Capítulo 8
Colton Wolf iba con un poco de retraso. Se había preparado unos oeufs en gelée para el desayuno. Había seguido meticulosamente la receta de la revista Gourmet, y eso llevaba tiempo. La gelatina tardaba doce minutos en hacerse y la preparación del puré de guisantes para la guarnición aún exigía más tiempo. Después, se necesitaba una hora para que los huevos se enfriaran debidamente dentro de los moldes de gelatina. Ya era media mañana cuando retiró los cubiertos y los platos de la superficie de formica que utilizaba para comer en su caravana y dobló el mantel y la servilleta. Tenía previsto trabajar dos horas en la máquina de vapor modelo Baldwin que estaba construyendo. Ahora tendría que reducir el tiempo a ochenta minutos, trabajando casi todo el rato con la lupa de joyero pegada al ojo y efectuando casi todos los empalmes en el émbolo de montaje.
El despertador sonó a las once y treinta y cinco. Colton cubrió el torno y el taladro, dispuso cuidadosamente todas las herramientas en sus correspondientes lugares de la caja y volvió a guardar la caja en el armario donde también conservaba su colección de máquinas de vapor, todas las cuales funcionaban de verdad con sus silbidos, sus correas de transmisión y sus ruedas giratorias, y habían sido construidas por el propio Colton. Las máquinas de vapor estaban rodeadas de distintas herramientas de su oficio… dos rifles, las recámaras y los ensamblajes de los gatillos de tres pistolas, una variada serie de cañones y silenciadores, tres cajitas de alambres aislantes que eran detonadores de bombas, una cajita de caramelos que contenía un explosivo plástico (Colton guardaba ocho barras de dinamita y las cápsulas de dinamita en la nevera) y varios envases metálicos de crema de afeitar y desodorante en espray. Exceptuando los rifles y las miras telescópicas, Colton había fabricado personalmente casi todos aquellos artilugios… en parte porque, si no los compraba, no se podría localizar su origen, y, en parte, porque algunos de ellos no se podían comprar. Los envases metálicos de las cremas de afeitar y los desodorantes eran el sistema que Colton utilizaba para pasar los controles de rayos X de los aeropuertos. Se podían introducir las partes de una pistola con su correspondiente silenciador en dos envases metálicos, volverlos a tapar cuidadosamente y mostrar en la inspección de los aeropuertos algo tan inofensivo como un par de envases de crema de afeitar. Los detonadores de los artefactos también eran producto de la habilidad de Colton. Los principios se los había enseñado un antiguo soldado de los Servicios Especiales que había conocido en el penal Point-of-the-Mountain de Idaho. Consistían en dos pilas y una pequeña bola de mercurio que interrumpía la conexión eléctrica cuando se movía la caja.
Colton lo guardó todo bajo llave y fue a ver si tenía alguna carta.
No es que Colton esperara alguna carta. Simplemente formaba parte de su rutina diaria. En cualquier ciudad donde estacionara su caravana, lo primero que hacía era alquilar un apartado de correos. Lo alquilaba bajo el primer nombre comercial que se le ocurría. Después enviaba una nota al titular de un apartado de correos de El Paso, Texas, informándole de su nueva dirección. Era el eslabón entre Colton y el hombre que le hacía los encargos. Su único eslabón con el mundo. En la mente de Colton Wolf, y a veces en sus sueños, aquel fallo sería el culpable de que algún día el mundo lo atrapara y lo matara. Colton pensó que ojalá hubiera otro medio de hacer negocio. Pero no lo había. Por consiguiente, procuraba minimizar el riesgo. Minimizar los riesgos constituía una parte muy considerable de la vida de Colton Wolf.
Pasó muy despacio con su furgoneta GMC por delante de la estafeta de correos, inspeccionando los vehículos aparcados. Ninguno parecía sospechoso. Aparcó en el aparcamiento del Safeway y recorrió a pie la manzana y media que lo separaba de la estafeta de correos, haciendo inventario de todo lo que veía. Había dos hombres y una mujer en el vestíbulo. Los funcionarios del mostrador eran rostros conocidos. Colton se dirigió a la pared de los apartados de correo. A través del cristal del apartado 1191, vio un sobre. No le prestó atención e inspeccionó el apartado 960. Estaba vacío. Colton cruzó el vestíbulo, mientras aprendía de memoria los rostros de los clientes. Regresó al Safeway y compró un pequeño filete, media libra de setas, una libra de uva blanca, un envase de crema de leche y un frasquito de pimienta negra. Lo guardó todo en la furgoneta, se sentó al volante del vehículo y sintonizó en la radio una emisora que daba música country del Oeste. Se pasó veinte minutos escuchando la radio. Después regresó a pie a la estafeta de correos. Ahora había cinco clientes en el vestíbulo, pero ninguno de ellos coincidía con los tres anteriores. Colton se encaminó directamente al apartado 1191 y retiró el sobre. Debajo, había un sobre más pequeño. Guardó ambos en el bolsillo de la chaqueta y regresó a su vehículo. Nadie le seguía y nadie le siguió tampoco cuando unos minutos más tarde volvió a subir por la rampa de la autovía. Colton Wolf acababa de sobrevivir a otro contacto con el mundo.
El sobre más pequeño estaba dirigido simplemente a su apartado de correos. Contenía una hoja de papel con toda una serie de cifras escritas a lápiz. Debidamente clasificadas, le indicaban a Colton un número telefónico al que debería llamar y la hora en que debería hacerlo, las dos y diez de la tarde. Se guardó la hoja en el bolsillo de la camisa. El segundo sobre llevaba un remite de Webster Investigations y un número de calle de Los Angeles. Colton ya sabía que lo iba a recibir porque nadie más conocía su apartado de correos, pero, aun así, sintió que se le contraía dolorosamente el estómago cuando dejó el sobre en el asiento de al lado. Cuando llegara a casa, lo abriría. Entretanto, procuraría no pensar en él.
Una vez en la caravana, guardó los comestibles y puso la cafetera a calentar. Después, se sentó en la tumbona, se secó las palmas de las manos en las perneras de los pantalones, rasgó el sobre y sacó el contenido. Las dos páginas mecanografiadas estaban dobladas alrededor de una cuenta de gastos. Wolf apartó la cuenta a un lado.
Estimado señor Wolf:
Primero, la mala noticia, que no es otra que el fracaso de la pista con la que había tropezado en Anaheim. La mujer era demasiado joven para ser su madre. Encontré su certificado de nacimiento en el registro del condado antes de ponerme en contacto con el detective de Anaheim y, de este modo, le ahorré el dinero.
La buena noticia es que he localizado a un camionero que trabajó en la agencia Mayflower de Bakersfield a principios de los años sesenta y recuerda haber trabajado con Buddy Shaw. Encontró la dirección donde vivía Shaw en San Francisco. Es antigua, pero nos dará un punto de partida desde el que poder localizarle…
Wolf terminó de leer la primera página, la dejó cuidadosamente en el brazo de la tumbona y leyó la segunda. Al terminar, volvió a leer las dos páginas muy despacio. Después, examinó la cuenta pormenorizada de gastos. Cubría un mes y exigía a Wolf el pago de cinco días y de toda una serie de gastos que sumaban en total algo más de mil cien dólares. Después, Wolf se reclinó en la tumbona con las manos de largos y ahusados dedos sobre las rodillas, y meditó.
Su rostro era enjuto y su cuerpo delgado y huesudo, pero la vigorosa tensión que emanaba de él confería a su delgadez la apariencia de una afilada cuchilla. Tenía el ralo cabello de color pajizo y tanto las cejas como las pestañas resultaban casi invisibles contra la pálida y pecosa piel. Sus ojos eran de un descolorido color verdeazulado… más o menos como el del hielo viejo. Colton Wolf parecía desteñido y sin pigmento, pulcro e insensible.
Pero lo cierto era que, en aquel momento, estaba sumido en un mar de sentimientos contradictorios. A un determinado nivel de su inteligencia, Colton se sentía animado. El detective encontraría a Buddy Shaw. Shaw aún estaría viviendo con la madre de Colton o, en caso contrario, sabría dónde localizarla. Y entonces se produciría el encuentro. A otro nivel, Colton no se creía nada de todo eso. Webster le estaba sacando los cuartos. El detective privado llevaba cuatro largos y costosos años sacándole los cuartos. No había viajes, ni cuentas de hotel, ni conferencias telefónicas, ni el menor rastro de Buddy Shaw. Webster había tenido tan poco acierto como el primer detective que Colton contrató. Webster se limitaba a permanecer sentado en su despacho de Encino y una vez al mes se inventaba una carta y una cuenta pormenorizada de gastos.
El primer detective acudió a la casa de Bakersfield en la que había vivido Colton, su madre y Buddy Shaw. Estaba ocupada por unos inquilinos que no sabían absolutamente nada que pudiera serle útil. No sabían absolutamente nada sobre el hombre, la mujer y el niño que habían vivido allí diecinueve años antes. Colton destruyó el informe y lo rompió enfurecido en mil pedazos. Pero todavía recordaba lo que decía. Decía que la casa estaba actualmente ocupada por una mexicana. El administrador de la finca sólo guardaba los datos correspondientes a cinco años atrás. Durante aquel período, había habido otros tres inquilinos. Ninguno de ellos había dejado su nuevo domicilio. En el registro del condado no figuraba ningún certificado de matrimonio entre un hombre llamado Buddy Shaw o cualquier otro apellidado Shaw, y una mujer llamada Linda Betty Fry. En los archivos de la empresa Mayflower Van Lines constaba que Buddy Shaw había trabajado durante once meses en su almacén diecinueve años antes. Lo despidieron por borracho. En las fichas de la policía figuraba tres veces un tal E. W Shaw, llamado Buddy Shaw. Lo detuvieron una vez por embriaguez y alteración del orden, cumplió treinta días de prisión por atraco y fue detenido por atraco a mano armada. No constaba la pena impuesta por este último delito. Sobre la mujer apenas había nada. En la hoja de detención de Shaw figuraba simplemente una mujer identificada como Linda Betty Maddox, ésta, detenida juntamente con él por alteración del orden. Colton recordaba con todo detalle la carta. Y recordaba especialmente el último párrafo:
A no ser que pueda usted proporcionar más información sobre esta mujer, no habrá posibilidad de encontrarla. ¿Podría usted indicarnos su edad, dónde nació, algún dato sobre su familia, madre, padre, hermanos, hermanas, en qué escuela estudió, dónde se casó o cualquier otra información sobre su pasado? Sin una información a partir de la cual se puedan desarrollar pistas, no habrá ninguna esperanza de encontrarla.
Ninguna esperanza de encontrarla. Él vivía por aquel entonces en Oklahoma City y utilizaba el apellido de Fry. Después se fue a Bakersfield. Dos largos días y noches en la carretera. En Nevada, llegó a la conclusión de que probablemente su apellido no era Fry. Tal vez fuera Maddox, pero no Fry. Recordaba ligeramente a Fry… una cara redonda y morena picada de viruelas, un vientre voluminoso y una boca triste y enfurruñada. Vivieron con él en San José y, en la escuela de allí, Colton se apellidaba Fry. Por eso pensó que Fry era su padre. A lo mejor, fue alguien apellidado Maddox. Colton no recordaba a nadie de aquel apellido. En algún lugar al oeste de Las Vegas decidió elegir un apellido neutral y utilizarlo tan sólo hasta que encontrara a su madre. Ella le revelaría su verdadero apellido y le hablaría de su padre y de sus abuelos. Y de su hogar familiar. Debía de estar en una pequeña ciudad, pensaba Colton, y habría un cementerio con los sepulcros de su familia. Cuando encontrara a su madre, ella le diría quién era. Hasta entonces, utilizaría un apellido sencillo. Eligió Wolf.
El café ya estaba borboteando sobre el hornillo de butano. A través de las paredes de aluminio de la caravana le llegó el rugido del claxon de un camión en la autovía. Colton no fue consciente de ninguno de ambos sonidos. Estaba recordando su llegada a Bakersfield y su visita al viejo barrio. La mexicana que le abrió la puerta no hablaba inglés, pero su hija sí. No sabía nada de una mujer rubia, delgada y de ojos azules llamada Linda Betty, ni de un hombre corpulento llamado Buddy Shaw. Ahora recordó a la muchacha, contestando nerviosamente a sus preguntas, y evocó los agrietados peldaños de cemento cuando abandonó el porche… no más agrietados de lo que estaban en la época en que él tenía once años y se sentaba en ellos cuando Buddy Shaw y su madre se emborrachaban y él esperaba a que Shaw se fuera a dormir para poder entrar.
Una vez en la calle, Colton permaneció de pie junto a la furgoneta, contemplando la casa. La hierba que él recordaba había desaparecido y el cristal de una ventana había sido sustituido por un trozo de madera contrachapada. Pero, por lo demás, todo estaba más o menos igual. La última vez que vio la casa fue el día en que cumplió doce años… la última vez que regresó a casa. Su amigo de la escuela le dijo que ya no podía permanecer por más tiempo en su casa y él volvió a la suya para ver si Buddy Shaw ya se había serenado y le permitía entrar. Encontró la casa vacía. Miró a través de las ventanas y vio que las cacerolas de su madre ya no estaban en la cocina y que en el cuarto de baño ya no había ningún artículo de aseo. Sin embargo, en el cuarto donde él dormía, sus cosas estaban desperdigadas por todas partes. La ropa de la cama había desaparecido, pero la chaqueta azul que su madre le había comprado en alguna parte aún estaba en la percha. Y también estaban los libros. Y la gorra. Rompió el cristal de la ventana para entrar y, con las prisas, se hizo un corte en la mano. En la casa no quedaban más que los viejos muebles que había en ella cuando se mudaron a vivir allí y las pocas prendas de vestir que él tenía.
Colton Wolf se removió con inquietud en la tumbona. Volvió a evocar la desolación del descubrimiento… la sensación de pérdida, perplejidad y abandono y, junto con ella, una desesperada soledad. ¿Dónde estaría su madre? ¿Cómo podría encontrarla? ¿Por qué se había ido? En el hornillo, la cafetera emitió un último borbotón y enmudeció una vez cumplida su misión. Colton Wolf no hizo caso y, a lo mejor, ni siquiera oyó el rumor. Estaba haciéndose las mismas preguntas que se había hecho diecinueve años antes.
Pasada la una y media, se levantó de la tumbona, se llenó una taza de café y se la llevó a la furgoneta para beberla mientras conducía. En una cabina telefónica a dos pasos de la Central Avenue efectuó la llamada. Marcó el código de zona de El Paso, Texas, seguido del prefijo, y esperó mientras la segunda manecilla de su reloj se desplazaba a las 2.10. Entonces terminó de marcar. Introdujo las monedas y oyó el sonido del teléfono justo en el momento en que la segunda manecilla superaba el límite de tiempo.
Contestaron inmediatamente.
- Aquí titular de apartado -dijo la voz.
Aquella dirección se había convertido en algo así como una broma entre ambos. Una broma y una clave.
- De acuerdo -dijo Colton-. Aquí también titular de apartado.
- Tenemos otra oportunidad en Nuevo México -dijo la voz-. Una cosa lleva a la otra, supongo.
- ¿El mismo cliente? -preguntó Colton.
Silencio.
- Nunca hablamos de clientes -dijo titular de apartado-, ¿No lo recuerda?
- Perdón -dijo Colton.
- Las condiciones son parecidas. El sujeto no estará prevenido. Y hay cierta prisa.
- ¿Cuánta prisa? -preguntó Colton.
La prisa le preocupaba. Y se le notaba en la voz.
- Nada concreto -dijo titular de apartado-. Pero cuanto antes, mejor. Cada día que pasa aumenta el riesgo. Ya sabe.
- No me gustan las prisas -dijo Colton-. Las cosas pueden fallar.
- No tiene por qué encargarse del asunto -dijo titular de apartado-. Tal vez será mejor que no lo haga. Pero sé que deseaba usted concluir el primer asunto y, como eso le obligaba a permanecer en Albuquerque y…
- Creo que resolveré el otro asunto en cuestión de veinticuatro horas más o menos -dijo Colton-. Puede que lo haga esta noche.
- Bien, ése fue el compromiso. Una vez lo hayamos hecho, se habrá cumplido el contrato inicial -titular de apartado soltó una risita-. Hemos tardado un poco más de lo previsto, pero qué demonios -pausa-. Pensé que, a lo mejor, tendría usted interés en demostrarle a esta gente lo bien que trabaja.
Colton hizo una mueca. Titular de apartado pensó que la idea de un cliente insatisfecho le molestaría. Y era cierto. Titular de apartado pensaba que Colton estaba enormemente orgulloso de su trabajo. Lo cual también era cierto.
- De acuerdo -dijo Colton-. Dígame de qué se trata.
Titular de apartado se lo dijo. Después, tal como solían hacer siempre, acordaron la hora y el número de teléfono al que Colton debería llamar para facilitar el informe,
Colton empleó tres horas. Paseó un rato. Echó en un buzón la carta que había escrito a Webster Investigations con un cheque por valor de 1.087,50 dólares y una nota sugiriendo que Webster insertara anuncios por palabras en periódicos de la costa Oeste, pidiendo a Linda Betty Shaw/Fry/Maddox que se pusiera en contacto con él. Paseó un poco más. Se sentó en el banco de una parada de autobús. La parada de autobús estaba cerca de una escuela y Colton estudió a los escolares que regresaban a casa. Le pareció que eran alumnos de primero de bachillerato y de los últimos cursos de primaria. Casi todos ellos caminaban en grupo, charlando entre sí. De pronto, pasó una niña sola. Colton pensó que debía de ser nueva en el barrio. Cuando uno era nuevo en el barrio, era difícil hacer amistades, porque todo el mundo ya tenía sus amigos. Cuando él tenía ocho años, vivieron casi un año en un apartamento de San Diego y allí hizo amistad con un niño. Cuando tenía catorce y vivió durante algún tiempo en Taylorville, hizo amistad con un par de chicos. Pero aquello era distinto. En los reformatorios, nadie conocía a nadie al principio y todo el mundo buscaba contactos. Bien mirado, Taylorville era un sitio bastante bueno y él incluso se alegró cuando lo enviaron allí por segunda vez. En Taylorville a los maricas los tenían aparte. No como en Folton adonde lo enviaron por robo a mano armada.
Al final, llegó el momento. Llamó al hospital de la universidad de Nuevo México y preguntó por la señora Myers, en la sala de enfermos terminales. La voz de la mujer sonaba tan serena como siempre.
- Me temo que ya todo ha terminado -dijo la mujer-. Se ha pasado en coma todo el día y, al final, le ha fallado el corazón.
- En fin, hay que tomarse las cosas con filosofía.
- Por supuesto -confirmó la señora Myers-. Pero siempre es un golpe.
- Bueno, pues -dijo Colton, tratando de prolongar la conversación, aunque, en realidad, ya no había ningún motivo para hacerlo. Ya había terminado con la señora Myers.
Aquélla iba a ser la última de las conversaciones intermitentes que había mantenido con ella a lo largo de más de dos meses, todas ellas cuidadosamente planeadas y llevadas a la práctica. Primero, averiguó el nombre de la enfermera que dirigía el turno intermedio de la sala de cancerosos. Lo consiguió a través del servicio de información del hospital, simulando querer enviarle una tarjeta de agradecimiento. Después, durante la primera llamada que hizo para interesarse por el estado del paciente, preguntó:
- Por cierto, ¿es usted la señora Myers? Me ha dicho lo amable que ha sido usted con él. Quiero darle las gracias.
Aquello marcó la pauta. Colton raras veces hablaba con la gente, pero, en caso necesario, sabía hacerlo muy bien. Miraba la televisión y escuchaba cuidadosamente en los aeropuertos, los restaurantes y las colas de los cines… lugares en los que la gente solía conversar. De vez en cuando, practicaba con los taxistas o las prostitutas que se llevaba a los moteles un par de veces al mes. Sin embargo, casi nunca hablaba más de una o dos veces con la misma persona, exceptuando titular de apartado. Después de tanto tiempo, empezaba a pregutarse cómo sería la señora Myers y qué aspecto tendría… de la misma manera que se preguntaba cómo sería titular de apartado. Estuvo tentado de ir una tarde a la sala del hospital para echarle un vistazo. Pero eso hubiera entrañado un riesgo y Colton no corría riesgos.
- Bueno, pues -repitió-, muchas gracias por todo.
Y colgó.
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