10. Guerra mundial
Guerra relámpago
En la Galia, contra los bárbaros, César prefería golpear rápida y contundentemente allí donde menos se le esperaba, sin que le importasen los riesgos que corría al hacerlo. Ahora, después de la apuesta más trascendental de su vida, pretendía desencadenar la misma estrategia sobre sus conciudadanos. En lugar de aguardar a que el grueso de sus legiones retornara de la Galia, que es lo que Pompeyo esperaba que hiciera, César decidió apostar por el terror y la sorpresa. Al otro lado del Rubicón no había nadie que se le opusiera. Sus agentes se habían ocupado de ablandar Italia a base de sobornos. En cuanto aparecía con sus tropas frente a las ciudades, éstas le abrían las puertas. Las grandes carreteras que conducían a Roma fueron capturadas con facilidad. Sin embargo, nadie salía desde la capital para pararle los pies. César continuó avanzando hacia el sur.
Las noticias de su guerra relámpago llegaron a Roma con las oleadas de refugiados, quienes, a su vez, provocaron que otra oleada de refugiados comenzara a abandonar la propia capital. Las invasiones desde el norte eran una de las pesadillas más ancestrales de la República. Cicerón, mientras seguía cada vez más horrorizado los informes del progreso de César, se preguntaba: «¿Es un general del pueblo romano de lo que estamos hablado, o es Aníbal?» 1 Pero también se habían despertado otros fantasmas de un período más reciente de la historia. Los granjeros que trabajaban sus tierras junto a la tumba de Mario dijeron que habían visto al adusto viejo general levantarse de su sepulcro; mientras, en el medio del Campo de Marte, donde se había consumido el cuerpo de Sila, se vio a su espectro entonando «profecías apocalípticas». 2 La fiebre guerrera, tan confiada y orgullosa hacía sólo unos días, desapareció de repente. Los senadores, a quienes Pompeyo había garantizado que la victoria sería un paseo, cayeron presa del pánico y comenzaron a calcular si sus nombres aparecerían en las listas de proscritos de César. El Senado se levantó y, como un solo hombre, asedió a su generalísimo. Un senador acusó abiertamente a Pompeyo de haber engañado a la República y de haberla abocado al desastre. Otro, Favonio, un íntimo amigo de Catón, se mofó de él diciendo que diera una patada al suelo e hiciera aparecer las legiones y la caballería que había prometido.
Pero Pompeyo ya había dado Roma por perdida. Emitió una orden de evacuación del Senado. Cualquiera que se quedara, advirtió Pompeyo, sería considerado un traidor. Con eso partió hacia el sur, dejando a la capital abandonada a su suerte. Su ultimátum convirtió en definitivo e irreparable el cisma de la República. Una guerra civil divide familias y amistades, pero la sociedad romana siempre había sido especialmente sutil en sus lealtades y despreciaba las divisiones hechas por la fuerza. Para muchos ciudadanos, elegir entre César y Pompeyo seguía siendo tan difícil como siempre. Para algunos, era una elección particularmente cruel, y precisamente por ello era en estos hombres en los que se posaban todas las miradas. ¿Qué iba a hacer, por ejemplo, Marco Junio Bruto? Honrado, cumplidor del deber e inteligente, tenía estrechos lazos con ambos rivales, lo que confería a su decisión un peso específico especial. ¿Por qué bando se decidiría al final Marco Bruto?
Tenía muchos motivos para unirse a César. Su madre, Servilia, había sido el gran amor de César y se rumoreaba que el propio Bruto podía ser hijo de ese amor. Fuera cual fuera la verdad, el padre legal de Bruto fue una de las muchas víctimas del joven Pompeyo durante la primera guerra civil, así que se creía que acabaría optando por el viejo amor de su madre antes que por el asesino del marido de ésta. Pero Pompeyo, al que una vez llamaron el «adolescente carnicero», era ahora el paladín de la República, y Bruto, siendo un intelectual de un honor y una probidad extraordinarios, no pudo abandonar la causa de la legitimidad. Puede que estuviera unido a César, pero todavía estaba más unido a Catón, que era a la vez su tío y su suegro. Bruto obedeció las órdenes de Pompeyo. Abandonó Roma. Pronto, tras una noche de dudas y nerviosismo, le siguió la mayoría del Senado. Sólo quedó una mínima representación. Nunca antes había estado la ciudad tan vacía de magistrados. Apenas había transcurrido una semana desde que César cruzara el Rubicón y el mundo ya estaba patas arriba.
Pompeyo, por supuesto, podía decir que había sólidas razones militares para abandonar la capital y, de hecho, así era. Pero fue un error trágico y fatal. La República no podía sobrevivir como una abstracción. Se nutría de la vitalidad de las calles y los espacios públicos de Roma, del humo que se elevaba desde los templos ennegrecidos por los siglos, del ritmo de las elecciones año tras año. Desarraigada, ¿cómo podía la República permanecer fiel a la voluntad de los dioses, y cómo iba a conocer los deseos del pueblo romano? Al abandonar la ciudad, el Senado se había apartado de todos aquellos -la gran mayoría- que no podían permitirse hacer el equipaje y abandonar sus casas. En consecuencia, traicionó el sentimiento de comunidad compartida que había vinculado hasta al más pobre de los ciudadanos con los ideales del Estado. Es lógico que los grandes nobles, al abandonar sus ancestrales mansiones, temieran a los saqueadores y la furia de los barrios bajos.
Quizá si la guerra resultaba tan corta como Pompeyo había prometido, nada de esto importara, pero cada vez estaba más claro que si alguien tenía alguna posibilidad de lograr una victoria relámpago, ése era César. Mientras Pompeyo se retiraba al sur a través de Italia, su perseguidor aceleraba el paso. Parecía que las dispersas legiones convocadas para la defensa de la República sufrirían el mismo destino que el ejército de Espartaco y serían arrinconadas en el talón de la península. Sólo una evacuación completa las podía salvar de esa calamidad. El Senado comenzó a plantearse lo impensable: reunirse en el extranjero. Las provincias ya habían sido distribuidas entre sus líderes clave: Sicilia para Catón, Siria para Metelo Escipión, España para el propio Pompeyo. De ahí en adelante parecía que los árbitros del destino de la República no iban a gobernar en la ciudad que les había otorgado su rango, sino como señores de la guerra entre distantes y siniestros bárbaros. Su poder quedaría sancionado única y exclusivamente por la fuerza. ¿En qué, entonces, eran distintos a César? ¿Cómo, ganase quien ganase, se iba a restaurar la República?
Esta pregunta atormentaba incluso a aquellos más identificados con la causa del establishment. Catón, contemplando los resultados de su mayor y más ruinosa apuesta, no contribuyó a levantar la moral de sus partidarios vistiéndose de luto y lamentándose ante las noticias de cualquier enfrentamiento militar, hubiera acabado en victoria o derrota. Los neutrales, por supuesto, carecían incluso del consuelo de saber que la República estaba siendo destruida por una buena causa. Cicerón, que había abandonado obedientemente Roma siguiendo las órdenes de Pompeyo, se encontró desorientado hasta rozar la histeria por su alejamiento de la capital. Durante semanas no hacía nada más que escribirle lastimosas cartas a Ático, preguntándole qué debería hacer, a dónde debería ir o a quién debería apoyar. Consideraba a los partidarios de César como una banda de asesinos y creía que Pompeyo era criminalmente incompetente. Cicerón no era un soldado, pero podía ver con claridad la catástrofe que había significado abandonar Roma, y le echaba a ese abandono la culpa de la ruina de todo aquello que le era querido, desde los precios de la propiedad hasta la propia República. «¡Ahora estamos vagando como mendigos con nuestras esposas y nuestros hijos, con todas nuestras esperanzas pendientes de un hombre que cae gravemente enfermo una vez al año y, sin embargo, no fuimos expulsados sino convocados fuera de nuestra ciudad!» 3 Siempre la misma angustia, el mismo resentimiento, nacido de la herida que nunca cicatrizaba. Cicerón ya sabía lo que sus colegas senadores comprenderían pronto: que un ciudadano en el exilio era a duras penas un ciudadano.
Y además, abandonada Roma, no había ningún otro lugar donde oponer resistencia. El único intento de contener a César acabó en debacle. Domicio Ahenobarbo, cuya inmensa capacidad para el odio abarcaba por igual a César y a Pompeyo, se negó en redondo a retirarse. No le inspiraba ninguna profunda visión estratégica, sino sólo su estupidez y su terquedad. Con César avanzando por la Italia central, Domicio decidió encerrarse en la ciudad de Corfinium, situada en un estratégico cruce de caminos. Era la misma Corfinium que los rebeldes italianos habían convertido en su capital cuarenta años atrás, y los recuerdos de aquella gran lucha estaban vivos todavía. Puede que se les concediera la ciudadanía, pero había muchos italianos que seguían sintiéndose alejados de Roma. La causa de la República significaba muy poco para ellos, pero no así la de César. Después de todo, era el heredero de Mario, el gran patrón de los italianos, y enemigo de Pompeyo, el partidario de Sila. Los viejos odios resucitaron y condenaron al fracaso la resistencia de Domicio. Ciertamente, Corfinium no tenía la menor intención de perecer defendiéndole: tan pronto como César apareció frente a sus murallas comenzó a suplicar la rendición. Las levas de novatos de Domicio, enfrentadas a un ejército que ahora contaba con cinco legiones de primera, se plegaron rápidamente al sentir de la ciudad. Se mandaron enviados a César, que aceptó graciosamente su rendición. Domicio montó en cólera, pero fue en vano.
Lo llevaron ante César sus propios oficiales. Suplicó que lo matara, pero César se negó. En vez de ello, lo dejó libre. Sólo en apariencia era un gesto de clemencia. Para un ciudadano no podía concebirse mayor humillación que deber la vida al favor de otro ciudadano. Domicio, a pesar de que había logrado sobrevivir para luchar otro día, dejó Corfinium reducido y emasculado. Sería injusto despreciar la clemencia de César como un mero gesto político -Domicio, si la situación hubiera sido la inversa, sin duda hubiera ejecutado a César-, pero sirvió bien a sus propósitos. No sólo satisfizo su propia e inefable sensación de superioridad, sino que ayudó a que los neutrales de todas partes se convenciesen de que no era ningún nuevo Sila. Incluso sus peores enemigos, sólo con rendirse, podían confiar en que serían perdonados y se les respetaría la vida. César no tenía intención de llenar el Foro con listas de proscritos.
El mensaje fue recibido con júbilo. Pocos ciudadanos eran tan orgullosos como Domicio. Las levas que había reclutado, por no decir de la gente cuya ciudad había ocupado, no dudaron en alegrarse de la indulgencia de su conquistador. Las noticias del «Perdón de Corfinium» se difundieron con rapidez. Ahora ya no se produciría ningún alzamiento popular contra César ni había posibilidad de que Italia se uniera en masa a Pompeyo y acudiera de súbito a rescatarle. Con los reclutas de Domicio ahora formando parte del enemigo, el ejército de la República estaba todavía más debilitado que antes, y su único bastión era Brundisium, el gran puerto, la puerta de Oriente. Allí seguía Pompeyo, fletando frenéticamente barcos, preparándose para pasar a Grecia. Sabía que no podía arriesgarse a una batalla en campo abierto con César, todavía no, y César sabía que sólo si le capturaba podría poner fin de un solo golpe a la guerra.
Ambas partes corrían desesperadamente contra el tiempo. Marchando hacia el sur cada vez más rápido desde Corfinium, César recibió noticias de que la mitad del ejército de su enemigo ya había partido, bajo el mando de los dos cónsules, pero la otra mitad seguía bajo el mando de Pompeyo y aguardaba hacinada en el puerto. Allí deberían quedarse, acorralados, hasta que la flota regresase de Grecia. César, al llegar a las afueras de Brundisium, ordenó inmediatamente a sus hombres que lanzaran pontones a la bocana del puerto y que crearan un rompeolas que bloqueara la salida a mar abierto. Pompeyo respondió construyendo torres de tres pisos sobre la cubierta de barcos mercantes y enviándolos a lo largo del puerto para que lanzaran una lluvia de proyectiles sobre los ingenieros de César. Durante días, el combate continuó: un caos desesperado de proyectiles, pesados maderos y llamas. Entonces, con el rompeolas todavía sin terminar, se divisaron velas en el horizonte. La flota de Pompeyo regresaba de Grecia. Abriéndose paso hasta la boca del puerto, consiguió amarrar con éxito y, por fin, pudo dar comienzo la evacuación total de Brundisium. La operación se llevó a cabo con la eficiencia habitual en Pompeyo. Cuando oscurecía, los remos de su flota de transporte empezaron a hundirse en las aguas del puerto. César, prevenido por sus partidarios en el interior de la ciudad, ordenó a sus hombres que tomaran las murallas al asalto, pero entró en Brundisium demasiado tarde. A través del estrecho cuello de botella que habían dejado abierto las obras de asedio, los barcos de Pompeyo se escapaban hacia la noche y el mar abierto. Con ellos se iban las últimas esperanzas de César de poner fin rápidamente a la guerra. Habían pasado apenas dos meses y medio desde que cruzó el Rubicón.
Cuando llegó el amanecer, iluminó un océano vacío. Las velas de la flota de Pompeyo habían desaparecido. El futuro del pueblo romano ahora esperaba no en su propia ciudad, ni siquiera en Italia, sino más allá del tranquilo y burlón horizonte, en países bárbaros lejos del Foro, el Senado o los rediles de votación.
La República se tambaleaba, y los temblores se sentían en el mundo entero.
La fiesta de la victoria de Pompeyo
Oriente, a diferencia de Roma, estaba acostumbrado a los reyes. Las adustas sutilezas del republicanismo significaban muy poco para unas gentes que no podían concebir otra forma de gobierno que la monarquía, y que a veces adoraban a sus soberanos como a dioses. Los romanos, naturalmente, despreciaban ese tipo de supersticiones. Sin embargo, desde antiguo, los magistrados romanos ocupaban un elevado lugar en el panteón de sus súbditos: sus plegarias se elevaban al cielo entre densas nubes de incienso y sus imágenes se colocaban en templos de extraños dioses. Para los ciudadanos de una República en que los celos y las sospechas acompañaban cualquier demostración de grandeza, se trataba de placeres embriagadores, pero también peligrosos. En Roma, los rivales se apresuraban a denunciar cualquier atisbo de ilusiones monárquicas en sus enemigos. «Recuerda que eres un hombre», * susurraba un esclavo al oído de Pompeyo en los momentos más divinamente felices, cuando el conquistador de Oriente cabalgaba celebrando su tercer desfile triunfal por las calles de Roma. Sus enemigos, no obstante, no permitieron que un mensaje tan importante para el futuro de la República quedara sólo en manos de un esclavo. Tanto envidiaban a Pompeyo que lo atacaron con cuantas artimañas pudieron, y con ello lo empujaron a los brazos de César. Ahora esos mismos enemigos eran sus aliados en el exilio. Refugiado en Tesalónica, el Senado tuvo que tragarse su resentimiento por la reputación divina de Pompeyo. Después de todo, lo necesitaban para que los llevara de vuelta a casa.
Afortunadamente para su causa, el prestigio del nuevo Alejandro se mantenía intacto. Además de convocar a todas las legiones de las provincias orientales, Pompeyo envió imperiosos requerimientos a varios potentados que había colocado o confirmado en sus respectivos tronos. El entusiasmo con que esos reyes vasallos acudieron a su llamada daba a entender que era Pompeyo y no la República quien tenía la lealtad de Oriente. A las legiones de ciudadanos soldados se unieron en Grecia un buen número de cuerpos auxiliares a cual más extraño, comandados por príncipes con nombres exóticos, glamurosos y tan poco romanos como Deiotaro de Galatia, Ariobarzanes de Capadocia o Antíoco de Comagene. Poco puede sorprendernos que Pompeyo, a cuyo campamento de instrucción en las cercanías de Tesalónica acudían estos archipámpanos, pareciera cada vez menos un cónsul romano y más un rey de reyes oriental.
O al menos eso decía con desdén Domicio. Era un insulto especialmente grosero que venía de un hombre al que la derrota en Corfinium le había agriado todavía más el carácter. Pero el insulto conectaba con el sentir general. Al gran hombre se le había pegado desde hacía tiempo cierto tufillo oriental. A sus espaldas, Cicerón le llamó una vez Sampsiceramus, un nombre bárbaro propio de un déspota de Persia. Cuando lo dijo, fue una broma sin mala intención. Ahora, cada vez más preocupado en la Campania, Cicerón ya no le veía la gracia al asunto. Le parecía que el campeón de la República se estaba pareciendo demasiado a Mitrídates. Le confesó a Ático que Pompeyo le había contado su estrategia para hacer que César mordiera el polvo. Era una estrategia terrible. Pretendía ocupar las provincias, cortar los suministros de grano y dejar que Italia se muriera de hambre. Luego entraría a degüello. «Desde el primer momento, el plan de Pompeyo ha sido saquear el mundo entero, y también los mares, agitar a los reyes bárbaros frenéticamente, desembarcar en nuestras costas italianas a salvajes armados y movilizar enormes ejércitos.» 4 Aquí, de puño y letra de uno del portavoz más elocuente de la República, se hallaba un eco de las profecías pronunciadas al menos un siglo antes. Las elucubraciones de Pompeyo se habían contagiado de una fiebre apocalíptica que era endémica entre los pueblos sometidos a Roma. ¿No había predicho la Sibila que Italia sería violada por sus propios hijos? ¿Y no había dicho el propio Mitrídates que un gran monarca armado con el dominio del mundo emergería triunfante de Oriente? Es normal que cuando los italianos se enteraron de los preparativos de Pompeyo, se estremecieran y desesperaran de la República.
Pero el miedo a un caudillo no significaba que se tuviera mejor imagen del otro. César tenía un gran talento para la propaganda: había logrado un enorme éxito al convencer a la gente de que no tenía planeado ningún baño de sangre, y trataba asiduamente de identificar su causa con la del ultrajado y vilipendiado pueblo. Pero ni siquiera su maestría política era suficiente para ocultar el hecho indiscutible de que era culpable de alta traición. A finales de marzo, cuando César entró por fin en Roma, la ciudad le recibió con frialdad. Por muchos subsidios de grano que ofreciera a los ciudadanos, éstos se negaban a dejarse seducir. Los pocos miembros del Senado que quedaban en la capital eran todavía menos complacientes. Cuando César los convocó formalmente para que escucharan sus justificaciones, casi ninguno se presentó.
Ante los pocos que acudieron, César exigió el derecho a apoderarse de los fondos de emergencia de Roma. Después de todo, señaló, ya no había motivos para temer una invasión gala, ¿y quién se merecía más ese tesoro que él, el conquistador de la Galia? Los senadores, atemorizados y nerviosos, parecían dispuestos a ceder. Entonces, un tribuno, Cecilio Metelo, tuvo la desfachatez de vetar la medida. César perdió la paciencia. Se acabó la defensa de los derechos del pueblo. Ocupó el Foro con sus legionarios, forzó las puertas del templo de Saturno y se apoderó del tesoro público. Cuando el tozudo Metelo trató de impedir el sacrilegio, César volvió a perder el control. Advirtió al tribuno de que se apartase o lo haría pedazos. Durante nueve años, César se había acostumbrado a que obedecieran todas y cada una de sus órdenes, y no tenía ni el tiempo ni el carácter necesarios para abandonar ahora la costumbre de mandar. Metelo se apartó y César se hizo con el oro.
Después de dos frustrantes semanas en Roma sintió alivio al poder regresar junto a sus tropas. Como siempre, estaba ansioso por emprender la marcha. Había legiones pompeyanas activas en España, una nueva campaña en la que había que vencer. Tras él, a cargo de la rebelde ciudad, dejó a un pretor dócil, Marco Lépido, saltándose a la torera la autoridad del Senado. El hecho de que el mismo Lépido fuera de exquisita sangre azul, además de un magistrado electo, no bastaba para disfrazar la inconstitucionalidad de su nombramiento. Por supuesto, la indignación fue generalizada. César la ignoró. Quería mantener una apariencia de legalidad, pero la realidad del poder le importaba más que cualquier apariencia.
Sin embargo, para aquellos que no eran César, aquellos que confiaban en la ley como sustento de su libertad y garantía de sus tradiciones, reinaba una confusión total. ¿Qué debía hacer un ciudadano honorable? Nadie estaba seguro. Los viejos mapas se demostraban traicioneros en esta nueva situación. La guerra civil había convertido la República en un tortuoso laberinto en el cual lo que antes eran caminos familiares se convertían en callejones sin salida, y lo que fueran celebrados monumentos, en pilas de escombros. Cicerón, por ejemplo, a pesar de que por fin reunió el coraje necesario para viajar hasta el campamento de Pompeyo, seguía desorientado. Catón, llevándoselo aparte, le dijo que su llegada había sido un terrible error y que hubiera sido «más útil a su país y a sus amigos si se hubiera quedado en casa y permanecido neutral». 5 Incluso Pompeyo, tras darse cuenta de que la única contribución de Cicerón al esfuerzo de guerra eran sus aforismos derrotistas, declaró públicamente que desearía que se pasase al enemigo. En lugar de hacerlo, Cicerón se postró en una lúgubre impotencia y se abandonó a la depresión.
Pero ese tipo de desesperación era privilegio de los intelectuales ricos. Pocos ciudadanos podían permitírsela. La mayoría buscaba una u otra manera de ordenar el caos de aquellos tiempos. Para un romano no había nada más terrible que verse privado de la compañía de sus iguales, de un sentimiento de pertenencia a una comunidad. Haría cualquier cosa antes que soportar esa pérdida. Pero, en una guerra civil, ¿a quién podía dirigir su lealtad un ciudadano? No a su ciudad, a los altares de sus antepasados ni a la propia República, pues ambas partes los reclamaban como suyos. Pero sí podía unir su fortuna a la de un general, con la seguridad de que los soldados del ejército de ese general le ofrecerían su camaradería y de que compartiría la gloria que ganase su líder. Por eso, las legiones de la Galia cruzaron el Rubicón con César. Tras nueve años de campaña, ¿qué significaban para ellas las tradiciones del lejano Foro, comparadas con la camaradería del campamento militar? ¿Y qué era la República, comparada con su general? Nadie inspiraba una devoción más apasionada entre sus tropas que César. En medio de la confusión creada por la guerra, ésa se había convertido en la medida más segura de su grandeza. Gracias a ello, cuando llegó a España para enfrentarse a tres veteranos ejércitos de Pompeyo en el verano del 49 a. J.C., pudo forzar a sus soldados hasta el límite de la extenuación y de sufrimiento y logró en pocos meses aplastar por completo al enemigo. No era sorprendente que, viéndose apoyado por tales aceros, César se burlara de los límites que se imponían a otros ciudadanos, e incluso a veces de los que imponía la propia carne y hueso. «Tu espíritu -le diría más adelante Cicerón- nunca se conformó con los estrechos confines que la naturaleza nos impone.» 6 Pero tampoco lo estaban los espíritus de los hombres que seguían su estrella: sus legiones, fanfarroneaba, «podrían derribar los mismísimos Cielos». 7
Aquí, en la comunión espiritual de César con su ejército, se atisbaban los primeros indicios de un nuevo orden. Los vínculos de lealtad mutua habían sido siempre el tejido del que estaba hecha la sociedad romana. Lo seguían siendo durante una guerra civil, pero cada vez más desprovistas de las viejas complejidades y sutilezas. Era mucho más sencillo seguir el toque de una trompeta que el remolino de obligaciones contradictorias que siempre había caracterizado la vida civil. Pero esas mismas obligaciones, compuestas por siglos de tabús y tradiciones, no se podían dejar de lado a la ligera. Sin ellas, la República, al menos como se había constituido durante siglos, moriría. Los controles y equilibrios que atemperaban el natural amor por la gloria que sentían los romanos y lo encauzaban hacia propósitos beneficiosos para su ciudad, podrían desaparecer pronto. El antiguo legado de costumbres y leyes podía perderse para siempre. Ya en los primeros meses de la guerra civil se pudieron observar las ruinosas consecuencias de tal catástrofe. La vida política seguía adelante, pero apenas era una triste parodia de lo que había sido. El arte de la persuasión cayó en desuso, y su lugar lo ocuparon el recurso a la violencia y la intimidación. Las ambiciones de los magistrados, que ya no dependían de los votos, podían pagarse ahora con la sangre de sus conciudadanos.
Es lógico que muchos de los partidarios de César, una vez libres de las limitaciones e inhibiciones de las tediosas convenciones, se embriagaran de un mundo en el que parecía no haber límites a lo que podían lograr. Pero algunos querían llegar demasiado alto, demasiado rápido, y pagaron por ello. Curio, tan gallardo e impetuoso como siempre, llevó al desastre a dos legiones en África; se negó a huir y murió junto a sus hombres, que perecieron tan pegados a él que sus cadáveres quedaron en pie como gavillas de trigo en un campo. Celio, que seguía siendo un adicto a las intrigas, volvió a sus raíces políticas e intentó forzar la aprobación del viejo plan de Catilina para cancelar las deudas. Cuando lo expulsaron de Roma, provocó una revuelta propompeyana en el campo, con lo que sólo consiguió que lo persiguieran, lo cazaran y le dieran muerte: un final bastante triste. El único de los tres amigos que habían huido de Roma para reunirse con César y que logró sobrevivir fue Antonio. De hecho, no fue tanto por la seguridad de su posición, sino porque tenía otras cosas en la cabeza. Aunque César le había dejado al mando de Italia, Antonio dedicó la mayor parte de sus energías a volcar un harén de actrices sobre los senadores, a vomitar en la asamblea pública o -una de sus bromas de fiesta favoritas- a vestirse como Dionisos, el dios del vino, y conducir un carro tirado por leones. Pero en el campo de batalla se demostraba como un soldado nato, y por su acero y brío César le perdonaba cualquier vulgaridad. De ahí su rápido ascenso. Era un oficial digno de los hombres que comandaba. Cuando César llevó al fin sus ejércitos frente a Pompeyo, a principios del 48 a. J.C., cruzando el Adriático en pleno invierno, Antonio superó tormentas y a la flota de Pompeyo, y le trajo cuatro legiones extra de refuerzo. Los dos ejércitos rivales se enfrentaban en constantes escaramuzas, golpeando aquí, fintando allá, y Antonio estaba siempre en lo más duro de la batalla, luchando incansablemente con valor y gallardía.
Pronto se convirtió en el hombre más glamuroso y polémico de ambos bandos.
Los soldados de César se contagiaron de la titánica y siniestra energía de su general. Parecía que, como los espíritus de los muertos, podían sobrevivir alimentándose sólo de la sangre de sus enemigos. El viejo enemigo de César, Marco Bíbulo, comandaba la flota de Pompeyo en el Adriático. «Durmió en la cubierta de su barco, incluso en lo más duro del invierno; se esforzó hasta la extenuación; se negó a delegar sus obligaciones; hizo todo lo posible para descubrir y enfrentarse al enemigo», 8 pero aun así, César consiguió atravesar su bloqueo, y el propio Bíbulo, destrozado por el esfuerzo, pereció poco después a causa de unas fiebres. Cuando Pompeyo, en la guerra de desgaste que se produjo a continuación, trató de derrotar a sus oponentes por inanición, las legiones de César desenterraron raíces de plantas y con ellas amasaron hogazas de pan que arrojaron contra las barricadas enemigas como muestra de desafío. No es sorprendente que los hombres de Pompeyo quedaran «aterrorizados ante la ferocidad y dureza de sus enemigos, que en lugar de hombres parecían alguna especie de animal salvaje». 9 Tampoco lo es que su general, cuando le mostraron una de las hogazas horneadas por los soldados de César, le diera demasiada importancia ni tratara de ocultar a sus hombres lo que pasaba.
En privado, Pompeyo estaba seguro de su victoria. Sabía que ningún soldado, ni tan sólo los de César, podía sobrevivir mucho tiempo alimentándose de raíces. Con el apoyo de Catón, que seguía lamentándose por la muerte de todo ciudadano, fuera del bando que fuera, esperó pacientemente a que el ejército de César se desintegrara en pedazos. Pareció que su estrategia funcionaba cuando César, en julio del 48 a. J.C., maltrecho tras una derrota en la tierra de nadie entre los dos ejércitos, abandonó de repente su posición en la costa del Adriático y marchó hacia el este. En ese momento, si Pompeyo hubiera sido realmente el tirano que temía Cicerón, hubiera podido izar velas hacia Italia sin oposición. Pero prefirió evitarle a su patria los horrores de una invasión. Optó por abandonar sus fortificaciones en la costa y, dejándolas a cargo de una pequeña guarnición al mando de Catón, partir hacia el este en pos de César. Acosando a su adversario a cada giro y recodo de su marcha, los dos ejércitos salieron de los Balcanes y entraron en el norte de Grecia. Allí, alrededor de la ciudad de Farsalia, el terreno era llano y amplio, perfecto para la batalla. César necesitaba desesperadamente obligar a Pompeyo a combatir, y dispuso a sus legiones en formación a la vista del campamento de Pompeyo. Pompeyo no mordió el anzuelo. Sabía que en todo lo realmente importante -dinero, suministros, víveres y apoyo de los nativos- el tiempo jugaba a su favor. Durante días, César dispuso una y otra vez a sus tropas en formación de batalla, mientras Pompeyo seguía sin abandonar su campamento.
Pero su alto mando empezó a ponerse nervioso. Los senadores del séquito de Pompeyo, impacientes por entrar en acción, querían acabar con César y su ejército lo antes posible. ¿Qué le pasaba a su generalísimo? ¿Por qué no luchaba? Una respuesta acudía pronto a sus mentes, nacida de décadas de sospechas y resentimiento: «Se quejaban de que Pompeyo era adicto al poder, y disfrutaba tratando a antiguos cónsules y pretores como si fueran esclavos.» 10 Así, sin antipatía, lo expresó su adversario, que podía dar las órdenes que quisiera a sus subordinados sin que le criticasen por ello. Pero claro, César, por mucho que fingiera lo contrario, no era el paladín de la República. Pompeyo sí lo era. Para él, ese título lo era todo. Ahora, sus colegas, tan celosos de la grandeza ajena como siempre, le exigían que demostrara su capacidad para liderarlos plegándose a los deseos de la mayoría y que aplastara a César de una vez por todas. Pompeyo cedió a regañadientes. Envió las correspondientes órdenes y dispuso la batalla para el día siguiente. Pompeyo Magno, jugándose su propio futuro y el de la República a una sola carta, había demostrado por fin que era un buen ciudadano.
Pero esa noche, mientras sus colegas senadores preparaban los banquetes de la victoria, adornaban sus tiendas con laurel y se peleaban sobre quién debía heredar el puesto de sumo sacerdote de César, Pompeyo tuvo un sueño. Se vio a sí mismo entrando en su gran teatro del Campo de Marte, subiendo los escalones que llevaban al templo de Venus, y allí, ante los vítores y aplausos del pueblo romano, dedicando los botines de sus muchas victorias a la diosa. Despertó bañado en un sudor frío. A otros, una visión así les hubiera alegrado, pero Pompeyo recordó que César descendía de Venus y temía que se tratase de un presagio de que estaba a punto de perder para siempre todos sus laureles y grandeza, que pasarían al propio César.
Y así fue. A la mañana siguiente, a pesar de que puso sobre el campo de batalla más del doble de soldados que su enemigo, el ejército de Pompeyo fue arrollado y tuvo que retirarse. Los soldados de César habían recibido órdenes de no lanzar sus jabalinas, sino que debían usarlas como lanzas para acuchillar las caras de los jinetes de la caballería enemiga, que eran todos nobles y se vanagloriaban de su buena apariencia. César, que fue él mismo el más dandi de todos los dandis, dio con la táctica perfecta. La caballería de Pompeyo, horrorizada, dio media vuelta y huyó. A continuación, la infantería de César acabó con los arqueros y honderos de Pompeyo, que no estaban preparados para el combate cuerpo a cuerpo. Domicio, que comandaba el ala derecha, pereció en la lucha, y sus legiones cedieron. Los hombres de César consiguieron desbordar la línea defensiva de Pompeyo por ese flanco y atacarle desde la retaguardia. A mediodía, la batalla ya había acabado. Esa tarde fue César el que se sentó en la tienda de Pompeyo y se comió, en la vajilla de plata de Pompeyo, el banquete de la victoria preparado por el chef de Pompeyo.
Pero cuando el crepúsculo oscureció el cielo y las estrellas se asomaron a aquella tórrida noche de agosto, se levantó y regresó al campo de batalla. A su alrededor había montañas de romanos muertos, y los gemidos de los heridos resonaban por la llanura de Farsalia. «Eran ellos los que querían esto», 11 dijo César con una mezcla de amargura y dolor, mientras contemplaba la masacre. Pero estaba equivocado. Nadie había querido aquella matanza. Ésa era la tragedia. Y tampoco se había acabado todavía. La victoria de César había sido aplastante, pero no puso fin a la agonía de la República. Parecía que Roma y el mundo habían caído en manos del conquistador, pero ¿qué pretendía hacer con ellos? ¿Qué podía hacer? Tras la debacle, ¿cómo y qué era lo que César quería reconstruir?
Mostró su célebre clemencia ante los supervivientes del ejército de Pompeyo. De entre los muchos que la aceptaron, se alegró especialmente de la llegada de Marco Bruto. Tras la batalla, César ordenó una búsqueda especial para hallar al hijo de su viejo amor, pues temía por su seguridad. Una vez que se halló a Bruto a salvo, César le abrió las puertas de su círculo más íntimo de asesores. Era un nombramiento hecho por afecto personal, pero también fruto de un frío cálculo. Bruto era un hombre respetado por todos, y César esperaba que su reclutamiento animara a otros acérrimos pompeyanos a buscar una reconciliación similar. Sus esperanzas no se vieron completamente defraudadas. Cicerón, que no había estado en Farsalia, pues se había quedado junto a Catón en la costa del Adriático, fue uno de los que decidió que la guerra se podía dar prácticamente por terminada. Casi lo lincharon, y sólo la intervención de Catón evitó que los pompeyanos le pasaran por la espada. El propio Catón, naturalmente, se negó a contemplar la posibilidad de rendirse y se embarcó con su guarnición hacia África. Con ello, quedaba garantizado que la guerra iba a continuar. Catón, indómito, anunció que no sólo se seguiría dejando crecer el pelo y la barba como muestra de luto, sino que nunca más se volvería a tender para comer. Para un romano era una decisión muy dura.
Y luego, por supuesto, quedaba Pompeyo. Él también seguía libre. Tras Farsalia galopó desde las puertas de su campamento a la costa del Egeo, y de allí, escondiéndose de los cazarrecompensas que le pisaban los talones, fletó un barco para viajar hasta Mitilene. Allí era donde había dejado a Cornelia, en las cercanías del teatro que había servido de modelo para el que construyó en Roma, un lugar que le recordaba tiempos mejores. Ahora, con el dolor de la derrota, que sentía por primera vez en su vida, Pompeyo necesitaba el cariño que sólo su mujer podía darle. No lo decepcionó. Puede que su padre, el pornógrafo, fuera una vergüenza para sus antepasados, pero Cornelia, cuando le llegaron noticias de la derrota en Farsalia, supo perfectamente lo que tenía que hacer. Se desmayó, se secó las lágrimas, corrió por las calles de Mitilene y pronto estuvo en brazos de su marido. Pompeyo, un experto en interpretar el papel de héroe de la antigüedad, se vio impulsado por la actuación de su mujer a dar una buena réplica él mismo: un severo discurso sobre lo importante que era no perder la esperanza.
Puede que incluso se lo creyera. Sí, había perdido una batalla, pero no Oriente y, por lo tanto, no la guerra. Cierto, muchos de los reyes que le debían a Pompeyo sus tronos habían luchado en Farsalia y habían muerto o se habían rendido, pero no todos ellos. Uno en particular no había acudido, y era el dirigente del reino más rico del Mediterráneo en dinero, provisiones y barcos. Más aún, se trataba sólo de un niño, y su hermana, que quería acceder al trono, encabezaba una rebelión contra él, haciendo que su país fuera presa fácil para el señor de Oriente. O, al menos, eso esperaba Pompeyo. Dio las correspondientes órdenes y su pequeña flota zarpó hacia el sur. Apenas un mes después de Farsalia, Pompeyo fondeó junto a la costa de Egipto.
Envió emisarios al rey. Tras unos pocos días esperando anclado frente a los bancos de arena, el 28 de septiembre del 48 a. J.C., Pompeyo vio cómo una pequeña barca de pesca se acercaba a su nave desde los bajíos. Le saludaron en latín, luego en griego, y lo invitaron a subir a bordo. Pompeyo lo hizo, después de abrazar a Cornelia y darle un beso de despedida. Mientras avanzaban remando hacia la orilla, trató de conversar con la gente de la barca, pero nadie le respondió. Inquieto, Pompeyo miró hacia la orilla. Allí podía ver esperándole al rey, Ptolomeo XIII, un niño vestido con su diadema y su ropa púrpura. Pompeyo se tranquilizó. Cuando sintió como la quilla del barco se encontraba con la arena de la playa, se puso en pie. En cuanto lo hizo, un renegado romano desenvainó una espada y lo atravesó por la espalda. Relucieron más espadas y le acometió una lluvia de tajos. «Y Pompeyo, llevándose con las dos manos la toga a la cara, los resistió todos, sin decir ni hacer nada indigno, emitiendo apenas un sordo gemido.» 12 Y así pereció Pompeyo Magno.
Cornelia, impotente en la cubierta del trirreme, lo vio todo. Pero ni ella ni la tripulación pudieron hacer nada, ni siquiera cuando los egipcios decapitaron al hombre que hasta hacía muy poco había sido el ciudadano más grande de la República y dejaron su cuerpo en la orilla como si fueran los restos de un naufragio. Su pequeña flota tuvo que dar media vuelta y huir a mar abierto, dejando atrás sólo a uno de los libertos de Pompeyo, que había acompañado a su anterior amo en la barca de pesca, para que le preparara una pira funeraria. En esta labor, si hemos de creer la extraña y fascinante narración que Plutarco hizo de los hechos, se le unió por casualidad un viejo soldado, uno de los veteranos de las primeras campañas de Pompeyo, y juntos ambos hombres completaron su piadosa tarea. Una vez que el cuerpo hubo ardido, levantaron un mojón de piedras apiladas para señalar el lugar, pero las dunas pronto se lo tragaron y se perdió en el recuerdo, dejando tras de sí nada más que el vacío. Infinita y desnuda, la arena se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
La reina de Cosmópolis
La costa del delta del Nilo era muy traicionera. Baja y sin referencias por las que guiarse, no ofrecía nada al marinero con lo que orientarse. Aun así, los navegantes que se acercaban a Egipto contaban con una ayuda muy especial. Por la noche, incluso desde lejos de la costa, se veía brillar al sur una tenue luz sobre el horizonte. Durante el día se podía observar lo que era: no una estrella, sino una gran hoguera encendida sobre una torre, que podía verse desde kilómetros mar adentro. Era el faro, no sólo el edificio más alto jamás construido por los griegos, sino también, gracias a las miles de reproducciones de él que compraban los turistas, el más instantáneamente reconocible. El Gran Faro, un triunfo de la inspiración y la ingeniería, era un símbolo perfecto de megalópolis, el lugar más formidable de la Tierra.
Incluso los visitantes romanos se veían forzados a reconocer que Alejandría era algo especial. Cuando César, tres días después del asesinato de Pompeyo, navegó frente a la isla sobre la que se elevaba el Faro, se acercaba a una ciudad más grande, * más cosmopolita y ciertamente mucho más bella que la suya. Si Roma, gastada y laberíntica, era un monumento a las adustas virtudes de la República, Alejandría era la muestra de lo que podía lograr un rey. Pero no un rey cualquiera. La tumba de Alejandro permanecía como un talismán en la ciudad que había fundado, y el plan urbanístico, una rejilla cuadriculada bordada con impresionantes columnatas, seguía siendo esencialmente el mismo que había diseñado tres siglos atrás el conquistador macedonio frente al rugiente y solitario mar. Ahora, donde antes no había más que arena y marismas y no habitaban más que pájaros, se elevaba un majestuoso paisaje creado por el hombre. Alejandría era la primera ciudad en la historia que tuvo direcciones numeradas en las calles. Sus bancos lubricaban el comercio de todo el mundo. Su famosa biblioteca se enorgullecía de poseer más de setecientos mil rollos de pergaminos, y se construyó para conseguir una sublime fantasía: que todos los libros jamás escritos estuvieran reunidos en un solo lugar. Había incluso máquinas tragaperras y puertas automáticas. Todo en Alejandría era grandioso. El propio Cicerón, que creía que todo lo que no fuera Roma no era más que «anémica oscuridad», 13 hacía una excepción con la única ciudad que rivalizaba con la suya por ser el centro del mundo. «Sí -confesó-, sueño, he soñado siempre, con ver Alejandría.» 14
No fue el único romano que cayó presa del hechizo de esta fantástica ciudad. Egipto era una tierra fabulosamente fértil, y el procónsul que conquistase Alejandría se adueñaría del granero del Mediterráneo. Se trataba de una posibilidad que envenenaba el ya de por sí turbulento remolino de la política romana y desataba infinitas maquinaciones y escandalosos sobornos. Pero nadie, ni tan solo Craso, ni siquiera Pompeyo, logró obtener un mando sobre Egipto. Según un acuerdo no escrito, un premio tan asombroso era demasiado para cualquiera. La mayoría de los ciudadanos creía que era más seguro, e igual de lucrativo, dejar que la dinastía gobernante siguiera administrando la explotación de la provincia. Toda una serie de monarcas habían cumplido el papel de títeres de la República a la perfección: suficientemente poderosos como para exprimir a sus súbditos y enviar los beneficios a sus patrones romanos, pero también suficientemente débiles como para no representar la menor amenaza para Roma. En esta humillante situación se hallaba el último reino independiente de los griegos, fundado por un general de Alejandro y que una vez fue la mayor potencia de todo Oriente. Apenas se le permitía avanzar cojeando.
Pero los reyes de Egipto eran auténticos supervivientes. El Ptolomeo que había contemplado cómo asesinaban a Pompeyo sobre la espuma de la playa era el último de una larga dinastía de monarcas siempre dispuestos a tragarse cualquier indignidad y a perpetrar cualquier ultraje con tal de mantenerse en el poder. A la codicia, maldad y sensualidad que caracterizaban a todas las dinastías griegas de Oriente, los Ptolomeos habían añadido una característica muy peculiar, heredada del pasado faraónico de Egipto: el incesto. Los efectos de esta endogamia eran evidentes no sólo en las asesinas intrigas de palacio, sino también en un nivel de decadencia extraordinario incluso para lo habitual en la realeza de la época. Los romanos no disimulaban su opinión de que los Ptolomeo eran una monstruosidad, y creían parte de su deber como republicanos restregárselo por la cara a la menor oportunidad. Si el rey era gordo y afectado, los procónsules que le visitaban se divertían obligándole a seguirlos por las calles de Alejandría, caminando ágilmente en sus diáfanas ropas mientras el egipcio sudaba y se afanaba por mantener su ritmo. Otros romanos descubrieron medios todavía más gráficos de mostrar su desprecio. Catón, que convocó a un Ptolomeo a su presencia mientras administraba Chipre, recibió al rey de Egipto después de haberse tomado un laxante y se pasó toda la audiencia sentado en un retrete.
Así que César, que llegaba a un Egipto sumido en una lucha dinástica a muerte con apenas cuatro mil soldados, compensaba la falta de tropas con un buen arsenal de prejuicios. En cuanto pisó la orilla, se reafirmó en su desprecio a los Ptolomeo. Allí, como ofrenda de bienvenida, en el muelle del puerto, estaba la cabeza de Pompeyo. César estalló en lágrimas. Por mucho que le aliviara la desaparición de su enemigo, le dolía la muerte de su pariente político, más aún cuando descubrió todos los detalles del crimen.
Resultó que Pompeyo Magno había sido víctima de una siniestra conspiración palaciega, urdida por los principales ministros de Ptolomeo: un eunuco, un mercenario y un académico. A César le pareció que nada podía ser más ofensivo a los ideales romanos. Pero el cerebro del crimen, Potino, el eunuco, suponía que César se lo agradecería y confiaba en que apoyaría al faraón en la guerra contra su hermana. Pero César, atrapado en Alejandría por unos vientos desfavorables, comenzó a actuar inmediatamente como si él fuera el rey. Necesitaba un sitio donde alojarse y, naturalmente, eligió el palacio real, un enorme complejo de edificios fortificados que durante los siglos se había ido ampliando hasta cubrir casi un tercio de la ciudad, otra de las muestras del gigantismo de Alejandría. Desde este bastión, César empezó a exigir sumas exorbitantes de dinero y anunció que, gentilmente, se disponía a dirimir la guerra civil entre Ptolomeo y su hermana, no como partidario de ninguno de ellos, sino como árbitro. Ordenó a ambos hermanos que licenciaran sus ejércitos y se reunieran con él en Alejandría. Ptolomeo no licenció a un solo soldado, pero Potino lo convenció de que regresara a palacio. Mientras tanto, Cleopatra, su hermana, que tenía bloqueadas las rutas a la capital, quedó aislada tras las líneas de Ptolomeo.
Pero entonces, una tarde, atravesando las sombras del crepúsculo alejandrino, un pequeño barco se deslizó hasta un amarradero de palacio. Un solitario mercader siciliano salió del bote llevando a hombros una alfombra enrollada. Se consiguió llevar la alfombra hasta César y, cuando la desenrollaron, apareció de forma inesperada y encantadora la propia Cleopatra. César, como suponía correctamente la reina, quedó encantado con ese golpe de efecto. A ella jamás le había resultado difícil causar impresión. Aunque seguramente no poseyó la célebre belleza de la que hablan las leyendas -parece, al menos por sus monedas, que era más bien enjuta y de nariz ganchuda-, sí tenía infinitas armas de seducción. «Su atractivo sexual, unido al encanto de su conversación y al carisma evidente en cuanto decía o hacía, la hacían simplemente irresistible», 15 escribió Plutarco. ¿Es que alguien, mirando el historial de Cleopatra, se atrevería a negarlo? No es que fuera dada a acostarse con todos, ni mucho menos. Sus favores eran los más exclusivos del mundo. Para Cleopatra, el verdadero afrodisíaco era el poder. La hembra de la especie de los Ptolomeo había sido siempre más letal que el macho: inteligente, despiadada, ambiciosa y de una voluntad férrea. Ahora, en la persona de Cleopatra, se unía lo mejor de todas estas temibles cualidades. Y, como tal, era exacta mente el tipo de mujer que le gustaba a César: tras más de una década siendo soldado, la compañía de una mujer inteligente debió de procurarle un placer muy especial. Por supuesto, el hecho de que Cleopatra tuviera sólo veintiún años ayudaba mucho. César se la llevó a la cama esa misma noche.
Cuando Ptolomeo se enteró de la nueva conquista de su hermana, se lanzó a una violenta pataleta. Se arrojó a las calles, tiró su diadema al polvo y le pidió a gritos a sus súbditos que acudieran en su defensa. Los alejandrinos eran muy aficionados a los disturbios, y las prepotentes exigencias de tributos de César no le habían hecho especialmente popular, así que, cuando Ptolomeo pidió a la masa que atacara a los romanos, la masa se lanzó a ello con entusiasmo. Los odiados forasteros se encontraron asediados en el palacio, en una posición tan precaria que César se vio obligado no sólo a reconocer a Ptolomeo como monarca juntamente con Cleopatra, sino que también tuvo que devolverles Chipre. Aun así, estas concesiones no hicieron mucho para sacarle del brete en el que se había metido. Tras pocas semanas de asedio, a los alborotadores se unió el ejército entero de Ptolomeo, unos veinte mil hombres. La situación de César iba de mal en peor. Atrapado en la enrarecida atmósfera de un palacio egipcio, rodeado por traicioneros eunucos e incestuosos miembros de la familia real, estaba completamente aislado del mundo exterior. Más allá de la luz del Gran Faro, la República seguía en guerra con ella misma, pero César no podía ni siquiera hacer llegar una carta a Roma.
Durante los cinco meses siguientes volvió a revivir las grandes hazañas de sus campañas como si fueran una farsa. Al quemar la flota egipcia en el puerto, César, que era un gran bibliófilo, prendió fuego accidentalmente a unos almacenes llenos de libros de valor incalculable; * al intentar ganar el Gran Faro, se vio obligado a saltar del barco y a dejar al enemigo su capa de general. A pesar de todos estos reveses, sin embargo, César logró mantener el control del palacio y el puerto, y encontró otros medios para dejar huella de su autoridad. No sólo hizo ejecutar al maquiavélico Potino, sino que dejó embarazada a Cleopatra, un acto típico de un rey que empequeñecía cualquier logro de Pompeyo. En marzo del 47 a. J.C., cuando por fin llegaron a Egipto refuerzos romanos, la reina estaba visiblemente hinchada con la prueba de los favores de César. Ptolomeo, presa del pánico, huyó de Alejandría. Lastrado por su armadura de oro, se ahogó en el Nilo, un afortunado accidente que dejó a Cleopatra sin rival para el trono. Una vez más, César había apostado al caballo ganador.
Pero ¿a qué coste? Muy alto, al parecer. Una vez restauradas las líneas de comunicación, César recuperó contacto con sus agentes, y las noticias que le dieron no podían ser menos alentadoras. La aventura en Alejandría había deshecho la mayor parte de la ventaja obtenida en Farsalia. En Italia, el gobierno de Antonio había creado mucha hostilidad; en Asia, el rey Farnaces, hijo de Mitrídates, había demostrado que de tal palo tal astilla al invadir Ponto; en África, Metelo Escipión y Catón estaban reclutando un poderoso nuevo ejército; en España, los pompeyanos impulsaban nuevas revueltas. Norte, este, sur, oeste: la guerra se extendía por el mundo entero. Se requería a César desesperadamente en todas partes, pero se quedó todavía dos meses más en Egipto. Mientras empeoraba la letal escisión de la República y el Imperio del pueblo romano se sumía en la anarquía, César, el hombre cuya insaciable ambición había iniciado la guerra civil, retozaba junto a su amante.
No es sorprendente que las dotes de seducción de Cleopatra les parecieran a muchos romanos algo diabólico. Tentar a un ciudadano romano famoso por su energía a rendirse a la pereza, engatusarle para que se desviara del camino del deber y mantenerle apartado de Roma y de un destino para el que cada vez más parecía elegido por los dioses, era un tema digno de más grande y terrible poesía. Y también propio de los cantos obscenos. La libido de César era motivo de bromas entre sus hombres desde hacía tiempo: «Esconded a vuestras mujeres -cantaban-, que viene nuestro comandante. Puede que sea calvo, pero se tira a todo lo que se mueve.» 16 Otros chistes, inevitablemente, se cebaban en el viejo rumor sobre Nicomedes. Incluso los hombres que le habían seguido, superando mil penurias, consideraban que sus proezas sexuales eran un rasgo de afeminamiento. Por muy grande que César hubiera demostrado ser, por mucho que hubiera probado tener un físico y una mente de hierro, los códigos morales de la República no hacían excepciones. Un ciudadano nunca podía permitirse el menor descuido. La suciedad siempre resaltaba en una toga.
La amenaza de ese ridículo, por supuesto, ayudaba a que un romano fuera siempre un hombre. La costumbre, escribió el más grande erudito de tiempos de César, era «un patrón de pensamiento que ha evolucionado hasta convertirse en práctica habitual». * La compartían y aceptaban todos los ciudadanos de la República, y procuraba a Roma los sólidos cimientos de su grandeza. ¡Qué distintas eran las cosas en Alejandría! Levantada desde la nada sobre bancos de arena, la ciudad no tenía raíces profundas. Quizá por eso, para un romano, tenía cierto carácter de ramera. Sin costumbres no existía la vergüenza y, sin ésta, todo era posible. Un pueblo cuyas tradiciones se marchitaban estaba destinado a ser presa de los hábitos más repelentes y degradados. ¿Había mejor ejemplo que los propios Ptolomeo? Tan pronto como Cleopatra hubo despachado a uno de sus hermanos, se casó con otro. El espectáculo de la reina, ostensiblemente embarazada, casándose con su hermano de diez años superaba con mucho a las más grandes locuras de Clodia. Puede que Cleopatra fuera griega, hija de la misma cultura que aportaba la base a la educación de un romano, pero también era fabulosa y exóticamente extraña. Para un hombre del carácter de César, al que agradaba quebrantar tabúes, debió de ser una combinación irresistible.
Pero aunque Cleopatra le dio un delicioso interludio erótico, la oportunidad, durante un par de meses, de relajar la guardia que un magistrado romano siempre debía mantener alta, César no era hombre capaz de olvidarse de su futuro ni del de Roma. Mientras reflexionaba sobre este futuro, debió de encontrar instructivo mucho de cuanto vio en Alejandría. Al igual que su reina, la ciudad desorientaba con su mezcla de lo familiar y lo extraño. Con su biblioteca y sus templos era muy griega; de hecho, era la capital del mundo griego. A veces, sin embargo, cuando los vientos cambiaban y la brisa ya no traía a las calles la frescura del mar, la arena del abrasador desierto del sur inundaba sus calles. El interior egipcio era demasiado grande y demasiado antiguo como para ser ignorado. Hacía de su capital una especie de híbrido de ensueño. Las anchas calles estaban decoradas no sólo con las elegantes obras maestras de los escultores griegos, sino también con estatuas saqueadas de las orillas del Nilo: esfinges, dioses con cabezas de animal, faraones con enigmáticas sonrisas. E igual de sorprendente era -de hecho, más sorprendente para un observador romano- que en algunos barrios de la ciudad no hubiera ninguna imagen de un dios. Además de griegos y egipcios, Alejandría era el hogar de un gran número de judíos; casi con certeza más que los que residían en la misma Jerusalén. Dominaban por completo uno de los cinco distritos administrativos de la ciudad y, a pesar de que tenían que guiarse por una traducción griega de la Torá, en otros aspectos continuaban desafiando cualquier asimilación. Judíos entrando en su sinagoga; sirios acampados fuera bajo una estatua de Zeus, todos ellos a la sombra de un obelisco saqueado del Nilo, así era Cosmópolis.
¿E iba a ser ése también el futuro de Roma? Ése era el temor de muchos ciudadanos. Para los romanos, la perspectiva de verse engullidos por culturas bárbaras había sido un campo abonado para la paranoia. Las clases dirigentes, en particular, desconfiaban de las influencias extranjeras porque temían que debilitaran la República. La dueña del mundo, sí, pero no una ciudad del mundo: éste era esencialmente el plan del Senado para Roma. Por eso, era habitual que cada cierto tiempo se expulsara a los astrólogos judíos y babilonios de la ciudad. Y también a los dioses egipcios. Incluso en los frenéticos meses anteriores a que César cruzara el Rubicón, uno de los cónsules encontró tiempo para agarrar una hacha y empezar personalmente la demolición de un templo a Isis. Pero judíos y astrólogos siempre retornaban, y la gran diosa Isis, madre divina y reina de los cielos, tenía seguidores demasiado fieles como para que se la pudiera desterrar de la ciudad fácilmente. El cónsul se vio obligado a levantar el hacha contra ella personalmente porque no pudo encontrar obreros que quisieran hacerlo. Roma estaba cambiando, acogiendo en su seno a oleadas de inmigrantes, y el Senado no podía hacer gran cosa para impedirlo. Nuevos idiomas, nuevas costumbres, nuevas religiones: ésos eran los frutos de la misma grandeza de la República. No en vano todos los caminos llevaban a Roma.
César, que jamás había tenido miedo de lo impensable, y que, de todas formas, era prácticamente un extranjero en su propia ciudad, comprendía la situación con una claridad que no estaba al alcance de muchos de sus colegas. Quizá siempre lo comprendió. Después de todo, siendo niño, los judíos habían sido sus vecinos y les había ofrecido la protección de su familia. Lejos de alarmarle, la presencia de inmigrantes en Roma servía para apuntalar su parecer. Ahora, como vencedor en Farsalia, podía ser el patrón de naciones enteras. A lo largo de todo Oriente, los escultores se afanaban en borrar el nombre de Pompeyo de las inscripciones y en esculpir el de César, sin que en ninguna parte se mencionara a la República. En ciudad tras ciudad habían recibido al descendiente de Venus como un dios vivo, y en Efeso, nada menos que como el salvador de la humanidad. Era algo que se subía a la cabeza, incluso a la de un hombre con una inteligencia tan implacable como César. Aunque no se tragase todas aquellas adulaciones, las debió encontrar sugerentes. Claro estaba que el papel de salvador de la humanidad tenía difícil encaje dentro de la constitución republicana. Si César quería inspiración para encajarlo, tendría que buscarla en otra parte. Quizá por ello, mientras descansaba en Alejandría, hallaba a Cleopatra tan fascinante. De una manera vaga y distorsionada, en la figura de la joven reina de Egipto debió de ver una imagen de su propio futuro.
A finales de la primavera del 47 a. J.C., la feliz pareja se embarcó en un crucero por el Nilo. Fue un viaje de un mundo a otro. Después de todo, por extraña que Alejandría pareciera a ojos romanos, no les era totalmente ajena. Sus ciudadanos, como los propios romanos, estaban orgullosos de sus libertades. Alejandría era una ciudad libre y orgullosa de serlo, y la relación de su monarca con sus compatriotas griegos era la de un primero entre iguales. Las tradiciones cívicas heredadas de la antigua Grecia perduraban todavía, y, por mucho que se interpretaran de forma diferente, Cleopatra no podía darse el lujo de ignorarlas por completo. Pero fuera de los límites de la capital, una vez que montaba en su barca y pasaba frente a las pirámides o las grandes columnas de Karnak, se convertía en algo totalmente distinto. Y Cleopatra interpretaba el papel de faraón con solemne seriedad. Era la primera reina griega que hablaba egipcio. Durante la guerra contra su hermano había acudido en busca de apoyo no a Alejandría, sino a sus súbditos nativos en las provincias. No era sólo devota de los antiguos dioses, sino una de ellos, una divinidad hecha carne, una encarnación de la misma reina de los cielos.
Primera ciudadana de Alejandría y la nueva Isis: ésas eran las dos caras de Cleopatra. Para César, llevarse a la cama a una diosa debió de hacer que los prejuicios de la lejana República parecieran todavía más pueblerinos que antes. Se decía que, si sus soldados no se hubieran empezado a quejar, habría navegado con su amante hasta la mismísima Etiopía. Era un rumor insidioso, pero apuntaba a una verdad peligrosa y plausible. César se estaba embarcando en un viaje a reinos desconocidos. Primero, por supuesto, había que ganar la guerra civil, y por eso, a finales de mayo, César abandonó su crucero por el Nilo y partió con sus legiones a lograr nuevas gestas y luchar en nuevas campañas. Pero ¿qué haría tras la victoria? El tiempo pasado junto a Cleopatra le había dado mucho que pensar a César. Mucho dependía también del fruto de esas reflexiones. No sólo su propio futuro, sino también el de Roma y el del mundo.
Contra Catón
Abril del 46 a. J.C. El sol se ponía tras las murallas de Utica. Treinta y cinco kilómetros más allá, siguiendo la orilla, las ruinas de lo que una vez fue Cartago se envolvían en el sudario del crepúsculo, mientras que en el mar, donde los barcos cargados de fugitivos salpicaban las aguas, la oscuridad ya había llegado. Y pronto llegaría también César. A pesar de que le superaban tremendamente en número, había luchado una gran batalla y había vencido de nuevo. El ejército de Metelo Escipión, reclutado durante los largos meses de ausencia que César pasó en Egipto y Asia, había sido derrotado en una carnicería terrible. África estaba en manos de César. Utica no tenía la menor posibilidad de resistir. Catón, el responsable de la defensa de la ciudad, sabía a ciencia cierta que la República estaba condenada.
Pero aunque él mismo dio a los maltrechos restos del ejército de Escipión los barcos con los que escapaban, no tenía intención de huir con ellos. No era su estilo. Esa noche, durante una cena que tomó de pie, como había tomado por costumbre desde Farsalia, no mostró la menor señal de alarma. Ni siquiera se mencionó el nombre de César. En cambio, mientras fluía el vino, la conversación derivó hacia la filosofía. Salió el tema de la libertad, y en particular la noción de que sólo los buenos pueden ser realmente libres. Un invitado, aportando argumentos sutiles y tortuosos, defendió lo contrario, pero Catón, cada vez más nervioso, se negó a escucharle. Ésa fue la única prueba de inquietud que dio. Pero tras haber creado un incómodo silencio entre la concurrencia, se apresuró a cambiar de tema. No quería que nadie imaginara lo que sentía, o adivinara lo que se proponía hacer.
Esa noche, después de retirarse a su dormitorio y de leer durante un rato, se suicidó con un puñal. Todavía estaba vivo cuando sus ayudas de cámara lo hallaron en el suelo, pero cuando trataron desesperadamente de vendarle las heridas, Catón apartó a los doctores y se desgarró su propio intestino. Murió desangrado en poco tiempo. Cuando César llegó a Utica, encontró a la ciudad entera de luto. Se dirigió con amargura al hombre que durante tanto tiempo había sido su némesis, y que yacía, como Pompeyo, en una tumba junto al mar: «Igual que tú me envidiabas la posibilidad de perdonarte, Catón, yo te envidio esta muerte.» 17 A César no le gustaba que le robaran la escena con un gesto grandilocuente. Nadie personificaba mejor el recio espíritu de la libertad romana que Catón, y al perdonarlo, César habría destruido su irritante dominio de la conciencia colectiva romana. En lugar de eso, gracias al sangriento heroísmo de su muerte, ese dominio quedó fortalecido. Incluso muerto, como un espectro, Catón seguía siendo el enemigo más irreductible de César.
Sangre, honor y libertad: el suicidio de Catón ejemplificaba los temas favoritos de los romanos. Y César, el maestro de la manipulación de masas, lo sabía. Al volver a Roma a fines de julio del 46 a. J.C., se preparó a poner a sus enemigos muertos en el sitio que les correspondía: a su sombra. Por dramática y espectacular que hubiera sido la muerte de Catón, César estaba decidido a hacer que fuera olvidada. Ese septiembre invitó a sus conciudadanos a compartir con él las celebraciones de su victoria. A lo largo de los años, el pueblo romano se había acostumbrado a contemplar los extravagantes espectáculos con displicencia, pero la organización y visión que César aportó a sus entretenimientos le permitió desafiar la ley de los rendimientos decrecientes. Jirafas y carros de guerra británicos, palios de seda y batallas en lagos artificiales asombraron a la multitud, que los contemplaba boquiabierta. Ni siquiera Pompeyo había ofrecido nada similar; ni tampoco había celebrado cuatro desfiles triunfales seguidos, como hizo César.
Galos, egipcios, asiáticos y africanos: ésos eran los enemigos extranjeros que marchaban encadenados ante la jubilosa multitud. Pero aunque hubiera sido claramente obsceno incluso para César celebrar su victoria sobre sus propios conciudadanos de la misma manera, no pudo contener alguna esporádica fanfarronada. Entre su aventura egipcia con Cleopatra y su victoria en África tuvo tiempo de aplastar al rey Farnaces, una victoria rápida de la que César se jactó con su famosa frase: «Vine, vi y vencí.» 18 Ahora, escrita en un cartel gigante sobre una carroza que formaba parte del desfile triunfal, esa misma frase servía para menoscabar a Pompeyo, pues Pompeyo se había llenado la boca con su victoria sobre el padre de Farnaces, Mitrídates. No obstante, aunque los ciudadanos más observadores podían distinguir el espectro de Pompeyo marchando entre el polvo tras el carro de César, había otro fantasma que se negaba a someterse a las cadenas del conquistador. César había derrotado a Pompeyo, pero no había vencido a Catón, un fracaso que provocó uno de sus escasos fiascos propagandísticos. En su cuarto desfile, celebrado en honor de su victoria en África, César ordenó que se incorporase a su comitiva, mientras paseaba por las calles, una carroza con una imagen que representara el suicidio de Catón. Lo justificó diciendo que Catón y todos los ciudadanos que habían luchado contra él eran esclavos de los africanos, y habían perecido como colaboracionistas con el enemigo. La multitud que asistió al desfile no compartió su opinión. Rompieron en lágrimas al ver la carroza. Catón seguía más allá del alcance del odio de César.
Pero la República en sí estaba totalmente en sus manos. El Senado, estupefacto por la escala de la victoria de César e intimidado por la magnitud de su poder, se apresuró a legitimar su victoria y a tratar de reconciliarla de alguna manera con las tradiciones del pasado. Los constitucionalistas sufrieron mucho para hacer encajar las cosas. César ya había aceptado en dos ocasiones el cargo de dictador: la primera a finales del 49 a. J.C., durante los once días en que había presidido su propia apresurada elección al consulado, y la segunda en octubre del 48, cuando le otorgaron el cargo durante todo un año. Ahora, en la primavera del 46, le concedieron una dictadura por tercera vez, y por una duración sin precedentes: diez años. César, que ya era cónsul, podía nombrar a todos los magistrados de la República, y fue designado, en un acto de divertimento sardónico, «prefecto de la Moral» de Roma. Nunca antes, ni siquiera con Sila, se había concentrado tanto poder en manos de un solo hombre. Pero el ejemplo de Sila ofrecía, al menos, un atisbo de esperanza. Una década era mucho tiempo soportando una dictadura, pero no era para siempre. Remedios más amargos se habían demostrado útiles en ocasiones anteriores. Y, después de todo, ¿quién podía negar que la República estaba profundamente enferma?
Había incluso un grado de simpatía hacia el hombre que cargaba con la responsabilidad de la cura. «Somos sus esclavos -escribió Cicerón-, pero él es esclavo de su época.» 19 Nadie sabía qué planes tenía César para la República, pues nadie sabía cómo curarla de las heridas que había recibido durante la guerra civil. Sin embargo, persistía la vaga esperanza, incluso entre sus enemigos, de que si alguien era capaz de encontrar una salida a la crisis, ese hombre era César. Su brillantez y su clemencia no tenían igual. Y tampoco quedaba ningún rival creíble que pudiera oponérsele: Pompeyo, Domicio y Catón estaban muertos. Pronto desapareció también Escipión, que falleció ahogado cuando una tormenta se desató sobre su flota frente a la costa de África. Los dos hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, seguían libres, pero ambos eran demasiado jóvenes y tenían muy mala reputación. En invierno del 46 a. J.C., cuando lograron provocar una peligrosa rebelión en España y César partió rápidamente para enfrentarse a ellos, incluso los antiguos partidarios de Pompeyo deseaban la victoria del dictador. Un caso típico fue Casio Longino, un oficial que había combatido ferozmente en Carras, que se convirtió luego en el comandante naval más brillante de Pompeyo y fue perdonado por César tras la batalla de Farsalia. «Prefiero a nuestro viejo y clemente señor -le confesó a Cicerón mientras discutían las noticias que llegaban a Roma sobre los progresos de César en España- que jugármela con uno nuevo y sediento de sangre.» 20
Aun así, el tono de Casio era amargo. Un señor seguía siendo un señor, por muy generoso que fuera. La mayoría de los ciudadanos, felices de seguir con vida tras los años de guerra civil, estaban demasiado cansados como para preocuparse por ello. Pero entre los pares de César, los celos, la impotencia y la humillación se combinaron para crear una purulenta mezcla. Mejor morir libre que vivir como un esclavo: éste era el principio con el que respiraba todo romano. Uno podía someterse al dictador y estarle agradecido, incluso admirarlo, pero al hacerlo siempre quedaba una profunda sensación de vergüenza. «Para los hombres libres que aceptaron los favores de César, su mismo poder para concedérselos era una afrenta.» 21 Y la afrenta era más evidente, por supuesto, a la luz de lo que había pasado en Utica.
El fantasma de Catón todavía hechizaba la conciencia de Roma. Aquellos de sus antiguos camaradas que se habían sometido a César y fueron recompensados por ello no podían evitar sentir su muerte como un reproche personal. Y nadie lo sentía más personalmente que Bruto, el sobrino de Catón, que al principio condenó el suicidio de su tío con argumentos filosóficos, pero que poco a poco se sintió cada vez más afectado por el ejemplo que había dado. Bruto era un hombre honesto y altruista, y no quería que se le viese como un vendido. Dado que todavía confiaba en que César era, en el fondo de su corazón, un constitucionalista, no veía contradicción alguna en apoyar al dictador y permanecer leal a la memoria de su tío. Para dejar clara su postura, Bruto decidió prescindir de su esposa y casarse con Porcia, la hija de Catón. Puesto que el anterior marido de Porcia fue Marco Bíbulo, es difícil imaginar una esposa que hubiera resultado menos del agrado de César. Casándose con ella, Bruto hacía una declaración pública de principios.
Pero no se detuvo ahí. Quería que se inmortalizara la memoria de su tío, así que se puso manos a la obra para redactar su obituario. También le pidió a Cicerón, el mejor escritor de Roma, que compusiera otra elegía. El encargo era muy halagador y Cicerón, después de dudar lo adecuado, se lanzó a ello, empujado tanto por la vanidad como por la vergüenza. Era dolorosamente consciente de que no lo había hecho bien en la guerra, y el haber aceptado el perdón de César había confirmado su reputación de chaquetero. Enfrentado al desprecio generalizado, Cicerón se aferraba a la imagen que tenía de sí mismo como valiente defensor de los valores de la República, pero la verdad era que, desde que hizo las paces con César, lo más valiente que había hecho fue algún esporádico chiste envenenado. Ahora, con su elogio público del mártir de Utica, estaba atreviéndose a ir un poco más lejos. Catón, escribió Cicerón, era uno de los pocos hombres que había sido aún más grande que su reputación. Era una afirmación afilada, que apuntaba no sólo al dictador, sino, de rebote, a todos aquellos que se habían inclinado ante su supremacía, entre los cuales se incluía, por supuesto, el mismo Cicerón.
Lejos, en España, rodeado de polvo y moscas hinchadas de sangre, César seguía al tanto de la escena literaria romana. Cuando leyó lo que habían escrito Cicerón y Bruto, no le hizo la menor gracia. Tan pronto como hubo vencido en la batalla decisiva de la campaña, se puso a escribir una injuriosa respuesta. Catón, dijo César, lejos de ser un héroe, fue un despreciable borracho, un loco que se dedicaba al obstruccionismo político y que no valía nada. Esta obra, el Anti Cato, fue enviada a Roma, donde el público la recibió con hilaridad, pues la caricatura que esbozaba de Catón era irreconocible. La reputación de Catón, en lugar de verse disminuida por el ataque de César, se elevó a nuevas cotas.
César se quedó amargado y frustrado. Ya durante la campaña en España se produjeron algunas señales de que sus considerables reservas de paciencia comenzaban a agotarse. La guerra había sido especialmente brutal. Lejos de tratar a los rebeldes con su acostumbrada clemencia, César se negó en redondo a considerarlos ciudadanos. Usó sus cuerpos como material de construcción y clavó sus cabezas en picas. Aunque Sexto, el hijo menor de Pompeyo, había logrado escapar a la venganza de César, Cneo, el mayor, fue capturado y ejecutado, y se usó su cabeza en un desfile como trofeo de guerra. Eran escenas más propias de galos que de romanos. Pero aunque fue César el que se aficionó a la caza de cabezas, no aceptaba ninguna responsabilidad por la degeneración de sus tropas a la barbarie, sino que creía que los verdaderos culpables eran la traición y la locura de sus enemigos. Había sido el Destino el que había puesto la fortuna del pueblo romano en sus manos. Si ahora se negaban a ayudarle en su esfuerzo por vendar las heridas de Roma, ni siquiera la sangre ya derramada bastaría para apaciguar la ira de los dioses. Roma, y el mundo con ella, se perderían en una ola de oscuridad, y la barbarie reinaría suprema en el universo.
Enfrentado a la necesidad de evitar ese apocalipsis, ¿qué le importaban las sensibilidades de Cicerón o Bruto? ¿Qué le importaba, de hecho, la República entera? Cada día se hacía más obvia la impaciencia de César con tradiciones que sus conciudadanos creían sacrosantas. Lejos de apresurarse a volver a la capital para consultar al Senado o para someter a la aprobación del pueblo las medidas que había tomado, se entretuvo en provincias, creando colonias de veteranos y extendiendo la ciudadanía a capas privilegiadas de los nativos. En Roma, la aristocracia se estremeció. Se contaban chistes de galos que se arrancaban a tiras sus apestosos pantalones, se envolvían en togas y preguntaban por dónde se iba al Senado. Tal xenofobia, por supuesto, había sido siempre un derecho y un privilegio de los romanos. Casi por definición, eran aquellos más orgullosos de las libertades de la República los que resultaban ser más esnobs. Pero César los despreciaba. Ya ni le preocupaba lo que dijeran los tradicionalistas.
Ni tampoco le interesaban demasiado las tradiciones. Lo cual era muy conveniente, pues su política empezaba a provocar incómodas preguntas sobre cómo iba a funcionar en el futuro la República. Si ya se había demostrado poco práctico que los ciudadanos de Italia acudieran a Roma para ejercer su derecho al voto, para aquellos que vivían en provincias lejanas de ultramar sería totalmente imposible. Se ignoró el problema. César no tenía tiempo que perder con esas minucias. Había de disponer los cimientos de un imperio verdaderamente universal y, al mismo tiempo, hacerse con la supremacía mundial personalmente. Cada nativo al que concedía la ciudadanía y cada veterano al que asentaba en una nueva colonia era un ladrillo con el que construía su nuevo orden. Los aristócratas romanos siempre habían tenido clientes, pero el patronazgo de César se extendería desde el hielo del norte hasta la arena del desierto del sur. Sirios y españoles, africanos y galos, gentes de las cuatro puntas de un mundo cada vez más pequeño, deberían su lealtad en adelante no al peligroso amateurismo de la República, sino a un solo hombre. Como muestra del futuro, nada más portentosamente significativo que los planes de César para Cartago y Corinto. Ambas ciudades fueron demolidas por las vengativas legiones, y ahora iban a ser reconstruidas como monumentos a una nueva era de paz universal y a la gloria de su patrón. Utica, en la costa cercana a la nueva colonia de Cartago, quedaría para siempre en la sombra. El futuro se construiría sobre las ruinas del pasado. Por primera vez, los ciudadanos que vivían en Roma se sentirían parte, además de dueños, del mundo.
Lo que no quiere decir que César fuera a descuidar su propia ciudad. Tenía grandes planes para Roma: iba a fundar una biblioteca; a construir un nuevo teatro, esculpido en la misma roca del Capitolio, que rivalizara con el de Pompeyo; iba a erigir en el Campo de Marte el templo más grande del mundo. César había decidido que incluso el Tíber debería ser desviado, pues su curso era un obstáculo para sus planes de desarrollo urbanístico. No podía existir mejor imagen de la naturaleza de su supremacía que ésta: que no sólo podía construir dónde y lo que quisiera, sino que, como si fuera un dios que dibujaba el paisaje con la punta de sus dedos, podía ordenar que cambiase la misma topografía de la ciudad para que se adecuase a sus pretensiones. Claramente los diez años de la dictadura de César iban a transformar la apariencia de Roma para siempre. Una ciudad que siempre había expresado sus antiguas libertades a través de su caótica apariencia pronto cambiaría radicalmente, pronto parecería casi griega.
Y, en concreto, se parecería a Alejandría. Ya se vio por dónde iban a ir los tiros cuando César anunció a quién pensaba invitar a visitar la ciudad. En septiembre del 46 a. J.C., justo a tiempo para presenciar los desfiles triunfales de su amante, Cleopatra llegó a Roma. Se alojó en la mansión de César, en la otra orilla del Tíber, y se negó a hacer ninguna concesión a la sensibilidad republicana, representando el papel de reina egipcia en todo su esplendor. No sólo trajo consigo a su esposohermano y una corte de eunucos, sino que también mostró a su heredero, un príncipe de un año de edad. César, que ya estaba casado, se había negado a reconocer a su hijo bastardo, pero Cleopatra, sin dejarse intimidar lo más mínimo, se había jactado de lo obvio llamando al bebé Cesarión. Naturalmente, Roma se escandalizó. Igual de naturalmente, todo el que era alguien se precipitó a la otra orilla del Tíber a ver el espectáculo. La forma en que Cleopatra recibía a sus visitantes reflejaba el valor que les otorgaba: a Cicerón, por ejemplo, a quien encontraba odioso, lo rechazó en redondo. Desde luego, la reina sólo tenía ojos para un hombre. En agosto del 45, cuando César regresó por fin a Italia, se apresuró a ir a recibirlo. * Los dos pasaron unas lujosas vacaciones en el campo. Hasta octubre, César no regresó finalmente a Roma.
Encontró la ciudad agitada por los rumores más desenfrenados. Se decía -y se creía a pies juntillas- que planeaba trasladar la capital del imperio a Alejandría. Menos absurdo era el rumor de que quería casarse con Cleopatra, a pesar de que ya estaba casado. El propio César dio alas a las habladurías al erigir una estatua de oro de su amante en el templo de Venus, algo sin precedentes que dejó boquiabierta a toda la ciudad. Y puesto que a Venus se la solía identificar con Isis, allí radicaba la base de un escándalo todavía más grande y terrible. Si Cleopatra se representaba en el corazón de la República como una diosa, ¿qué planes no tendría su amante para sí mismo? Y, precisamente, ¿por qué había obreros añadiendo un frontón a su mansión, como si fuera un templo? ¿Y qué había de cierto en el rumor que decía que había nombrado a Antonio su sumo sacerdote? Desde luego, César no tenía ningún reparo en ir desperdigando pistas de sus planes.
Esposas divinizadas y autodivinización: sabía que todo ello no podía dejar de escandalizar a sus conciudadanos. Pero había otros, particularmente en Oriente, a quienes no los escandalizaría. Puede que Roma se hubiera sometido a César, pero todavía quedaban partes del orbe que no lo habían hecho. Una de las más obstinadas era Partia, cuyos jinetes, aprovechando la guerra civil en que estaba sumida la República, habían osado cruzar la frontera y entrar en Siria. También había que vengar Carras, por supuesto, y recuperar las águilas perdidas, responsabilidades que requerían la atención del dictador. Pero como hacía tan poco que había regresado y ya planeaba partir de nuevo a la guerra, la ciudad de Roma se sintió menoscabada, casi despreciada. Era como si los problemas de la República aburrieran al hombre designado para resolverlos, como si la propia Roma fuera ahora un escenario demasiado pequeño para sus ambiciones. En Oriente sabrían apreciarlo. En Oriente ya adoraban a César como a un Dios. En Oriente había tradiciones mucho más antiguas que las de la República y que hablaban de la carne haciéndose divina y del advenimiento de un rey de reyes.
Y ahí, para los preocupados romanos, estaba el problema. A finales del 45 a. J.C., el Senado anunció que, en adelante, César debía ser honrado como divus lulius: el dios julio. ¿Quién podía dudar ahora de que trataba de quebrantar el más sagrado de los tabúes y ceñirse una corona sobre las sienes? Desde luego, había motivos más que suficientes para albergar esa horrible sospecha. A principios del 44 a. J.C., César comenzó a aparecer en público con las botas altas rojas que se decía llevaban los reyes del legendario pasado de Roma; más o menos al mismo tiempo reaccionó con furia cuando se retiró una diadema que había aparecido misteriosamente en una de sus estatuas. Se desató la alarma. César pareció comprender que había ido demasiado lejos. El 15 de febrero, vestido con una toga púrpura y llevando una diadema de laurel de oro, rechazó ostentosamente la corona que le ofreció Antonio. La escena se produjo durante un festival, con Roma llena de una multitud que había acudido a la fiesta. Cuando Antonio repitió la oferta, «un gruñido recorrió todo el Foro». 22 De nuevo, César rechazó la corona, esta vez con una firmeza que no admitía dudas respecto a un cambio de opinión futuro. Quizá, si la multitud se hubiera mostrado entusiasta, César hubiera aceptado la oferta de Antonio, pero no parece probable. César sabía que los romanos nunca tolerarían a un rey Julio, y después de todo, tampoco le importaba. Las formas que tomaba la grandeza eran relativas y variaban de nación a nación. Ésa era la lección que había aprendido durante su estancia en Alejandría. Al igual que Cleopatra era un faraón para los egipcios y una reina para los griegos, César podía ser, a la vez, un dios viviente para Oriente y un dictador para los romanos. ¿Por qué ofender las sensibilidades de sus conciudadanos aboliendo la República si -como se dice que declaró el propio César- la República había quedado reducida a la «nada, sólo un nombre sin ningún cuerpo o sustancia»? 23 Lo que le preocupaba no era la forma, sino el verdadero poder. Y César, a diferencia de Sila, no tenía la más mínima intención de abandonarlo.
Unos pocos días antes de que Antonio le ofreciera la corona, el Senado le había nombrado oficialmente dictador vitalicio. * Con esta fatídica medida se desvanecían las frágiles últimas esperanzas de que César devolviera algún día la República a sus ciudadanos. Pero ¿les iba a preocupar eso a los romanos? César creía que no. La gente estaba adormecida con juegos, bienestar y paz. El Senado se había quedado en una situación de conmocionada quietud, no gracias a amenazas, sino por lo que pudiera pasar si desaparecía César. Como dijo Favonio, el más leal admirador de Catón: «Mejor un tirano ilegal que una guerra civil.» 24 César, sabiendo esto, ignoraba el odio de sus pares. Disolvió su guardia de dos mil hombres. Caminaba abiertamente por el Foro, seguido sólo por los lictores que correspondían a su cargo. Y cuando sus informadores le contaban rumores de un complot para asesinarlo y le apremiaban a que persiguiera a los conspiradores, desestimaba sus inquietudes de plano. «Prefería morir -dijo- que ser temido.» 25
Tampoco era que fuera a quedarse en Roma mucho más. Debía salir hacia Partia el 18 de marzo. Un adivino le había aconsejado que tuviera cuidado con los idus, que en ese mes caían el día 15, pero César nunca había sido un hombre supersticioso. Sólo en alguna conversación privada dejó entrever algún indicio de preocupación por su mortalidad. La tarde del catorce, un mes después de haber sido nombrado dictador vitalicio, César cenó con Lépido, el patricio que se había unido a su causa en el 49 a. J.C. y que ahora era su lugarteniente en la dictadura, una posición cuyo cargo oficial era «general de caballería». Confiando en que estaba entre amigos, César bajó la guardia. «¿Cuál es la muerte más dulce?», le preguntaron. Y disparó rápidamente: «La que llega sin previo aviso.» 26 Estar sobre aviso significaba temerla; y tener miedo era una castración. Esa noche, cuando la mujer de César tuvo pesadillas y le pidió que no fuera al Senado el día siguiente, se rió. Por la mañana, mientras lo llevaban en su litera, vio al adivino que le había dicho que se cuidara de los idus de marzo. «El día contra el que me previniste ha llegado -dijo César, sonriendo-, y todavía sigo vivo.» «Sí -dijo el adivino en su rápida e inevitable respuesta-, ha llegado, pero todavía no ha terminado.» 27
Esa mañana, el Senado se reunía en el gran salón de reuniones construido por Pompeyo. En el teatro adjunto se celebraban unos juegos, y mientras César descendía de su litera, debió de escuchar el rugido de la multitud entusiasmada ante el espectáculo de la sangre. Pero el frío mármol del pórtico debió de acallar pronto el ruido, y todavía menos debía de oírse en el salón de reuniones que estaba más adentro. La estatua de Pompeyo todavía dominaba aquel lugar. Tras Farsalia se había retirado, pero César, con su típica generosidad, había ordenado que la volviesen a colocar, igual que todas las demás estatuas de Pompeyo. Una buena política, se había mofado Cicerón, para tratar de que luego no retiren las suyas. Pero fue un comentario malicioso e injusto. César no tenía motivos para preocuparse por el futuro de sus estatuas. Ni tampoco, mientras esa mañana caminaba por la sala de reuniones y los senadores se levantaban a saludarlo, por su propio futuro. Ni siquiera cuando un grupo de ellos se le acercaron con una petición, acosándole mientras se sentaba en su silla dorada, empujándole con sus abrazos y besos. Entonces sintió de repente como alguien le estiraba la toga por detrás. «¿Qué es esta violencia?», protestó sorprendido. 28 En el mismo momento sintió un dolor cortante en la garganta. Al girarse, contempló una daga cubierta con su propia sangre.
Unos sesenta hombres le rodeaban formando un muro. Todos ellos habían sacado dagas de entre los pliegues de sus togas. César los conocía bien a todos. Muchos eran antiguos enemigos que habían aceptado su perdón, pero todavía más eran amigos suyos. 29 Algunos eran oficiales que le habían servido en la Galia, entre ellos Décimo Bruto, comandante de la flota de guerra que había aplastado a los vénetos. Pero la traición más dolorosa, la que finalmente hizo que César abandonara sus desesperados esfuerzos por resistir, vino de alguien todavía más cercano. César vio, reluciendo entre el barullo, un cuchillo que apuntaba a su ingle, empuñado por otro Bruto, Marco, su supuesto hijo. «¿Tú también, hijo mío?», 30 le suspiró, y luego se derrumbó en el suelo. No quería que le contemplaran en sus últimos momentos de agonía y se cubrió la cara con los bordes de su toga. El charco de sangre manchó la base de la estatua de Pompeyo. Su cadáver quedó bajo la sombra de la estatua de su gran rival.
Pero si podía verse en ello algún tipo de metáfora, pronto se demostraría ilusoria. César no había sido sacrificado por la causa de ninguna facción. Es cierto que uno de los dos líderes de la conspiración fue Casio Longino, uno de los antiguos oficiales de Pompeyo, pero cuando Casio defendió el asesinato no sólo de César, sino también de Antonio y Lépido, y una destrucción total del régimen del dictador, nadie le hizo caso. Bruto, el otro líder, y conciencia de la conspiración, no quiso ni oír hablar de ello. Estaban llevando a cabo una ejecución, les dijo, no una sórdida escaramuza dentro de una lucha política. Y Bruto se había impuesto. Pues se sabía que Bruto era un hombre de honor, y digno de ser el portavoz y el vengador de la República.
Al principio había habido reyes, y el último rey había sido un tirano. Y un hombre llamado Bruto lo había expulsado de la ciudad y había instaurado el consulado y las instituciones de una República libre. Ahora, 465 años después, Bruto, su descendiente, había matado a un segundo tirano. Dirigiendo a sus cómplices en la conspiración al exterior del complejo de edificios de Pompeyo, avanzó corriendo y tropezando hasta el Foro. Allí, en el lugar donde por excelencia se reunía el pueblo, anunció las buenas noticias: César estaba muerto; la libertad había vuelto; la República se había salvado.
Como si se tratase de una burla, del otro lado del Campo de Marte llegó el sonido de gritos. Los espectadores del teatro de Pompeyo habían comenzado un disturbio, aplastándose los unos a los otros presos del pánico. Ya se elevaban hacia el cielo columnas de humo; los saqueadores destrozaban las tiendas. Más lejos, se podían oír los primeros aullidos de dolor de los judíos de Roma, que lamentaban la muerte de un hombre que siempre había sido su protector. Por todas partes, sin embargo, conforme se difundían las noticias por la ciudad, sólo reinaba el silencio. En lugar de correr al Foro para aclamar a los liberadores, los ciudadanos se precipitaron a sus casas y atrancaron las puertas.
La República estaba salvada. Pero ¿qué era ahora la República? Una quietud sobrecogedora se apoderó de la ciudad y no se podía discernir ninguna respuesta.
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