Capítulo 32

Chee le transmitió la noticia al sheriff Gordo Sena a través de la radio de un helicóptero de la Compañía de Gas Natural de El Paso. El helicóptero los descubrió en el punto en el que los conductos de la compañía atraviesan el lecho del Nagasi. Encendieron una hoguera junto a los arbustos y no habían transcurrido ni diez minutos desde que el grasiento humo empezara a elevarse en espiral hacia el cielo cuando el pequeño helicóptero Bell apareció por encima de una elevación del terreno. El piloto era un joven que tenía una cicatriz en la nariz y un bigote de morsa y llevaba el emblema de una unidad de la Primera División de Caballería cosido en la grasienta chaqueta de vuelo. Ya había descubierto la furgoneta destrozada por la explosión, la había sobrevolado con cuidado y no tuvo ninguna dificultad en creer la historia de la emergencia policial que le contó Chee.

Chee le dijo al operador de comunicaciones de la oficina del sheriff exclusivamente lo que Gordo Sena necesitaría saber.

- Dile que el hombre que mató a Thomas Charley se dirige a la casa de B.J. Vines. Dile que Vines lo contrató y dile que el verdadero nombre de Vines es Carl Lebeck.

- ¿Le… qué? -preguntó el operador de comunicaciones.

- Lebeck -repitió Chee-. Anótalo bien. Carl Lebeck.

Aparte la descripción de la camioneta y el aspecto del rubio, Chee no dio más detalles. Serían superflúos. Gordo Sena llevaba treinta años con los detalles de la explosión del pozo petrolífero ardiendo en su mente. Comprendería inmediatamente quién era Lebeck y sería lo bastante listo como para atar cabos. El operador de comunicaciones dijo que Sena se había ido a la mina de la Anaconda. La misma carretera bordeaba la reserva de Laguna y subía por la empinada cuesta del monte Taylor hacia la residencia de Vines. Unos veinticinco kilómetros, calculó Chee, comparados con los cien que ellos tendrían que cubrir en helicóptero. Pero los últimos dos o tres kilómetros serían impracticables para cualquir cosa que llevara ruedas. Sena tendría que seguir a pie. Chee llegaría primero.

La idea le llenaba de emoción. Por una parte, temía al rubio. Y, por otra, ansiaba encontrarle. Le dolía la costilla rota, tal como le había venido doliendo, a lo largo de toda la mañana. Pero era algo más que un sentimiento de venganza. Aquel hombre le había disparado una vez y le había perseguido dos veces para matarle. Recordaba los interminables minutos transcurridos sobre el falso techo del hospital, la angustiosa espera y el terror en la concavidad de la roca. Ahora era él quien perseguía al rubio. Trató de analizar sus propios pensamientos. ¿Esperanza? ¿Júbilo? Algo de eso y también algo más. Una mezcla de temor y del recuerdo infantil de la caza. El olor del humo, el aroma del café caliente, los perfumes del bosque bañado por el rocío antes del amanecer. Su tío saludando al sol con el canto de la alborada y bendiciéndoles a todos con el sagrado polen y entonando el cántico final para convocar a los espíritus del venado. A través del arañado y grasiento plexiglás, Chee contempló la montaña Turquesa acercándose a ellos con las laderas virginalmente cubiertas de blanco mientras el sol brillaba en un cielo despejado de nubes gracias a la tormenta de la víspera. El zumbido de las hélices del helicóptero ahogaba las palabras mientras él repetía el canto de la Caza al Acecho. Tal vez Mary, apretujada entre Chee y el piloto, las había oído porque estaba mirando a Chee con curiosidad.

Descubrieron la furgoneta del hombre en la tortuosa carretera unos cinco kilómetros más abajo de la casa de Vines. Chee la examinó con los prismáticos; las huellas le permitieron averiguar la historia sin ninguna dificultad. La furgoneta derrapó en la angosta carretera forestal y perdió tracción en la pendiente, por lo que las ruedas posteriores se deslizaron hacia la cuneta. El conductor abandonó el vehículo, subió unos cuantos cientos de metros y regresó a la furgoneta. En aquellos momentos caía una intensa nevada y sus huellas eran tan sólo unas ligeras depresiones. Más tarde, cuando dejó de nevar, volvió a salir y subió por la cuesta, pisando una capa de nieve de unos sesenta centímetros de grosor. Las nuevas huellas se podían seguir con facilidad, pero no había ninguna razón para seguirlas. Conducirían sin duda a la casa de Vines.

Lo único que quedaba por ver era si ya había llegado a la casa. ¿A qué velocidad podía subir el rubio por la cuesta a través de una gruesa capa de nieve? ¿A un kilómetro y medio por hora? En la loma, la nevada había cesado hacia las cuatro de la madrugada. En la montaña habría durado más. Tal vez hasta las cinco o las seis.

- Vamos a tomar el camino más corto hasta la casa de Vines -ordenó Chee-. Cuando estemos allí, acerqúese al suelo y trate de ocultarse detrás de los árboles. Nos oirán, pero no quiero que sepan dónde me sueltan.

- ¿Soltarle? -preguntó Mary-. Usted ha perdido el juicio. Esperaremos al sheriff. Ya no puede tardar mucho.

- No -respondió Chee-. Tengo que hacer una cosa.

El helicóptero descendió en medio de un revuelo de nieve detrás de unos abetos azules que ocultaban el garaje. Chee saltó a una capa de nieve que le llegaba hasta más arriba de las rodillas y la nieve lo cegó un instante mientras el helicóptero se elevaba nuevamente en el aire y se alejaba. Después corrió como pudo hasta el muro del garaje. El rubio, Vines, la señora Vines o cualquier otra persona que hubiera en la casa, habrían oído el helicóptero, pero no podían haberlo visto y no sabrían en qué lugar había dejado a Chee. No obstante, todas las precauciones serían pocas. Chee se pegó al muro, recordando el plano de la casa. La parte posterior miraba hacia la ladera del monte y la fachada daba al impresionante panorama de abajo. Pero la vista era limitada. En la parte de atrás, el muro era bajo y carecía de ventanas y, en muchos puntos, se podía saltar desde la ladera de la montaña al tejado de tejas. Chee rodeó el garaje. Los sepulcros de Dillon Charley y de la primera y fiel señora Vines estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve. Detrás de la casa, Chee se detuvo para escuchar. El silencio era casi total… el silencio de una mañana sin viento en una montaña enterrada bajo un blanco manto de nieve. Desde algún lugar del bosque, la rama de un abeto se rompió y la nieve que la cubría cayó con un sibilante rumor. Desde la casa, sólo silencio.

Unos nueve metros más allá había una puerta. Tal vez el lavadero u otro cuarto de servicio. Chee se acercó pegado a la pared, sosteniendo la pistola amartillada en la mano derecha. Intentó abrir. La puerta no estaba cerrada con llave.

Oyó sobre el tejado el zumbido del helicóptero, acercándose con rapidez. El zumbido se aproximó, se retiró y regresó. Chee comprendió que el Primero de Caballería estaba efectuando una operación de distracción. Probablemente, una idea de Mary. Empujó la puerta y entró.

El cuarto estaba casi totalmente a oscuras. Chee se situó de espaldas a la puerta y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, tras haber contemplado el cegador brillo de la luz del sol sobre la nieve. Se encontraba en una especie de lavadero y cuarto de servicio. Al fondo de un corto y estrecho pasillose veía la cocina. Sus oídos no le decían absolutamente nada. La casa estaba tan silenciosa como la nieve del exterior. Pero algo llegaba hasta su nariz. Un olor acre como el producido por el azulado humo de la pólvora. Chee se apoyó en una secadora de ropa, se desató los cordones de las botas mojadas y se las quitó. Avanzó en silencio por el pasillo, pisando el suelo con los calcetines mojados. La cocina estaba vacía. Había más luz. La estancia estaba iluminada por una hilera de pequeñas ventanas y la luz también penetraba a través de una ancha puerta que daba a una especie de salón de juegos. Chee atravesó la cocina con la espalda pegada a la pared y trató de mirar hacia el interior de la habitación contigua sin que le vieran a él. Pasó por delante de la puerta de lo que debía de ser la despensa y se quedó helado.

Detrás de la puerta se oía un rápido jadeo y una afanosa respiración. Alguien se encontraba detrás de aquella puerta, a escasos centímetros de su espalda.

Chee se apartó de ella y se detuvo a su lado para escuchar. Tenía la pistola amartillada y le había quitado el seguro. Se agachó de cara a la puerta y se desplazó un poco a la izquierda. Extendió la mano izquierda y asió el tirador. Después, pensó. El rubio no estaría escondido en aquel armario. Oyó el clamor del helicóptero en la parte anterior de la casa y abrió de golpe la puerta.

La mujer acoma le miró sorprendida, pero no emitió el menor sonido.

Chee se acercó un dedo a los labios, indicándole que guardara silencio.

- ¿Dónde están? -le susurró en inglés.

La acoma contempló la pistola apuntando contra su estómago. Chee la inclinó hacia abajo.

- ¿Ha venido un rubio? -preguntó Chee-. ¿Está ahí?

La india pareció no comprenderle. Estaba como aturdida.

- ¿Dónde están? -repitió Chee.

La mujer soltó otro jadeo.

- El brujo está muerto -dijo en castellano.

Era lo único que podía decir. Lo dijo dos veces y después se volvió bruscamente, bajó en silencio por el pasillo y entró en el lavadero. Chee oyó que se abría y cerraba la puerta exterior.

«El brujo está muerto». ¿Se habría referido al rubio? ¿Se habría referido a Vines? Había dicho «el brujo», lo cual significaba que el muerto era un varón.

Chee lo encontró en el estudio, sentado muy erguido detrás del escritorio porque el sillón giratorio estaba ligeramente inclinado hacia atrás y el impacto de la bala había empujado su cabeza contra el acolchado respaldo de cuero. La luz que se reflejaba desde la nieve del exterior penetraba a través de las persianas e iluminaba su rostro, mostrando un lugar de la frente situado algo por encima del caballete de la nariz. No había sangrado mucho, pero la sangre había resbalado por su mejilla hasta la canosa barba. Los ojos de B.J. Vines aún estaban abiertos, pero el brujo ya había muerto para siempre.

¿Dónde estaría el rubio? Chee se situó junto a la puerta, de espaldas a la pared, y prestó atención. No se oía nada. El helicóptero se había ido. ¿Habría tomado tierra? El rostro de Vines mostraba una expresión de sobresaltado asombro. Había visto llegar la muerte. Una tigresa miraba por encima de su hombro y sus brillantes ojos de cristal parecían contemplar a Chee. ¿Dónde estaría el rubio? Chee se imaginó la cabeza de B.J. Vines colgada entre las de los restantes animales de presa y mirándole con sus fulgurantes ojos azules. Quizá el rubio se había marchado. No era lógico que se quedara allí tras haber cumplido su propósito. Chee rodeó rápidamente el escritorio y apoyó un dedo en la garganta de Vines. La piel aún estaba tibia y blanda. Tocó el hilillo de sangre que bajaba por el costado de la nariz. Aún no estaba tan siquiera pegajosa. Vines llevaba apenas unos minutos muerto. No más de cinco o diez. El rubio andaba todavía cerca. ¿Dónde estaba entonces Rosemary Vines? A lo mejor, no se encontraba en la casa.

Chee permaneció de pie al lado del escritorio y prestó atención. ¿Qué haría el rubio? Se oyó de nuevo el zumbido del helicóptro, sobrevolando la parte anterior de la casa. Mary intentaba ayudarle. Chee recordó el rifle del rubio. «No se acerque, Mary. Aléjese del alcance de su arma.» Era una mujer y su compañía lo hacía feliz. Era una amiga y su presencia le hacía sentir deseos de cantar. Sólo se merecía belleza a su alrededor. Ahora convenía que no se acercara. El rubio tenía que estar en la casa. Muy cerca. Haciendo, ¿qué? ¿Buscando a la servidumbre? ¿Cerciorándose de que no hubiera dejado con vida a alguna persona que pudiera informar sobre su visita? Los ojos de Chee se posaron en el teléfono. Los cables estarían cortados. Lo descolgó, pensando que estaría mudo.

En su lugar, oyó el sonido de marcar. Marcó el cero y se oyó la voz de una mujer:

- Centralita, ¿dígame?

- Perdón -dijo Chee en un susurro.

Colgó. ¿Por qué habría el rubio dejado el teléfono intacto? Aún no había terminado su tarea. De pronto, oyó un sonido. Alguien tosió. Y volvió a toser.

El rubio estaba sentado en el suelo del vestíbulo principal, con el hombro apoyado contra la puerta de madera maciza. Había sangre por todas partes. Salpicada en la lustrosa madera, empapando los pantalones del rubio, extendiéndose en una mancha cada vez más grande sobre el pavimento de cerámica. En medio del charco de sangre se veía una negra pistola con el largo cilindro de un silenciador insertado en el cañón. El rubio volvió a toser. Miró a Chee y trató de concentrar los ojos en él. Movió inciertamente los labios y dijo:

- Tengo frío.

Chee adivinó lo ocurrido. El disparo había alcanzado al rubio cuando éste se acercaba a la puerta. Probablemente, efectuado con uno de los rifles de caza de Vines. Algo muy potente. La bala le había penetrado por la espalda y la sangre había salpicado la puerta. El rubio se vio quebrado como un palillo.

- ¿Hay algún lugar más caliente? -preguntó.

- La chimenea, tal vez -contestó Chee. Se guardó la pistola en la funda, pisó el charco de sangre y se agachó al lado del rubio. Le pasó un brazo por debajo de las piernas y el otro brazo por detrás de los hombros y lo levantó… con mucho cuidado porque le resbalaban los calcetines sobre la sangre y porque el hombre se estaba muriendo.

En el vasto salón, el fuego de la chimenea se había convertido en unos trémulos rescoldos de carbón. Chee se arrodilló delante de él y depositó al rubio sobre la piel del oso polar. La espalda del rubio estaba rota entre los omóplatos. La cabeza del rubio se inclinó hacia adelante.

- Hay una agencia de detectives -musitó el rubio con un hilillo de voz-. Webster. En Encino. Están buscando a mi madre. Ella sabrá todas las cosas del cementerio. Vendrá a recogerme.

- De acuerdo. No se preocupe.

- Pensaba que le había matado -dijo Rosemary Vines desde la puerta, sosteniendo un rifle de largo cañón en la mano.

El rifle apuntaba más o menos en la dirección de Chee.

- Y lo ha hecho -aseguró Chee-. Faltan unos minutos.

La señora Vines estaba muy pálida. El carmín de los labios formaba un grotesco contraste con sus exangües mejillas.

- ¿Sabe usted quién era su marido? -preguntó Chee.

La mirada de Rosemary Vines se posó en el rubio. «Está aturdida -pensó Chee-. Ni siquiera me ha oído.»

- Sabía que tenía otra vida en alguna parte -contestó Rosemary Vines-. Lo sospechaba antes incluso de casarme con él. Le gustaba mucho hablar de sí mismo, pero sólo a partir de cierto período. Todo lo de antes… cuando era chico, cuando estudiaba en la universidad, todo lo que hizo antes de venir y encontrar su mina… todo eso era muy vago. Por consiguiente, estaba claro que ocultaba algo. Al final, reconoció que tenía ciertos secretos, pero jamás me dijo en qué consistían. Yo le decía que debía de ser algo de carácter delictivo ya que, de lo contrario, no se hubiera avergonzado de ello. Pero él se reía.

Sobre la piel del oso polar, el rubio estaba completamente inmóvil. Rosemary Vines contempló su cuerpo con el rifle todavía a punto.

- Sabía que estaba en la caja fuerte. Tenía que estar allí. Así era B.J. Vines. Necesitaba guardar las pruebas. Cabezas. Pieles. Fotografías. Tenía una auténtica manía. Como si necesitara conservar las pruebas de lo ocurrido. No podía tomar veinticinco años de su vida y desprenderse de ellos sin más. Si yo pudiera recuperar la caja antes de que regresara, allí dentro encontraría cosas que me permitirían averiguar quién era B.J. de joven y qué era aquello de que tanto se avergonzaba.

La idea avivó un poco el color de su rostro, confiriéndole una expresión de triunfo anticipado.

- Aquello de que tanto se avergonzaba o que tanto miedo le inspiraba -añadió la señora Vines, esbozando una extraña sonrisa.

Jim Chee apartó los ojos de ella, del cuerpo del rubio y de la blanca alfombra manchada de rojo. A través del ventanal que iluminaba la estancia, sólo podía ver el cielo y la nieve. Pureza blanca y azul. Aquella hermosura le hubiera hecho exultar de júbilo en otras circunstancias. En aquel momento Jim Chee no sentía nada. Sólo un sordo cansancio y una sensación de mareo.

Pero él conocía la causa y el remedio. La Mujer Cambiante se lo había enseñado a su pueblo cuando formó los primeros clanes del Dinee con su propia piel. Los extraños caminos de las personas extrañas dañaban el espíritu y apartaban a los navajos de la belleza. Para regresar a la belleza se necesitaba un remedio. Mañana mismo, Jim Chee acudiría a ver a Hosteen Nakai y le pediría que le hiciera un Camino del Enemigo y reuniera a toda la familia, con todos los parientes entremezclados del Dinee Taciturno y del Dinee de la Frente Roja… a los hermanos y hermanas de su sangre, a sus amigos y conocidos. Durante ocho días se entonarían cantos, se recitarían poemas y se trazarían dibujos en la arena para recrear el pasado y restablecer el espíritu.

Convencería a Hosteen Nakai de que Mary también recibiera la bendición, aunque no perteneciera al Dinee. Los preparativos durarían varias semanas… tendrían que elegir el lugar, hacer correr la voz, buscar a un cantor adecuado, disponer la comida. Pero, cuando todo terminara, Jim Chee volvería a sentirse rodeado de belleza por todas partes.

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