2. La maldición de la Sibila
Saqueador de ciudades
Mucho antes del asesinato de los Graco y de sus seguidores, la Sibila lo había predicho todo. Los romanos se volverían contra los romanos. Pero según las predicciones de la Sibila, la violencia no se confinaría a meros altercados en la capital. Su visión del futuro era mucho más sombría, mucho más apocalíptica: «No invasores extranjeros, Italia, sino tus propios hijos te violarán, una brutal e interminable violación en grupo, castigándote, famoso país, por tus muchas depravaciones, dejándote postrada, tirada entre las ardientes cenizas. ¡Asesinada por ti misma! ¡Ya no la madre de hombres cabales, sino la nodriza de voraces bestias salvajes!» 1
No era el tipo de presagio que gustase a los supersticiosos romanos. Por fortuna para su paz de espíritu, estos versos en concreto no procedían de sus propios libros proféticos, que seguían encerrados donde siempre habían estado, protegidos de toda filtración, en el templo de Júpiter. Esta estremecedora predicción había comenzado a circular lejos de Roma, en los reinos del Mediterráneo oriental. Los romanos, al parecer, no habían sido el único pueblo que había recibido la visita de la Sibila. Puede que en Roma sus profecías se mantuviesen como un secreto bien guardado, pero aquellas que les había ofrecido a los griegos y a los judíos gozaban de amplia difusión. Muchas de ellas se referían claramente a la República: «Un imperio se alzará en el mar occidental, llevando la ruina y el terror a los reyes, saqueando oro y plata de ciudad tras ciudad.» 2 Puede que los romanos temieran a los prodigios, pero a ojos del mundo ellos mismos eran un prodigio. El más aterrador de todos, o así lo advertía la Sibila.
Tenía una visión sombría del ascenso a la grandeza de la República. Antiguas ciudades, grandes monarquías e imperios famosos serían barridos. La humanidad conocería un solo orden, una superpotencia reinaría suprema. Pero todo ello no llevaría el advenimiento de la paz universal. Ni mucho menos. En su lugar, el destino de los romanos sería ahogarse en su propia grandeza. «Se hundirán en un pantano de decadencia: los hombres dormirán con los hombres, y los niños serán prostituidos en los burdeles; surgirán disturbios civiles y todo caerá en la confusión y el desorden. El mundo se verá asolado por muchos males.» 3
Los estudiosos han datado estos versos alrededor del 140 a. J.C. Para entonces, la supremacía de Roma ya estaba bien establecida y no hacían falta los poderes de la auténtica Sibila para adivinarla. A diferencia de sus equivalentes en custodia de la República, los libros proféticos que circulaban en el oriente griego no daban a entender que el futuro pudiera cambiarse. Ante su visión de una serie de imperios sucediéndose unos a otros a lo largo de la historia, siendo Roma el más grande y funesto de todos ellos, los meros mortales eran tan sólo testigos impotentes. No es sorprendente que los poetas que se escondían tras el seudónimo de la Sibila, cuando afirmaban escrutar el futuro, vieran a la República como una madre de «bestias voraces» a la que sus propios hijos hacían pedazos. Era una profecía que surgía a partes iguales del deseo y de la desesperación, de una incapacidad de imaginar otra manera en la que se pudiera detener al gigante romano. «Traerán desesperación a la humanidad, y entonces, una vez que hayan sucumbido a su salvajismo y orgullo, el destino de esos hombres será, en verdad, terrible.» 4
En la década del 140 a. J.C. no quedaba duda de a qué se estaba refiriendo la Sibila cuando hablaba del salvajismo y el orgullo de los romanos. Ésta era la década en que su poder quedó demostrado ante el mundo mediante un hecho brutal. La devastación amenazaba al Mediterráneo. Primero, la República decidió concluir una tarea que había dejado inacabada y terminar con la espectral supervivencia de Cartago. Incluso en la misma Roma hubo algunos que no aprobaron esta acción. Muchos afirmaban que la República necesitaba un rival que fuera digno de ese nombre. Sin rivalidad, exigían saber cómo podría mantenerse la grandeza de Roma. Tal pregunta, por supuesto, sólo podía formularse en un estado en el que se creía que la competencia despiadada era el fundamento de toda virtud cívica. Pero, como es lógico, la mayoría de los ciudadanos no medía a Cartago según los principios romanos. Durante más de un siglo habían demonizado a los cartagineses por su crueldad y su impiedad. La mayoría de los ciudadanos se preguntaban por qué tenían que aplicar los valores de la vida romana para proteger a un enemigo de esa calaña. Una votación confirmó el deseo de empujar a Cartago a la guerra. Al ponerse como objetivo la completa destrucción del enemigo, la República desveló la consecuencia lógica de sus ideales de éxito. Ahora que, en una guerra con no romanos, la brutalidad del deseo de prevalecer no estaba atemperada por el compañerismo o el sentido del deber, el mundo descubrió hasta qué extremo podía llegar el deseo de los romanos de ser los mejores.
En el 149, los desventurados cartagineses recibieron la vengativa orden de abandonar su ciudad. Antes que ceder a tal demanda, se prepararon a defender hasta la muerte sus casas y sus lugares sagrados. Esto, por supuesto, era precisamente lo que los halcones de la política romana esperaban que hicieran. Las legiones avanzaron a degüello. Durante tres años, los cartagineses resistieron a pesar de la abrumadora superioridad del enemigo y, en las últimas etapas del asedio, contra la dirección militar del mejor soldado de Roma, Escipión Emiliano. Al fin, en el 146, la ciudad fue tomada al asalto, despojada de todos sus tesoros e incendiada. El infierno duró diecisiete días. Sobre las arrasadas y humeantes ruinas, los romanos decretaron un edicto según el cual, bajo pena de muerte, se prohibía que nadie volviera a edificar en aquel lugar. Setecientos años de historia habían sido barridos para siempre. *
Mientras, por si acaso todavía alguien no había entendido la moraleja, un ejército romano se pasó la misma primavera del 146 restregándosela por las narices a los griegos. Ese invierno, un grupo de ciudades del sur de Grecia había intentado perturbar el equilibrio de poder que Roma había establecido en el área. Era un crimen de lesa majestad que no podía quedar sin castigo. En una guerra que acabó casi antes de empezar, los romanos aplastaron a un ejército griego como si fuera una avispa molesta y redujeron la antigua ciudad de Corinto a un montón de ruinas humeantes. Puesto que Corinto era famosa desde antaño por dos cosas -la calidad de sus prostitutas y el esplendor de su arte-, los romanos se lanzaron con entusiasmo al saqueo de la ciudad. Tras la masacre de los ciudadanos, sus mujeres fueron hechas esclavas, mientras en los muelles del puerto los soldados se jugaban a los dados cuadros de valor incalculable. A su alrededor se apilaban montones de esculturas, listas para ser subastadas en lotes o para ser transportadas de nuevo a Roma.
La destrucción de no una, sino dos de las más importantes ciudades del Mediterráneo fue un sobrecogedor ultraje. No es sorprendente que, ante la magnitud del desastre, la Sibila imaginase una terrible maldición sobre Roma, una maldición nacida del humo de los lugares hermanados en la aniquilación. Incluso los propios romanos se sintieron incómodos. Ya no podían pretender que conquistaban el mundo en defensa propia. Los recuerdos del saqueo de Corinto volvían una y otra vez para avergonzarlos. La culpa respecto a Cartago, no obstante, los conmovía todavía más. Se decía que Escipión, mientras miraba cómo las llamas se elevaban desde las derruidas murallas de la gran ciudad, había llorado. En la destrucción del más mortal enemigo de Roma podía ver, igual que la Sibila, el funesto poder del destino. En el momento en que la supremacía de la República se afirmaba con la mayor contundencia, cuando no existía ni un solo enemigo que pudiera soñar con oponérsele, cuando el botín del mundo entero parecía esperar sólo a que la República quisiera tomarlo, Escipión imaginó su ruina. A su mente acudieron unos versos de Homero.
Llegará el día de la destrucción de la sagrada Troya,
y la masacre de Príamo y su pueblo. 5
Pero Escipión, a diferencia de la Sibila, no dijo lo que imaginaba que traería la muerte y la destrucción a la República.
Ahogado en oro
Antes de los cataclismos del 146 había cierta confusión entre los griegos sobre la definición exacta de «libertad». ¿Qué querían decir los romanos cuando se presentaban como sus garantes? Uno nunca podía estar seguro con los bárbaros, por supuesto: su dominio de la semántica era tan deplorable… Fuera como fuera, no hacía falta ser filósofo para saber que las palabras podían ser escurridizas y peligrosas según quién las pronunciase. Y así se había demostrado. La interpretación que los romanos y los griegos hacían de la palabra «libertad» era muy distinta. Para los romanos, que tendían a ver a los griegos como niños revoltosos que necesitaban la mano dura de un pater familias, «libertad» significaba una oportunidad para que las ciudades estado se rigieran por las leyes dispuestas por los comisionados romanos. Para los griegos, «libertad» quería decir la oportunidad de luchar entre ellos. Era esta incompatibilidad de puntos de vista la que había conducido directamente a la tragedia de la destrucción de Corinto.
Tras el año 146 ya no tenía sentido discutir sobre el lenguaje diplomático. Los tratados de amistad que regían las relaciones entre la República y sus aliados quedaban ahora brutalmente definidos. Le concedían a la República toda la libertad de acción que desease, y a sus aliados, ninguna. Si se permitía a las ciudades griegas conservar cierta autoridad nominal era sólo porque Roma deseaba tener los beneficios de un imperio sin tener que molestarse en administrarlo. Amedrentados y serviles, países que estaban muy lejos de las costas de Grecia redoblaron sus esfuerzos por averiguar las verdaderas intenciones de Roma. En las monarquías orientales, una serie de reyes saltaban como perritos falderos cada vez que Roma chasqueaba los dedos, perfectamente conscientes de que incluso la más leve señal de independencia podría dar como resultado la destrucción de sus elefantes de guerra o el súbito ascenso de uno de sus rivales al trono. Fue el último rey de Pérgamo, una ciudad griega que controlaba la mayor parte de lo que hoy es Turquía, el que llevó el resultante espíritu de colaboracionismo a sus últimas consecuencias. En el 133, en su testamento, le legó su reino entero a la República.
Fue el legado más espectacular de la historia. Pérgamo era legendaria por el esplendor pantagruélico de sus monumentos y por la riqueza de sus ciudades vasallas. Ofrecía la perspectiva de tesoros que iban más allá de los más avariciosos sueños romanos. Pero ¿qué debía hacerse con ese legado? La decisión recaía en el Senado, una asamblea de unos trescientos, los más grandes y mejores de Roma, reconocida generalmente -incluso por aquellos que no formaban parte de ella- como la conciencia y la inteligencia que guiaba a la República. La pertenencia a esta élite no la determinaba el nacimiento, sino los logros que uno había conseguido y la reputación que se había granjeado, y, a no ser que tuviera algún tremendo borrón en su mandato, se daba por supuesto que cualquier ciudadano que hubiera detentado un alto cargo entraría en el Senado. Ello confería a las deliberaciones del Senado un inmenso peso moral, y, aunque sus decretos nunca tuvieron técnicamente fuerza de ley, sólo un magistrado muy valiente -o muy insensato- optaría por ignorarlos. ¿Qué era la República sino una sociedad entre el Senado y el pueblo -«Senatus Populusque Romanus», como rezaba la consigna-? Por todas partes, estampada en las monedas más pequeñas, inscrita en los frontones de los más grandes templos, podía verse la abreviatura de esta frase, una expresión taquigráfica espléndida de la majestuosidad de la constitución romana: «SPQR».
Pero aun así, como en cualquier sociedad, siempre que se discute de dinero surgen tensiones. Las noticias de la inesperada adquisición de Pérgamo llegaron justo a tiempo para que ese aguerrido valedor del pueblo, Tiberio Graco, propusiera que las riquezas de ese generoso legado se utilizaran para financiar sus ambiciosas reformas. El pueblo, como es natural, estaba completamente de acuerdo. Pero no así la mayoría de los colegas senadores de Tiberio, que se opusieron frontalmente a la idea. En parte, por supuesto, les molestaba la demagogia de Tiberio y el hecho de que osara entrometerse en las prerrogativas del augusto Senado. Pero su oposición era mucho más que una mera rabieta. La perspectiva de heredar todo un reino chocaba con algunos principios que los romanos habían mantenido desde tiempos inmemoriales. Entre ellos se contaban la identificación del oro con la corrupción moral y una arraigada suspicacia contra los asiáticos. Los senadores, por supuesto, no iban ahora a alzar la voz para defender esos principios tradicionales y perderse su parte del pastel, pero había un motivo mucho más práctico por el que el legado de Pérgamo resultaba incómodo. Se creía que las provincias eran difíciles de gobernar. Había modos mucho más sutiles de subyugar a los extranjeros que someterlos al gobierno directo de Roma. La política preferida del Senado, puesta en práctica a lo largo y ancho de Oriente, había sido siempre mantener un delicado equilibrio entre la explotación y la retirada. Ahora existía el peligro de que ese equilibrio se viera mortalmente alterado.
Así pues, el Senado, inicialmente, a parte de su connivencia en el asesinato de Tiberio, no hizo nada. Sólo cuando el colapso del reino en la anarquía amenazó a la estabilidad de la región entera, se envió por fin un ejército a Pérgamo, e incluso entonces fue necesaria una desganada campaña de varios años antes de que se pudiera dominar a los nuevos súbditos de la República. E incluso así, el Senado se abstuvo de establecer la primera provincia de Roma en Asia. En lugar de ello se esmeró para que los comisionados enviados a dirigir el reino respetasen las leyes de los reyes a los que estaban sustituyendo. Como siempre, los romanos se esforzaban por pretender que, en realidad, todo seguía siendo más o menos como siempre.
La clase gobernante que había guiado su ciudad a una posición de potencia mundial sin precedentes, que había puesto el Mediterráneo entero bajo su control efectivo y que había aniquilado a todo el que había osado oponérsele, se aferraba todavía a su característico aislacionismo. Por lo que concernía a los magistrados romanos, el extranjero seguía siendo lo que siempre había sido: un campo en el que ganar la gloria. Aunque no se hacían ascos al saqueo y el botín, el honor era aún la escala con la que se medía a hombres y ciudades. Aferrándose a este ideal, los miembros de la aristocracia romana permanecían fieles a las tradiciones de sus curtidos antepasados y, al mismo tiempo, podían regocijarse del inmenso alcance de su poder. Mientras los decadentes monarcas de Asia enviaran a sus embajadas arrastrándose para que captaran hasta el capricho más pequeño del Senado, mientras los nómadas del desierto de África refrenaran su salvajismo sólo con ver que el comandante de los legionarios fruncía el ceño, mientras los bárbaros de la Galia temieran desafiar el invencible poder de la República, Roma se sentía satisfecha. El respeto era el único tributo que exigía y necesitaba.
O al menos eso es lo que creía la élite senatorial, contenta con la riqueza y el estatus que ya poseía; pero los empresarios y los financieros, por no decir nada de la enorme masa de pobres, tenían ideas muy diferentes. Los romanos siempre habían pensado que el Oriente estaba lleno de oro. Ahora, con la colonización de Pérgamo surgía la oportunidad de comenzar a saquearlo de forma sistemática. Irónicamente, fue la insistencia del Senado en que se mantuvieran las formas de gobierno tradicionales de Pérgamo lo que allanó el camino al expolio. Gobernar, para los reyes de Pérgamo, había significado poner impuestos a sus súbditos por todo aquello que pudieran. Era un ejemplo del que los romanos tenían mucho que aprender. Aunque la República siempre había mantenido que la guerra era un negocio que tenía que dar beneficios, este beneficio para los romanos se refería fundamentalmente al botín de los saqueos. En el bárbaro Occidente, era verdad, los romanos habían instaurado los impuestos tras la conquista, pero sólo porque de haberlo hecho de otra manera, no hubiera sido posible construir ningún tipo de administración. En Oriente ya existía la administración antes de Roma. Por este motivo parecía más sencillo, y mucho menos farragoso, practicar el saqueo salvaje, para después llenar las arcas con una indemnización o dos.
Pérgamo, sin embargo, demostró que sí se podía gestionar de forma efectiva el cobro de impuestos y que, de hecho, era una oportunidad asombrosa de conseguir beneficios, y de un modo relativamente sencillo. Pronto los funcionarios que se enviaron para administrar el reino comenzaron a malversar fondos a manos llenas. Empezaron a llegar a Roma extravagantes rumores de sus actividades. Se extendió la indignación: Pérgamo era propiedad del pueblo romano, y si allí se podía ganar dinero, el pueblo romano exigía su parte. El portavoz de este resentimiento popular no fue otro que Cayo Graco, que había sucedido en el tribunado a su hermano asesinado y que estaba tan ansioso por meter mano en la bonanza de Pérgamo como lo había estado su hermano Tiberio. Él también proponía ambiciosas reformas sociales y necesitaba dinero rápido para financiarlas. Y así fue como en el 123, tras una década de disturbios, Cayo Graco logró aprobar una trascendental ley. Según sus disposiciones, se sometería por fin a Pérgamo a impuestos organizados. Se había quitado de una vez y para siempre la tapa al tarro de miel. 6
El nuevo régimen impositivo era pragmático y cínico a partes iguales y funcionaba fomentando la codicia. Puesto que carecía de las grandes burocracias que los monarcas orientales tenían a su disposición para exprimir a sus súbditos, la República recurrió al sector privado para que aportara la necesaria experiencia recaudatoria. Se subastaron públicamente los contratos de recaudación de impuestos, y aquellos que los ganaban avanzaban al Estado el total del impuesto que debían recaudar. Puesto que las sumas exigidas por las concesiones eran astronómicas, sólo los muy ricos podían permitirse pagarlas, e incluso ellos no podían hacerlo como contratistas individuales. Era habitual que se asociaran y crearan empresas que luego administraban, como correspondía a inversiones financieras de tan alto nivel, con sumo cuidado. Estas empresas emitían acciones, celebraban juntas generales y elegían directores que lideraran el consejo de administración. En la provincia, la empresa contrataba a soldados, marineros y carteros, además del personal encargado de la recaudación. El nombre que se les daba a los empresarios que dirigían estos cárteles, publicani, evocaba su función como agentes del Estado, pero no había nada de espíritu público en los servicios que realizaban. El beneficio lo era todo, y cuanto más obsceno fuera, mejor. Su objetivo no era sólo recaudar el tributo oficial que se le debía al Estado, sino también forzar a los provincianos a pagar un extra por el privilegio de ser desplumados. Si era necesario, se completaba la coacción con un poco de experiencia comercial. Se le podían ofrecer al deudor préstamos a un interés ruinoso, y después, una vez se le había arrebatado cuanto poseía, se le esclavizaba. En la lejana Roma, ¿qué les importaba a los accionistas de las grandes corporaciones el sufrimiento que imponían a los extranjeros? Ya no se saqueaban las ciudades, ahora se las desangraba hasta agotarlas.
Al menos aparentemente, los súbditos romanos tenían algún recurso contra la depredación a que los sometían sus torturadores. Puede que se hubiera privatizado la recaudación de impuestos, pero la administración de la provincia permanecía en manos de la élite senatorial: la clase que más fiel se mantenía a los ideales de la República. Estos ideales obligaban a los gobernadores a proporcionar a sus súbditos paz y justicia. En realidad, los sobornos que se ofrecían a estos gobernadores eran tan enormes que incluso los principios más severos acostumbraban a disolverse y convertirse en polvo. Hablar de la probidad de los romanos pronto se convirtió en un chiste de mal gusto. Para los desventurados provincianos no había demasiada diferencia entre los publicani y los senadores que enviaban para gobernarlos. Ambos escarbaban con sus sucios hocicos en busca del botín.
La violación de Pérgamo fue un espectáculo de descarada avaricia. El gran alcance del poder de la República, ganado en defensa del honor de Roma, se reveló como una excusa para hacer dinero. Se produjo una fiebre del oro que pronto se convirtió en una estampida. Las autopistas que se construyeron como instrumentos de guerra ahora servían para que el recaudador llegara más rápido a su víctima; los cascos de los animales de carga, casi hundidos por el peso de los tributos, resonaban contra las piedras de las carreteras mientras seguían a las legiones. A lo largo de todo el Mediterráneo, que estaba convirtiéndose cada vez más en un lago romano, embarcaciones navegaban hacia Italia cargadas con los frutos de la extorsión colonial. Las arterias del imperio se reforzaban con el oro, y cuanto más fuertes se hacían, más oro exprimía Roma.
Conforme Roma afianzaba su dominio, la misma apariencia física de sus provincias comenzó a cambiar, como si dedos gigantes estuvieran clavándose profundamente en el paisaje. En Oriente se saqueaban las grandes ciudades en busca de tesoros, pero en Occidente se saqueaba la tierra. Se extendió la minería en una escala que no volvería a verse hasta la revolución industrial. En ningún lugar fue esa devastación más espectacular que en España. Testigo tras testigo aportaron asombrados testimonios sobre lo que habían visto. Incluso en la lejana Judea, la gente «había oído lo que los romanos habían hecho en la tierra de España para llevarse la plata y el oro que allí se hallaba». 7
Las minas que Roma arrebató a Cartago más de un siglo atrás se entregaron a los publicani, que empezaron a explotarlas con su estilo habitual. Una sola red de túneles podía extenderse a lo largo de más de 250 kilómetros cuadrados y emplear hasta cuarenta mil esclavos, que trabajaban en una verdadera muerte en vida. Sobre el paisaje, tan lleno de agujeros que parecía atacado de viruela, siempre se elevaba una cortina de humo que salía de las fundiciones a través de chimeneas gigantes, un humo tan cargado de agentes químicos que quemaba sobre la piel desnuda y la volvía blanca, tan tóxico que los pájaros que intentaban cruzar sus columnas morían inmediatamente. El poder romano se expandía, y a poca distancia de su vanguardia se veían las nubes de gas.
Al principio hubo grandes partes de España que se consideraron demasiado lejanas o demasiado peligrosas como para explotarlas. Se pensaba que las habitaban tribus tan irremisiblemente salvajes que creían que el bandidaje era una profesión honorable y usaban orina para limpiarse los dientes. * Hacia los últimos años del siglo II a. J.C., sin embargo, toda la península excepto el norte estaba lista para ser explotada. ** Se cavaron enormes minas a lo largo del centro y suroeste de España. Las mediciones de la concentración de plomo en el hielo de los glaciares de Groenlandia, que indican un asombroso incremento durante este período, nos demuestran el enorme volumen de gases tóxicos emitidos a la atmósfera. 8 El mineral que se fundía era plata. Se ha estimado que por cada tonelada de plata extraída se tenían que procesar en la cantera diez mil toneladas de roca. Se ha estimado, asimismo, que hacia principios del siglo I a. J.C., la casa de la moneda romana usaba unas cincuenta toneladas de plata anuales. 9
Tanto en Asia como en España, la enorme escala de las operaciones llevadas a cabo fue posible por la connivencia de los sectores público y privado. Cada vez más, a cambio de proveer a los inversores de Roma con nativos dóciles, puertos decentes y buenas carreteras, las autoridades romanas en las provincias empezaron a aceptar sobornos. El resultado fue una corrupción peligrosísima, puesto que permanecía oculta. A pesar de que tomaban el dinero, los senadores fingían un altivo desdén hacia las finanzas. El desprecio al beneficio estaba plasmado en la ley: no se permitía que ningún publicanus entrara en el Senado, igual que no se permitía que ningún senador se dedicase a algo tan vulgar como el comercio exterior. Entre bastidores, sin embargo, esa legislación tenía poca aplicación práctica. Si acaso, al mostrar cuál era la mejor posibilidad de colaboración para el gobernador y el emprendedor, sólo servía para unirlos todavía más: se necesitaban mutuamente si es que querían acabar siendo ricos los dos. Como consecuencia, el gobierno romano comenzó a evolucionar hacia lo que quizá sea mejor describir como un complejo fiscal-militar. En los años que siguieron al legado de Pérgamo, los afanes de beneficio y de prestigio se confundieron todavía más. La política tradicional de aislacionismo se vio cada vez más amenazada. Y mientras tanto se explotaba más que nunca a los habitantes de las provincias.
No es que hubieran muerto todos los ideales de la República. Había algunos administradores tan horrorizados ante lo que sucedía que intentaron alzar la voz para ponerle fin. Era una política peligrosa, pues cada vez que los cárteles empresariales veían amenazados sus intereses intervenían con rapidez y contundencia. Su víctima más notoria fue Rutilio Rufo, un administrador de provincias, célebre por su honradez, que trató de defender a sus súbditos contra los recaudadores de impuestos y que, en el 92 a. J.C., fue llevado a juicio ante un jurado plagado de partidarios de los publicani. El gran capital había engrasado convenientemente los mecanismos del tribunal: el cargo -seleccionado con deliberado descaro- fue extorsión. Después de haber sido declarado culpable, Rufo, con idéntico descaro, seleccionó como destino de su exilio la mismísima provincia que se suponía que había saqueado. Allí le recibieron lanzándole pétalos de rosas y celebrando festivales en su honor.
La provincia era Asia, anteriormente conocida como el reino de Pérgamo, y todavía, cuarenta años después de integrarse en la República, la vaca lechera favorita de los romanos. Para los provincianos, la condena de Rufo debió de ser la gota que colmó el vaso, la prueba, si es que se necesitaban más pruebas, de que la avaricia romana no era capaz de contenerse a sí misma. Pero ¿qué podían hacer? Nadie se atrevía a levantar la voz. Las carbonizadas ruinas de Corinto eran un testimonio mudo de las consecuencias de emprender ese camino. Los griegos de Asia estaban asfixiados por los impuestos y la desesperación. ¿Acaso había alguna forma de sacarse de encima a la República, a sus rapaces financieros y a sus invencibles legiones?
Entonces, al fin, tres años después de la condena de Rufo, las autoridades provinciales fueron demasiado lejos en su ansia de dinero. Buscando ampliar sus actividades, los intereses empresariales romanos comenzaron a ojear codiciosamente el reino de Ponto, en la costa del mar Negro, en el norte de lo que hoy es Turquía. En el verano del 89, el comisionado romano en Asia, Manio Aquilio, se inventó una excusa para invadirlo. Antes que arriesgar las vidas de sus propios soldados en la lucha, prefirió que corriera con el riesgo uno de los reyes clientes de Roma. Supuso, con fatal complacencia, que cualquier secuela de tal provocación sería fácilmente contenible. Pero el rey de Ponto, Mitrídates, no era un oponente ordinario. Su biografía, cuidadosamente diseñada por un genio del marketing para que fuera un instrumento de florida propaganda, se leía como un cuento de hadas. Perseguido por su malvada madre cuando era un niño, el joven príncipe se había visto obligado a refugiarse en un bosque. Allí había vivido durante siete años, y había aprendido a correr más rápido que los ciervos y a luchar mejor que los leones. Temiendo que su madre todavía tratara de asesinarlo, Mitrídates se obsesionó por la toxicología y fue tomando pequeñas dosis de antídotos hasta que logró hacerse inmune a prácticamente todos los venenos. En fin, que no era el tipo de jo ven que deja que una minucia como la familia se interponga entre él y el trono. Regresó a su capital al mando de un ejército conquistador. Ordenó que asesinaran a su madre y luego, sólo por si acaso, también a su hermano y a su hermana. Más de veinte años después seguía tan sediento de poder y despiadado como siempre…, mucho más de lo que podía lidiar un reticente perro faldero romano. La invasión fue repelida con desprecio.
A continuación, sin embargo, vino un paso mucho más trascendental. Mitrídates tenía que decidir si atacaba o no a la propia Roma. No se podía tomar a la ligera una superpotencia, pero la guerra contra la República era un desafío para el que Mitrídates llevaba preparándose todo su reinado. Como cualquier déspota ambicioso, había trabajado duro para acrecentar sus capacidades ofensivas, y su ejército era nuevo y reluciente, literalmente, pues sus armas estaban decoradas con oro y sus armaduras con brillantes joyas. Pero aunque a Mitrídates le gustaba el espectáculo, tampoco desdeñaba las intrigas: viajando de incógnito por Asia había visto lo suficiente para convencerse de que los habitantes de la provincia odiaban a Roma. Esto, más que ninguna otra cosa, fue lo que le impulsó a dar el salto. Al avanzar sobre la provincia de Asia, descubrió que las guarniciones que la defendían eran escasas y estaban mal pertrechadas, y que las ciudades griegas lo jaleaban como salvador. En cuestión de semanas, el poder romano en la provincia se derrumbó y Mitrídates alcanzó la orilla del mar Egeo.
Un bárbaro matricida no era precisamente el tipo de campeón que los griegos hubieran preferido en condiciones normales. Pero era mejor un bárbaro matricida que los publicani. Ansiaban la libertad tan desesperadamente y odiaban a Roma de un modo tan visceral que los provincianos estaban dispuestos a cualquier cosa para librarse de sus opresores. Durante el verano del 88, ya libres del yugo romano, lo demostrarían con una horrorosa explosión de violencia. Para asegurarse de que la lealtad que le mostraban las ciudades griegas fuera irreversible, Mitrídates les escribió ordenándoles la masacre de todo romano e italiano que hubiera quedado en Asia. Los griegos cumplieron sus órdenes con un salvaje placer. La atrocidad fue todavía más terrible por el secreto con el que se preparó y por la perfecta coordinación de los ataques. Las víctimas fueron reunidas y masacradas por asesinos profesionales, cortadas a tajos mientras se aferraban a estatuas sagradas, o asaeteadas mientras intentaban huir nadando en el mar. Dejaron sus cuerpos para que se pudrieran fuera de las murallas de las ciudades. Se dice que en esa sola y atroz noche murieron ochenta mil hombres, mujeres y niños. 10
Como golpe a la economía romana, fue un ataque calculado y devastador, pero fue aún más demoledor para el prestigio de Roma. Mitrídates volvió a demostrar que era un maestro de la propaganda, pues resucitó las profecías de la Sibila y añadió otras tantas de su cosecha que tenían más que ver con él. El tema común de éstas era la aparición de un gran rey de Oriente, un instrumento de la venganza divina enviado para humillar a la arrogante y codiciosa superpotencia. El asesinato en masa de los empresarios fue tan sólo la forma que Mitrídates escogió para dar más dramatismo a sus argumentos. Todavía cuidó mucho más el efecto de la ejecución de Manio Aquilio, el comisionado romano que había provocado la guerra. El desventurado Aquilio se había puesto enfermo en el momento menos apropiado y fue capturado y arrastrado de vuelta a Pérgamo, encadenado durante todo el trayecto a un bárbaro de más de dos metros. Después de atarlo a un asno y de pasearlo frente a la jubilosa multitud, Mitrídates ordenó que se fundieran algunos objetos de oro. Cuando todo estuvo listo, obligaron a Aquilio a echar la cabeza hacia atrás, le forzaron a abrir la boca y le hicieron tragar el metal fundido. «Belicosos contra toda nación, pueblo y rey bajo el sol, a los romanos sólo los impulsa un motivo: la arraigada codicia de imperio y riquezas.» 11 Ése había sido el veredicto de Mitrídates sobre la República, y ahora, en la persona de su legado en Asia, se cobraba simbólica justicia. Manio Aquilio se ahogó en oro.
Una trompeta en el cielo
Cuando un barco cargado con las ganancias del imperio zarpaba hacia Italia, su destino más probable era el desnudo cono del Vesubio. Los marineros oteaban el horizonte en busca de la familiar silueta de cima plana del volcán, y, cuando la veían, elevaban una plegaria de agradecimiento a los dioses por haberles permitido regresar sanos y salvos de los peligros de su viaje. Frente a ellos estaba el final del trayecto. Al otro lado del reluciente azul celeste de la bahía, los marineros encontrarían ciudades a todo lo largo de la costa, pintorescos trozos de Grecia en la orilla italiana, plantados allí por colonos varios siglos atrás, pues la bahía de Nápoles siempre había sido un centro de negocios internacional. No es que esos puertos recibieran demasiados barcos en aquellos días. La misma Nápoles, por ejemplo, que disfrutaba tendida al sol, se ganaba la vida con un comercio muy distinto. Estaba sólo a dos días a caballo de Roma, y sus ancianas calles se habían comenzado a llenar recientemente de turistas que querían probar el modo de vida griego, ya fuera debatiendo sobre filosofía, quejándose a los doctores o enamorándose de una sagaz y culta prostituta. Mientras tanto, en el mar, los grandes barcos mercantes cruzaban el horizonte y pasaban de largo.
El puerto en el que hacían escala en estos tiempos estaba unos pocos kilómetros más allá. En Puteoli, los empresarios romanos hacía tiempo que habían eliminado todo rastro de pasado griego. Enormes bloques de hormigón albergaban embarcaciones que procedían de todo el Mediterráneo, cargadas de grano para alimentar el monstruoso apetito de Roma, y de esclavos con los que hacer funcionar sus empresas, pero también de curiosidades traídas de los más remotos dominios: esculturas y especies, cuadros y extrañas plantas. Sólo los más ricos podían permitirse esos lujos, por supuesto, pero había un creciente mercado para ellos en las villas que ahora salpicaban la costa a ambos lados de Puteoli, que eran el no va más en los trofeos de consumo. Como los más ricos de cualquier otro tiempo y lugar, la aristocracia romana quería que su lugar favorito para pasar las vacaciones siguiera siendo un sitio exclusivo, y para garantizarlo, comenzaron a comprarlo todo.
Emprendedores hábiles, y entre ellos especialmente un cultivador de ostras llamado Sergio Orata, alimentaron y mantuvieron ese boom inmobiliario durante la década de los noventa. Orata quería aprovecharse del insaciable apetito romano por el marisco, así que desarrolló el cultivo de ostras local a una escala que hasta entonces nadie habría podido tan siquiera soñar. Construyó canales y presas para regular las mareas del mar, y elevadas bóvedas sobre la boca del cercano lago Lucrino, que promocionó como el lugar en el que crecían las ostras más deliciosas del mundo. Sus contemporáneos quedaron tan impresionados por la magia de Orata que decían que, si se lo proponía, ese hombre podía hacer crecer ostras en el techo de su casa. Pero fue otra innovación técnica lo que garantizó la fama de Orata: después de haberse hecho con el mercado de las ostras, inventó la piscina con calefacción.
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Éste, al menos, parece ser el significado más plausible de una críptica expresión latina -balneae pensiles, literalmente, baños colgantes-. * Se nos dice que su invento necesitaba de la suspensión de grandes cantidades de agua caliente y que era maravillosamente relajante, propiedades que ayudaron a Orata a comercializarlo con tanto éxito como sus ostras. Pronto ninguna casa se consideraba completa a menos que tuviera instalado un «baño colgante». Por supuesto, era el mismo Orata quien se encargaba de ello: compraba villas, construía las piscinas y luego revendía las propiedades a un precio muchísimo mayor.
Toda esta especulación no tardó en hacer que la bahía de Nápoles fuera sinónimo de riqueza y de chic. El boom no quedó limitado a la costa. También en el interior, en antiguas ciudades como Capua, donde el olor de los perfumes flotaba pesado en las calles, o Nola, fiel aliada de los romanos desde hacía más de dos siglos, las marcas de la paz y la abundancia estaban por todas partes. Más allá de sus murallas, campos de manzanos y vides, se extendían olivares y flores silvestres hacia el Vesubio y el mar. Era la Campania, la joya de Italia, el patio de juegos de los ricos, fértil, próspera y lujosa.
Pero el boom no llegaba a todas partes. Más allá de Nola, los valles que se elevaban desde las tierras bajas conducían a un mundo muy distinto. En Samnium todo era montañoso y austero. Al igual que los recortados contornos del paisaje contrastaban salvajemente con las llanuras bajas, se diferenciaba el carácter de la gente que tenía que ganarse la vida trabajando aquel suelo rocoso y lleno de maleza. En Samnium no había ostras, ni piscinas con calefacción, sólo torpes campesinos con un cómico acento rural. Practicaban brujería, llevaban feos aros de hierro alrededor del cuello y, lo que era un escándalo, permitían que los barberos les afeitaran el pelo en público. Los romanos, huelga decirlo, los despreciaban.
Pero tampoco podían olvidar que aquellos salvajes habían sido los últimos italianos que les habían disputado el dominio de la península. A apenas quince kilómetros de Nola, en un paso montañoso conocido como las Horcas Caudinas, los samnitas habían infligido a los romanos una de las derrotas más humillantes de su historia. En el 321 a. J.C., un ejército entero se vio atrapado en el desfiladero y tuvo que rendirse. En lugar de masacrar a sus cautivos, los samnitas prefirieron arrancarles todo vestido menos las túnicas y hacerlos pasar por un yugo formado por lanzas, mientras los vencedores, con sus espléndidas armaduras, los contemplaban triunfantes. Al humillarlos de esta manera, sin embargo, los samnitas habían delatado una incomprensión de su enemigo que les resultaría fatal. La paz era intolerable para los romanos a no ser que fueran ellos quienes dictaran los términos. A pesar de las condiciones que se acordaron y se juraron, Roma no tardó en hallar la forma de romper el tratado y volver al ataque. Samnium fue conquistado según lo previsto. Se construyeron colonias en las cimas de remotas colinas, se abrieron carreteras sobre los valles y hasta el mismo agreste paisaje se domesticó. Para los que retozaban junto a una de las piscinas de Orata, la época en que los samnitas descendían de las montañas para asolar la Campania parecía historia antigua.
Pero de súbito, en el 91 a. J.C., sucedió lo imposible. Viejos agravios, nunca resueltos del todo, ardieron de nuevo, y la guerra prendió en las colinas samnitas. Los montañeses se alzaron en armas como si los largos años de ocupación jamás hubieran existido. Salieron en tromba de sus refugios e hicieron lo que sus antepasados siempre habían hecho: asolar las llanuras. Los romanos, que no tenían ni idea de la tempestad que se les venía encima, tenían apostada en la Campania una guarnición muy escasa que se demostró peligrosamente insuficiente. A todo lo largo de la bahía de Nápoles, hasta hacía poco tan indolente y pacífica, las ciudades cayeron ante los rebeldes como fruta madura: Sorrento, Estabia y Herculano. Pero el mayor premio de todos -por su posición estratégica- estaba más al interior: Nola. Tras un brevísimo asedio, la ciudad fue entregada a los samnitas por una traición interna. Se invitó a la guarnición a unirse a las fuerzas rebeldes, pero cuando su comandante y sus oficiales de alta graduación se negaron, se les dejó morir de hambre. Se reforzó y reaprovisionó la ciudad. Pronto Nola se convirtió en una plaza fuerte de la causa rebelde.
No era una causa exclusiva de los samnitas. La traición que había entregado Nola a los rebeldes no era, ni mucho menos, un incidente aislado: la ciudad de Pompeya, por ejemplo, sólo a unos pocos kilómetros de Nápoles siguiendo la ladera del Vesubio, había formado parte de la rebelión desde el principio. En otros lugares de Italia, tribus y ciudades cuyas anteriores campañas contra Roma pertenecían a una edad legendaria apenas recordada también tomaron las armas. Pero el foco de la rebelión, no obstante, se ubicaba a lo largo de la línea de los Apeninos, en territorio tan montañoso y retrasado como Samnium, donde los campesinos llevaban tiempo sometidos a la más abyecta pobreza. Fue esto lo que confirió a su irrupción en las urbanizadas tierras bajas su especial cualidad salvaje. Cuando los rebeldes capturaron Asculum, la primera ciudad que cayó ante ellos, asesinaron a todos los romanos que pudieron encontrar. Torturaron a las mujeres de aquellos que se negaron a unirse a ellos y les arrancaron la cabellera.
El registro de tales atrocidades puede que no sugiera nada más que barbarie vengativa y primitiva. Pero el odio de los campesinos no hubiera ido a ninguna parte si las oligarquías que regían los diversos estados italianos no hubieran tenido sus propios motivos para empujarlos a la rebelión. La costumbre de Roma había sido siempre sobornar y adular a las clases dirigentes de sus aliados. De hecho, el éxito de esta política era el factor clave que había asegurado la lealtad de los italianos en el pasado. Sin embargo, cada vez más, Roma había alienado a aquellos que disponían del poder crucial de influenciar a sus comunidades. Estos dirigentes tenían muchas razones para estar resentidos. La carga del servicio militar necesario para las guerras de Roma caía sobre sus hombros de una forma desproporcionada. Según la ley romana tenían un estatus inferior. Y lo que quizá era lo más enervante de todo: les habían abierto los ojos a un mundo de oportunidades y poder que sus antepasados no pudieron siquiera soñar. Los italianos no sólo habían ayudado a Roma a conquistar su imperio, sino que habían contribuido con entusiasmo a explotarlo. Allí donde las armas romanas abrían camino se podía dar por seguro que al poco las seguirían los empresarios italianos. En las provincias se garantizaba a los aliados italianos una serie de privilegios prácticamente idénticos a los de los ciudadanos romanos, y los desventurados provincianos apenas podían distinguir una clase de otra y las odiaban por igual como «Romaioi». Lejos de apaciguar a los italianos, sin embargo, la experiencia de vivir en el extranjero como raza dominante atizó su determinación de conseguir un estatus similar en sus tierras nativas. En una época en la que el poder romano se había universalizado es poco sorprendente que los limitados privilegios de autodeterminación que Roma les reconocía desde siempre a los políticos italianos les acabaran pareciendo muy poca cosa. ¿Qué era el derecho a decidir sobre una o dos disputas fronterizas locales comparado con el dominio del mundo?
Del mismo modo que los ocupados muelles de Puteoli o la sofisticación de las villas de recreo cercanas fueron símbolos de un mundo que se hacía cada vez más pequeño, también lo fue, a su propia manera, la revuelta italiana. Puede que la masa de sus ejércitos luchara en defensa de lealtades locales a las que se sentían de alguna manera vinculados, pero sus líderes no tenían ninguna intención de retornar a los parroquialismos de la vida antes de Roma. Lejos de tratar de liberar a sus comunidades del dominio centralista de un superestado, no imaginaban otra alternativa que no fuera crear otro superestado ellos mismos. Al principio de la guerra, los líderes rebeldes habían escogido Corfinium, en el corazón de Italia, como su nueva capital, «una ciudad que todos los italianos podrían compartir como sustituta de Roma». 12 Para que a nadie se le escapase el simbolismo de esta medida, tanto Corfinium como el nuevo estado en sí recibieron el nombre de «Italia». Se emitieron las correspondientes monedas y se dispuso un gobierno embrionario. Habría que esperar hasta el siglo xix, y hasta Garibaldi, para encontrar otro intento de crear un estado italiano independiente.
Pero si la imitación es la forma más sincera de adulación, entonces el establecimiento de Italia sugiere que para la gran mayoría de los líderes italianos, al menos, la rebelión contra Roma había sido un gesto menos de desafío que de frustrada admiración. Desde la constitución hasta el sistema monetario, todo lo copiaron de los romanos. Para los italianos, el desvencijado nuevo estado no fue desde el primer momento sino la segunda mejor opción, siendo la primera convertirse en ciudadanos de Roma. Incluso entre los soldados rasos, a los que la ciudadanía romana reportaba pocos beneficios, hay signos de que el resentimiento hacia la República se veía atemperado por una sensación de pertenencia a una comunidad. A principios de la guerra, tras la derrota del principal ejército romano en Italia central, los supervivientes se vieron forzados a una acción de resistencia desesperada contra hombres al menos tan bien armados y entrenados como ellos mismos. A lo largo de todo el verano del 90 a. J.C. libraron una sangrienta guerra de trincheras que hizo que el frente de los rebeldes retrocediera lentamente hasta que, cuando se acercaba el tiempo de la cosecha, y con él, el final de la temporada de campaña, se dispusieron a enfrentarse al enemigo una vez más. Pero cuando los dos ejércitos se pusieron frente a frente, los soldados de ambas partes comenzaron a reconocer a amigos, a llamarse unos a otros, y luego depusieron las armas. «La atmósfera de amenaza se desvaneció y se vio reemplazada por un ambiente festivo.» Mientras sus tropas confraternizaban, el comandante romano y su oponente se reunieron también, para discutir «la paz y el deseo italiano de acceder a la ciudadanía». 13
Las conversaciones, por supuesto, fracasaron. ¿Cómo concebir que un romano hiciera concesiones a un rival en un campo de batalla? De todas formas, el mero hecho de que las negociaciones hubieran tenido lugar sugería que ambas partes tenían motivos para lamentar el enfrentamiento. Era particularmente significativa la identidad del general romano. Cayo Mario era el soldado más famoso de la República. Aunque ahora tenía unos sesenta y tantos, y no montaba con tanta firmeza como solía, todavía era una estrella. Los rebeldes lo sabían y le admiraban. Muchos de ellos habían servido bajo su mando en alguna batalla. La imperiosa costumbre de Mario de conceder la ciudadanía a cohortes enteras de aliados italianos como recompensa por su excepcional valor se recordaba con agradecimiento. También lo era el hecho de que Mario ni siquiera había nacido en la ciudad de Roma: había crecido en Arpinum, una pequeña ciudad entre colinas a tres días de viaje desde la capital, famosa por su pobreza, por ser de difícil acceso y por poca cosa más. En tiempos primigenios había sido la plaza fuerte de una tribu que había luchado contra los romanos, pero a su derrota había seguido su asimilación y -finalmente- la ciudadanía. Este último paso, de todas formas, había tenido lugar poco más de un siglo antes de que los otros aliados italianos hubieran lanzado su propia apuesta desesperada por conseguir la ciudadanía, de forma que la carrera de un hombre como Mario, que se había elevado desde los inicios más humildes hasta las alturas más extraordinarias, no podía ser otra cosa que una inspiración para los rebeldes.
Y no sólo para los rebeldes. Había muchos romanos que veían con simpatía las exigencias de los italianos. Después de todo, ano había sido fundada Roma como una ciudad de inmigrantes? Las primeras mujeres romanas habían sido las sabinas, raptadas en tiempos de Rómulo, que se habían arrojado entre sus padres y sus nuevos maridos, rogándoles que no lucharan, sino que vivieran en paz como ciudadanos de un solo estado. Su súplica tuvo éxito, y los romanos y los sabinos se asentaron juntos en las siete colinas. La leyenda reflejaba el hecho de que nunca hubo una ciudad tan generosa con su ciudadanía como Roma. Siempre se había permitido que hombres con los pasados y procedencias más diversos se convirtieran en romanos y que participaran en los valores y creencias romanos. A su vez, por supuesto, no dejaba de ser una ironía que uno de esos principales valores y creencias fuera una actitud de inquebrantable desprecio hacia los no romanos.
Trágicamente, en los años que llevaron a la revolución italiana, las facciones a favor de la apertura o del exclusivismo se habían radicalizado peligrosamente. Para muchos parecía que mediaba un abismo entre conceder la ciudadanía a un individuo o comunidad ocasional y absorber a toda Italia. Los políticos romanos no tenían que ser necesariamente chovinistas y arrogantes, aunque muchos lo eran, para temer que su ciudad podía correr el peligro de ser engullida. ¿Cómo iban a enfrentarse las antiguas instituciones de Roma con la repentina absorción de millones de nuevos ciudadanos, esparcidos a lo largo y ancho de toda Italia? Para los conservadores, la amenaza parecía tan extrema que aplicaron también medios extremos para combatirla. Aprobaron leyes para expulsar a todos los no ciudadanos de Roma. Y, lo que era más preocupante, recurrieron cada vez más a menudo a la violencia contra los opositores políticos con propuestas distintas a las suyas. En el 91 a. J.C., se tuvo que abandonar, entre violentos disturbios y manifestaciones, una ley para absorber a los italianos, y su impulsor fue apuñalado en la penumbra del pórtico de su casa cuando se retiraba indignado. Nunca se encontró al asesino, pero los líderes italianos sabían perfectamente quién había sido. A los pocos días del asesinato comenzaron a preparar a sus montañeses para la guerra.
Cuando llegó a Roma noticia de las masacres y los cortes de cabellera en Asculum, las facciones rivales cuyas riñas habían precipitado la crisis quedaron conmocionadas y abandonaron sus diferencias para unirse ante el enemigo. Incluso aquellos más identificados con la causa de los italianos se aprestaron para la lucha. La terca determinación de la campaña de Mario tuvo una respuesta igual de terca y decidida cada vez que sus legiones se enfrentaron con sus antiguos aliados en un largo y arduo camino para reparar la desastrosa serie de derrotas romanas que habían marcado el inicio de la guerra. Para cuando Mario se sentó a negociar términos con sus adversarios italianos, la causa romana se había impuesto en el norte de Italia; unas pocas semanas más tarde, los rebeldes comenzaron a desmoronarse. La masacre de Asculum había sido el punto de partida de la revuelta, y fueron de nuevo noticias de Asculum las que permitieron a los romanos celebrar su primera victoria importante de la guerra. El general triunfador fue Cneo Pompeyo Estrabón, posiblemente el hombre más odiado de Roma, notorio tanto por lo turbio de su carácter como por el estrabismo que le había dado su apodo. Estrabón poseía grandes franjas de tierra en Picenum, en la costa este de Italia, y había quedado bloqueado allí desde el principio de la guerra. Con la llegada del otoño, poco dispuesto a pasar hambre todo el invierno, Estrabón lanzó dos expediciones de salida que cazaron al enemigo en un ataque en pinza. Los restos del ejército rebelde huyeron a Asculum, que Estrabón, completando el cambio de fortuna, había sitiado para rendirla por hambre.
Con la victoria cada vez más próxima, el Senado lanzó su propio ataque en pinza. Un ala del ataque consistía en acciones militares continuas más allá del fin de la temporada de campaña, hostigando a los insurgentes en toda Italia central, forzando a sus cada vez más desarticulados ejércitos a retirarse a las montañas en las que las nieves del invierno eran más abundantes. La segunda parte de la pinza la lideraron aquellos políticos que siempre habían estado a favor de conceder la ciudadanía a los italianos. Confiados en que el éxito militar permitía ahora a Roma ser generosa, lograron persuadir incluso a los más recalcitrantes conservadores de que, a largo plazo, no había otra alternativa que dar la ciudadanía a los aliados. Así pues, en octubre del 90 a. J.C. se propuso y aprobó una ley a tal efecto. Según sus artículos, las comunidades italianas que habían permanecido leales recibían la ciudadanía romana inmediatamente, mientras que a los rebeldes se les prometía a su debido tiempo si deponían las armas. Para muchos, la oferta era irresistible. Llegado el verano del 89, la mayor parte del norte y del centro de Italia estaba de nuevo en paz.
En Samnium, sin embargo, donde un odio antiguo alimentaba las llamas de la lucha, no se consiguió resolver el conflicto con tanta facilidad. Y fue en ese mismo momento, con la República exhausta y todavía ocupada con una guerra en su propio patio trasero, cuando comenzaron a llegar noticias muy preocupantes de Asia. Entre las aldeas samnitas de las cumbres de las montañas y las cosmopolitas ciudades del oriente griego, adornadas con monumentos de mármol y oro, había un universo entero de diferencias, pero el dominio romano había conseguido franquearlo. Ciertamente no habían faltado samnitas en las hordas de empresarios y recaudadores de impuestos italianos que habían vivido a lo grande a costa de Asia. Allí habían contribuido alegremente al mismo resentimiento contra Roma que en Samnium había impulsado a sus compatriotas a rebelarse. A pesar de la guerra en Italia, los romanos e italianos de Asia estaban demasiado ocupados desplumando a los provincianos como para preocuparse de luchar los unos contra los otros o, de hecho, de luchar contra nadie.
Y entonces llegó Mitrídates. Cuando, en e189, se hundió el dominio romano en Asia, las ondas de la conmoción se extendieron rápidamente por la economía del Mediterráneo. Italia se vio sumida en una desastrosa depresión. Irónicamente, los líderes rebeldes habían aprovechado los lazos comerciales de sus compatriotas con Oriente para rogarle a Mitrídates que se uniera a su revuelta, pero ahora que Mitrídates había aceptado por fin su invitación, descubrieron que eran precisamente los empresarios italianos los que más sufrían por lo que sucedía en Asia. En Roma, por el contrario, la perspectiva de una guerra contra Mitrídates se recibió con abierta satisfacción. Todo el mundo sabía que los orientales eran blandos y luchaban como mujeres. Y lo que era todavía más incitante, todo el mundo sabía que el motivo por el que los orientales eran tan blandos era porque eran obscenamente ricos. No debe sorprender que los aristócratas se relamieran los labios de placer.
Un hombre en concreto creía que el mando de la campaña era suyo por derecho. Hacía tiempo que Mario le había echado el ojo a una guerra con Mitrídates. Diez años antes había viajado a Asia y se había enfrentado al rey cara a cara, diciéndole con la brutalidad de un hombre que busca provocar una pelea que se hiciera más fuerte que Roma, o bien se dispusiera a obedecer sus órdenes. En esa ocasión, Mitrídates se tragó su orgullo y no entró al trapo en una guerra. De todas formas, puede que no fuera coincidencia que cuando al fin mordió el anzuelo y atacó, el hombre que le provocó fuera un aliado íntimo de Mario. Manio Aquilio, el comisionado que incitó a un rey títere de Roma a invadir el Ponto, había sido anteriormente delegado militar de Mario y su colega consular, y Mario, a su vez, había contribuido a asegurar que Aquilio fuera declarado inocente del cargo de extorsión. Los acontecimientos y las fuentes son oscuros, pero es posible que aquí radique la explicación a la actitud aparentemente descuidada de Aquilio hacia la seguridad de Roma en Oriente, en unos momentos en los que, en Italia, la ciudad se jugaba su supervivencia. Trataba de darle a su patrón su ansiada gloriosa guerra asiática. 14
Pero el plan -si es que existía- iba a tener consecuencias fatales: para Aquilio mismo, para Mario y para la República entera. A la plaga de la lucha de facciones que había infectado Roma durante décadas, asolando primero sus calles y luego a toda Italia, se iba a añadir una nueva y letal vertiente. Un mando en Oriente era un premio tan grande que nadie, ni siquiera Mario, podía darlo por hecho. Había otros, hambrientos y ambiciosos, que también lo querían. Pronto iba a quedar claro cuánto.
Ese otoño del 89 a. J.C., al mirar hacia el futuro, el pueblo romano se encontró presa de la paranoia colectiva. Una terrible guerra estaba en sus últimos episodios, pero la victoria no bastaba para acallar la sensación de que se trataba de un mal presagio. Parecía que una vez más los dioses hablaban a través de extraños signos sobre el destino de la República. Lo más tenebroso de todo fue una trompeta que se oyó sonar desde un cielo limpio y sin nubes. Tan desoladora fue su tonada que todos los que la oyeron casi enloquecieron de miedo. Los augures consultaron sus libros. Cuando lo hicieron, descubrieron, para su horror, que no había dudas sobre el significado de ese prodigio: se acercaba una gran convulsión en el orden de las cosas. Una edad se iba a acabar, y otra a inaugurar, en una revolución predestinada a consumir el mundo.