6. Un banquete de carroña

El procónsul y los reyes

Para los romanos lo que hacía peligroso el poder era su cualidad embriagadora. Dirigir los asuntos de los conciudadanos y dirigirlos a la guerra era una responsabilidad tan impresionante que se le podía subir a la cabeza a cualquiera. Después de todo, ¿no se había fundado la República sobre la simple y profunda convicción de que el poder monárquico corrompía y creaba adicción? Sólo que, claro, siendo Roma ahora la dueña del mundo y el árbitro de sus naciones, la autoridad de sus cónsules era mucho mayor que la de cualquier rey antiguo. Y precisamente por ello era más necesario que nunca mantener los controles que siempre habían limitado sus atribuciones.

Y aun así, la cada vez mayor extensión de la República les presentaba un dilema a los romanos. Ahora que ya no eran ciudadanos de una pequeña ciudad estado, sino de una superpotencia, las cosas a las que debían dedicar su atención parecían infinitas. Por todas partes estallaban guerras. Cuanto más distante e intratable era el enemigo, mayores eran las exigencias logísticas que se encontraban los cónsules. En circunstancias extremas, el Senado no tenía otra opción que designar un magistrado que los sustituyera, que fuera, como decían los propios romanos, un pro consule. Al expandirse el Imperio a lo largo del siglo n a. J.C., se recurrió cada vez con más frecuencia a la figura de los procónsules. Por la naturaleza de sus funciones, éstos se podían encontrar con campañas militares mucho más largas que las convencionales de un año. Pompeyo, por ejemplo, había pasado cinco años en España. Ganó la guerra, pero aun así la longitud de su mandato despertó quejas en Roma entre los conservadores. El posterior pavoneo de Pompeyo hizo que el Senado se reafirmara en su desagrado ante las extravagantes atribuciones del poder proconsular. La situación en España era desesperada cuando se tomó la decisión de enviar a Pompeyo, pero en muchas otras partes, si no existía una amenaza inmediata para los intereses de Roma, los senadores preferían tolerar cierto nivel de anarquía antes que conceder a uno de sus pares la autoridad necesaria para eliminarla.

Ésa era precisamente la situación en la provincia de Asia, donde la guerra contra Mitrídates había dejado un legado de miseria y caos. Las ciudades gemían bajo el peso de las indemnizaciones de guerra, el tejido social estaba a punto de venirse abajo y, a lo largo de la frontera, reyezuelos insignificantes gruñían y lanzaban esporádicos mordiscos al poder romano. Las moscas acudían ansiosas a las heridas de la arruinada provincia romana, no sólo jóvenes oficiales ambiciosos, como Julio César, sino también los agentes de los publicani, arruinados por Mitrídates y atraídos de nuevo por el olor a sangre fresca. A pesar de todo, Asia seguía siendo la provincia más rica de Roma, y eso era precisamente lo que hacía que el Senado no hiciera nada para solucionar sus problemas. ¿En quién podía confiarse para que la administrase? Nadie se había olvidado del último procónsul al que se encargó que solucionase los problemas de Oriente. La sombra de Sila era una advertencia que no podían ignorar ni sus propios partidarios.

Fuera como fuera, todo el mundo en Roma sabía que la guerra contra Mitrídates era un trabajo que había que acabar. Sila, que necesitaba regresar a Italia y ganar la guerra civil, había sacrificado el derecho de la República a vengarse: decidió perdonar al asesino de ochenta mil italianos por puro interés personal. Los que de alguna forma se vieron implicados en esa decisión eran los que más ganas tenían de atacar Ponto. Por eso, los oficiales que Sila dejó al mando en la provincia continuaron lanzando incursiones contra Mitrídates, tratando de provocarle a una guerra abierta. Por eso, también, los prohombres del Senado, liderados por egregios partidarios de Sila, como Cátulo y Hortensio, se negaron a ratificar el tratado que su propio generalísimo había firmado. Cuando los enviados de Mitrídates llegaron a Roma se los engatusó con la excusa de que el Senado no tenía tiempo para recibirlos. Mes tras mes, cada vez más nerviosos, siguieron esperando en vano una respuesta.

Todo ello le dejó claro a Mitrídates que los romanos querían derrocarlo. Él, por su parte, tampoco abandonó jamás sus ambiciones de conquista. Asia parecía tan llena de tesoros como siempre y, lejos de los suspicaces ojos de los romanos, Mitrídates estaba reconstruyendo lentamente su capacidad ofensiva, hecha pedazos por las sanciones que le impuso Sila. En esta ocasión escogió mirar más allá de sus fronteras e inspirarse directamente en su enemigo. Las armaduras con joyas incrustadas y las armas ornamentadas desaparecieron de su ejército para dar paso a la disciplina y la eficiencia al estilo romano. Mitrídates armó a su infantería con el gladius, la espada corta española de doble hoja que los legionarios habían adoptado más o menos un siglo atrás. Las horribles heridas que infligía esta arma, usada según se solía para apuñalar y atacar los órganos vitales, provocaban en Oriente un terror muy particular. Mitrídates quería adueñarse de ese terror.

Con este fin, en el verano del 74 a. J.C., se aproximó a los rebeldes partidarios de Mario en España y se aseguró su ayuda para equipar y entrenar a sus tropas. Cuando esta noticia se filtró en Roma despertó sentimientos de ultraje y horror. La República nunca era más peligrosa que cuando creía que su seguridad estaba en juego. Los romanos casi nunca iban a la guerra, ni siquiera contra el más pequeño de sus enemigos, sin antes convencerse a sí mismos por algún medio de que sus ataques preventivos eran en realidad de naturaleza defensiva. Mitrídates, por supuesto, no era un enemigo menor. De nuevo parecía que la situación en Asia era auténticamente peligrosa. La indignación entre la opinión pública llegó a tal punto que se hizo inevitable designar un mando para Oriente. Pero todavía quedaba sin respuesta la pregunta más peligrosa: ¿A quién otorgárselo?

En el 74, los partidarios de Sila conservaban el suficiente control sobre el Senado como para vetar a cualquier candidato potencialmente demasiado poderoso. Eso descartaba a Pompeyo, quien, de todas formas, a estas alturas estaba todavía atareado en España, y a Craso, que estaba ocupado con su candidatura a la pretura. Afortunadamente para Cátulo y sus aliados, uno de los suyos era cónsul ese año. Lucio Lúculo era el más capaz e impresionante de todos los grandes nobles que se habían unido al bando del dictador y que habían apoyado el pacto que selló en Asia. Su carrera, sin embargo, había sido difícil desde el principio. Descendía de una familia famosa por sus malos matrimonios y sus querellas. Su madre había sido incorregiblemente infiel, y su padre se había metido en una serie de vendettas que hicieron que acabara perseguido por la justicia y tuviera que exiliarse. Lúculo había heredado sus rivalidades y se había hecho un nombre llevando a juicio al hombre que había condenado a su padre. El principal rasgo de su carácter, que mantendría a lo largo de su vida, era la implacabilidad. A veces se confundía fácilmente con frialdad, pues Lúculo no estaba bendecido con el don de gentes, y más que perseguir la popularidad se contentaba con que lo viesen como un hombre altivo e irritable. Pero en realidad era un hombre cabal y cultivado, filósofo e historiador, que dominaba la cultura griega y se preocupaba sinceramente por el bienestar de los súbditos de Roma. Era tan inflexible en sus odios como apasionado en sus lealtades y constante en sus convicciones. Guardaba una lealtad muy especial a Sila y a su recuerdo. Es casi seguro que fue Lúculo aquel único oficial que acompañó a Sila en su primera marcha sobre Roma. Durante la guerra contra Mitrídates había sabido combinar con integridad y habilidad su deber de obedecer las órdenes de su general y su deseo de proteger a los desgraciados griegos. Por este y otros motivos el dictador le dedicó a él sus memorias, le nombró ejecutor de su testamento y tutor de sus hijos. A diferencia de Pompeyo y Craso, se podía confiar en que Lúculo se mantendría fiel a su difunto amigo.

La clase dirigente silana se apresuró a movilizarse en su favor. Otras facciones poderosas también lo hicieron. Justo antes de conseguir el consulado, Lúculo se había casado con la más grande de las dinastías patricias de Roma. Los Claudio eran famosos por su arrogancia y rebeldía, pero también podían enorgullecerse de medio milenio de grandes logros y un historial sin igual en la República. Ninguna familia tenía más máscaras de retratos en su vestíbulo, ni más clientes hereditarios, ni más lucrativos pedazos de los pasteles que se repartían en el extranjero. El prestigio de los Claudio era tal que ante él incluso un aristócrata con el linaje de Lúculo podía aparecer como un desesperado trepador social. Tan interesado estaba en casarse con una Claudia que incluso perdonó la dote. Su esposa, siguiendo la gran tradición de las esposas de los Lúculo, pronto se demostró fantásticamente infiel, pero Lúculo debió de pensar que era un precio razonable por tener a los Claudio de su parte. No es que sus parientes políticos fueran menos calculadores que él. El cabeza de familia, Apio Claudio Pulcher, acababa de heredar el puesto de su padre y tenía dos hermanos y tres hermanas de los que encargarse, así como sus propias ambiciones políticas. Como buen oportunista dotado del más alto sentido imperial, Apio vio que Lúculo era su mejor oportunidad hacia una glamurosa carrera en Oriente. El pequeño de la familia, Publio Clodio, también tenía ambiciones militares. Acababa de cumplir los dieciocho, la edad tradicional en que un joven romano comenzaba a servir como soldado. Clodio, como Apio, tenía los ojos puestos en el sendero de la gloria.

Sin embargo, antes de que ellos y su cuñado pudieran partir hacia Asia, tenía que confirmarse el mando de Lúculo. Incluso con el apoyo de Cátulo y los Claudio, la mayoría de los senadores seguían oponiéndose a su nombramiento. Desesperado, comprendió que no tenía más remedio que acudir al más famoso de los cabilderos del Senado, Publio Cetego. Lúculo tenía demasiado orgullo como para verle en persona, así que optó por el mal menor y se dedicó a seducir a la querida de Cetego y a convencerla de que le ganase el apoyo de su amante. La artimaña funcionó a la perfección: Cetego comenzó a moverse y a presionar a favor de Lúculo. Cuando su grupo de senadores hubo entrado en juego, se superó el punto muerto, y Lúculo obtuvo el mando que tanto ansiaba.

Con él partió a Asia su colega de consulado, Marco Cotta. O se trató de un cumplido a la aterradora reputación de Mitrídates o, más probablemente, de una muestra de que el Senado seguía negándose a confiar la guerra a un solo hombre. Fuera cual fuera la razón, el acuerdo no funcionó bien. Mientras Lúculo se preparaba para invadir Ponto, Cotta se las apañó para perder una flota entera ante Mitrídates y su ejército escapó por los pelos de la destrucción total. Acabó bloqueado en un puerto en el Bósforo. Mitrídates se encontraba ahora peligrosamente cerca de la provincia de Asia. Para indignación de sus hombres, Lúculo canceló su invasión y regresó a rescatar a su incompetente colega. Al enterarse de que venía, Mitrídates levantó el sitio, no para retirarse, sino para lanzar una invasión en toda regla de Asia. Tenía motivos para sentirse optimista: su nuevo ejército modelo ya se había merendado a un cónsul y multiplicaba casi por cuatro a los soldados de las cinco legiones que mandaba Lúculo. Mitrídates debió de pensar que las tenía todas consigo para echar a los romanos otra vez al mar.

Lúculo, sin embargo, no picó el anzuelo. En lugar de jugárselo todo a un enfrentamiento frontal, hostigó al ejército de Ponto, cortando sus suministros de comida y «convirtiendo sus estómagos en el teatro de operaciones». 1 La llegada del invierno obligó a Mitrídates a retirarse, dejando tras de sí sus máquinas de asedio en ruinas y a miles de hombres. Luego, durante la primavera del año siguiente, Lúculo atacó de nuevo. Esta vez pudo lanzar su invasión de Ponto sin que le distrajeran los acontecimientos de su retaguardia. A lo largo de los dos años siguientes destruyó sistemáticamente el poder de Mitrídates. Hacia el 71 a. J.C. prácticamente todo el reino estaba en manos de Lúculo y con ello una nueva provincia estaba lista para ser integrada al imperio de los romanos. Todo indicaba que la guerra contra Mitrídates concluía con una gran victoria.

Sólo que el propio Mitrídates, que seguía tan desafiante como siempre, se le había escurrido entre los dedos a Lúculo. Un hombre con tal instinto de supervivencia, que había educado a su cuerpo para que tolerara los venenos, no iba a aceptar la derrota tan fácilmente. Evitando todos los intentos de los romanos de capturarle, cruzó las montañas hasta la vecina Armenia, donde imploró ayuda a su poderoso rey, Tigranes. Lúculo envió inmediatamente a Apio a exigir la rendición de Mitrídates. Era la primera misión oficial que Roma enviaba a Armenia, un reino que hasta entonces apenas figuraba en los cálculos de la República, pues se hallaba lejos de la esfera de influencia romana y sólo muy recientemente había prosperado hasta adquirir relevancia. En poco más de una década Tigranes se había consolidado como el poder dominante en lo que ahora es Iraq, y adoptó el grandilocuente título de «rey de reyes» y todos los fastuosos rituales de las cortes orientales. Cada vez que cabalgaba le servían cuatro reyes vasallos, que casi sin aliento trataban de seguir el ritmo de su caballo. Cada vez que se sentaba en su trono, los cuatro mismos reyes se quedaban en pie junto a él, prestos a cumplir como esclavos cualquier orden de su maestro. Por supuesto, nada de todo este fasto impresionó en lo más mínimo a Apio. Cuando se reunió con Tigranes trató al rey de reyes como los Claudio trataban a todo el mundo: con altanero desdén. Tigranes, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tan poco respeto, y mucho menos un extranjero de veinte y pico años, se ofendió profundamente. Se negó a entregar a Mitrídates. La tensión diplomática subió todavía más cuando Apio, desafiando todas las costumbres internacionales, despreció todos los regalos que Mitrídates le ofrecía y aceptó sólo una copa.

Así fue como Lúculo, sin autorización oficial, se encontró en guerra con un país del que pocos en Roma habían oído siquiera hablar. A pesar de que la estación estaba muy avanzada, actuó con su habitual contundencia. Superó las inundaciones del Éufrates y avanzó hacia el este. Su objetivo era Tigranocerta, una ciudad que el rey de Armenia no sólo había construido amorosamente desde la nada, sino a la que, además, había honrado con su regio nombre. Cuando supo que su capital, de la que estaba tan orgulloso, se encontraba asediada, Tigranes se apresuró a socorrerla. Eso era exactamente lo que Lúculo esperaba que hiciera, y le plantó cara a pesar de que se encontraba más lejos de Roma de lo que ningún general romano había estado jamás, y de que sus legiones eran, como habitualmente, muy inferiores en número al enemigo. El propio Tigranes, cuando comprobó el lastimoso tamaño de la fuerza que se le enfrentaba, bromeó diciendo que los romanos «eran demasiados para ser una embajada y demasiado pocos para ser un ejército». 2 La gracia del rey hizo reír mucho a sus aduladores, pero la alegría les iba a durar muy poco. En una de las victorias más impresionantes que registran los anales de la República, Lúculo no sólo aniquiló el ejército armenio, sino que tomó al asalto Tigranocerta y literalmente la hizo pedazos. Con su acostumbrada brutal eficiencia, los romanos desposeyeron a la ciudad de todo cuanto tenía valor, con Lúculo apropiándose de los tesoros reales y sus hombres de todo lo demás. Luego la demolieron por completo. Tigranes, convertido en un fugitivo en su propio reino, no pudo hacer nada para impedirlo. No quedó ni un ladrillo de los espléndidos palacios y monumentos que el rey de reyes había erigido hacía tan poco tiempo para su gloria.

Pero la destrucción -y los beneficios- no fueron tan grandes como pudieran haber sido. Según las leyes de la guerra, Lúculo estaba en su derecho de esclavizar a toda la población de la ciudad derrotada, pero prefirió dejarla libre. A la mayoría los habían obligado a trasladarse a Tigranocerta, y Lúculo confiaba en que cuando regresasen a sus hogares iniciaran movimientos separatistas a lo largo y ancho del reino de Tigranes. Era una política que combinaba astucia y humanidad a partes iguales. Todo romano sabía que los conquistados debían pagar por el privilegio de ser conquistados, pero Lúculo no sólo tenía buen ojo para el botín, sino también cierto sentimiento de noblesse oblige. Ciertamente no se consideraba un agente de los traficantes de esclavos o de los publicani razas hacia las que sentía un aristocrático desprecio. Ya antes de embarcarse en la guerra contra Tigranes había tomado medidas para acabar con la sangría que había torturado a Asia durante tanto tiempo. Bajó radicalmente los tipos de interés e ilegalizó las prácticas más escandalosas de los prestamistas. Sus medidas se cumplieron rigurosamente y, como resultado, las indemnizaciones de guerra que habían dejado a las ciudades griegas de Asia hipotecadas hasta el cuello comenzaron por fin a pagarse. En apenas cuatro años se habría saldado toda la deuda.

Los antiguos ideales de la aristocracia habían sido siempre parte fundamental de la conciencia de la República, pero en la persona de Lúculo, el tradicional paternalismo de un senador se combinaba con una interpretación radicalmente nueva del papel de Roma como potencia global. Su pasión por la cultura griega le permitía comprender que el dominio romano no tendría ningún futuro a largo plazo en Oriente a menos que concediera a los griegos un papel relevante. La clemencia que mostró hacia la población de Tigranocerta era una manifestación de una política sólida y coherente. En Ponto, Lúculo no sólo había perdonado a las ciudades griegas que se le habían enfrentado, sino que pagó su restauración una vez fueron tomadas. Al refrenarse y no destruirlas, invertía en el futuro y en la seguridad y prosperidad a largo plazo del Imperio.

Por desgracia, nada de todo ello sirvió para acallar los aullidos de indignación en Roma. Los grandes empresarios no veían con buenos ojos una política que aliviase las deudas de los provincianos. Mientras acumulara éxitos brillantes, Lúculo era inatacable; pero la toma de Tigranocerta marcó el punto álgido de su carrera, y de ahí en adelante se volvió cada vez más vulnerable a aquellos que discutían su mando. Por muy impresionante que hubiera sido su victoria sobre Tigranes, no había logrado cumplir su principal objetivo: Mitrídates seguía libre. Durante el año siguiente, el 68 a. J.C., Lúculo orquestó una espectacular caza del hombre por la desértica Armenia, mientras el enemigo, que sabía que no podía derrotarle en un enfrentamiento a campo abierto, le acosaba incesantemente. Parecía como si sus triunfos se le estuvieran escurriendo de las manos. En Roma, el lobby financiero no esperó más para lanzar a sus políticos amaestrados contra él. Varios tribunos comenzaron a despojar a Lúculo de sus provincias una a una, mordiéndolo como lobos que persiguen a una fiera herida. En Ponto reapareció el indomable Mitrídates con otro nuevo ejército y logró una serie de victorias rápidas contra las guarniciones romanas. Mientras tanto, el propio Lúculo estaba atrapado muy lejos del escenario de estos desastres, en el sur de Armenia, intentando en vano concluir de una vez por todas la guerra contra Tigranes de forma satisfactoria. Capturó la ciudad de Nisibis, estratégicamente muy importante, y se preparó para acuartelarse allí para pasar el invierno. Pero la mayor amenaza a su posición no era, como descubriría muy pronto, Tigranes, sino su propio ejército.

Durante ese verano del 68 a. J.C., Lúculo estaba rodeado de soldados que llevaban seis años con él. Los había sometido a la más dura disciplina del ejército romano y les había pagado lo imprescindible para mantenerlos vivos. Además les había hecho cruzar montañas y atravesar desiertos, zigzagueando hacia adelante y hacia atrás durante más de 1600 kilómetros. Para muchos de ellos -algunos llevaban sirviendo en Oriente durante casi dos décadas- su patria ya no era sino un lejano recuerdo, pero aun así todos soñaban con el regreso. Por eso era por lo que luchaban: no sólo para probarse a sí mismos, a la usanza romana, contra el salvajismo del enemigo y el miedo a una muerte violenta, sino para reclamar un estatus que la pobreza les había hecho perder. La opinión de sus conciudadanos era una obsesión tanto para el marginado como para el rico. Sólo la guerra le permitía al primero demostrar lo que hasta los más elitistas reconocían, que «no hay condición tan baja que no pueda ser tocada por la dulzura de la gloria». 3 Y -por supuesto- del botín.

Los ejércitos de la República no siempre estuvieron formados por voluntarios pobres. Cuando los ciudadanos se reunían en el Campo de Marte para las elecciones, ordenados estrictamente según su riqueza, rememoraban unos tiempos en los que se llamaba a filas a hombres de toda clase y condición y en los que una legión encarnaba realmente a la República en guerra. Irónicamente, en aquellos días que se recordaban con nostalgia, aquellos que no poseían propiedades eran excluidos de la leva. Su marginación respondía a un prejuicio profundamente enraizado en la conciencia romana: los «hombres que han echado raíces en la tierra son los soldados más valientes y duros». 4 El labrador con callos en las manos que cultiva su terruño era una figura muy querida en la República y se sentía por él una especie de orgullo nacional. Y se merecía esa admiración, pues la República se había levantado sobre sus espaldas. Durante siglos, la todopoderosa infantería romana había estado formada por pequeños propietarios rurales, que limpiaban de paja y broza sus espadas, dejaban atrás sus arados y seguían obedientemente a sus magistrados a la batalla. Mientras el poder de Roma no sobrepasó las fronteras de Italia, las campañas fueron manejablemente cortas, pero con la expansión de la República en ultramar se alargaron, a menudo hasta durar varios años. Mientras un campesino estaba fuera, su propiedad era presa fácil para los depredadores. Los ricos habían ido engullendo a un ritmo cada vez mayor las pequeñas granjas particulares y, en consecuencia, en una gran franja de Italia se cambió el habitual tapiz de campos y viñedos cultivados por hombres libres por una solitaria sucesión de grandes fincas, el «páramo» a través del cual había marchado Espartaco. Por supuesto, en realidad no era un páramo, pues estaba lleno de grupos de esclavos encadenados, pero no había en él hombres libres. La visión de «un campo casi despoblado, prácticamente sin campesinos o pastores libres, y donde no hay nada más que esclavos bárbaros importados» 5 era lo que había impulsado a Tiberio Graco a lanzar sus reformas. Graco advirtió a sus conciudadanos que se estaban destruyendo los cimientos de su grandeza militar. Cada campesino que perdía su granja significaba un soldado menos para Roma. Las miserias de los desposeídos fueron, para varias generaciones de reformistas, una advertencia del destino que le esperaba a la República. La agricultura italiana estaba en una crisis tal que se demostraría prácticamente insoluble, pero la crisis paralela que se produjo en el reclutamiento militar, al menos, pedía a gritos una reforma. En el 107, Mario se rindió a lo inevitable: abrió el ejército a todos los ciudadanos, independientemente de si poseían o no tierras. El Estado comenzó a suministrar armaduras y armas a los soldados, y las legiones se profesionalizaron.

Desde ese momento, la posesión de una granja ya no fue un requisito para el servicio militar, sino su recompensa. Por ello, cuando se empezaron a oír los primeros murmullos de motín en el invierno del 68, los soldados se quejaban de que los veteranos de Pompeyo, sólo por haber luchado contra rebeldes y esclavos, ya habían podido «asentarse con mujeres y niños, propietarios de una tierra fértil». Lúculo, en cambio, les escatimaba botín a sus hombres. La acusación era flagrantemente falsa -Triganocerta cayó y fue saqueada tan sólo el año anterior-, pero muchos creían en ella. Después de todo, ¿no era Lúculo un hombre notoriamente malvado? ¿No había impedido saquear las ciudades griegas de Ponto? ¿No estaban sus hombres «desperdiciando sus vidas vagando por todo el mundo, sin otra recompensa por su servicio que la oportunidad de guardar los camellos y caravanas de Lúculo y su carga de oro y copas adornadas con gemas»? 6

La disciplina en las legiones profesionales era todavía más severa de lo que había sido en las levas ciudadanas de antaño. No se hablaba de motín a la ligera. Afortunadamente para los resentidos soldados, sin embargo, tenían un portavoz muy a mano. Para Lúculo debió de tratarse de una traición particularmente doloro sa. Al joven Clodio Pulcher, a diferencia de su hermano mayor Apio, no se le había confiado ninguna importante misión diplomática. Ni tampoco se le había facilitado el rápido ascenso que él creía que era su derecho divino como Claudio. Molesto por lo que percibía como una falta de respeto, Clodio aguardó una oportunidad de apuñalar a su cuñado por la espalda. Cuando por fin llegó el momento, su venganza fue de lo más descarada. El vástago de la familia patricia más altiva de Roma comenzó a presentarse como «el amigo del soldado raso». 7 Sus soflamas tuvieron un efecto inmediato y devastador: el ejército entero de Lúculo se declaró en huelga.

Negarse a trabajar había sido siempre la última arma disponible -de hecho, la única- para los plebeyos descontentos. En un campamento situado en los mismos límites de la civilización, lejos de las fronteras del Imperio y más lejos todavía de la propia Roma, se repetía de nuevo la primigenia historia de la República. Pero el mundo en el que los amotinados declararon su huelga no era el mismo que el de sus antepasados. Sus intereses eran casi lo menos importante que había en juego. No sólo el motín estaba irremediablemente vinculado a rivalidades políticas, sino que, además, ponía en peligro una amplísima franja de territorios en los que vivían millones de súbditos de Roma y enviaba ecos por todo Oriente. Tal era la grandeza potencial de un procónsul que incluso en el momento de su catástrofe el mundo entero parecía sólo un marco para su caída. Mientras los legionarios permanecían sentados junto a sus armas, llegaron noticias de que Mitrídates había vuelto a Ponto y recuperado su reino. Y Lúculo, el altivo y orgulloso Lúculo, fue de tienda en tienda tomando la mano de cada soldado como un suplicante, con las lágrimas cayéndole por las mejillas.

La guerra contra el terror

En los meses que siguieron a la huelga de sus soldados, Lúculo se esforzó para lidiar a la vez con Mitrídates y los amotinados. Seguramente una de las pocas ocasiones que tuvo para sonreír le vino cuando llegaron noticias de que Clodio había caído prisionero de los piratas. «El amigo del soldado raso» se había apresurado a largarse del campamento de Lúculo. Marchando hacia el oeste, había llegado a Cilicia, una provincia romana en la costa sureste de Turquía. Otro de sus cuñados, Marcio Rex, el marido de la hermana menor de Clodio, era el gobernador. Marcio, a quien no le gustaba Lúculo, quiso burlarse de él dándole al joven amotinado el mando de una flota de guerra. Clodio fue capturado durante una de las patrullas.

Recientemente, el ser capturado por piratas se había convertido en un gaje del oficio para los aristócratas. Ocho años antes, el propio Julio César había sido hecho prisionero mientras se dirigía a la escuela de oratoria de Molón. Cuando los piratas pidieron un rescate de veinte talentos de oro, César repuso indignado que él valía por lo menos cincuenta. También advirtió a sus captores de que, una vez fuera liberado, regresaría y los crucificaría a todos, una promesa que cumplió debidamente. Los tratos de Clodio con los piratas no favorecieron a su reputación. Cuando escribió al rey de Egipto pidiéndole el rescate, la respuesta fue un humillante pago de dos talentos de oro, lo que enfureció al cautivo y divirtió mucho a los piratas. Las circunstancias finales de la liberación de Clodio se perdieron en la oscuridad de un escándalo. Sus enemigos, que eran muchos, afirmaron que el precio que pagó por la libertad fue su virginidad anal.

Por mucho dinero que pudiera traerles, sin embargo, los secuestros eran sólo una actividad secundaria para los piratas. Sus calculados actos de intimidación les permitían extorsionar y robar a placer, tanto tierra adentro como en el mar. La enorme escala de sus saqueos era pareja a sus ambiciones. Sus jefes «reclamaban para ellos el estatus de reyes y tiranos, y para sus hombres el de soldados, convencidos de que si unían todos sus recursos serían invencibles». 8 En lo descarnado de su codicia y en su pretensión de hacer del mundo entero su presa eran mucho más que una parodia de la propia República, una especie de fantasmagórico reflejo que inquietaba tremendamente a los romanos. La oscura organización de los piratas y lo amplio de su ámbito de acción les hacían un enemigo diferente de todos los demás. «El pirata no está limitado por las leyes de la guerra, sino que es enemigo común de todos», se quejaba Cicerón. «No se puede confiar en él ni firmar con él ningún tratado que obligue a ambas partes.» 9 ¿Cómo localizar a un adversario de ese tipo o, más difícil todavía, cómo erradicarlo? Sería como luchar contra un fantasma. «Sería una guerra sin precedentes, una guerra sin reglas y entre la niebla»; 10 una guerra que se prometía sin fin.

Pero para un pueblo que se enorgullecía de no tolerar jamás la falta de respeto, ése era un derrotismo poco usual. Era cierto que las rocosas ensenadas de Cilicia y los refugios montañosos que se elevaban tras ellas eran casi imposibles de patrullar. Ese área había sido siempre un refugio de bandidos. Irónicamente, sin embargo, era la propia supremacía de Roma en Oriente lo que había permitido a los piratas extenderse mucho más allá de sus tradicionales bastiones. Los romanos, al someter a todos los poderes regionales que pudieran amenazar sus intereses y negarse al mismo tiempo a asumir la carga de la administración directa, despejaron el camino para que triunfaran los forajidos. Los piratas ofrecían protección, al estilo de la mafia, a unos pueblos atacados por las plagas gemelas de la impotencia política y la anarquía. Algunas ciudades les pagaban impuestos, otras les ofrecían sus puertos. Los tentáculos de los piratas llegaban más y más lejos con cada año que pasaba.

Sólo una vez, en el 102, provocaron de tal forma a los romanos que los obligaron a enfrentarse a ellos. El gran orador Marco Antonio, el ídolo de Cicerón, fue enviado a Cilicia con un ejército y una flota. Los piratas se apresuraron a abandonar sus refugios, Antonio proclamó haber obtenido una victoria decisiva y el Senado le concedió el correspondiente desfile triunfal. Pero los piratas se habían limitado a retirarse y reagruparse en Creta, y pronto volvieron a las andadas, más rapaces incluso que antes. Pero la República prefirió ignorarel problema. Una guerra abierta contra los piratas prometía tener tan poco éxito como de costumbre, pero además había en Roma poderosos grupos de interés partidarios fervientes de no hacer nada. Cuantos más esclavos engullía la economía de la República, más dependía de ellos. Y era una adicción que tenía que alimentarse incluso cuando la República no estaba en guerra. Los piratas eran los proveedores más fiables de esclavos. Se decía que en el gran puerto libre de Delos se podían negociar hasta diez mil esclavos en un solo día. Los beneficios de este asombroso volumen de comercio engordaban las arcas tanto del capitán pirata como del plutócrata romano. Para el lobby de empresarios, los beneficios eran más importantes que el honor de la República.

Muchos romanos, especialmente en los escalafones más altos de la aristocracia, contemplaban con horror esta mácula en el prestigio de Roma. Lúculo fue el más audaz en su denuncia de la situación. Pero el Senado hacía mucho tiempo que se iba a la cama con las élites empresariales. Quizá por eso el crítico que más claramente evaluaba el hambre de ganado humano de la República no era romano, sino griego. Posidonio, el filósofo que creía que el dominio de la República significaría el advenimiento de un Estado universal, reconoció que la monstruosa escala que había alcanzado la esclavitud era el lado oscuro de su optimista visión de Roma. Durante sus viajes había visto a sirios trabajando en las minas de España y a galos en cadenas de presos en las fincas de Sicilia. Las condiciones inhumanas de las que fue testigo le conmocionaron. Por supuesto, nunca se le pasó por la cabeza criticar la esclavitud como institución. Lo que le horrorizó fue el maltrato a millones y millones de personas y el peligro que suponía para las grandes esperanzas que tenía depositadas en Roma. Si la República, en lugar de permanecer fiel a los ideales aristocráticos que Posidonio admiraba tanto, permitía que los grandes empresarios corrompieran su misión global, su dominio podía acabar degenerando en un sálvese quien pueda de anarquía y avaricia. La supremacía de Roma, más que anunciar una edad de oro, podía ser el presagio de una era oscura universal. La corrupción en la República amenazaba con pudrir el mundo.

Como ejemplo del desenlace que temía, Posidonio citaba la serie de revueltas de esclavos que se habían producido, de las cuales la de Espartaco había sido la más reciente. También podía haber citado a los piratas. Lo más probable es que estos bandidos, igual que los desgraciados a los que apresaban y esclavizaban, estuvieran huyendo de la miseria de los tiempos, la extorsión, la guerra y el colapso social. La consecuencia, a lo largo y ancho del Mediterráneo, donde se había arrancado de sus hogares y reunido muy lejos de sus patrias a hombres de diversas culturas, fuera en barracones de esclavos o en barcos pirata, era que muchos ansiaban fervientemente el apocalipsis que tanto temía Posidonio. La falta de raíces y el sufrimiento marchitaban la devoción hacia los dioses tradicionales, pero abonaban el terreno para la proliferación de cultos mistéricos. Como las profecías de la Sibila, éstos solían ser una fusión de distintas influencias: creencias griegas, persas y judías. Por su propia naturaleza eran clandestinos y poco concretos, invisibles para los que escriben la historia, pero uno de ellos, al menos, iba a tener una influencia duradera. El culto de Mitra, cuyos ritos celebraban los piratas, iba a extenderse por todo el Imperio romano, por mucho que los primeros en adorarlo fueran enemigos de Roma. Ciertas misteriosas asociaciones lo ligaban a Mitrídates, cuyo nombre significaba «dado por Mitra». El propio Mitra fue originalmente una deidad persa, pero en la forma en que le adoraban los piratas se asemejaba a Perseo, el héroe griego, del que muy significativamente Mitrídates decía ser descendiente. Perseo, como Mitrídates, había sido un poderoso rey que unió Occidente y Oriente, Grecia y Persia, órdenes mucho más antiguos que el recién instaurado por Roma. En las monedas acuñadas por Mitrídates aparecía una media luna y una estrella, el antiguo símbolo de la espada del héroe griego. Esa misma espada podía verse en la mano de Mitra, hundiéndose en el pecho de un toro gigante.

En una distorsión del mito persa original, el toro se había convertido en el símbolo del gran antagonista, del principio del mal: ¿era así como los piratas veían a Roma? La capa de secretismo que cubría sus misterios hace imposible saberlo a ciencia cierta. Lo que es seguro, no obstante, es que la alianza entre los piratas y Mitrídates, que era muy próxima, iba más allá de la mera conveniencia u oportunismo. E igualmente seguro es que los piratas, cuya principal ocupación era el saqueo, se veían a sí mismos como los enemigos de todo lo que Roma significaba. Jamás perdían una oportunidad de pisotear los ideales de la República. Si se descubría que un prisionero era ciudadano romano, los piratas fingían estar aterrorizados, se postraban a sus pies y lo vestían con su toga; sólo cuando llevaba puesto el símbolo de su ciudadanía, bajaban una escalerilla hasta el mar y le invitaban a volver nadando a casa. Las expediciones de asalto tenían deliberadamente entre sus objetivos a los magistrados romanos y se llevaban los símbolos de su poder.

Puesto que Antonio les había arrebatado tesoros para pasearlos en su triunfo en Roma, los piratas contraatacaron raptando a su hija de su villa en la costa. Se trataba de ultrajes perfectamente calculados que reflejaban un conocimiento profundo de la psicología romana. Atacaban la misma esencia del prestigio de la República.

El honor, naturalmente, exigía una respuesta, pero cada vez más también la requerían los intereses comerciales. Las empresas romanas, que eran las que habían alimentado y hecho prosperar al monstruo, comenzaban a verse amenazadas por su propia creación. El dominio cada vez mayor que los piratas tenían sobre el mar les permitía estrangular las rutas comerciales. El aprovisionamiento de todo, desde esclavos hasta grano, se reducía a un goteo, y Roma pasaba hambre. Aun así, el Senado dudaba. La piratería había prosperado hasta tal extremo que parecía que para erradicarla sería necesario conceder a alguien un mando sobre el Mediterráneo entero. Y eso, para muchos senadores, era demasiado poder como para entregarlo a un solo procónsul. Al fin, un segundo Marco Antonio, el hijo del gran orador, obtuvo el mando en el 74 a. J.C., pero su principal mérito no fue ningún talento hereditario para luchar contra los piratas, sino más bien su misma incompetencia: como se solía observar, «no es gran cosa el ascenso de aquellos de cuyo poder nada debemos temer». 11 La primera acción de Antonio, y muy lucrativa, por cierto, fue permitirse hacer un poco de pirata en la costa de Sicilia; la segunda, ser rotundamente derrotado por los piratas cerca de Creta. Los prisioneros romanos fueron encadenados con los mismos grilletes que habían llevado para los piratas y luego los ahorcaron de los penoles.

Pero este bosque de horcas no fue la mayor humillación de la superpotencia. En el 68 a. J.C., mientras Lúculo atacaba en Oriente a Tigranes, los piratas respondieron lanzando un ataque contra el mismo corazón de la República. En Ostia, en la desembocadura del Tíber, apenas a veinticinco kilómetros de Roma, los piratas navegaron hasta entrar en el puerto y quemaron la flota consular en los muelles. El puerto de la hambrienta capital ardió en llamas.

La garra del hambre atenazó todavía más a Roma. Los famélicos ciudadanos tomaron el Foro exigiendo que se adoptaran inmediatamente medidas para acabar con la crisis y se nombrara a un procónsul para resolverla, no un tigre de papel como Antonio, sino un hombre que de verdad pudiera hacerse cargo de la misión. Incluso en estos momentos de tensión, el Senado siguió resistiéndose. Cátulo y Hortensio sabían perfectamente a quién querían sus conciudadanos. Sabían muy bien quién aguardaba acontecimientos en segundo plano.

Desde su consulado, Pompeyo había tratado de pasar inadvertido. Sus exhibiciones de modestia, como todas sus exhibiciones, estaban cuidadosamente planeadas para conseguir el efecto que quería. «La táctica favorita de Pompeyo era fingir que no trataba de conseguir aquello que, de hecho, más deseaba», 12 una jugada astuta cuando el viento soplaba a favor y muy especialmente cuando aspiraba a un cargo tan alto como ahora. En lugar de darse autobombo, adoptó la estrategia de Craso de emplear a terceros para la promoción. César fue uno de estos terceros, una voz solitaria a favor de Pompeyo en el Senado, y le apoyó no porque le tuviese gran aprecio, sino porque veía claramente a quién iba a favorecer la suerte. Con las reformas de Sila revocadas, los tribunos volvían a estar en juego. No en vano, durante su consulado, Pompeyo les había devuelto sus antiguos poderes. Los tribunos le habían ayudado a desmontar el mando de Lúculo y fue un tribuno, en el 67 a. J.C., quien propuso que se le concediera al héroe del pueblo una autoridad total para enfrentarse a los piratas. A pesar de un apasionado alegato de Cátulo para que no nombraran «prácticamente a un monarca sobre el imperio», 13 los ciudadanos aprobaron la ley con entusiasmo. Se le concedió a Pompeyo mando sobre unas fuerzas sin precedentes: 500 barcos y 120 000 hombres, junto con el derecho a reclutar más si lo creía necesario. Su mando abarcaba el Mediterráneo entero, cubría todas sus islas y se extendía hasta ochenta kilómetros tierra adentro. Hasta entonces, nunca los recursos de la República se habían concentrado de tal forma en manos de un solo hombre.

En todos los sentidos, pues, el nombramiento de Pompeyo fue un salto al vacío. Nadie, ni siquiera sus partidarios, sabía qué podía pasar. Una movilización a tal escala era en sí misma una medida desesperada, y el pesimismo con el que los romanos valoraban las posibilidades de su favorito se reflejaba en el plazo conferido a su cargo: tres años. Como se comprobó pronto, barrer el mar de piratas, asaltar sus últimos bastiones y acabar con una amenaza que había atormentado a la República durante décadas le llevó al procónsul solamente tres meses. Fue una victoria brillante, un triunfo personal para Pompeyo y una demostración irrefutable de las enormes reservas de fuerza a las que Roma podía recurrir si lo necesitaba. El éxito sorprendió hasta a los propios romanos. Esta hazaña demostraba que por dubitativa que fuera su primera respuesta a un desafío, no había forma de oponérseles si se abusaba de su paciencia. Las campañas terroristas de los piratas habían tocado a su fin. Roma seguía siendo una superpotencia.

Sin embargo, a pesar de que la victoria de Pompeyo demostró de nuevo que la República podía hacer prácticamente cuanto le apeteciera, no estuvo acompañada del salvajismo que tradicionalmente se había utilizado para hacer entender el poder romano. En una muestra de clemencia tan sorprendente como la propia victoria, Pompeyo no sólo no crucificó a sus cautivos, sino que les compró parcelas de tierra y los ayudó a instalarse como granjeros. Pompeyo había comprendido que el bandidaje era producto de la falta de raíces y la anarquía social. Mientras la República continuara facilitando esas condiciones, el odio a Roma seguiría floreciendo. Casi no hace falta subrayar que la rehabilitación de criminales no era la política habitual de los romanos. Quizá sea significativo que Pompeyo, mientras se hallaba en mitad de su campaña contra los piratas, tuviese tiempo de visitar a Posidonio en Rodas. Sabemos que asistió a una de las conferencias de Posidonio y que después habló en privado con él. Puesto que el papel de los filósofos no consistía en desafiar los prejuicios de los romanos, sino en forrarlos con una pátina intelectual, podemos dar por seguro que Pompeyo no oyó nada que no quisiera oír. Pero Posidonio, como mínimo, debió de ayudarle a clarificar sus ideas. El propio Posidonio estaba profundamente impresionado por su protegido. Creía haber encontrado en Pompeyo la respuesta definitiva a sus plegarias: un aristócrata romano digno de los ideales de su clase. «Lucha siempre con valor -le aconsejó al procónsul cuando partía- y sé superior a los demás», una advertencia de Homero que Pompeyo aceptó encantado. 14 Con ese espíritu perdonó a los piratas, y bautizó a la ciudad en la que se asentaron con el nombre de Pompeyópolis: su gracia y su magnificencia contribuirían eternamente a la grandeza de su nombre. Severo en la guerra y generoso en la paz, no es de extrañar que Posidonio pudiera aclamarlo como el héroe del momento.

Pero Pompeyo, tan ambicioso como siempre, quería todavía más. No era suficiente con ser el nuevo Héctor. Desde su más tierna juventud, mientras se arreglaba el flequillo frente al espejo, había soñado con ser el nuevo Alejandro. Ahora estaba decidido a aprovechar la oportunidad que se presentaba. Todo Oriente se extendía ante él, y con él la perspectiva de alcanzar una gloria mayor de la que ningún ciudadano romano había soñado jamás.

El nuevo Alejandro

Un día de primavera del 66 a. J.C., Lúculo vio cómo una nube de polvo se elevaba sobre el horizonte. Aunque estaba acampado junto a un bosque, la llanura que se extendía frente a él era reseca y carecía de árboles. Cuando finalmente distinguió una fila sin fin de soldados emergiendo de entre el polvo, se fijó en que los lictores del general al mando habían coronado sus palos con laurel, pero que las hojas se habían secado. Envió a caballo a sus propios lictores a saludar al general y a entregarle laurel fresco. A cambio le dieron las coronas resecas.

Los dioses confirmaron con tal signo lo que todo el mundo sabía ya. Desde el motín del invierno anterior, la autoridad de Lúculo se había ido marchitando poco a poco. Ya casi no se hablaba con sus hombres y desde luego no podía confiar en ellos durante el combate. Había arrastrado a su ejército en una lenta retirada desde Armenia. Mientras se lamía las heridas en las tierras altas del oeste de Ponto, había tenido que contemplar, sin poder hacer nada, cómo Mitrídates se atrincheraba una vez más en su viejo reino. Pero no fue ése el mayor calvario. Venía a reemplazarle precisamente el hombre que más anhelaba su proconsulado, y que había conspirado con los empresarios y sus tribunos amaestrados para desposeerle de su mando.

Tras su victoria sobre los piratas había pocos dispuestos a entrometerse en el camino de Pompeyo Magno. La mayoría del Senado, reconociendo a un ganador cuando lo veía, había olvidado sus reticencias y votado a favor de concederle unos poderes todavía mayores y más inauditos. No sólo iba a estar al mando de la mayor fuerza jamás enviada a Oriente, sino que se le concedía el derecho de acordar la guerra y la paz sobre el terreno, según creyese conveniente. Lúculo, en cambio, se quedaba sin nada. Muchos de sus antiguos aliados, incluyendo dos ex cónsules y una ristra de nombres famosos, se habían apresurado a alistarse junto al nuevo procónsul. Lúculo, mientras contemplaba cómo entregaban sus coronas de laurel fresco a los lictores de Pompeyo, debió reconocer a toda una hueste de caras impecablemente aristocráticas en el séquito de su enemigo. ¿Le sostuvieron la mirada o, avergonzados, bajaron los ojos? Parados romanos, tanto el triunfo como el fracaso eran un espectáculo irresistible.

Poco sorprendente es que el encuentro entre Lúculo y Pompeyo, que comenzó con un gélido civismo, degenerara pronto en una bronca monumental. Pompeyo le echó en cara a Lúculo el no haber sido capaz de acabar con Mitrídates. Lúculo le devolvió el cumplido describiendo al general que había venido a reemplazarle como un ave carroñera enloquecida por la sangre, que lo único que había hecho hasta entonces era encargarse de acabar los flecos de guerras que habían luchado hombres mejores que él. Los insultos se tornaron tan duros que al final hubo que separar a los dos generales, pero el procónsul era Pompeyo y, como tal, era él quien podía asestar el golpe mortal. Desposeyó a Lúculo de las legiones que le quedaban y luego siguió su camino, dejando a Lúculo para que recuperara su dolido orgullo y emprendiera, como un ciudadano privado más, el largo viaje de regreso a Roma.

Pero a pesar de todo, su insulto había sido el más cierto. Los hechos iban a confirmar su afirmación de que había roto la columna vertebral tanto de Mitrídates como de Tigranes, y en la ansiedad de Pompeyo por acometer su presa había, desde luego, algo del carroñero que detecta olor a sangre en el viento. Por última vez, Mitrídates fue barrido de su reino. Como era habitual, desapareció entre las montañas, pero a pesar de que volvió a escapar a sus perseguidores, dejó de ser una amenaza real, y su nombre se convirtió en un fantasma. Tigranes, que comprendió que el ejército al que se enfrentaba era abrumadoramente superior y no tenía ganas de tener que irse a las montañas él también, se apresuró a ponerse a la completa disposición de Pompeyo. Cuando llegó al campamento romano lo obligaron a desmontar y a entregar su espada. Continuó a pie hasta donde le esperaba Pompeyo, se quitó su diadema real y se agachó, vestido de púrpura y oro, para prosternarse. Pero Pompeyo le tomó las manos y lo volvió a poner en pie. Suavemente, invitó al rey a sentarse a su lado. Luego, en tono cortés, comenzó a exponer el acuerdo de paz. Armenia iba a depender directamente de Roma. Tigranes debía entregar a su hijo como rehén. A cambio se le permitiría seguir en el trono, pero no mucho más. El desgraciado rey se apresuró a aceptar todos los términos. Para celebrarlo, Pompeyo le invitó a su tienda a cenar. Era el modelo perfecto de conducta de un general romano: después de la despiadada afirmación del poder de la República, la gentileza de compartir las sobras de la mesa.

El talento de Pompeyo para los grandes gestos había hallado el escenario perfecto en Oriente. Sabedor de que el ojo de la historia escrutaba todos sus movimientos, el gran hombre se esforzaba para que todos sus actos encajasen en la imagen que quería transmitir. Incluso se hizo acompañar de un historiador amigo, como había hecho Alejandro, para que narrara todos sus actos de heroísmo y elogiara su clemencia. Luchaba sus campañas igual que trataba a los reyes, con un ojo puesto en que sus hazañas fueran lo más espectaculares posible. No bastaba con derrotar a los recalcitrantes orientales. En su historia tenía que caminar entre serpientes venenosas, cazar con las amazonas y avanzar cada vez más hacia el este hasta llegar al gran océano que rodeaba el mundo. Y, mientras tanto, sin las cortapisas de los rebuscados reparos del Senado, podía jugar con los territorios como si fueran fichas sobre un tablero, reordenándolos como quisiera, entregando coronas, aboliendo tronos, siendo un niño que jugaba, pero ahora dueño del destino de millones de personas.

No es que Pompeyo olvidara que era un magistrado del pueblo romano. Después de todo, un ciudadano sólo era tan grande como la gloria que le daba a la República. De lo que más le gustaba jactarse a Pompeyo era de que «había encontrado Asia en el borde de las posesiones de Roma y la había dejado en el centro». 15 Ése era el objetivo estratégico de todas las humillaciones a que había sometido a reyes, de todos sus movimientos de reinos, de todas sus remotas campañas en los confines del mundo. Cuando Pompeyo levantó a Tigranes del polvo, lo hizó como severo protector de los intereses de la República. De otra forma, la escena hubiera carecido de fulgor heroico. Los adornos de la monarquía estaban bien para los bárbaros impresionables, pero su único valor era servir como contrapunto que resaltase las virtudes libres de Roma. Era lógico que Pompeyo copiase a Alejandro, por mucho que eso provocara gruñidos de desprecio en rivales como Craso. La mayoría de sus conciudadanos sabía instintivamente que esa imitación no era una muestra de impaciencia hacia la República, sino, al contrario, una afirmación de su superior dignidad y valía.

El recuerdo de Alejandro Magno era un perpetuo reproche a los romanos. Peor aún, era una inspiración para sus enemigos. En Oriente, el modelo de reinos establecido por Alejandro no había perdido jamás su atractivo. Durante más de un siglo fue neutralizado y sistemáticamente humillado por Roma, pero seguía siendo el único sistema de gobierno creíble que se podía oponer al republicanismo de los nuevos conquistadores del mundo. Por eso resultaba atractivo para monarcas como Mitrídates, que no eran ni tan sólo griegos, y, lo que era mucho más sorprendente, de ahí también su atractivo para los bandidos y los esclavos rebeldes. Cuando los piratas se llamaron a sí mismos reyes y adoptaron las velas doradas y los palios púrpura de la monarquía, no lo hicieron por vanidad, sino que fue un deliberado acto de propaganda, una forma de declarar públicamente que eran una alternativa y podían oponerse a la República. Sabían que la gente comprendería el mensaje, pues todas las rebeliones que en las últimas décadas habían amenazado con subvertir el orden de las cosas las había encabezado un esclavo con una corona. El comunismo de Espartaco fue especialmente singular por el hecho de que los líderes de las anteriores revueltas de esclavos, prácticamente sin excepción, aspiraron a ascender al trono sobre los cadáveres de sus amos. La mayoría, como los piratas, se limitaron a adoptar los símbolos de la monarquía, pero algunos fueron más allá y, además, resucitaron las viejas leyendas de los romances y afirmaron que eran hijos de reyes que regresaban a reclamar sus derechos después de haber estado perdidos mucho tiempo. Y en un mundo dirigido por una república, la revolución consistía precisamente en eso. Las pretensiones monárquicas de los esclavos estaban perfectamente en línea con el trasfondo revuelto de aquella difícil época, con las profecías, que la propaganda de Mitrídates había explotado de forma tan brillante, de la llegada de un monarca universal, de una nueva monarquía mundial, que causaría la desaparición de Roma.

Así que cuando Pompeyo se presentaba como el nuevo Alejandro, se apropiaba de un sueño que compartían tanto el potentado como el esclavo. Si algún romano estaba calificado para comprenderlo, era el propio Pompeyo. Como conquistador de los piratas y patrón de Posidonio, debía ser perfectamente consciente de los amenazadores vínculos que existían entre la monarquía y la revolución, entre los aires de superioridad de los príncipes orientales y el resentimiento de los desposeídos. Después de haber aplastado la amenaza de la piratería, su objetivo era ahora aplastar amenazas similares tan pronto como comenzaran a despuntar a todo lo ancho de Oriente. Un reino en particular parecía provocarle a intervenir. Durante décadas, Siria había sido tierra abonada para la anarquía y las visiones violentas del apocalipsis. Durante la primera gran revuelta de esclavos contra el dominio romano, en Sicilia en el 135, el líder de los rebeldes llamaba a sus seguidores «sirios» y se hacía llamar a sí mismo «Antíoco», un nombre lleno de connotaciones. Reyes con ese nombre habían gobernado en el pasado un gran imperio, que sucedió al del propio Alejandro y que se extendía hasta las puertas de la India. Esos días gloriosos habían terminado. Tolerada por la República sólo porque era débil, todo lo que le quedó a la dinastía original fue el corazón de aquel imperio, Siria. E incluso eso les arrebató Tigranes en el 83. Fue Lúculo, resucitando algo que parecía más allá de cualquier esperanza de resurrección, quien puso a un Antíoco de nuevo en el trono de Siria. Pompeyo, contento de poder revocar todo cuanto su predecesor hubiera hecho, se negó deliberadamente a reconocer al nuevo rey. No fue una decisión basada en el rencor personal, aunque sin duda contribuyó a endulzarla. Antíoco era demasiado débil y demasiado peligroso como para que se le permitiera sobrevivir. Su reino estaba sumido en el caos y se convirtió en el potencial epicentro de una revolución social, y la fama de su nombre conservaba su hechizo hipnótico y subversivo. Si se permitía que Siria continuara igual que hasta entonces, como una llaga hiriente en el flanco de las posesiones romanas, se corría el constante peligro de que su veneno crease a un nuevo Tigranes, a una nueva generación de piratas, o provocase una rebelión de esclavos. Para Pompeyo era un riesgo intolerable. En consecuencia, en el verano del 64, ocupó Antioquía, la capital de Siria. Antíoco, el decimotercer rey de ese nombre en subir al trono, huyó al desierto, donde fue ignominiosamente asesinado por un jefe árabe. Al final, se colocó en su tumba la corona de su reino.

En su lugar se alzaba un nuevo imperio. Pompeyo encarnaba una nueva doctrina muy diferente al tradicional aislacionismo del Senado. La República intervendría allí donde los intereses económicos de los romanos se vieran amenazados y, si era necesario, gobernaría directamente esos territorios. Lo que fue una pequeña cabeza de puente en Oriente se había convertido ahora en una enorme franja de provincias. Más allá de ellas se extendía una media luna todavía mayor de estados vasallos. Todos debían mostrarse dóciles y obedientes y pagar un tributo anual. Eso era lo que la pax Romana debía significar en adelante. Pompeyo, que se había hecho con su proconsulado gracias a la ayuda del lobby financiero, no tenía intención de repetir el error de Lúculo perjudicando sus intereses. Pero aunque no se sentía incómodo defendiéndolos, se esmeró en no parecer su mera herramienta. La era de la explotación salvaje había llegado a su fin y la burocracia romana no se iba a inhibir de la gestión de las provincias aplicando su antigua doctrina de laissez faire. A largo plazo, como hasta el propio lobby de empresarios acabó por comprender, esta nueva política prometía tantos beneficios como la anterior. A nadie le interesaba matar a la gallina que estaba poniendo tantos espléndidos huevos de oro.

El gran logro del proconsulado de Pompeyo fue demostrar que los intereses de los empresarios eran compatibles con los de la éli te senatorial. Estableció un modelo de dominio romano que iba a perdurar durante siglos. Este proconsulado, no por casualidad, llevó a Pompeyo al pináculo de su gloria y riqueza. Los dirigentes vasallos que engordaron las arcas de Roma también engordaron las del propio Pompeyo. Durante el verano del 64, Pompeyo marchó hacia el sur desde Antioquía para hacerse con unos cuantos vasallos más. Su primer objetivo fue el rebelde reino de Judea. Ocupó Jerusalén y, a pesar de la encarnizada resistencia, tomó el templo al asalto. Pompeyo, intrigado por lo que le habían explicado sobre el peculiar dios de los judíos, desoyó las protestas de los escandalizados sacerdotes y entró hasta el recinto más sagrado del templo. Se quedó perplejo al ver que la sala estaba vacía. Quedan pocas dudas sobre quién creyó Pompeyo que debía sentirse más honrado por la visita, si Jehová o él mismo. Como no quería soliviantar más a los judíos, no saqueó los tesoros del templo y dejó Judea gobernada por un alto sacerdote dócil a los mandatos de Roma. Avanzó luego más al sur, con el propósito de cruzar el desierto y atacar Petra, pero nunca alcanzaría la ciudad rosada y roja, pues se detuvo a medio camino tras recibir una impactante noticia: Mitrídates había muerto. El viejo rey nunca se había rendido, pero incluso su propio hijo se volvió contra él y lo encerró en sus aposentos, con lo que, por fin, acorraló al archienemigo de Roma. Después de que tratara en vano de suicidarse ingiriendo veneno, feneció por medio de una de las pocas cosas a las que no había desarrollado inmunidad: la punta de la espada de uno de sus leales guardias. En Roma las noticias se recibieron con diez días de agradecimientos públicos. El mismo Pompeyo, después de anunciar las nuevas a las legiones que lo jaleaban, se apresuró a regresar a Ponto, donde el hijo de Mitrídates había llevado su cadáver. Sin preocuparse de inspeccionar el cuerpo, Pompeyo se contentó con revolver sus pertenencias. Entre ellas encontró una capa roja que había pertenecido a Alejandro. Con los ojos puestos en el triunfo que le concederían en Roma, se apresuró a probársela a ver si era de su talla.

Y muy pocos habrían negado que estaba en su derecho. Sus logros estaban a la altura de los de cualquiera en la historia de Roma. Pero cuando el gran hombre se preparaba para retornar por fin a casa, con Oriente finalmente pacificado y la titánica misión que le habían encomendado cumplida, muchos de sus conciudadanos se pusieron nerviosos ante la perspectiva de su regreso. Pompeyo era ahora más rico de lo que el más codicioso romano pudiera soñar, más incluso que el propio Craso. Su gloria era tan deslumbrante que hacía palidecer la de cualquier rival. ¿Es que podía un romano convertirse en el nuevo Alejandro y al mismo tiempo seguir siendo un ciudadano? En última instancia sólo Pompeyo podía responder esa pregunta, pero muchos, mientras le aguardaban en Roma, esperaban lo peor. Durante los cinco años que Pompeyo había estado fuera habían pasado muchas cosas. De nuevo, la República se había visto inmersa en una grave crisis. Sólo el tiempo diría si el retorno de Pompeyo contribuiría a resolverla o a empeorarla todavía más.