1. La República paradójica

Voces ancestrales

Al principio, antes de la República, Roma fue gobernada por reyes. Sobre uno de ellos, un altivo tirano llamado Tarquino, se contaba una espeluznante historia. Se decía que una anciana llegó una vez a su palacio y preguntó por él. Llevaba bajo los brazos nueve libros. Cuando se los ofreció a Tarquino a cierto precio, el rey se le rió en la cara por lo exorbitante de la suma. La anciana no intentó regatear, dio media vuelta y se fue sin decir palabra. Quemó tres de los libros y luego, presentándose de nuevo ante el rey, le ofreció los volúmenes que quedaban al mismo precio que le había pedido antes. Por segunda vez, aunque ahora con menos seguridad, el rey se negó, y por segunda vez, la anciana dio media vuelta y se fue. Tarquino comenzó a preocuparse por si estaba rechazando una buena oferta, así que cuando la misteriosa bruja regresó, esta vez trayendo sólo tres libros, se apresuró a comprarlos, a pesar de que tuvo que pagar el mismo precio que le había pedido al principio por los nueve. La anciana tomó el dinero y desapareció, sin que nunca se volviera a saber de ella.

¿Quién era aquella misteriosa mujer? Sus libros demostraron contener profecías tan categóricas que los romanos pronto comprendieron que sólo podían proceder de una autora: la Sibila. Pero saber quién era la autora engendraba todavía más preguntas, pues las antiguas leyendas explicaban extrañas y misteriosas historias sobre ella. Puesto que se decía que la Sibila había predicho la guerra de Troya, los hombres debatían si se trataba de un compuesto de diez profetisas, o si era inmortal, o si estaba destinada a vivir mil años. Algunos -los más sofisticados- se preguntaban incluso si existía realmente. De hecho, sólo se podían sostener de forma tajante dos afirmaciones: que sus libros, escritos con una antigua caligrafía griega llena de florituras, existían de verdad, y que en ellos se podía leer lo que iba a suceder en el futuro. Los romanos, gracias a que Tarquino, aunque un poco tarde, supo reconocer un buen trato, se encontraron en posesión de una ventana que les mostraba el futuro del mundo.

No es que le sirviera de mucho a Tarquino. En el 509 a. J.C. sucumbió a un golpe palaciego. Roma había sido gobernada por reyes durante más de doscientos años, desde el mismo momento de su fundación, pero Tarquino, el séptimo de la dinastía, sería también el último. * Con su expulsión se acabó también con la propia institución de la monarquía y, en su lugar, se proclamó una república libre. Desde ese momento en adelante, los romanos sentirían un odio casi patológico hacia el título de «rey», un cargo del que rehuían y que les daba escalofríos. La libertad había sido la consigna del golpe contra Tarquino, y la libertad, la libertad de una ciudad que no reconocía a ningún amo, fue consagrada entonces como derecho de nacimiento y cualidad distintiva de todo ciudadano romano. Para protegerla de la ambición de futuros aspirantes a tirano, los fundadores de la República diseñaron un original sistema. Dividieron cuidadosamente los poderes de Tarquino entre dos magistrados, ambos electos, a ninguno de los cuales se permitía permanecer en el cargo durante más de un año. Se trataba de los cónsules, ** y su presencia a la cabeza de sus conciudadanos, el uno sirviendo de baluarte contra las ambiciones del otro, era una emocionante expresión de uno de los principios fundamentales de la República: que nunca jamás debería permitirse a un solo hombre detentar el poder supremo en Roma. Pero por novedosa que fuera la noción del consulado, no suponía para los romanos una ruptura radical con su pasado. Puede que se hubiera abolido la monarquía, pero todo lo demás seguía en su lugar. Las raíces de la nueva República se remontaban muy atrás en el tiempo, a veces a épocas remotas. Los cónsules tenían el privilegio de lucir en sus togas un ribete del color púrpura de los reyes. Cuando consultaban los auspicios, lo hacían según un rito cuyo origen era anterior a la propia fundación de Roma. Y además, por supuesto, estaba el vínculo más fabuloso de todos: los libros que el exiliado Tarquino había dejado atrás, los tres misteriosos rollos de profecías, los escritos de la antigua y probablemente inmortal Sibila.

La información que contenían era tan delicada que se los consideraba secreto de Estado, y el acceso a los textos estaba rigurosamente restringido. Si se descubría a algún ciudadano copiándolos, se le metía dentro de un saco cosido y se le arrojaba al mar. Sólo en las más peligrosas circunstancias, cuando temibles prodigios auguraban que se avecinaba una catástrofe para la República, se consultaban los libros. Una vez agotadas todas las demás alternativas, magistrados especialmente elegidos para ello subían al templo de Júpiter, donde se guardaban los libros bajo las más estrictas medidas de seguridad. Entonces desenrollaban los pergaminos y seguían las tenues líneas en griego. Descifraban las profecías y buscaban consejo sobre cómo apaciguar la furia de los cielos.

Y siempre se hallaba respuesta. Los romanos, un pueblo tan práctico como devoto, no toleraban el fatalismo. Sólo les interesaba conocer el futuro para poder enfrentarse mejor a él. Lluvias de sangre, grietas en la tierra que escupían fuego, ratones que comían oro…: prodigios como estos se consideraban el equivalente de notificaciones administrativas de los cielos, avisos al pueblo romano de que se estaba retrasando en los pagos a los dioses. A veces, para recuperar el crédito, podía ser necesario introducir un culto extranjero en la ciudad, la adoración a una divinidad que hasta entonces era desconocida. Pero lo más habitual era que se buscara la respuesta en el pasado y que los magistrados se esforzaran denodadamente por descubrir qué tradiciones se habían descuidado. Si se restablecían las costumbres y las cosas volvían a ser como siempre habían sido, la seguridad de la República estaba garantizada.

En lo más profundo de su alma, todos los romanos creían ciegamente en la tradición. En el siglo que siguió a su establecimiento, la República se vio repetidamente sacudida por graves convulsiones sociales, por exigencias de la masa de sus ciudadanos, que reclamaban más derechos cívicos, y por las continuas reformas constitucionales; pero en todo momento a lo largo de este turbulento período de desórdenes, los romanos mostraron un profundo desagrado por el cambio. Para los ciudadanos de la República, el concepto de novedad tenía connotaciones siniestras. Como eran gente pragmática, podían aceptar la novedad si se la disfrazaba como la voluntad de los dioses o como la recuperación de una antigua costumbre, pero nunca la iban a aceptar por sí misma. Siendo a partes iguales conservadores y flexibles, los romanos conservaban aquello que funcionaba, adaptaban lo que fallaba y preservaban, como si se tratara de sagradas anticuallas, todo lo que se había vuelto redundante. La República era, a la vez, una obra en permanente construcción y un vertedero. El futuro de Roma se construía cada día a partir del batiburrillo de su pasado.

Los propios romanos no lo veían como una paradoja, sino que lo daban por descontado. ¿Cómo iban a invertir en su ciudad si no era manteniéndose fieles a las costumbres de sus antepasados? Los analistas extranjeros, que consideraban la «piedad» romana poco más que «superstición», 1 y que la interpretaban como una mera artimaña con la que una clase dirigente cínica embobaba a las masas, nunca comprendieron su esencia. La República no era como los demás estados. Mientras que las ciudades de los griegos sufrían repetidas guerras civiles y revoluciones, Roma era inmune a esos desastres. Ni una vez, a pesar de todos los trastornos sociales del primer siglo de existencia de la República, se había derramado en sus calles la sangre de sus propios ciudadanos. ¡Qué típico de los griegos era reducir el ideal de la ciudadanía compartida a un sofismo!

Para un romano no había nada más sagrado y valioso. Después de todo, era lo que le definía, su razón de ser. El negocio público -res publica- era lo que significaba «república». Sólo al verse reflejado en la mirada de sus conciudadanos podía un romano reconocerse como un hombre.

Y al oír su nombre de boca en boca. El buen ciudadano, en la República, era el ciudadano al que sus semejantes reconocían como bueno. Los romanos no distinguían entre la excelencia moral y la reputación, y se referían a ambas con la misma palabra: honestas. La aprobación de toda la ciudad era la prueba última y definitiva de valía. Es por ello por lo que, siempre que ciudadanos romanos resentidos tomaban las calles, era para exigir acceso a todavía más honores y gloria. Los desórdenes civiles invariablemente conducían al establecimiento de una nueva magistratura: el edilato y tribunado en el 494, la cuestura en el 447 y el pretura en el 367. Cuantos más puestos hubiera, mayor era el abanico de responsabilidades; cuanto mayor el abanico de responsabilidades, mayores las oportunidades de logros y de obtener la aprobación pública. Lo que más deseaba todo ciudadano era recibir alabanzas, lo que más temía era la vergüenza pública. Lo que evitaba que el sentido romano de la competitividad degenerara en descarnada y egoísta ambición no eran las leyes, sino el saberse siempre observado por los demás. Por dura e implacable que fuera siempre la lucha por destacar, no había en ella lugar para la indisciplinada vanagloria. Colocar el honor personal por encima de los intereses de la comunidad entera era comportarse como un bárbaro… o, lo que era todavía peor, como un rey.

En sus relaciones con sus colegas, pues, los ciudadanos de la República eran educados para someter sus instintos competitivos al bien común. En sus relaciones con otros estados, sin embargo, no existían inhibiciones de ese tipo. «Más que ninguna otra nación, los romanos han buscado la gloria y han ambicionado las alabanzas.» 2 Inevitablemente, este hambre de honores tuvo consecuencias devastadoras para sus vecinos. Pocos oponentes estaban preparados para la letal combinación de eficiencia y crueldad de las legiones. Cuando los romanos se veían obligados, a causa de un acto de rebeldía, a tomar una ciudad al asalto, solían matar a toda criatura viviente que encontraran. Se sabía si una ciudad en ruinas la habían destruido las legiones por la forma en que les cortaban la cabeza a los perros o por los miembros descuartizados del ganado que se encontraban mezclados con los cadáveres humanos. 3 Los romanos mataban para inspirar terror, no henchidos de una furia salvaje, sino como disciplinados componentes de una máquina de combate. El valor con el que llevaban a cabo el servicio en las legiones, templado por el orgullo por su ciudad y la fe en su destino, era una cualidad común con la que se educaba a todo ciudadano romano. Había algo singularmente letal -y, para los romanos, glorioso- en su forma de combatir.

De todos modos, les llevó bastante tiempo a los demás estados de Italia darse cuenta de la naturaleza del depredador que crecía en su seno. Durante el primer siglo de existencia de la República, los romanos descubrieron lo costoso que resultaba establecer su supremacía sobre ciudades que apenas distaban quince kilómetros de las puertas de sus murallas. Pero incluso el más terrible carnívoro debe pasar su infancia, y los romanos, mientras saqueaban el ganado y se enzarzaban en escaramuzas con pequeñas tribus de las colinas, estaban desarrollando los instintos necesarios para dominar y matar. Hacia el año 360 a. J.C. ya habían convertido su ciudad en la dueña y señora de la Italia central. En las décadas siguientes marcharon hacia el norte y hacia el sur, aplastando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Entre los años 260 y 270 a. J.C. habían dominado, con una velocidad sorprendente, la península entera. El honor, por supuesto, no exigía menos. A los estados que reconocían humildemente la superioridad de Roma, ésta les concedía favores como los que un señor otorga graciosamente a sus vasallos, pero a aquellos que la desafiaban, les ofrecía sólo combate sin fin. Ningún romano podía tolerar la perspectiva de que su ciudad perdiera prestigio. Antes que soportar tal desgracia, estaría dispuesto a tolerar cualquier sufrimiento, a hacer cualquier cosa.

Pronto llegó el momento en que la República tuvo que demostrarlo en una lucha literalmente a muerte. Las guerras contra Cartago fueron las más terribles de la historia. Cartago, una ciudad de emigrantes semitas situada en la costa del norte de África, dominaba las rutas comerciales del Mediterráneo oriental y disponía de tantos recursos como la propia Roma. Aunque era ante todo una potencia marítima, durante siglos se había permitido pequeñas guerras contra las ciudades griegas de Sicilia. Ahora, agazapados tras el estrecho de Mesina, los romanos constituían un nuevo e intrigante factor que se debía sumar a la ecuación militar de Sicilia. Como era previsible, los griegos no pudieron resistir la tentación de involucrar a la República en sus eternas disputas con Cartago. Y, como era igualmente previsible, cuando se la invitó, la República se negó a jugar según las reglas que querían imponerle. En el 264, Roma transformó en una guerra total lo que no era más que una pequeña disputa sobre los términos de un tratado. Pese a carecer por completo de tradición naval y pese a perder una flota tras otra, bien en combate con el enemigo bien por los temporales, los romanos resistieron durante dos décadas de guerra, en las que sufrieron tremendos reveses, hasta que por fin lograron derrotar a Cartago. Según las estipulaciones del tratado de paz que se les impuso, los cartagineses se retiraron por completo de Sicilia. Casi sin pretenderlo, Roma se encontró en posesión del núcleo de un imperio de ultramar. En el año 227, Sicilia se convirtió en la primera provincia romana.

Y el teatro de operaciones militares de la República no tardaría en ampliarse todavía más. Cartago había sido derrotada, pero no destruida. Con la pérdida de Sicilia, la ciudad púnica fijó sus aspiraciones imperiales en España. Desafiando a las peligrosas tribus que poblaban las montañas, los cartagineses comenzaron a buscar metales preciosos en la península. El caudal de riqueza que llegaba de sus minas hizo que se plantearan reanudar las hostilidades con la gran potencia rival. Los mejores generales de Cartago ya no se engañaban respecto a qué tipo de enemigo era la República. A la guerra total sólo se podía responder con la guerra total, y no se podría alcanzar jamás la victoria a menos que Roma fuera completamente destruida.

Con ese objetivo, Aníbal condujo, en el año 218, un ejército cartaginés desde España, a través del sur de la Galia y de los Alpes. Demostrando un dominio de la táctica y la estrategia mucho mayor que el de sus oponentes, destrozó en el campo de batalla a tres ejércitos romanos. En la tercera de estas victorias, en Cannas, Aníbal barrió nada menos que ocho legiones, el mayor desastre militar de toda la historia de la República. Según las convenciones y las expectativas contemporáneas sobre la guerra, Roma debería haber reconocido entonces el triunfo de Cartago y suplicado por la paz. Pero incluso enfrentados cara a cara con la catástrofe, los romanos seguían desafiantes. Como es natural en un momento como ese, los romanos recurrieron a las profecías de la Sibila en busca de consejo. Éstas dictaminaron que dos galos y dos griegos debían ser quemados vivos en el mercado de la ciudad. Los magistrados siguieron al pie de la letra los dictámenes de la Sibila. Con este sobrecogedor acto de crueldad, el pueblo romano demostró que estaba dispuesto a no retroceder ante nada con tal de preservar la libertad de su ciudad. Desde siempre, sólo concebían una alternativa a la libertad: la muerte.

Y con gran sufrimiento, poco a poco, año tras año, la República consiguió recuperarse del borde del abismo. Se reclutaron más ejércitos; se retuvo Sicilia, y las legiones conquistaron el imperio de Cartago en España. Una década y media después de Cannas, Aníbal se enfrentaba otra vez a un ejército romano, pero esta vez en suelo africano. Fue derrotado. Cartago ya no tenía suficientes recursos humanos para continuar la lucha, y cuando su conquistador le dictó los términos del tratado de paz, Aníbal aconsejó a sus compatriotas que los aceptaran. A diferencia de la República tras Cannas, prefirió no arriesgarse a que su ciudad fuera borrada de la faz de la tierra. A pesar de ello, los romanos no olvidaron nunca que Aníbal, por la magnitud de sus hazañas y por el alcance de su ambición, había sido, de todos los enemigos contra los que habían luchado, el que más se parecía a ellos mismos. Siglos después todavía se encontraban en Roma estatuas suyas. E incluso tras haber reducido Cartago a un patético montón de escombros, confiscado sus provincias, su flota y sus famosos elefantes de guerra, los romanos siguieron temiendo la posibilidad de un resurgimiento cartaginés. Ese odio era el mayor homenaje que podían hacer a un Estado extranjero. No se podía confiar en que Cartago aceptara la sumisión. Los romanos buscaron en el fondo de su alma y atribuyeron la implacabilidad que allí encontraron a su mayor enemigo.

No iban a permitir nunca más que existiera una potencia capaz de amenazar su propia supervivencia. Consideraban que para evitar tal riesgo estaba plenamente justificado lanzar ataques preventivos contra cualquier oponente demasiado gallito. Y tales oponentes eran fáciles, muy fáciles, de encontrar. Incluso antes de la guerra contra Aníbal, la República ya había iniciado la costumbre de enviar alguna que otra expedición a los Balcanes, donde sus magistrados podían darse un gusto intimidando a principitos y redibujando fronteras. Como bien sabían los italianos, los romanos sentían especial predilección por ese tipo de demostraciones de fuerza, que reflejaban la conocida determinación de la República a no tolerar jamás que le faltaran al respeto. Pero a los traicioneros y compulsivamente belicosos estados de Grecia, sin embargo, les costó un poco aprender la lección. Es sencillo comprender su confusión: durante los primeros años de enfrentamientos con Roma, la República no se comportó en absoluto como un poder imperial. Como un rayo que cae de un cielo completamente despejado, las legiones venían y arrasaban todo a su paso devastador, y luego, tan abruptamente como habían llegado, desaparecían. Aquellas irregulares intervenciones, por furiosas que fueran, estaban separadas por largos períodos en los que parecía que Roma había perdido todo interés en los asuntos de Grecia. Incluso cuando intervenía, presentaba sus incursiones al otro lado del Adriático como operaciones de pacificación. No tenía todavía como objetivo la anexión de territorio, sino solamente la consolidación del prestigio de la República en la zona y la pronta destrucción de cualquier potencia local que se creyera demasiado importante.

En los primeros años de la intervención de Roma en los Balcanes, esa potencia que comenzaba a inquietarlos había sido básicamente Macedonia. Macedonia, un reino en el norte de Grecia, había dominado la península durante doscientos años. Como heredero del trono de Alejandro Magno, el rey del país había dado por hecho que podía ser tan soberbio como quisiera. A pesar de repetidos y dolorosos encuentros con los ejércitos de la República, nunca se deshizo por completo de esa asunción y en el 168 a. J.C. los romanos perdieron definitivamente la paciencia. Roma abolió la monarquía, primero dividió Macedonia en cuatro repúblicas títere, y después, en el 148, completando la transformación de pacificadora a potencia ocupante, pasó a gobernar directamente el territorio. Igual que en Italia, donde las carreteras cruzaban el paisaje formando una intrincada red, las proezas de ingeniería pusieron el sello final a lo que habían empezado las conquistas militares. Se construyó la vía Ignacia, una imponente cicatriz de piedra y grava, tallada a través de los agrestes parajes de los Balcanes. Esta vía rápida, que unía el Adriático con el Egeo, fue el yugo que ató definitivamente Grecia a Roma. Y abrió un camino que conducía a horizontes todavía más exóticos, aquellos que se extendían más allá del azul mar Egeo, donde ciudades relucientes de oro y mármol, repletas de obras de arte y con una gastronomía decadente, tentaban a la República para que les dedicara sus severas atenciones. Ya en el año 190, un ejército romano se había adentrado en Asia, había pulverizado la maquinaria bélica de un déspota local y le había humillado ante los ojos de todo Oriente Próximo. Tanto Siria como Egipto, las dos superpotencias locales, se tragaron rápidamente su orgullo y aprendieron a tolerar las intromisiones de los embajadores romanos, postrándose ante el nuevo poder y reconociendo la hegemonía de la República. El gobierno formal de Roma todavía era limitado, pues no abarcaba oficialmente más allá de Macedonia, Sicilia y partes de España, pero su alcance hacia la década del 140 a. J.C. se extendía a tierras extrañas de las que pocos en Roma habían oído hablar. La magnitud y la velocidad del aumento del poder de la República fue tan sorprendente que nadie, y menos los propios romanos, podía creerlo.

Y aunque les entusiasmaban los logros de su país, también es cierto que muchos ciudadanos se sentían un poco incómodos. Los moralistas, que se dedicaban a lo que los moralistas romanos habían hecho siempre y comparaban el presente de modo desfavorable con el pasado, no tenían que ir muy lejos para encontrar pruebas de las perniciosas consecuencias del imperio. El oro corrompía las viejas costumbres. Además del botín, de tierras extranjeras llegaron cultos y filosofías extraños. La descarga de tesoros orientales en lugares públicos y las lenguas extranjeras que se oían en las calles de Roma no sólo provocaban orgullo, sino también alarma. Nunca los sólidos valores campesinos que le habían hecho ganar a Roma un imperio gozaron de más prestigio que al ser flagrantemente ignorados. «La República se fundamenta en sus antiguas costumbres y en sus hombres», 4 se había afirmado triunfalmente en la euforia que siguió a la guerra contra Aníbal. Pero ¿y si esos cimientos comenzaban a agrietarse? Los romanos estaban desorientados por la desconcertante transformación de su ciudad, que a un ritmo frenético se estaba convirtiendo de aldea en superpotencia, y temían la envidia de los dioses. Por una incómoda paradoja, su contacto con el mundo vino a ser, a la vez, la medida de su éxito y de su decadencia.

Pues aunque Roma era grande, no faltaban presagios de su posible destrucción. Abortos monstruosos, ominosos vuelos de pájaro…: portentos como ésos seguían poniendo nerviosos a los romanos y requerían, si los prodigios resultaban particularmente amenazadores, la consulta a los proféticos libros de la Sibila. Y en ellos siempre se encontraba consejo y un remedio que poner en práctica. Las costumbres romanas sancionadas por el paso del tiempo, las de los ancestros, eran resucitadas o confirmadas. Con ello se evitaba la catástrofe y se preservaba la seguridad de la República.

Pero aun así, el mundo cambiaba y se aceleraba, y la República cambiaba y se aceleraba con él. Algunas señales de crisis desafiaban todos los poderes del antiguo ritual. Los cambios que el pueblo romano había puesto en marcha no eran fáciles de detener, ni siquiera con los consejos de la Sibila.

No hacían falta portentos para darse cuenta de ello, bastaba dar un paseo por la nueva capital del mundo.

Y no todo estaba bien en las furiosas calles de Roma.

La capital del mundo

Una ciudad, una ciudad libre, era el lugar donde un hombre podía ser plenamente un hombre. Los romanos lo daban por hecho. Tener la civitas, la ciudadanía, era ser civilizado, una asunción que todavía hoy sigue incrustada en la lengua castellana. La vida no valía nada sin el marco que sólo una ciudad independiente podía brindar. Un ciudadano se definía a sí mismo por su asociación con los demás, con los que compartía alegrías y penas, ambiciones y miedos, festivales, elecciones y la disciplina de la guerra. Como una urna que cobrara vida por la presencia de un dios, el tejido de una ciudad se convertía en sagrado por la vida comunal que cobijaba en su seno. Para sus ciudadanos, en consecuencia, el escenario urbano era algo sagrado. Era el testimonio palpable del legado que convertía a su gente en lo que era. Hacía posible que se conociera el espíritu de un estado.

Las potencias extranjeras, cuando entraban por primera vez en contacto con Roma, se sentían a menudo reconfortadas por ese pensamiento. Comparada con las bellas ciudades del mundo griego, Roma parecía un lugar sucio y atrasado. En Macedonia, los cortesanos se reían disimuladamente con superioridad cuando oían descripciones de la ciudad. 5 Así les fue. Sin embargo, incluso cuando el mundo ya había aprendido a inclinarse ante los romanos, Roma seguía teniendo un aire provinciano. De vez en cuando se intentó acicalarla, sin demasiado éxito. Incluso algunos romanos, al irse familiarizando con las armoniosas y bien planificadas ciudades griegas, sentían de vez en cuando una pizca de vergüenza. «Cuando los capuanos comparan Roma, con sus colinas y profundos valles, con sus áticos asomándose sobre las calles, con sus calles hechas un desastre y sus callejones atestados, con su propia ciudad de Capua, graciosamente dispuesta sobre una adecuada llanura, se burlan de nosotros y nos miran con desprecio», 6 ése era el temor de los romanos. Pero aun así, una vez dicho y considerado todo, la única verdad era que Roma era una ciudad libre, y Capua no.

Por supuesto, ningún romano lo olvidaba jamás. Puede que a veces se quejara de su ciudad, pero nunca dejaba de enorgullecerse de ella. A un romano le parecía totalmente obvio que Roma, dominadora del mundo, había sido bendecida por los dioses y que su destino era gobernar a los demás pueblos. Los estudiosos apuntaban con erudición que su localización evitaba los extremos de calor, que debilitaban el espíritu, y de frío, que entumecían el cerebro. Era pues un hecho geográfico indiscutible que «el mejor sitio para vivir, ocupando el justo punto medio, y perfectamente ubicado en el centro del mundo, es el lugar donde el pueblo romano tiene su ciudad». 7 Pero un clima templado no era el único don que los previsores dioses habían otorgado a los romanos. Contaban con colinas fácilmente defendibles, con un río que les daba acceso al mar, y con manantiales y frescas brisas que mantenían sanos los valles. Leyendo cómo los autores romanos elogiaban su propia ciudad, 8 uno nunca diría que el hecho de que hubiera sido erigida sobre siete colinas fuera una contravención de los principios que los propios romanos aplicaban en la planificación de sus ciudades, que el Tíber fuera dado a sufrir violentas crecidas y que los valles de Roma estuvieran infectados de malaria. 9 Los romanos amaban su ciudad con el tipo de amor que sólo puede ver virtudes en los defectos más escandalosos del ser amado.

Esta visión idealizada de Roma era la sombra que acompañaba constantemente a la escuálida realidad. Con ello se generaba un desconcertante compuesto de paradojas y comparaciones en el que nada era exactamente lo que parecía ser. A pesar de todo el «humo y riqueza y bullicio» 10 de su ciudad, los romanos nunca dejaron de idealizar aquel primitivo escenario idílico que creían que había existido alguna vez a orillas del Tíber. Conforme Roma se agitaba y retorcía por el esfuerzo de su expansión, el esqueleto de la vieja ciudad estado asomaba, a veces difuminado, a veces con más claridad, en la moderna y abarrotada metrópoli. En Roma, los recuerdos se guardaban cuidadosamente. El presente se hallaba en lucha constante con el pasado; el movimiento y la impaciencia, con la reverencia por otros tiempos; y el sentido práctico, con la devoción por el mito. Cuanto más poblada y corrupta se volvía su ciudad, más celosamente ansiaban los romanos tener la certeza de que Roma seguía siendo Roma.

Así pues, el humo de los sacrificios a los dioses continuaba elevándose sobre las siete colinas, igual que lo había hecho en los viejos tiempos, cuando árboles «de todo tipo» habían cubierto una de las colinas, el monte Aventino. 11 Hacía ya mucho que los bosques habían desaparecido de Roma, y si los altares de la ciudad todavía enviaban al cielo columnas de humo, también lo hacían una multitud de hogares, hornos y talleres. Mucho antes de verla, una lejana bruma pardusca advertía al viajero de que se estaba acercando a la gran ciudad. Y no era ése el único aviso. Las ciudades cercanas, cuyos nombres se habían hecho célebres por su lucha contra la República en el pasado arcaico, estaban ahora desiertas, reducidas a unas pocas posadas dispersas, vaciadas por ese centro de gravedad que era Roma.

Al seguir adelante, sin embargo, el viajero encontraba a ambos lados de la carretera asentamientos más recientes. Incapaz de alojar a una población en rápido crecimiento, Roma comenzaba a reventar por las costuras. A lo largo de las principales carreteras se extendían arrabales de chabolas. También se daba cobijo a los muertos, y las necrópolis, que crecían hacia la costa y hacia el sur, paralelas a la gran vía Apia, eran famosas por sus ladrones y sus rameras baratas. Sin embargo, no todas las tumbas estaban rodeadas de degradación. Cuando el viajero se acercaba a las puertas de Roma, percibía a veces un aroma de mirra o de casia, que mitigaba la peste de la ciudad. Eran los perfumes de la muerte, que la brisa le acercaba desde alguna tumba rodeada de cipreses. Un momento así, de comunión con el pasado, era algo habitual en Roma. No obstante, al igual que la quietud de un cementerio daba amparo a la violencia y la prostitución, ni siquiera los lugares más sagrados y eternos eran inmunes al vandalismo. En las tumbas siempre había carteles advirtiendo que estaba prohibido pintar eslóganes políticos, pero aun así abundaban los graffiti. En Roma, capital de la República, la política era una plaga. Sólo en las ciudades conquistadas, las elecciones eran irrelevantes. Roma, después de haber amputado la vida política de otras sociedades, era ahora el supremo teatro de ambiciones y sueños de todo el mundo.

Ni tan sólo las tumbas llenas de graffiti preparaban al viajero para la locura que le aguardaba al traspasar las puertas de la ciudad. Las calles de Roma nunca habían seguido ningún plan definido. Para ello se hubiera necesitado un déspota preocupado por el urbanismo, y los magistrados romanos rara vez pasaban más de un solo año seguido en el cargo. Como consecuencia, la ciudad había crecido de forma caótica, siguiendo el capricho de incontrolables impulsos y necesidades. Fuera de las dos grandes arterias de Roma, la vía Sacra y la vía Nova, un visitante se descubriría pronto sumido en el caos más absoluto. «Un contratista se apura, acalorado y sudoroso, con sus mulas y porteadores. De una cuerda de una gran grúa pende piedra y madera, el cortejo de un funeral compite por el espacio con carros bien construidos, por allí va un perro loco, por allá una cerda que ha estado revolcándose en el fango.» 12 Atrapado en el remolino, el viajero estaba prácticamente condenado a perderse.

Incluso los ciudadanos de Roma pensaban que su ciudad era confusa. La única forma de moverse por sus calles era memorizar elementos notables del paisaje urbano: quizá una higuera, o la columnata de un mercado, o, mejor todavía, un templo lo suficientemente grande como para sobresalir del laberinto de estrechas callejuelas. Afortunadamente, Roma era una ciudad devota en la que abundaban los templos. La reverencia con la que los romanos trataban a su pasado hacía que casi nunca demolieran los edificios viejos, ni siquiera cuando ya hacía tiempo que se habían desvanecido bajo los ladrillos los espacios abiertos en los que se habían construido. Los templos sobresalían entre tugurios y mercados de carne. Puede que dieran cobijo a estatuas veladas cuya identidad se había olvidado hacía mucho tiempo, pero aun así a nadie se le pasaba por la cabeza derruirlos. Estos fragmentos de un pasado arcaico conservados en piedra, fósiles de los primeros días de la ciudad, aportaban a los romanos el sentido de la orientación que tanto necesitaban. Eternos, como los dioses cuyos espíritus moraban en ellos, se levantaban como anclas en medio de una tempestad.

Mientras tanto, por todas partes, entre el repicar de martillos, el ruido de las ruedas de los carros y el crujir de los escombros, la ciudad se construía, destruía y volvía a construirse sin cesar. Los promotores andaban siempre buscando la forma de aprovechar más el espacio y sacarle todavía más beneficios. Apenas se había apagado un incendio, que entre las cenizas y los escombros crecían las chabolas como si fueran malas hierbas. A pesar de los denodados esfuerzos de los magistrados por mantener las calles despejadas, éstas se hallaban tomadas por paradas de mercado y chozas de ocupas. Y los promotores, siempre a la caza de mayores réditos en una ciudad que llevaba tiempo constreñida por sus murallas, habían comenzado a apuntar al cielo. Por todas partes se elevaban bloques de apartamentos. Durante los siglos II y I a. J.C., los caseros competían los unos con los otros por ver quién los hacía más altos; una situación ante la que la ley fruncía el ceño, pues era notorio que los destartalados bloques de pisos se construían de forma muy chapucera. En general, sin embargo, no se imponían los reglamentos de seguridad con la energía suficiente como para que sirvieran de contención ante las posibilidades de negocio que ofrecía edificar una pocilga de muchas plantas de altura. En las seis plantas o más, los inquilinos se encontraban apiñados en minúsculas habitaciones con paredes de papel de fumar, hasta que, inevitablemente, el edificio se venía abajo. Y luego lo reconstruían todavía más alto.

En latín se conocía a estos bloques de pisos como insulae, «islas», una palabra sugerente que reflejaba la forma en la que se elevaban sobre el mar de vida que corría por las calles. Para aquellos que estaban tirados en las insulae, la falta de raíces era mucho más que una metáfora. Incluso en las plantas bajas, las insulae no solían tener ni desagües ni agua corriente. Y, sin embargo, cuando los romanos querían presumir de su ciudad, hablaban precisamente de las cloacas y los acueductos, comparando el valor práctico de sus obras públicas con las inútiles extravagancias de los griegos. La Cloaca Máxima, el monstruoso desagüe principal de Roma, había sido su intestino desde antes de la fundación de la propia República. Los acueductos, construidos con el botín traído de Oriente, eran una demostración, igual de espectacular, del compromiso romano con la vida en comunidad. Se prolongaban durante más de 55 kilómetros y llevaban agua fresca de las montañas hasta el mismo corazón de la ciudad. Incluso los griegos admitían a veces estar impresionados. «Los acueductos traen tal caudal que el agua fluye como si se tratara de ríos», escribió un geógrafo. «Casi no hay ninguna casa en Roma que no tenga una cisterna, una conexión a la red hidráulica o una fuente de la que mane el agua.» 13 Obviamente, no visitó los barrios bajos.

En verdad, nada ilustraba mejor la ambigüedad de Roma que el hecho de que fuera a la vez una de las ciudades más limpias y una de las más sucias. Por sus calles no sólo corría el agua, sino también la porquería. Si el murmullo de una fuente pública simbolizaba las más nobles y eternas virtudes de la República, la suciedad ilustraba sus horrores. Los ciudadanos que se apartaban de la carrera de obstáculos que era la vida de todo romano se arriesgaban a que les tiraran mierda -literalmente- sobre la cabeza. Plebs sordida, se los llamaba, los «siempre sucios». Periódicamente, se recogía la basura de las insulae en carretillas para fertilizar los jardines que había más allá de las murallas de la ciudad, pero siempre había demasiada: la orina rebosaba los bordes de jarras de tierra de batán y montones de excrementos cubrían las calles. Cuando morían, los mismos pobres eran arrojados a la basura. No era para ellos la dignidad de una tumba junto a la vía Apia. Sus cuerpos se tiraban junto con los demás desperdicios en grandes fosas cavadas más allá de la puerta más oriental de la ciudad, la Esquilina. Los viajeros que se acercaran a Roma por esta ruta veían huesos tirados a ambos lados del camino. Era un lugar maldito y espantoso, un nido de brujas, de las que se decía que arrancaban la carne de los cadáveres y convocaban a los espíritus desnudos de los muertos desde sus fosas comunes. En Roma, la indignidad del fracaso iba más allá de la muerte.

La degradación a tal escala era algo nuevo en el mundo. El sufrimiento de los pobres de la ciudad era todavía más terrible porque, al privarlos de los placeres de la comunidad, se les negaba todo aquello en lo que consistía ser romano. La soledad de la vida en el último piso de un bloque de apartamentos representaba la antítesis de todo aquello que más valoraba un ciudadano. Apartarlo de los ritmos y los rituales de la sociedad era rebajarle al nivel de un bárbaro. La República era igual de implacable con sus enemigos que con sus ciudadanos. Abandonaba a aquellos que la abandonaban. Y tras abandonarlos, al final, hacía que los barrieran junto con la basura.

No es sorprendente que la vida en Roma fuera una lucha desesperada por evitar ese destino. Se celebraba la pertenencia a la comunidad siempre que se podía. El potencial anonimato que aportaba la gran ciudad no era total. Por grande e informe que pareciera la metrópoli, había pautas de orden que desafiaban el caos. Los templos no eran los únicos guardianes de lo divino. También se creía que los cruces de caminos estaban cargados de energía espiritual. Unos dioses misteriosos, los lares, guardaban las intersecciones de todas las calles importantes de la ciudad. Estas calles, las vici, eran tan importantes para la vida comunitaria que para los romanos la misma palabra significaba también «barrio». Cada enero, en el festival de la Compitalia, los vecinos de un vicus celebraban una gran fiesta pública. Se colgaban muñecas de lana en las capillas de los lares, una por cada hombre y mujer libre del barrio, y una bola por cada esclavo. Este relativo igualitarismo se reflejaba en las asociaciones profesionales que también se centraban en el vicus y estaban abiertos a todos por igual: ciudadanos, libertos y esclavos. Era en estas asociaciones, los collegia, más que en el gran escenario de la ciudad, donde la mayoría de los ciudadanos pugnaban por obtener el más preciado objetivo de un romano: el prestigio. En un vicus un ciudadano podía conocer a sus colegas, sentarse a cenar con ellos, unirse a ellos en las festividades a lo largo de todo el año y vivir confiado en que mucha gente asistiría a su funeral. A través de ese mosaico de comunidades que cubría la metrópoli entera pervivían las relaciones íntimas tradicionales de la vida de una pequeña ciudad.

Pero eso no bastaba para calmar las sospechas de los extranjeros. Al caminar por una de las calles principales, el rumor procedente de los estrechos callejones que partían de ella parecía preñado de amenazas y el aire estaba cargado con el hedor de cuerpos sucios y del comercio. Para los olfatos refinados, ambos olores eran igual de nocivos. El miedo de que los collegia fueran tapaderas del crimen organizado se combinaba rápidamente con el instintivo desprecio que las clases altas sentían por cualquiera que se viera obligado a ganarse la vida trabajando. La mera idea del trabajo retribuido inspiraba paroxismos de esnobismo. Era un insulto a todos los sencillos valores rurales en los que los ricos moralistas, que holgazaneaban cómodamente en sus villas, fingían creer. Su desprecio por «la plebe» era absoluto. Abarcaba no sólo a los deshechos humanos que se morían de hambre en las calles o se hacinaban en las insulae, sino también a los comerciantes, tenderos y artesanos. Se daba por sentado que la «necesidad» hacía que «todo pobre fuera deshonesto». 14 Ese desprecio -como es lógico- creaba un gran resentimiento entre los despreciados. * Cuando un noble pronunciaba la palabra plebs, no podía evitar torcer los labios, pero la propia plebs sentía orgullo al oír esa denominación. Un nombre que se escupía como un insulto se había convertido en un signo de identidad, y en Roma tales signos se valoraban mucho.

Como otras características fundamentales de la vida romana, las divisiones de clase y de estatus estaban profundamente enraizadas en los mitos del origen de la ciudad. En la parte más alejada del valle más al sur de Roma se elevaba la colina del Aventino. Allí era donde siempre acababan los inmigrantes, el barrio de acogida con el que contaban todas las grandes ciudades, un área en la que los recién llegados se reunían instintivamente, atraídos por la compañía y la confusión que podían compartir con los demás. Frente al Aventino se elevaba una segunda colina. No había chabolas en el Palatino. En Roma, las colinas tendían a ser lugares selectos. Por encima de los valles, el aire era más fresco, menos pestilente, y, en consecuencia, respirar allí resultaba más caro. Pero de las siete colinas de Roma, el Palatino era con mucho la más selecta. Aquí era donde la élite de la ciudad había decidido agruparse. Sólo los más ricos de entre los ricos podían permitirse los precios de la zona. Sin embargo, como una muestra de incongruencia, allí, en la zona urbana más cara y exclusiva del mundo había una cabaña de pastores hecha de juncos. Puede que los juncos se secasen y cayeran, pero siempre se colocaban otros nuevos, de modo que la cabaña parecía eterna. Constituía el triunfo definitivo del conservadurismo romano: era el hogar en el que había transcurrido la infancia de Rómulo, el primer rey, y Remo, su hermano.

Según cuenta la leyenda, los dos hermanos decidieron fundar una ciudad, pero no pudieron ponerse de acuerdo ni en el lugar ni en el nombre que habría de tener. Rómulo se había quedado en el Palatino, Remo en el Aventino, aguardando ambos alguna señal de los dioses. Remo vio seis buitres volando sobre él, pero doce volaron sobre Rómulo, que lo tomó como prueba indiscutible de que los dioses le apoyaban. Sin perder tiempo, fortificó el Palatino y bautizó a la ciudad con su propio nombre. Remo, presa de los celos y el resentimiento, murió en una pelea con su hermano. Ese enfrentamiento selló definitivamente el destino de las dos colinas. En adelante, el Palatino sería para los ganadores; el Aventino, para los perdedores. Éxito y fracaso, prestigio y vergüenza, que allí cobraban forma en la misma geografía física de la ciudad, eran los dos polos sobre los que oscilaba la vida en Roma.

Un ancho valle se abría entre las colinas de Rómulo y de Remo, a imagen del abismo social que se abría entre el senador en su villa y el zapatero en su chabola. En Roma no existían las gradaciones sutiles de riqueza, no había nada que se pareciera a la clase media moderna. En ese sentido, el Palatino y el Aventino eran verdaderas insulae, distantes islas. No obstante, el valle que separaba ambas colinas también las unía por virtud de un simbolismo tan antiguo como el propio Rómulo. Desde tiempos de los reyes, en el Circo Máximo se celebraban carreras de carros. El Circo, que se extendía a lo largo de todo el valle entre ambas colinas, era con mucho el espacio público más grande de Roma. Enmarcado a un lado por destartaladas chabolas y por el otro por elegantes villas, era el lugar en que la ciudad se reunía en los festivales. Tenía capacidad para albergar hasta doscientos mil ciudadanos. Era esta capacidad, que todavía no ha sido igualada por ningún estadio deportivo de nuestros tiempos, lo que lo convertía en un espectáculo deseado y temido. El público del Circo era el mayor espejo para la grandeza que existía en Roma. Aquí era donde un ciudadano se podía distinguir públicamente de forma más clara, ya fuera por las aclamaciones o por los abucheos y burlas del público. Este pensamiento estaba en la cabeza de todos los senadores que miraban el Circo desde sus villas. También estaba en la cabeza de todo zapatero que miraba al valle desde su chabola. A pesar del enorme abismo que existía entre ellos, el ideal de compartir una comunidad se mantenía firme tanto para el millonario como para el indigente. Los dos eran ciudadanos de una misma república. Después de todo, ni el Palatino ni el Aventino eran completamente unas islas.

Sangre en el laberinto

La paradoja central de la sociedad romana -que una brutal división de clases pudiera coexistir con un sentimiento casi religioso de comunidad- se había consolidado a lo largo de la historia de Roma. La misma fundación de la República había inspirado una revolución contra las exigencias de la autoridad. Aun así, tras la expulsión de Tarquino y de la monarquía, los plebeyos descubrieron que la antigua aristocracia romana, los patricios, era tan opresiva como lo habían sido los reyes. No había peores esnobs que los pa tricios. Tenían derecho a llevar caprichosos zapatos. Decían codearse con los dioses. Algunos incluso afirmaban descender de los dioses. El clan Julio, por ejemplo, remontaba su linaje hasta el propio Eneas, un príncipe de la casa real troyana, que a su vez era nieto de Venus. Era el tipo de ascendencia que hacía que uno se diera aires de grandeza.

De hecho, en los primeros años de historia de la República, la sociedad romana había estado a punto de quedarse anquilosada por completo. Los plebeyos, no obstante, se negaron a reconocer que pertenecieran a una casta inferior y lucharon con la única arma que tenían: la huelga. El lugar escogido para sus protestas, como no podía ser de otra forma, fue el Aventino. * Allí, cada cierto tiempo, amenazaban con cumplir la vieja amenaza de Remo y fundar una ciudad completamente nueva. Los patricios, abandonados a su altivez al otro lado del valle, acababan ofreciendo con reticencia unas pocas concesiones para que los plebeyos volvieran al trabajo. Gradualmente, conforme pasaban los años, las clases sociales se volvieron más permeables. El antiguo y sólido muro entre patricios y plebeyos comenzó a mostrar algunas grietas. «¿Qué clase de justicia es quitarle a alguien nacido en Roma toda esperanza de llegar a ser cónsul sólo por su humilde cuna?», 15 habían exigido saber los plebeyos. Y finalmente se decidió que, en efecto, no era justo. En el 367 a. J.C. se aprobó una ley que permitía a cualquier ciudadano presentarse a ser elegido para los más altos cargos del Estado, derecho que hasta entonces se habían arrogado en exclusiva los patricios. Como reconocimiento de su tradicional familiaridad con los dioses, se mantuvieron unos cuantos puestos religiosos menores como prerrogativa especial de los patricios. Desde luego, debió de ser un magro consuelo para las familias de linaje puro, que a partir de entonces se vieron agobiadas con la competición de los plebeyos.

A lo largo de los siglos, muchos clanes se difuminaron hasta casi desaparecer. Los Julio, por ejemplo, descubrieron que el hecho de descender de Venus no ayuda a conseguir un consulado: sólo lo lograron en dos ocasiones durante dos siglos. Y no solamente era su prestigio político lo que andaba en decadencia. Vivían alejados de las enrarecidas cumbres del Palatino, en uno de los valles en los que los pobres se agitaban y hedían. Vieron como su vecindario fue decayendo hasta convertirse en una pocilga. Lo que fue la pequeña aldea de Subura se había convertido en el barrio más famoso de Roma. Como si fuera un señorial navío con una vía de agua, la silueta de la mansión de los Julio se había visto sumergida tras burdeles, tabernas e incluso -para mayor conmoción- una sinagoga.

La alta cuna, pues, no garantizaba nada en Roma. El hecho de que los descendientes de una diosa vivieran en un barrio chino demostraba que no sólo los pobres debían temer las consecuencias del fracaso. En todos los niveles sociales, la vida de un ciudadano era una lucha sin cuartel para superar los logros de sus ancestros. La República, tanto en sus principios como en la práctica diaria, era una meritocracia salvaje. De hecho, eso era lo que los romanos entendían por libertad. Les parecía evidente que toda su historia evolucionaba desde la esclavitud hacia una libertad basada en la dinámica de la competencia constante. La prueba de la superioridad de este modelo de sociedad era que había aplastado cualquier alternativa concebible. Los romanos sabían que si hubieran permanecido esclavos de un monarca o de un pequeño y endogámico grupo de aristócratas, nunca habrían logrado conquistar el mundo. «Es casi increíble cuán grandes fueron los logros de la República una vez la gente hubo ganado su libertad, tal era la pasión por la gloria que ardía en el corazón de todos los hombres.» 16 Era algo que hasta el patricio más antipático reconocía. Puede que las clases altas no vieran en la plebs más que sucia escoria, pero todavía podían idealizar a un abstracto -y, por tanto, libre de hedor- pueblo romano.

Esta hipocresía prácticamente definía a la República. No se trataba de un subproducto de su constitución, sino que era su verdadera esencia. Los romanos no juzgaban su sistema político preguntándose si tenía sentido, sino si funcionaba. Sólo abolían algún aspecto de su gobierno si se demostraba que era poco eficiente o injusto. Fuera de estos motivos, había las mismas posibilidades de que se planteasen racionalizar su constitución que de que derruyeran Roma entera para reconstruirla desde cero. En consecuencia, la República estaba tan llena de discrepancias y contradicciones como el mismo tejido físico de la ciudad, un confuso montón de añadidos realizados a lo largo de muchos siglos. Al igual que las calles de Roma formaban un laberinto, también los vericuetos que un ciudadano tenía que recorrer durante su vida pública eran confusos, estaban llenos de obstáculos y conducían a muchos callejones sin salida. Pero eran caminos que debía recorrer. A pesar de la despiadada competencia que existía en la República, ésta estaba regida por reglas tan complejas y fluidas como inviolables. Dominarlas llevaba toda una vida. Además de talento y dedicación hacían falta contactos, dinero y tiempo libre. La consecuencia era una nueva paradoja: la meritocracia, a pesar de ser real e implacable, servía en realidad para perpetuar una sociedad en la que sólo los ricos podían darse el lujo de una carrera política. Puede que individuos concretos ascendieran a la grandeza o que antiguas familias entrasen en decadencia, pero pervivía en el sistema una fe inmutable en la jerarquía.

Este orden de cosas hacía que los que estaban en la parte de abajo de la pirámide social se enfrentaran a dolorosas ambivalencias. Legalmente, los poderes del pueblo romano eran casi ilimitados: a través de una serie de instituciones podían votar a los magistrados, promulgar leyes y llevar a Roma a la guerra. Pero la constitución era una galería de espejos. Si se cambiaba un poco el ángulo desde el que se la observaba, la soberanía popular cobraba visos de algo muy distinto. Los extranjeros no eran los únicos sorprendidos por la cualidad camaleónica de la República: «los propios romanos -observaba un analista griego- son incapaces de afirmar con seguridad si su sistema es una aristocracia, una democracia o una monarquía». 17

No era que los poderes de la gente fueran ficticios: incluso los más poderosos candidatos a las magistraturas se esforzaban en cortejar a los votantes y no sentían el menor rubor al hacerlo. La competición en las elecciones era básica para la imagen que el romano tenía de sí mismo y, también, para el buen funcionamiento de la República.

Es el privilegio de un pueblo libre, y particularmente del gran pueblo libre de Roma, cuyas conquistas han creado un imperio que abarca el mundo entero, poder dar o no su voto a cualquier candidato que se presente a cualquier cargo. Aquellos de nosotros que hemos sido zarandeados por las olas de la opinión pública debemos dedicarnos a la voluntad del pueblo, masajearlo, nutrirlo, intentar mantenerlo feliz cuando parece que se vuelve contra nosotros. Si no nos importan los honores que el pueblo tiene a su disposición, entonces obviamente no hay necesidad de que nos pongamos al servicio de sus intereses, pero si las recompensas políticas son nuestro objetivo, entonces nunca debemos cansarnos de cortejar a los votantes. 18

El pueblo era importante y, más todavía, sabía que era importante. Al igual que cualquier electorado, disfrutaba haciendo sudar a los candidatos que buscaban su favor. En la República «no había nada más voluble que las masas, nada más impenetrable que los deseos de la gente, nada más proclive a frustrar las expectativas que el sistema electoral entero». 19 Sin embargo, por muy impredecible que fuera la política romana, todavía tenía más de eminentemente predecible. Sí, el pueblo tenía sus votos, pero sólo los ricos tenían posibilidades reales de ganar los cargos públicos, * y ni siquiera la riqueza por sí misma era suficiente para garantizar el éxito de un candidato. El carácter romano tenía una fuerte vena de esnobismo: de hecho, los ciudadanos preferían votar a familias cuya marca fuera conocida; elegían para las grandes magistraturas del Estado al hijo tras el padre tras el abuelo, mimando con una regularidad abrumadora las pretensiones dinásticas de la nobleza. Ciertamente, un romano no tenía por qué pertenecer a las clases dirigentes para compartir sus prejuicios. Ni siquiera los ciudadanos más pobres querían cambiar la sociedad, sino sólo que les fuera mejor en ella. La desigualdad era un precio que los ciudadanos de la República pagaban a gusto por su sentido de la comunidad. Los disturbios entre clases, en los que habían ganado los plebeyos su igualdad con los patricios, eran algo del lejano pasado, que no sólo no podían repetirse sino que ya ni siquiera podían concebirse.

Una de las ironías típicas de la República reflejaba bien esta situación. Justo en el momento de su triunfo, los plebeyos se habían desmantelado a sí mismos como movimiento revolucionario. En el 367 a. J.C., con la abolición de las restricciones legales que les habían impedido medrar, los plebeyos ricos habían perdido el interés en seguir haciendo frente común con los pobres. Las familias plebeyas ambiciosas prefirieron dedicarse a actividades mucho más lucrativas, como monopolizar el consulado y comprar el Palatino. Tras dos siglos y medio acabaron como los cerdos de Revolución en la granja, indistinguibles de sus antiguos opresores. De hecho, en algunos aspectos, eran ellos los que empuñaban ahora el látigo. Las magistraturas que se habían obtenido de los patricios como resultado de la lucha de clases servían para impulsar las carreras de los ambiciosos nobles plebeyos. Uno de esos cargos reservados a los plebeyos, el tribunado, ofrecía inmensas oportunidades para el lucimiento personal. No sólo los tribunos poseían el celebrado veto sobre las leyes que no les gustasen, sino que podían convocar asambleas públicas en las que aprobar sus propias leyes. Los patricios, que tenían prohibido presentarse a las magistraturas plebeyas, sólo podían contemplar los acontecimientos con una mezcla de resentimiento y repulsa.

Por supuesto, también era peligroso para un tribuno forzar la situación. Como la mayoría de las magistraturas de la República, el cargo tenía sus ventajas, pero también sus riesgos. Y las leyes no escritas que servían para juzgar la conducta de un tribuno eran sorprendentemente paradójicas incluso para lo habitual en la vida política romana. Un cargo que ofrecía tantas posibilidades de jugar sucio estaba también, sin embargo, protegido por el manto de lo sagrado. Al igual que en los tiempos antiguos, la persona de un tribuno era inviolable, y se consideraba que cualquiera que infringiese ese precepto se había alzado contra los propios dioses. A cambio de este estatus sacrosanto, un tribuno estaba obligado, durante el año que duraba su cargo, a no abandonar Roma y a mantener siempre su casa abierta. Tenía que prestar mucha atención a las dificultades y quejas de la gente, escucharlos siempre que le parasen en la calle, y leer los graffiti que escribieran en los monumentos públicos animándole a aprobar u obstruir nuevas medidas. No importaba lo desmesurada que fuera su ambición personal, el aristócrata que elegía presentarse a una elección a tribuno no podía permitirse parecer altivo. A veces llegaba incluso a imitar el acento plebeyo de los barrios bajos para congraciarse con el pueblo. Los romanos llamaban populares a estos hombres: políticos que confiaban en su don de gentes.

Pero al mismo tiempo que defendía los intereses del pueblo, un popularis tenía que respetar la sensibilidad de su propia clase. Era un equilibrio complejo que necesitaba de mucha habilidad. Si el tribunado levantaba suspicacias en los elementos más conservadores de la nobleza, era en buena parte por las tentaciones únicas que ofrecía a quienes lo detentaban. Existía el riesgo de que un tribuno fuera demasiado lejos y sucumbiera al encanto de la popularidad fácil entre las masas, sobornándolas con reformas radicales y antirromanas. Y, por supuesto, cuanto más crecían y hervían los barrios bajos y cuanto más miserables se hacían las condiciones de vida de los pobres, mayor era ese riesgo.

Fueron dos hermanos de impecable cuna, Tiberio y Cayo Graco, los que al fin realizaron el fatídico intento. Primero Tiberio, en el 133 a. J.C., y luego Cayo, diez años después, utilizaron sus tribunados para impulsar reformas a favor de los pobres. Propusieron que las tierras de dominio público fueran divididas en huertos y entregadas a las masas; que se les vendiera el trigo por debajo del precio de mercado, e incluso, lo más terrible de todo, que la República diera ropas a sus soldados más pobres. Eran, desde luego, medidas radicales, que, inevitablemente, horrorizaron a la aristocracia. Para la mayoría de los nobles había algo implacable y siniestro en la devoción que los Graco sentían hacia el pueblo. Cierto, Tiberio no era el primero de su clase social en propugnar una reforma agraria, pero su paternalismo iba, para sus colegas, demasiado lejos y demasiado rápido. Cayo resultó todavía más peligroso, pues tenía conscientemente una visión revolucionaria de una República imbuida de los valores de la democracia griega, en la que el equilibrio de poder entre las clases se vería profundamente transformado, y el pueblo, no la aristocracia, sería el árbitro de los destinos de Roma. Los demás nobles se preguntaban cómo uno de ellos podía defender esa idea si no era que esperaba establecerse a sí mismo como tirano. Les parecía particularmente ominoso el hecho de que Tiberio, después de que hubiera concluido su año de mandato, buscara inmediatamente la reelección, y que Cayo lograra efectivamente en el 122 a. J.C. obtener un segundo tribunado consecutivo. ¿A dónde llevarían tamañas ilegalidades? Por sagrada que fuera la figura de un tribuno, más sagrado todavía era el deber de preservar la propia República. En ambas ocasiones se alzaron gritos para que se defendiera la constitución y en ambas ocasiones obtuvieron respuesta. Doce años después de que Tiberio fuera asesinado, apaleado hasta morir con la pata de un taburete en una violenta pelea, Cayo, en el 121, fue asesinado también por agentes de la aristocracia. Decapitaron su cadáver y echaron plomo dentro del cráneo. En los días siguientes a su asesinato, tres mil de sus seguidores fueron ejecutados sin juicio previo.

En estos estallidos de violencia civil se vertió sangre en las calles de Roma por primera vez desde la expulsión de los reyes. Lo grotesco de su ejecución refleja hasta qué punto llegaba la paranoia aristocrática. La tiranía no era el único fantasma del pasado de Roma que despertaron los Graco. No era coincidencia que, por ejemplo, Cayo muriera en el lugar más sagrado para la causa plebeya, el Aventino. Al refugiarse allí, él y sus seguidores habían buscado deliberadamente identificar su causa con la de los antiguos huelguistas. A pesar de que los pobres no se alzaron en su defensa, el intento de Cayo de despertar las tanto tiempo aletargadas luchas de clases les pareció a muchos miembros de la nobleza una irresponsabilidad terrorífica. Pero las represalias también les causaron incomodidad. La caza del hombre no era aceptable en un pueblo civilizado. En la calavera llena de plomo de Cayo Graco veían un terrible anticipo de lo que podía pasar si se rompían las tradiciones de la República y se socavaban sus cimientos. Era el tipo de aviso al que los romanos, por su temperamento, hacían caso. ¿Qué era la República, después de todo, sino una comunidad unida por sus asunciones, sus precedentes y su pasado comunes? Poner en entredicho esta herencia era avanzar hacia el abismo. Si la República se venía abajo, las únicas alternativas eran la tiranía o la barbarie.

Aquí, pues, se hallaba la paradoja final. Un sistema que atizaba en sus ciudadanos una desgarradora sed de prestigio, que se crecía con sus jactancias y sus rivalidades, que generaba un dinamismo tan agresivo que había arrollado a todos los que se habían alzado contra él, también fomentaba la parálisis. Ésta era la verdadera tragedia de los Graco. Sí, los movía la búsqueda de la propia gloria -al fin y al cabo, eran romanos-, pero también intentaron con verdadera pasión mejorar las vidas de sus conciudadanos. Las carreras de ambos hermanos habían sido valientes intentos de lidiar con los múltiples y manifiestos problemas de Roma. En ese sentido, los Graco habían muerto como mártires de sus ideales. Pero pocos de sus pares de la nobleza hallaban consuelo en ese pensamiento. En la República no se hacían distinciones entre los objetivos políticos y las ambiciones personales. La influencia conllevaba poder, el poder conllevaba influencia. El destino de los Graco había demostrado de forma fehaciente que cualquier intento de imponer reformas de raíz a la República sería interpretado como una vuelta a la tiranía. Los programas que incluyesen cambios radicales, por muy idealista que fuera su inspiración, se desintegrarían por culpa de las rivalidades internas de la propia República. Al demostrar este razonamiento más allá de toda duda con el ejemplo de sus muertes, los Graco imposibilitaron las mismas reformas por las que habían muerto. Los tribunos que los siguieron eligieron sus causas con mucho más cuidado. La revolución social se detuvo definitivamente.

Como la propia ciudad, la República siempre parecía a punto de estallar por las desgarradoras tensiones que albergaba en su seno. Pero al igual que Roma no sólo permaneció, sino que siguió creciendo, también la constitución parecía salir reforzada tras cada una de sus crisis. Y, después de todo, ¿quién podía decir que los romanos se equivocaban al aferrarse al orden que les había dado tantos éxitos? Por frustrante, polifacética y compleja que fuera la constitución, éstas eran precisamente las cualidades que le habían permitido encajar cualquier golpe, digerir la agitación social y renovarse a sí misma tras cada desastre. Los romanos, que habían puesto al mundo patas arriba, se consolaban pensando que la forma de su República seguía inalterable. Las mismas intimidades de comunidad unían a sus ciudadanos, los mismos ciclos de competición daban sentido a los años, la misma maraña de instituciones estructuraba sus actividades.

Y la sangre derramada en las calles podía limpiarse como si nunca hubiera existido.