Capítulo 21

Chee mantenía la palanca de control del visor medio inclinada hacia la derecha. Por encima de su frente zumbaban los carretes del microfilme. Las páginas del Grant Daily Beacon pasaban volando por delante de sus ojos como los vagones de un tren de carga cruzando un semáforo. Se movían con demasiada rapidez como para poder leerlas, pero no lo bastante como para no poder distinguir una primera plana del anuncio de una droguería o para no ver los grandes titulares en negro propios de la clase de noticia que él buscaba. La mitad de la atención de Chee estaba centrada en las imágenes que tenía ante sus ojos, pero también era consciente del profundo silencio que reinaba en aquella enorme sala del sótano de la biblioteca Zimmerman, del nuevo revólver del calibre 38 que le pesaba en el bolsillo de la chaqueta y de la presencia de Hunt, simulando estudiar al otro lado de la puerta de cristal del gabinete situado a su espalda. También era consciente de la proximidad de Mary Landon.

La página que pasó velozmente ante sus ojos ostentaba una gruesa franja negra en la parte superior. Chee detuvo el carrete y empujó la palanca hacia la izquierda para hacerlo retroceder. El titular decía:

LAS ENCUESTAS PREVEN UNA VICTORIA APLASTANTE DE DEWEY

- ¡Vaya! -exclamó Mary Landon-. Se ha equivocado de desgracia.

Estaba sentada a su lado un poco hacia atrás y apenas hablaba. Las sensibles ventanas de la nariz de Chee aspiraron el perfume de la ropa secada al sol y del jabón.

Chee volvió a empujar la palanca hacia la derecha y levantó los ojos. Una bibliotecaria bajaba por el pasillo de la izquierda, empujando un carrito lleno de publicaciones encuadernadas. Una esbelta muchacha blanca con un abrigo de cuello de piel estaba buscando algo en los ficheros de los microfilmes. Más allá, el ojo de Chee captó un movimiento. Un codo cubierto de tejido de nylon azul, asomó por detrás de una de las blancas columnas cuadradas. Se retiró, volvió a asomar, se retiró y asomó de nuevo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Alguien que se rascaba?

Chee experimentó el súbito impulso de volverse a mirar para cerciorarse de que Hunt estaba todavía vigilando desde el gabinete. Reprimió el impulso. Teóricamente, Hunt le acompañaba en calidad de guardaespalda. Pero, aunque ello no se hubiera dicho explícitamente, su principal propósito era el de atrapar al rubio. La protección de Chee era secundaria. Aunque pareciera una decisión muy fría, tenía su lógica. Atrapando al rubio, Chee y Mary quedarían automáticamente a salvo. No había ningún otro medio de conseguirlo. La ley necesitaba atrapar a toda costa al rubio. En cambio, el mundo estaba lleno de policías tribales.

Bajo los ojos de Chee pasó corriendo la grabación de junio de 1948 y se convirtió en julio. Los carretes zumbaron, se detuvieron, volvieron a zumbar y se detuvieron de nuevo. El titular decía:

LA EXPLOSIÓN DE UN POZO DE PETRÓLEO

CAUSA LA MUERTE DE VARIOS HOMBRES

- Aquí está -dijo Chee.

Otro titular en letra más pequeña añadía:

se teme que haya habido doce víctimas

en la explosión de las instalaciones

- Siga un poco adelante -dijo Mary, inclinándose sobre la proyección de la página y haciéndole evocar nuevamente a Chee la luz del sol y el jabón.

Al parecer, todos los miembros de un equipo de prospección petrolífera resultaron instantáneamente muertos hace varios días al noroeste de Grants a causa, según los expertos, de la explosión incontrolada de una carga de nitroglicerina.

El sheriff del condado de Valencia, Gilberto García, afirmó que el número de víctimas podría elevarse a doce, diez hombres que trabajaban en la perforación del pozo en la ladera este del monte Taylor y dos empleados de la compañía suministradora de la carga de nitroglicerina.

García dijo que el número de víctimas no se sabe con certeza porque la fuerza de la explosión «lo hizo volar todo en mil pedazos y esparció los restos de las víctimas en un radio de un kilómetro».

«Al parecer, la nitroglicerina estaba todavía fuera del pozo cuando ésta explotó -dijo García-. Apenas quedó nada.» A su juicio, la explosión tuvo lugar probablemente el viernes, que es el día en que los empleados de Petrolab Inc. efectuaron la entrega del explosivo en el lugar del accidente. El accidente no fue descubierto hasta el lunes en que un sheriff adjunto se trasladó al lugar para averiguar por qué razón no se había tenido ninguna noticia de los obreros.

García señaló que el pozo se encuentra a unos setenta kilómetros al norte y al oeste de Grants, cerca de la frontera del distrito de Tablero de la reserva navajo. «No hemos encontrado a nadie que oyera la explosión -dijo el sheriff-. Nadie vive allí en muchos kilómetros a la redonda.»

El sheriff declaró que los coyotes y otros animales depredadores y aves cañoneras han dificultado las tareas de identificación. «Creemos que tenemos una identificación segura y esperamos poder identificar a otras dos víctimas, pero no somos demasiado optimistas con respecto a las demás.»

Según los ficheros de las nóminas, la cuadrilla estaba integrada por Nelson Kirby, de unos cuarenta años, de Sherman, Texas, jefe de la cuadrilla; Albert Novitski, de edad y domicilio desconocidos; Carl Lebeck, de edad desconocida, un geólogo que controlaba la perforación del pozo; Robert Sena, de veinticuatro años, de Grants, y seis navajos todavía sin identificar que trabajaban como peones.

Se teme que también hayan perecido R. J. Mackensen, de unos sesenta años, y Theo Roff, de unos veinte, ambos empleados de Petrolab, la empresa de Farmington que suministró el explosivo.

Chee echó un vistazo a los restantes párrafos.

- ¿Concuerda más o menos con lo que le dijo Sena? -preguntó Mary-. ¿Le suenan de algo los nombres?

- Sólo el de Robert Sena -contestó Chee-. Era el hermano mayor de Gordo.

Mary leyó por encima de su hombro.

- Carl Lebeck -dijo-. Mi prima salía con un chico que se llamaba Carl Lebeck. O, a lo mejor, era Le Bow. Algo así.

- Vamos a ver qué dijeron al descubrirse que los navajos estaban vivos -dijo Chee.

La noticia figuraba en la primera plana de la edición del miércoles. Era una breve nota en la que se informaba de que la cuadrilla de los seis peones navajo, inicialmente dados por muertos en la explosión, no había acudido al trabajo aquel día. La noticia indicaba tres nombres que Chee anotó en su cuaderno. No mencionaban por qué razón no había acudido al trabajo. Chee encontró la razón en el periódico del día siguiente. Otra vez un titular con una gruesa franja negra en la parte superior de la página:

DETENCIÓN RELACIONADA CON LA EXPLOSIÓN

DEL POZO DE PETRÓLEO

el sheriff afirma que los navajos

fueron advertidos de antemano

Uno de los trabajadores navajos que escaparon la semana pasada a la fatal explosión de las instalaciones petrolíferas del condado de Valencia ha sido interrogado hoy a propósito de su presunto conocimiento previo de que se iba a producir la explosión.

El sheriff Gilberto García identificó al hombre como Dillon Charley. Asegura que Charley ha confesado haber advertido a otros cinco trabajadores navajos del pozo de que no fueran a trabajar el viernes pasado «porque algo malo iba a ocurrir».

«Charley afirma que fue advertido por Dios en el transcurso de una especie de visión mística», dijo García; añadió que Charley es el «jefe del peyote» del culto Nativo Americano y que los otros cinco navajos del equipo de obreros también pertenecían a esta organización religiosa.

Los miembros de dicho culto mascan capullos de los cactos del peyote como parte de sus ritos. Al parecer, la sustancia narcótica que contiene el peyote afecta al sistema nervioso, provocando alucinaciones en ciertos consumidores. La tenencia de la sustancia es ilegal y el Consejo Tribal Navajo ha aprobado una legislación específica que prohibe la tenencia o consumo en la reserva.

El sheriff ha revelado también que Charley había resultado herido a causa de lo que García calificó de «un intento de resistencia a la detención». Añadió también que el sheriff adjunto Lawrence Sena ha sido suspendido «hasta que podamos establecer si se utilizaron medios indebidos». Robert Sena, hermano del sheriff adjunto Sena, fue uno de los hombres que resultó destrozado el viernes pasado durante la explosión incontrolada de la carga de nitroglicerina en el pozo de petróleo.

- ¿Ha visto eso? -dijo Chee, señalando con el dedo el párrafo correspondiente-. Gordo vapuleó a Dillon Charley. Le debió de propinar una buena paliza para que lo suspendieran. Golpear a un navajo no tenía demasiada importancia por aquel entonces.

Chee se reclinó en su asiento, alejándose del capuchón proyector del microfilme para mirar a Mary. La muchacha le observó con expresión inquisitiva.

- ¿Qué piensa? -le preguntó Chee.

- Pienso que es usted muy raro. Pienso que está medio chiflado. Tiene a ese escurridizo asesino tratando de pegarle un tiro, y se emociona en este sótano a propósito de algo que ocurrió hace treinta años.

- Usted también -dijo Chee-. ¿Qué me dice de usted?

- Yo no estoy emocionada -contestó Mary.

- Me refiero a que él también quiere pegarle un tiro a usted.

- No lo creo -dijo Mary-. Usted fue el que le vio mejor. Es a usted a quien persigue.

La muchacha apartó los ojos y se inclinó de nuevo sobre el visor del microfilme. Un bonito perfil, pensó Chee. Muy bonito. Mary estaba leyendo los párrafos proyectados. Sus ojos eran intensamente azules y las largas pestañas se curvaban graciosamente hacia arriba. El cabello le caía sobre la mejilla. Un cabello sedoso. Una mejilla aterciopelada.

- Otra cosa -dijo Mary sin levantar los ojos-. ¿Por qué le preocupa tanto que un policía le diera una paliza a un navajo? Según lo que yo he oído decir en Laguna, los policías que más palizas propinan a los navajos son los policías navajos.

- Preferimos propinar palizas a los anglosajones, pero no tenemos jurisdicción sobre ustedes.

Chee estudió el perfil de la joven, esperando alguna reacción que le revelara algo sobre ella. Su comentario sobre la policía navajo había ido parcialmente en serio… casi totalmente en serio. La policía navajo, como todas las policías, tenía fama de ser la más dura con su propio pueblo. Los ojos de Mary seguían clavados en la página proyectada.

- Aún no me ha dicho lo que ocurrió realmente en el hospital. Y tampoco me ha revelado su nombre secreto.

El codo había aparecido de nuevo por detrás de la columna. Ahora inmóvil. Su propietario debía de estar apoyado en la columna. Tal vez leyendo.

- Me escondí -dijo Chee-. Como un conejo.

- ¿Como un conejo? -Mary le miró-. ¿Cree que hubiera tenido que hacer frente al agresor como un Matador de Monstruos? Yo poderoso piel roja -añadió, asiendo a Chee por la muñeca y levantando su mano-. Yo agarrar pistola con las manos. Yo gran héroe. Yo muerto, pero yo héroe -Mary le soltó la mano-. Ya que no tenía tiempo para trenzar una pequeña danza de los espíritus y conseguir que su camisa de hospital se transformara en una coraza a prueba de balas, yo creo que lo más sensato era esconderse debajo de la cama.

- Lo malo es que me escondí detrás de un tipo. Mi compañero de habitación.

Chee describió esquemáticamente lo ocurrido, a partir de su furtivo descenso al piso de abajo para averiguar cómo habían podido robar el cuerpo del depósito. Lo explicó todo rápidamente, sin interpretaciones ni conjeturas. Simplemente los hechos, pensó. Simplemente los hechos. Mientras hablaba, estudió el rostro de Mary.

La joven se estremeció y frunció los labios en un silencioso silbido.

- Yo me hubiera muerto de miedo -le miró un instante, mordiéndose el labio inferior-. ¿Cómo se le ocurrió encaramarse al techo?

- No se trata de eso -contestó Chee-. Se trata de que salvé la vida porque permití que el rubio disparara contra otra persona. Entró en la habitación para pegarle un tiro a un indio. Pero allí sólo había un mexicano. Y el chicano recibió el disparo en mi lugar.

- ¿Y qué?

Mary le miró con el ceño fruncido.

- ¿Y qué? ¿Qué quiere usted decir con eso?

- Y qué -repitió Mary-. ¿Se siente acaso culpable? ¿Cree que hubiera tenido que quedarse allí, descubrir el pecho y decir: «Aquí estoy. No dispares contra ese tipo»? Vamos, hombre -añadió en tono despectivo-. Le pegó un tiro a la enfermera, ¿no? Con eso sólo hubiera conseguido que los matara a los dos.

- Tal vez -dijo Chee.

- Usted es francamente raro -prosiguió MaryLandon-. O eso o pretende hacerme creer que lo es.

- Bueno -dijo Chee-, de nada sirve hablar de eso ahora. Vamos a ver qué otra cosa podemos encontrar.

Encontraron muy poco. Había un reportaje bastante largo sobre la Iglesia Nativa Americana, sus ceremonias y los comentarios de los miembros de la iglesia acerca de la visión premonitoria de Dillon Charley. Había una pequeña nota en la que el sheriff informaba de que una de las víctimas había sido identificada, a través de la dentadura, como uno de los empleados de Petrolab. Pero el accidente pareció olvidarse en seguida por falta de nuevos datos.

Si Sena, o cualquiera otra de las víctimas, fueron identificados, el Beacon no lo mencionaba. Tampoco había ninguna otra noticia sobre la detención de Dillon Charley. Su puesta en libertad, cuando se produjo, no halló eco en el periódico.

Pasaron lentamente el microfilme, página por página, buscando algún resto de la historia que ya había perdido actualidad. Tras una hora sin encontrar nada y cuando ya andaban por las ediciones de mediados de septiembre, a Mary se le ocurrió una idea.

- Oiga -dijo-. Los periódicos suelen publicar ediciones de aniversario. Ya sabe, dicen aquello de «Hoy hace un año que…», y vuelven a repetirlo todo. ¿Por qué no pasamos al año siguiente?

Chee se levantó y se desperezó. Después, empujó la palanca hacia la izquierda y los carretes se rebobinaron con su característico zumbido. La muchacha se había alejado de los ficheros de los microfilmes. El codo ya había desaparecido detrás de la columna.

Ahora asomaban en el campo visual de Chee la punta de una nariz y un mechón de cabello. El cabello era rubio. Muy rubio. Chee notó que se le encogía el estómago. Soltó la palanca e introdujo la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. La mano asió la culata de la pistola. El pulgar buscó el gatillo.

- ¿Qué pasa?

El hombre emergió de detrás de la columna y miró a Mary. Era muy rubio, pero no era el rubio. Demasiado joven. No se le parecía en absoluto. Se acercó a los ficheros de los microfilmes y empezó a examinarlos.

- Nada -contestó Chee-. Es que tengo los nervios desquiciados.

Encontraron el reportaje de aniversario, pero casi no aportaba nada nuevo.

Ya eran las cinco cuando el departamento de copistería les entregó las fotocopias de los microfilmes.

- Y ahora, ¿qué? -preguntó Mary-. Me parece que el sargento Chee de la Policía Montada del Canadá ha perdido una tarde, le ha hecho perder la tarde a una maestra de escuela de Crownpoint, y no tiene ni la más remota idea de lo que va a hacer ahora. Esto es el final, ¿verdad?

- No -contestó Chee. Estaban subiendo por la escalera de caracol que conectaba los cuatro pisos de la sección de trabajo de la biblioteca de la universidad. Un artista había utilizado las paredes de la escalera para representar en pintura y yeso la historia de los esfuerzos del hombre por registrar su comunicación con sus congéneres. En el piso inferior, pasaron por delante de unas imágenes pictográficas y petroglíficas. El alfabeto fenicio estaba mucho más arriba y el lenguaje simbólico de los ordenadores todavía más arriba-. Puede que no me lleve a ninguna parte, pero me gustaría hablar con alguno de los hombres que fueron advertidos y se salvaron de la explosión. Me gustaría saber qué les dijo Dillon Charley.

Ambos emergieron a la planta baja. A través de la acristalada pared sur de la biblioteca, se podía ver el edificio de Humanidades por encima de los plátanos del paseo central. Parecía una escultura monolítica, recortándose contra el azul oscuro del cielo otoñal. A Chee solía gustarle el edificio, pero aquel día se le antojaba una lápida de cementerio.

- ¿Por qué? -preguntó Mary-. ¿Qué pueden decirle sobre todo eso?

- Probablemente, nada -contestó Chee-. Pero los asesinatos surgieron de la caja de recuerdos y el robo de esa caja parece relacionado en cierto modo con la religión del peyote de Dillon Charley, y todo parece conducirnos a lo que ocurrió en el pozo de petróleo.

- Puede que sea una simple curiosidad. En cualquier caso, no los va a encontrar. Han pasado treinta años.

- No será tan difícil. Es muy probable que fueran todos parientes de Dillon Charley. Puesto que él los contrató, debían de ser parientes. Primos o tíos o, por lo menos, parientes políticos. Los navajos no sólo inventamos el nepotismo sino que, además, lo perfeccionamos.

- Pero son treinta años -dijo Mary-. Estarán todos muertos. O, por lo menos, la mitad de ellos lo estará.

- Tal vez uno o dos. Sabemos que Dillon Charley murió. Pero seguramente habrá unos cuatro que todavía viven.

Abandonaron la biblioteca y avanzaron por el paseo enladrillado pisando las crujientes hojas de plátano mientras la fría luz del sol poniente alargaba sus sombras a cien metros de distancia y teñía la escarpada cara este de las montañas Sandia del color de la sangre diluida. Chee las contempló, pensando en Hunt, que caminaba a quince metros detrás de ellos, y en lo fácil que sería que alguien disparara contra ellos desde cualquiera de los pasos elevados o las galerías que daban al paseo.

- ¿Y qué podrán recordar de lo ocurrido hace treinta años? Probablemente, no demasiado.

- ¿Quién sabe? -se preguntó Chee, con aire meditabundo.

Probablemente no lo recordarían con mucha precisión. Pero era la única pista. Y, en todo caso, la búsqueda de los supervivientes del Pueblo de las Sombras le conduciría a la reserva. Llevaría consigo a Mary. En la reserva, el rubio no sabría dónde encontrarles.

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