roma. ¿Le importaba siquiera a Antonio? Sus conciudadanos fruncían el ceño, perplejos ante el espectáculo que daba al consentir los gritos de júbilo de los serviles griegos y orientales. Y entonces, justo cuando parecía que su capacidad de ofender no podía llegar más lejos, él y Cleopatra llevaron a cabo la proeza más espectacular de todas.

En el 34 a. J.C., las multitudes de Alejandría fueron invitadas a ser testigos de la inauguración de un deslumbrante nuevo orden mundial. Antonio, triunviro romano y nuevo Dionisio, presidió la ceremonia. A su lado estaba sentada Cleopatra, reina macedonia y faraona de Egipto, espléndidamente vestida como la nueva Isis, la dueña de los cielos. Frente a ellos, enfundados en el mismo tocado nacional exótico, estaban los hijos que Cleopatra había tenido tanto con César como con Antonio. Estos príncipes y princesas fueron presentados a los alejandrinos como dioses salvadores, herederos de una incipiente armonía universal, prometida hacía largo tiempo y que por fin se acercaba. Al joven Alejandro, vestido como un rey de reyes persa, se le prometieron las tierras de Partia y todos los reinos más allá de sus fronteras. Los otros niños obtuvieron más modestamente otros territorios que Antonio realmente tenía poder de conceder. El hecho de que algunos fueran provincias de la República, custodiadas en nombre del pueblo romano, no impidió que las incluyera en su generosidad. Eso fue en parte porque, en cierto sentido, no estaba siendo generoso en absoluto. Antonio no tenía ninguna intención real de entregar la administración de sus provincias a sus hijos, y en ese aspecto, al menos, la ceremonia no era nada más que teatro. Pero lo teatral era importante, y el mensaje que Antonio había querido transmitir también se podía encontrar en sus monedas de plata, que tintineaban en las bolsas de la gente por todo Oriente. Su cabeza estaba estampada por un lado, la de Cleopatra por el otro; un romano y una griega, un triunviro y una reina. Amanecía una nueva era en la que la ley romana terminaría por transformarse en lo que la Sibila había profetizado: una síntesis ordenada y divina de Oriente y Occidente, en la que se borrarían todas las diferencias, presidida por un emperador y una emperatriz que gobernarían el mundo.

Pero lo que gustaba en Alejandría, por supuesto, no era del gusto de la República. En Roma, los numerosos amigos que Antonio aún tenía se quedaron atónitos. El propio Antonio, alertado del desastre de relaciones públicas que se avecinaba, escribió apresuradamente al Senado. De forma grandilocuente pero algo vaga, se ofreció a abandonar sus poderes triunvirales y a restaurar la República. Era demasiado tarde. La toga blanca y reluciente del constitucionalismo ya estaba ocupada. Distraído hasta entonces por sus grandiosos sueños orientales, Antonio volvió los ojos hacia Roma y descubrió un espectáculo de lo más desconcertante: el heredero de César, aventurero y terrorista, erigiéndose resplandeciente como un defensor de la República, campeón de la tradición y de las antiguas libertades del pueblo. Y no sólo fingiendo, sino interpretando su papel con notable estilo.

Es cierto que no todos creían en la pantomima del joven César como constitucionalista, y hasta la propia máscara en ocasiones se le caía. En el 32 a. J.C., cuando deseó doblegar a los cónsules, ambos partidarios de Antonio, Octaviano entró en la cámara del Senado con guardias armados y les ordenó, amenazadoramente, que permanecieran tras los asientos de los magistrados. El despliegue de fuerza obtuvo el efecto deseado: los oponentes del régimen de Octaviano rápidamente se desvanecieron. Los dos cónsules huyeron hacia el este en busca de Antonio, y con ellos se fue casi un tercio del Senado, unos trescientos senadores en total. Muchos de ellos eran sicarios de Antonio, pero algunos eran herederos de una causa perdida, y tenían razones más cargadas de principios para negarse a aguantar un César como defensor de la República. Uno de los dos cónsules que fue en busca de Antonio, por ejemplo, era Domicio Ahenobarbo, el hijo del viejo enemigo de Julio César. Inevitablemente, al bando de Antonio también se le sumó el nieto de Catón.

Octaviano se burló de su elección de lealtad. ¡Que tales hombres terminaran como cortesanos de una reina! De hecho, Domicio se esforzaba por despreciar a Cleopatra siempre que podía, y constantemente animaba a Antonio a enviarla de regreso a Egipto, pero Octaviano siempre había sido un maestro de los golpes bajos. En verano del 32 a. J.C., avisado por un renegado, incluso dio el terriblemente sacrílego paso de saquear el templo de Vesta, donde Antonio había depositado su testamento, y arrancó el documento de las manos de las vírgenes vestales. Tras un detenido examen, el contenido demostró ser tan explosivo como Octaviano había imaginado. Con la desaprobación y la censura pintadas en el rostro, enunció la lista frente al Senado. Cesarión sería legitimado, y los hijos de Cleopatra obtendrían enormes herencias; el propio Antonio debía ser enterrado a su muerte al lado de Cleopatra. Todo era de lo más chocante, quizá demasiado.

Y si bien tal vez buena parte de la propaganda de Octaviano era inverosímil, no todo era mentira. Los romanos reconocieron instintivamente la asociación de Antonio con Cleopatra, formalizada en el 32, cuando se divorció de Octavia, como lo que era, una traición a los valores y principios más profundos de la República. Que la propia República hubiera muerto no significaba que aquéllos no fueran llorados y añorados, ni que sus prejuicios fueran menos fieros. Lo que los romanos siempre habían temido era rendirse a un comportamiento indigno de un ciudadano. Era, por lo tanto, un consuelo para el pueblo que había perdido su libertad poner a Antonio en la picota y tacharlo de afeminado y esclavo de una reina extranjera. Por última vez, el pueblo romano podía aprestarse para entrar en combate, imaginando que después de todo ni la República ni sus propias virtudes habían muerto.

Muchos años después, Octaviano se jactaría: «Toda Italia me juró lealtad por iniciativa propia, y me exigió que la condujera a la guerra. Las provincias de Galia, España, África, Sicilia y Cerdeña también formularon el mismo juramento.» 21 Aquí, bajo la forma de un plebiscito que abarcaba la mitad del mundo, sucedió algo sin precedentes, un despliegue de universalismo conscientemente pensado para ensombrecer el de Antonio y Cleopatra y que no bebía de las tradiciones orientales, sino de la propia República romana. Octaviano partió a la guerra como autócrata sin rival y a la vez defensor de los más antiguos ideales de su ciudad. Era una combinación que se demostró irresistible. Cuando por tercera vez en menos de veinte años dos ejércitos romanos se encontraron frente a frente en los Balcanes, fue de nuevo César el que salió triunfador. Durante todo el verano del 31 a. J.C., mientras su flota se pudría en los bajíos y sus hombres se pudrían a causa de las enfermedades, Antonio tuvo que atrincherarse en la costa oriental de Grecia. Su campamento empezó a vaciarse, y para su desánimo, entre los desertores se encontraba Domicio. Finalmente, cuando el hedor de la derrota se volvió demasiado fuerte como para que Antonio pudiera ignorarlo, decidió hacer un último intento desesperado. El 2 de septiembre ordenó a su flota que tratara de romper el bloqueo y superara el cabo de Accio para hacerse a la mar. Durante la mayor parte del día, las dos grandes flotas permanecieron frente a frente, sin hacer nada en el silencio de la cristalina bahía. De repente, por la tarde, hubo algún movimiento: el escuadrón de Cleopatra se lanzó hacia delante, abriéndose paso con éxito por un hueco en las líneas de Octaviano. Antonio la siguió, abandonando su enorme buque insignia por un navío más veloz, pero la mayor parte de su flota quedó atrás, al igual que sus legiones. Pronto llegó la rendición. En esta breve y poco gloriosa batalla perecieron todos los sueños de Antonio, y las esperanzas de la nueva Isis. Días después, las olas aún llegaban a la costa teñidas de oro y de púrpura.

Un año más tarde, Octaviano se dispuso a rematar la presa. En julio del 30 a. J.C., sus legiones aparecieron frente a las murallas de Alejandría. Al siguiente atardecer, cuando ya el crepúsculo avanzaba hacia la medianoche, se oyó el ruido de unos músicos invisibles flotando en procesión por toda la ciudad, y luego alzándose hacia las estrellas. «Y cuando la gente reflexionó acerca de tal misterio, comprendieron que Dionisio, el dios a quien Antonio había tratado de imitar y copiar, había abandonado a su favorito.» 22 Al día siguiente cayó Alejandría. Antonio se suicidó igual que Catón, y murió en brazos de su amante. Cleopatra, nueve días más tarde y tras descubrir que Octaviano pretendía que desfilara cubierta de cadenas en su desfile triunfal, siguió el ejemplo de Antonio. En una muerte propia de un faraón, se dejó morder por una cobra, cuyo veneno, según creían los egipcios, concedía la inmortalidad. Fue una muerte apropiadamente multicultural para los que habían soñado con ser emperador y emperatriz del mundo.

El miedo que Cleopatra daba a Roma se tornó en una maldición para su dinastía. Cesarión, el hijo que había tenido con julio César, fue discretamente ejecutado, y los propios Ptolomeo oficialmente destituidos. Por todos los templos de Egipto, los artesanos empezaron a esculpir la imagen de su nuevo rey, el propio Octaviano. De ahora en adelante, el país ya no sería gobernado como un reino independiente, ni tan sólo como una provincia romana -por mucho que al nuevo faraón le gustara fingir lo contrario-, sino que se convertiría en un feudo privado. Más tarde, Octaviano hizo gala de su clemencia: «Cuando era seguro perdonar a los pueblos extranjeros, yo prefería salvar sus vidas en lugar de exterminarlos.» 23 Desde Cartago, Alejandría era la ciudad más grande vencida por un general romano, pero su suerte fue muy distinta. Cuando perseguía el poder, Octaviano era despiadado, pero en el ejercicio del mismo se demostraba frío y calculador. Alejandría era demasiado rica, un botín demasiado apetecible, como para destruirla. Incluso las estatuas de Cleopatra escaparon a la destrucción.

Por supuesto, tanta clemencia era la prerrogativa de un amo, la demostración de su grandeza y de su poder. Todo el mundo había caído en las manos de Octaviano, y ahora que no tenía que preocuparse de los rivales, de nada le servían las masacres y el derramamiento de sangre. «Soy renuente a calificar como clemencia -escribió Séneca casi un siglo más tarde- lo que en realidad fue el agotamiento de la crueldad.» 24 Pero si Octaviano estaba agotado, desde luego no podía permitirse demostrarlo. Cuando visitó la tumba de Alejandro, por accidente rompió la nariz del cadáver. Del mismo modo, se dedicó a erosionar la reputación del conquistador. Octaviano arguyó con severidad que el mayor reto no era la conquista de un imperio, sino el ordenamiento y la pacificación del mismo. Hablaba con autoridad, pues era el reto que se había impuesto a sí mismo. En lugar de masacrar, perdonar; en lugar de luchar, garantizar la paz, y en lugar de destruir, restaurar.

O al menos eso se complacía en afirmar Octaviano cuando se dispuso a volver a casa.

La restauración de la República

Los idus de enero del 27 a. J.C. El Senado era un hervidero de expectación, y los senadores se arremolinaban en los bancos, susurrando con apremio entre sí. Parecía que iba a producirse un anuncio histórico. No sólo habían circulado ampliamente las insinuaciones, sino que, además, algunos senadores, los principales miembros de la cámara, habían sido informados de la reacción que se esperaba de ellos. Mientras se disponían a escuchar el discurso del cónsul, preparaban expresiones de sorpresa y al mismo tiempo repetían en voz baja respuestas ensayadas.

De repente, los murmullos empezaron a disiparse. El cónsul, aún delgado y de apenas treinta y cinco años de edad, se levantó. Un silencio respetuoso acogió al joven César, el salvador del Estado. Sereno como siempre, se dirigió a la cámara. Sus palabras eran tranquilas y medidas, y estaban cargadas de trascendencia. La guerra civil, anunció, había terminado. Ya no había justificación para los extraordinarios poderes que le habían concedido, que, aunque fuera por unanimidad, eran inconstitucionales. Había cumplido con su misión, la República estaba salvada, y por lo tanto ahora, después de la peor y más convulsa crisis de la historia de la ciudad, había llegado el momento de devolver el poder a quien le pertenecía: al Senado y al pueblo de Roma.

Mientras tomaba asiento de nuevo, un rumor de intranquilidad crecía entre las filas. Los líderes del Senado empezaron a protestar. ¿Por qué planeaba César abandonarlos ahora, después de haber rescatado al pueblo romano de una segura destrucción? Sí, había anunciado la restauración de la legalidad constitucional y el Senado estaba debidamente agradecido. Pero sólo porque las tradiciones de la República volvían a florecer, ¿por qué tenía que dimitir César de su puesto como guardián del Estado? ¿Es que deseaba condenar a su pueblo a la anarquía eterna y a la guerra civil? ¡Pues ése sería, sin duda, su destino si él se apartaba a un lado!

Quizá antes de abandonar la República al desastre, ¿querría escuchar una contrapropuesta? César había declarado ilegales cualquiera de sus actos u honores que fueran contrarios a la constitución. Muy bien, pues que se le permitiera, como a cualquier otro cónsul, recibir una provincia como recompensa. Una que llevaba consigo algo más de veinte legiones, y que incluía España, Galia, Siria, Chipre y Egipto, pero una provincia de todos modos. Y que la custodiara durante diez años, un período de tiempo que no era nuevo pues, después de todo, ¿acaso el propio padre de César, el gran Julio, no había sido cónsul de la Galia durante una década? Nada se decía que no tuviera un precedente. La República florecería, César cumpliría con sus responsabilidades para con Roma, y los dioses les sonreirían a ambos. Un sonoro asentimiento recorrió el Senado.

¿Quién era Octaviano para negarse a tal llamamiento? La República lo necesitaba, así que, gentilmente, como correspondía a su deber de ciudadano, anunció que estaba dispuesto a llevar esa carga. La gratitud del Senado no conoció límites. Un gesto de magnanimidad tan enorme como el de César merecía una recompensa espectacular. Se decidió que se colocarían hojas de laurel en las jambas de su casa y que se fijaría una corona cívica encima de su puerta. En el edificio del Senado se erigiría un escudo de oro con una lista de sus cualidades: valor, clemencia, justicia y sentido del honor, todas ellas virtudes romanas tradicionales. Y luego quedaba el honor final, nuevo y supremo, como debía ser. Se decretó que César sería conocido de ahora en adelante como «Augusto».

Para el hombre que había nacido como Cayo Octavio, era la culminación de toda una carrera coleccionando nombres impresionantes. César a los diecinueve años, ya había mejorado ese hito dos años después cuando tras la deificación oficial de su padre adoptivo había empezado a hacerse llamar Divi Filius, «hijo de un Dios». Por extraordinario que fuera ese apelativo, evidentemente los dioses lo habían aprobado, pues la carrera de César Divi Filius jamás había cesado de recibir la bendición del éxito. Ahora, como «Augusto», se distinguiría aún más del común de los mortales. El título lo envolvería como una aureola con el brillo de un poder sobrenatural. «Pues significaba que él era más que humano. Todas las cosas sagradas y honorables se describen como "augustas".» 25

Incluyendo a la propia Roma. Una conocida expresión, presente en la memoria de todo ciudadano, aseguraba que la ciudad había sido «fundada con augurios augustos», 26 y cuando se convirtió en Augusto, Octaviano hizo suya la frase. Fundar Roma de nuevo, he ahí la misión de su existencia, y cada vez que sus conciudadanos pronunciaran su nombre, lo recordarían. La naturaleza astuta, casi subliminal, de esa asociación de ideas estaba totalmente calculada, pues pese a la tentación, Octaviano había rechazado el apelativo mucho más obvio de «Rómulo». El primer fundador de Roma había sido rey y había matado a su hermano, ambos detalles muy desafortunados en los tiempos que corrían. Ahora que Octaviano ostentaba el poder supremo, cualquier cosa que pudiera recordar la forma en que lo había obtenido debía eliminarse. Ya se habían fundido ochenta estatuas de plata que durante la década anterior el obsequioso Senado le había concedido. En las conmemoraciones oficiales de su carrera, los años transcurridos entre Filipos y Accio no se mencionaban. Y, por supuesto, lo más significativo de todo era que el propio nombre de «Octaviano» iba a quedar enterrado en el olvido. César Augusto se daba perfecta cuenta de lo importante que era ir renovando la marca.

Y lo comprendía porque comprendía a los propios romanos.

Augusto había compartido sus sueños y deseos más profundos. Después de todo, eso era lo que le había permitido conquistar el mundo. Como el último y el más grande de los hombres fuertes de la República había sabido reconocer, con el ojo clínico y despiadado de un patólogo, la malignidad que corrompía los ideales más nobles de su ciudad y los había explotado a conciencia. «Lucha siempre con valor y sé superior a los demás», le había aconsejado Posidonio a Pompeyo, citando la impecable autoridad de Homero. Pero la edad de los héroes había quedado atrás, y el deseo de luchar con valor y ser superior a los demás podía conllevar la ruina de Roma. Lo que estaba en juego era tan importante, los recursos a disposición de los ambiciosos tan inmensos, y los métodos tan devastadores y letales que habían llevado la República y todo su imperio al borde de la aniquilación. Roma ya no era una polis de ciudadanos unidos por una serie de principios y obligaciones compartidos, sino que se había convertido en una anarquía de cazarrecompensas donde sólo podían sobrevivir los crueles y los fratricidas. Ése era el coto de caza al que se había lanzado Octaviano a los diecinueve años, y no había ninguna duda de que desde el primer momento su objetivo había sido hacerse con las riendas del Estado. Sin embargo, una vez lo logró, con sus rivales muertos o sometidos y su pueblo agotado, Octaviano tuvo que enfrentarse a una decisión trascendental. O bien seguía pisoteando las antiguas tradiciones de su ciudad y ejercía el poder sin tapujos, con la fuerza de su espada, como un caudillo a imagen de su padre o quizá como un dios al igual que Antonio, o bien optaba por reinventarse como el heredero de la tradición. Al convertirse en «Augusto», su elección estaba clara. No gobernaría contra la República, sino con ella. Les enseñaría a sus conciudadanos una antigua lección: que la ambición, cuando no se persigue en aras del bien común, corre el riesgo de ser un crimen. Y él, como «el mejor guardián del pueblo de Rómulo», 27 revitalizaría los ideales de la ciudadanía de forma que jamás volvieran a dejarse arrastrar por la ambición y degeneraran en la violencia y la guerra civil.

Todo ello constituía una gran hipocresía, por supuesto, pero al pueblo de Rómulo hacía tiempo que eso ya no podía importarle. Ahora los ciudadanos veían su destino como algo inexorable.

Qué es lo que el paso del tiempo, sediento de sangre, jamás arrastra consigo?

La generación de nuestros padres, peor que la de sus padres,

ha dado a luz a la nuestra, aún peor, y pronto

nosotros tendremos hijos aún más depravados. 28

Este pesimismo era fruto de algo más que el cansancio de la guerra. Las viejas certidumbres sobre qué representaba ser romano habían sido envenenadas, y un pueblo confuso y asustado desesperaba de los valores que antaño le unían: su honor, su amor por la gloria y su ardor militar. La libertad los había traicionado. La República había perdido su libertad, y aún peor, su propia alma. O al menos eso temían los romanos.

El reto -y la gran oportunidad- de Augusto era convencerlos de lo contrario. Si lo conseguía, las bases de su régimen serían seguras. Un ciudadano que no sólo devolvía la paz a sus conciudadanos, sino también sus costumbres, su pasado y su orgullo, sería, en verdad, merecedor del calificativo de «augusto». Pero eso no podía lograrse simplemente legislando, «pues ¿de qué sirven las vacías leyes sin tradiciones que las llenen de sentido?» 29 No bastaba con decretos para resucitar a la República. Sólo los romanos, si demostraban ser dignos de los esfuerzos de Augusto, podían lograrlo. Y en eso estribaba el genio y la grandeza de su estrategia. La nueva era podía formularse en los términos de un reto moral, como otros muchos a los que los romanos se habían enfrentado -y de los que habían salido triunfantes- en el pasado. Sin reclamar más autoridad que la debida en razón de sus éxitos y su prestigio, Augusto invitó a sus conciudadanos a compartir con él la heroica tarea de revitalizar la República. Los animó, en suma, a sentirse ciudadanos de nuevo.

Y, como de costumbre, el programa se financió con el oro de los derrotados. La realización de los sueños de Augusto se cimentaría, muy apropiadamente, sobre la ruina de Cleopatra. En el año 29 a. J.C., Octaviano había regresado a Roma desde Oriente con los legendarios tesoros de los Ptolomeo en sus naves, e inmediatamente había empezado a gastárselos. Adquirió enormes extensiones de terrenos, en Italia y en todas las provincias, con el fin de que Augusto jamás tuviera que repetir su crimen de juventud: instalar a sus veteranos en propiedades confiscadas. Aquello había causado incontables trastornos y un sufrimiento sin fin, y nada como eso había atentado tan brutalmente contra el ser de los romanos. Ahora Augusto se esforzó denodadamente para expiar esa ofensa, a un altísimo coste. «La garantía de los derechos de propiedad de todo ciudadano» se convirtió en un eslogan duradero del nuevo régimen, y una de las bases de su extendida popularidad. Para los romanos, la seguridad sobre la tenencia de sus tierras era un bien moral, tanto como social o económico. Todos los que se beneficiaron del restablecimiento del derecho lo vieron nada menos como el anuncio de una nueva época dorada: «El cultivo devuelto a los campos, el respeto a lo sagrado, el fin de las preocupaciones de la humanidad.» 30

Y, sin embargo, la era dorada impondría también deberes a los que la disfrutaran. A diferencia de la utopía descrita por Virgilio, no sería un paraíso libre de trabajo y peligros. Eso difícilmente produciría ciudadanos fuertes. Augusto no había invertido el tesoro de los Ptolomeo sólo para que sus compatriotas se pasaran el rato haraganeando como orientales afeminados. En lugar de eso, su fantasía era la misma que la de todos los anteriores reformadores de Roma: renovar las rudas virtudes del antiguo campesinado y hacer que la República retornara a sus valores básicos. Tocaba una fibra muy profunda, pues era la materia prima del mito romano: la nostalgia por un pasado venerado, sí, y al mismo tiempo un espíritu duro y desprovisto de sentimentalismo, el mismo que había forjado generaciones de ciudadanos endurecidos y llevado los estandartes de la República hasta los confines del mundo. «El trabajo agotador y las urgentes necesidades de la más dura pobreza, ¡eso puede conquistarlo todo!» 31 Eran líneas de Virgilio, que había escrito mientras Octaviano derrotaba a Cleopatra en Oriente, poniendo fin a las guerras civiles. No era una visión del paraíso indolente lo que ahora surgía, sino algo mucho más ambiguo, cargado de promesas, y para los romanos, mucho más valioso. En la República, el honor jamás había sido un objetivo en sí mismo, sino sólo un medio por el cual llegar a un horizonte infinito. Y, naturalmente, lo que era cierto para sus ciudadanos también valía para la propia ciudad de Roma. Su existencia había transcurrido entre la lucha y el desafío ante toda adversidad. Ése era el consuelo que la historia ofrecía a la generación que había vivido las guerras civiles. De la calamidad podía nacer la grandeza, y de los desposeídos podía surgir la renovación de la civilización.

Pues ¿qué era el propio César Augusto, después de todo, sino el heredero de un refugiado? Mucho antes de que hubiera existido una ciudad llamada Roma, el príncipe Eneas, nieto de Venus, antepasado del clan de los julio, había huido de Troya cuando a ésta la devoraba el fuego, y viajó con su reducida flota hacia Italia, cumpliendo la misión que Júpiter le había impuesto: construir un nuevo principio. El pueblo romano había surgido de la estirpe de Eneas y sus troyanos, y uno podía imaginarse que quedaba en sus almas algo de aquel viajero errante. El destino de los ciudadanos de la República no era conformarse con lo que tenían, sino tratar siempre de luchar y conseguir más, y eso proporcionaba a Augusto y a su misión un resplandor bendecido por la tradición.

En el principio de los romanos radicaba su fin. En el 29 a. J.C., el mismo año en el que Octaviano regresaba del este para promover su programa de regeneración, Virgilio empezó un poema sobre Eneas destinado a convertirse en la gran épica del pueblo romano, una exploración de sus raíces primordiales y de su historia reciente. Como espectros, los nombres famosos surgidos en el futuro acompañan la visión del héroe troyano: César Augusto, naturalmente, «hijo de un dios, que trae de vuelta la edad de oro», 32 pero también otros, como Catilina, «temblando frente a las furias», y Catón «concediendo leyes para los justos». 33 Cuando Eneas naufraga frente a la costa africana, olvida el deber que los dioses le han impuesto para el futuro de Roma y se abandona a sus coqueteos con Dido, la reina de Cartago, al lector le asalta lo que sabe de los descendientes de Troya, Julio César y Antonio, y Cartago se funde en un espejismo con Alejandría, y Dido con Cleopatra, la segunda reina terrible. Lo que ha sido y lo que ha de ser arrojan sus sombras, unas sobre las otras, uniéndose, mezclándose, separándose una y otra vez. Cuando Eneas remonta el Tíber, el ganado recorre el campo que después de mil años acogería el Foro de la Roma de Augusto.

Para los propios romanos, que seguían siendo conservadores pese a los altibajos de las repetidas guerras civiles, no había nada de sorprendente en la concepción de que la sombra del pasado podía superponerse al presente. Sin embargo, el logro excepcional de Augusto fue la brillantez con la que supo colonizar ambos territorios. Su afirmación de que les devolvería su grandeza moral perdida despertaba en los romanos una honda imaginería y una sensibilidad que en su expresión más profunda pudo inspirar a Virgilio y hacer de su paisaje mental, de nuevo, un lugar sagrado y evocador de mitos. Pero estos anhelos también servían a un objetivo que respondía a un programa más concreto. Por ejemplo, animaba a los veteranos a permanecer en sus granjas y no emigrar interminablemente hacia Roma; los ayudaba a estar satisfechos con su suerte, mientras sus herrumbrosas espadas reposaban en la buhardilla de sus graneros. Y cubrían las vastas extensiones del campo que siguieron en manos de la industria agrícola, cultivadas por hileras de esclavos encadenados, con un velo tejido de fantasía.

¿Qué es la felicidad? Escapar de la carrera de ratas,

como las antiguas estirpes de los hombres,

labrando campos ancestrales con tu cuadrilla de bueyes,

evitar el horror de las deudas,

sin ser soldado, cuya sangre salta con la feroz trompeta,

ni temblar frente al mar airado. 34

Horacio, el amigo de Virgilio, escribió estos versos con delicada ironía, pues era perfectamente consciente de que su visión de la buena vida tenía poco que ver con las realidades de la existencia en el campo. Y no obstante, no por ello dejaba de ser una preciada visión. Horacio había luchado en el bando perdedor de ambas guerras civiles y huyó sin gloria de Filipos para volver a Italia y descubrir que la granja de su padre había sido confiscada. Al igual que sus lealtades políticas, sus sueños de una villa modesta y de una vida en comunión con la tierra eran fruto de la nostalgia, por mucho que los expresara en tono burlón. Augusto jamás guardó rencor a Horacio por sus indiscreciones juveniles y le ofreció al poeta su amistad, de paso invirtiendo en sus sueños. Mientras el nuevo régimen se dedicaba a parcelar las grandes propiedades de los partidarios de Antonio y repartirlas entre los suyos propios, también subvencionaba una idílica existencia para Horacio fuera de Roma, con un jardín, un riachuelo y un bosque incluidos en el lote. El propio Horacio era demasiado sutil e independiente como para convertirse en propagandista del régimen, pero no era propaganda pura y dura lo que Augusto quería de él, ni tampoco de Virgilio. Durante generaciones, los ciudadanos más destacados de Roma habían sufrido la tortura de tener que escoger entre sus intereses personales y la tradición. Gracias a su genio para la cuadratura del círculo, Augusto sencillamente se convirtió en el señor de ambos territorios.

Y pudo hacerlo porque, como cualquier estrella de primera categoría, tenía la opción de escoger sus papeles. Eso sí, no podía saberse la realidad, pues Augusto no tenía ningunas ganas de terminar asesinado en el suelo del Senado. En lugar de eso y gracias a la servicial colaboración de sus conciudadanos, que se resistían a mirar la verdad a la cara, se envolvió en las togas extraídas del cofre de la República, rechazando cualquier magistratura que no estuviera aprobada por el pasado, y a menudo negándose a aceptarlas en absoluto. Lo que contaba no era el cargo, sino la autoridad: esa misteriosa cualidad que había dado a Cátulo o a Catón su prestigio. «En todas las cualidades que conforman al hombre -había reconocido una vez Cicerón-, M. Catón era el primer ciudadano.» 35 «Primer ciudadano», es decir, princeps: Augusto se ocupó de dejar bien claro que no existía un título que le enorgulleciera más que este. El hijo de julio César también terminaría considerado como el heredero de Catón.

Y logró que su gran proyecto funcionase. No es de extrañar que Augusto alardeara de su habilidad actoral. Sólo un hombre dotado con el supremo talento del disimulo podría haber interpretado papeles tan diversos de forma tan sutil, y con tanto éxito. En su sello, el princeps ostentaba la imagen de una esfinge, y al igual que ésta a lo largo de toda su carrera representó un acertijo para sus conciudadanos. Los romanos estaban acostumbrados a los ciudadanos que se jactaban del poder, que se regodeaban en el resplandor y el glamour de su grandeza, pero Augusto era distinto. Cuanto más apretaba con su puño las riendas del Estado, menos gala hacía de ello. Por supuesto, la paradoja siempre había teñido la República, y durante sus escarceos con ella, Augusto adoptó, como un camaleón, la misma propiedad. Las ambigüedades y las sutilezas de la vida pública, sus ambivalencias y tensiones, todas terminaron fundiéndose en el enigma de su propio carácter y del papel que desempeñaba. Era como si en una paradoja final y sublime hubiera terminado siendo la misma República.

Durante su última enfermedad, cuando ya era un venerable anciano de setenta y cinco años, Augusto les preguntó a sus amigos si había interpretado adecuadamente su papel en «la pantomima de la vida». 36 Que hubiera logrado aferrarse al poder supremo durante más de cuarenta años, y que en ese tiempo tanto Roma como el resto del mundo habían vivido libres de la guerra civil; que jamás hubiera reclamado ningún rango especial para él que no fuera aprobado por ley; que sus legiones no estuvieran destacadas cerca de él, sino muy lejos, entre bosques y desiertos, en las fronteras bárbaras, y finalmente, que su muerte no llegara fruto de las heridas de un puñal, ni abrazado a la base de una estatua, sino pacíficamente en su propia cama: era una necrológica deslumbrante para cualquier ciudadano. Sí, podía decirse que Augusto había sabido montar un buen espectáculo. Después de todo, se había convertido en la única estrella de la ciudad.

Murió finalmente en el verano del 14 a. J.C. en Nola, la misma ciudad desde la que Sila había partido un siglo antes en su aciaga marcha contra Roma. Escoltado de vuelta a la capital por senadores, transportado de noche para evitar la putrefacción, el cadáver de Augusto fue incinerado, como el de Sila, en una gran pira en el Campo de Marte. El viejo dictador, si su fantasma aún vagaba por la pradera, habría hallado un escenario muy distinto del que había conocido en vida. Retiradas con reverencia de la pira humeante, las cenizas de César Augusto descansaron en su mausoleo, una tumba tan enorme que había sido construida con su propio parque público incluido: se decía que tanto su escala como su forma circular estaban inspiradas en la tumba de Alejandro Magno. El Campo de Marte, que una vez había sido el campo de entrenamiento de la juventud romana, era ahora una amplia demostración de las virtudes del princeps. De su magnanimidad, pues en el sur aún podía verse el teatro de Pompeyo, el nombre y los trofeos del enemigo de César preservados por la gracia del hijo de César. De su benevolencia, porque donde una vez los ciudadanos de la República se reunieron para practicar con sus armas y para ir a la guerra se erguía un altar de la Paz. Y también de su generosidad, pues se extendían más allá del teatro de Pompeyo toda una milla de brillantes pórticos, que desde el final de las obras en el 26 a. J.C. se habían convertido en el centro de ocio más frecuentado, y donde Augusto había organizado algunos de los espectáculos más espléndidos que la ciudad había visto jamás. Oficialmente, era la sala de votaciones, el Ovile, que por un extravagante ascenso de calidad había visto transformados los antiguos corrales de madera en mármol. Pero raramente se utilizaba para votar. En vez de eso, en el lugar donde los romanos se habían reunido para elegir a sus magistrados, ahora luchaban los gladiadores, y se exhibían al público extraños monstruos, como serpientes gigantes de casi noventa pies de longitud. Y si no había espectáculos, los ciudadanos siempre tenían la alternativa de recorrer las tiendas de lujo.

La República llevaba muerta mucho tiempo, pero ahora, además, estaba pasando de moda. «La simplicidad desaliñada es la noticia de ayer. Roma está hecha de oro y acuña todas las riquezas del globo conquistado.» 37 La grandeza quizá había costado la libertad de los romanos, pero les había entregado el mundo a cambio. Bajo el mandato de Augusto, sus legiones siguieron desplegando todas las antiguas cualidades marciales, como extender las fronteras del imperio y masacrar a los bárbaros, pero para el consumidor urbano del Campo de Marte, todo eso no era más que ruido de fondo. La guerra ya no molestaba sus reflexiones, ni tampoco la moralidad, ni el deber, ni el pasado. Ni siquiera las advertencias de los cielos. «De las predicciones -escribía un historiador contemporáneo con perplejidad-, ya no se habla ni se registra nada hoy en día.» 38 Pero había una explicación automática para esto: los dioses, al ver el panorama de ocio y de placer en el que se había convertido Roma, claramente habían decidido que ya no les quedaba nada que añadir.

«El fruto de la libertad excesiva es la esclavitud», 39 constituyó el triste juicio de Cicerón. ¿Quién podía negar que su propia generación, la última que vivió bajo una República libre, no lo había confirmado? ¿Y cuál sería el fruto de la esclavitud? La respuesta a esta pregunta pertenecía a una nueva era y a una nueva generación.