Capítulo 3
Para cuando Chee llegó a Grants, tras haber descendido cautelosamente por la ladera de la montaña, la tormenta ya se había desplazado hacia el este, dejando una árida masa de aire sin viento y una temperatura de cinco grados bajo cero. También dejó una capa de dos centímetros de nieve tan ligera y seca como las plumas de ave. Chee dio un rodeo para pasar por delante del edificio de la administración del condado de Valencia, por si las malas condiciones de las carreteras hubieran inducido a los responsables del departamento del sheriff, trabajar hasta más tarde. Las luces estaban encendidas. Chee entró en el aparcamiento.
Exceptuando la zona del este, las nubes habían desaparecido y el cielo nocturno, limpio de polvo, estaba punteado de estrellas. Chee se detuvo un momento para contemplar el espectáculo, buscando las constelaciones de otoño… las formaciones que surgían por el sur cuando la Tierra se inclinaba hacia el final del verano y se iniciaba la estación en la Que el Trueno Duerme. Chee las conocía no por los nombres que les habían dado los griegos y los romanos sino por los que le había enseñado su abuelo. Distinguió a la Mujer Araña (llamada Acuario por los romanos), muy baja sobre el horizonte del sur, y a los traviesos Niños del Pedernal Azul, llamados Pléyades por los griegos, justo por encima de la tormenta, recortándose contra el cielo del nordeste. Casi directamente encima suyo estaba Nacido del Agua, el filosófico componente de los Gemelos. Sobre su hombro derecho, rodeada por estrellas de inferior magnitud, se elevaba la Garza Azul. Según el mito del Origen que se contaba en el clan de Chee, el Primer Hombre envió a la garza a las inundadas entrañas de la Tierra para rescatar el olvidado fardo de la brujería, trayendo de este modo el mal a la superficie de la Tierra.
Chee notó que el frío le penetraba por el cuello de la chaqueta y las perneras de los pantalones. Entró rápidamente en el edificio del condado para disfrutar de su calefacción. La placa de la tercera puerta del pasillo decía «LAWRENCE Sena, Sheriff Condado de Valencia. Pase». Chee había oído decir que las letras mayúsculas del nombre de pila eran un intento de Sena de sustituir «Gordo» por un apodo menos insultante. No le había dado resultado. Chee asió el tirador de la puerta, confiando en que Sena hubiera dejado a algún colaborador en el despacho. Sólo había visto al sheriff una vez, cuando le hizo una visita de cortesía tras su traslado a Crownpoint. Sena le pareció un hombre duro, inteligente y sarcástico…; como la señora Vines, compensaba la falta de tacto con el poder. Quizás ello fuera la consecuencia del tener demasiado dinero, pensó Chee. Uranio. Vines lo encontró y vendió la concesión a cambio de una fortuna y una participación en la enorme mina a cielo abierto llamada el Diablo Rojo. La riqueza de la familia Sena se debía a la casualidad de haberse ganado penosamente la vida en un miserable rancho que contenía material radiactivo a una profundidad de seis metros por debajo de las raíces de los cactos.
«En fin -pensó Chee-, supongo que un hombre tan rico estará en su casa en una nochecita como ésta.»
El sheriff Sena se encontraba en el compartimento acristalado que aislaba al operador de radio del resto del mundo. Estaba escuchando mientras una mujer de mediana edad provista de auriculares discutía con alguien sobre la posibilidad de enviar una grúa para retirar un vehículo averiado en alguna parte. Transcurrió un buen rato antes de que se percatara de la presencia de Chee.
- Sí -dijo-. ¿En qué puedo ayudarle, sargento?
- Quiero informar sobre un robo -contestó Chee.
El sheriff Sena, arqueó sus pobladas cejas negras una fracción de milímetro en gesto de leve sorpresa. Sus impasibles ojos negros se clavaron en el rostro de Chee, esperando una explicación.
- Alguien entró en la residencia de B.J. Vines y robó su caja de caudales -añadió Chee-. No había nada de valor. Simples recuerdos.
- Bien -dijo Sena finalmente, mirándole con recelo-. Me parece interesante -salió del compartimento acristalado y pasó junto a Chee-. Venga a mi despacho y tomaré nota.
El despacho del sheriff era un cuarto todavía más reducido que el compartimento de comunicaciones…, justo lo suficiente para un escritorio con un sillón giratorio a un lado y una silla de cocina al otro.
Sena acomodó su mole en el sillón giratorio y miró a Chee.
- Supongo que a Vines se le habrá averiado el teléfono -dijo-. ¿Es por eso por lo que no lo ha denunciado él personalmente?
- Vines está ausente -contestó Chee-. Su esposa me ha dicho que no lo denunció porque no veía de qué forma podría resolver el asunto la policía.
Sena abrió el primer cajón del escritorio y sacó un lápiz y un cuaderno de notas.
- Que no podría resolverlo -repitió Sena-. ¿Dijo por qué?
- Porque no había ningún indicio sobre el que basarse -contestó Chee.
- Tome asiento -dijo Sena, indicando la silla.
Los años y la intemperie habían marcado el redondo rostro de Sena con multitud de expresivas arrugas que dejaban traslucir su escepticismo.
- ¿No comentó que yo no le serviría de nada al viejo B. J.?
Chee esbozó una sonrisa.
- Creo que mencionó algo sobre la escasa amistad entre ustedes dos. No recuerdo exactamente cómo lo expresó.
- ¿Y cómo es posible que le haya comentado a usted el robo? ¿Es usted amigo de los Vines?
- Quiere contratarme para que recupere la caja -dijo Chee.
- Ya.
Las cejas de Sena volvieron a arquearse inquisitivamente.
- Cree que lo hizo un indio. Un navajo. Es algo relacionado con la religión o la brujería. Algo así.
- Sólo la caja de caudales, ¿verdad? -preguntó Sena tras una breve pausa-. ¿No falta nada más?
- Eso es lo que ella me dijo.
- Probablemente alguien pensó que él guardaba allí el dinero -dijo Sena.
- Probablemente.
- Pero ella no cree que la cosa sea tan sencilla -añadió Sena.
No era una pregunta sino una afirmación, por cuyo motivo Chee no contestó.
Estaba contemplando una fotografía enmarcada que colgaba en la pared situada detrás del sheriff. Parecía la escena de un accidente, con aceros retorcidos en primer plano, un camión volcado e incendiado, dos hombres con uniformes caqui contemplando alguna cosa, más allá del marco, un vehículo de la policía y una ambulancia modelo 1950. El escenario de una explosión, al parecer. En una tarjetita blanca fijada a la esquina del marco figuraban seis nombres mecanografiados… todos ellos aparentemente navajos. Víctimas tal vez. La fotografía era en blanco y negro, y tanto el cristal como la tarjeta estaban cubiertos de polvo. Sena se introdujo el lápiz entre los dientes, se reclinó en el sillón giratorio y miró fijamente a Chee, moviendo la mandíbula mientras el lápiz oscilaba hacia arriba y hacia abajo como una antena que tratara de encontrar alguna explicación lógica. Sena se quitó el lápiz de la boca.
- ¿Qué más le dijo?
Chee describió el lugar donde se guardaba la caja y la forma en que lo abrieron por medio de una palanca.
- No faltaba nada más -dijo-. Hay muchos objetos valiosos en la casa… y todos a la vista. Plata. Alfombras. Cuadros. Todo eso vale un montón de dinero.
- Ya me lo imagino -dijo Sena-. Vines tiene más dinero que la Arabia Saudí. ¿Qué le dijo ella sobre la religión?
Chee se lo contó, resumiendo las explicaciones de la señora Vines sobre el interés de su marido por la iglesia de Dillon Charley, sus conjeturas de que en la caja había algo importante para el culto y su creencia de que sólo Charley sabía dónde se guardaba la caja.
- Dillon Charley murió hace tiempo -dijo Sena.
- La señora Vines dice que tiene un hijo. Piensa que Charley se lo debió de decir a su hijo hace años y que el hijo ha decidido llevarse la caja.
Sena estudió a Chee.
- ¿Eso es lo que ella piensa?
- Es lo que me dijo.
- El hijo se llama Emerson Charley -dijo Sena-. ¿Le suena de algo?
- Ligeramente -contestó Chee-. Pero no acabo de situarlo.
- ¿Recuerda la matanza que hubo en agosto en Albuquerque? Alguien colocó un artefacto explosivo en una furgoneta mal aparcada y murieron dos trabajadores de la grúa que estaba retirándola. La furgoneta pertenecía a Emerson Charley.
Chee recordó haber leído la noticia. Era un caso desconcertante.
- Lo recuerdo -contestó Chee-. Tengo entendido que la bomba estaba destinada a uno de los peces gordos del hospital. Dicen que fue algo relacionado con un acuerdo de divorcio o algo por el estilo.
- Eso es lo que parece suponer la policía de Albuquerque -dijo Sena en tono escéptico.
- Sea como fuere, la señora Vines cree que Emerson se llevó la caja y quiere que yo la recupere.
- Emerson no se llevó la caja -afirmó Sena, colocándose de nuevo el lápiz en la boca y volviendo a chuparlo. Sus ojos miraban a Chee, pero sus pensamientos estaban lejos. Después lanzó un suspiro, sacudió la cabeza y se rascó la patilla izquierda con un rechoncho dedo índice-. Emerson se encuentra en el hospital -añadió-. En Albuquerque. Eso si no ha muerto ya. Según mis últimas noticias, estaba muy mal.
- Pensaba que no había sufrido ningún daño -dijo Chee.
- El daño ya lo tenía -le explicó Sena-. Fue al hospital para ingresar en el Centro de Investigación y Tratamiento del Cáncer de la universidad de allí. El hijo de puta se está muriendo de cáncer -Sena miró de nuevo a Chee y soltó una breve carcajada irónica-. Ni el departamento de Policía de Arizona ni el FBI han podido averiguar por qué razón alguien quiso hacer saltar por los aires a un navajo moribundo.
- ¿Y usted puede? -preguntó Chee.
El lápiz osciló varias veces hacia arriba y hacia abajo.
- No -contestó Sena-. No puedo. No tengo ni idea. ¿Le comentó algo la señora Vines sobre una gente a la que llamaban el Pueblo de las Sombras?
Sena hizo la pregunta como el que no quiere la cosa.
- Me lo mencionó -contestó Chee.
- ¿Y qué le dijo?
A pesar de sus esfuerzos, la voz del sheriff sonaba muy tensa.
- No demasiado -contestó Chee, refiriendo lo que Rosemary le había dicho sobre el interés de su marido en el nuevo culto fundado por Dillon Charley, sus aportaciones de dinero, su ayuda a los miembros de la asociación cuando éstos fueron detenidos y su entrega a Charley de un objeto de la caja para que le diera «suerte»… tal vez un talismán, pensó Chee.
Mientras Chee hablaba, Sena reprimió un bostezo. Pero sus ojos no estaban soñolientos.
- Tal como ella dijo, todo es muy confuso -terminó diciendo Chee.
Sena volvió a bostezar.
- Bueno, mañana enviaré a alguien para que averigüe todos los detalles. No es necesario que pierda usted el tiempo -Sena examinó la punta del lápiz-. No estaba usted pensando aceptar el encargo, ¿verdad?
- Pues, en realidad, no lo había decidido -contestó Chee-. Probablemente, no.
- Sería lo mejor -dijo Sena-. Es lo que yo le dije el día que vino usted aquí para presentarse… la primera semana en que usted sustituyó a Henry Becenti. Tal como le dije entonces, este asunto de las Jurisdicciones puede plantear auténticos problemas como no se ande uno con cuidado.
- Ya me lo imagino.
Si no recordaba mal, el asunto de las jurisdicciones no se había mencionado para nada durante aquel breve encuentro. Estaba seguro de que no.
- No sé si usted ha trabajado alguna vez en la reserva del Tablero -dijo Sena-. Recorres en tu automóvil la reserva navajo y, de pronto, te encuentras en la jurisdicción del condado de Valencia y no hay manera de distinguir los límites. Puede ser un auténtico problema.
- No me cabe la menor duda -contestó Chee.
La policía navajo estaba acostumbrada a los problemas jurisdiccionales. Incluso en la Gran Reserva, que se extendía por los estados de Nuevo México, Arizona y Utah, con una superficie superior a la de Nueva Inglaterra, siempre había problemas de jurisdicción. De los delitos de mayor cuantía se encargaba el FBI. Si el sospechoso no era un navajo, surgían otras complicaciones. El delito podía corresponder a la policía estatal de Nuevo México o a la patrulla de tráfico de Utah o Arizona, o bien a la División de la Ley y el Orden del Despacho de Asuntos Indios. O incluso a un guardia de la tribu hopi o de la policía tribal de los ute del Sur o a un agente de la tribu apache jicarilla o a cualquiera de la docena de sheriffs de condado de los tres estados. Pero allí en el extremo sudoccidental de la reserva, la subdivisión en tablero complicaba ulteriormente las cosas. En 1880 y tantos, el Gobierno cedió a la compañía ferroviaria Atlantic and Pacific Railroad uno de cada dos kilómetros cuadrados de una franja de cien kilómetros de anchura, a modo de subsidio para la extensión de la línea hacia el oeste. La A amp; P se convirtió con el tiempo en la Santa Fe, y la nación navajo volvió a comprar gradualmente parte de las tierras de su Dinetah, su suelo patrio, pero en muchas zonas subsistía la subdivisión de la propiedad de las tierras en Tablero.
- Si quiere que le diga la verdad, Becenti y yo tuvimos algunos roces cuando él se hizo cargo de la comisaría de Crownpoint. El consejo tribal acababa de aprobar una ley de prohibición del peyote y estaba acosando a la nueva iglesia. ¿Tiene usted suficiente edad para recordarlo?
- Supe lo que ocurrió -contestó Chee.
- El bueno de Henry se dejó arrastrar por este asunto -añadió Sena-. Puso tanto empeño en detener a los dirigentes del consumo de peyote que olvidó dónde estaba el límite de la reserva y pasó a mi territorio. Mis chicos tuvieron que detener a algunos de los suyos y una cosa llevó a la otra hasta que, al final, nos reunimos aquí él y yo y elaboramos un sistema para que no nos entremetiéramos el uno en los asuntos del otro.
Sena miró fijamente a Chee para cerciorarse de que éste había aprendido la lección.
- Yo hubiera pensado que el obligado cumplimiento de la prohibición del peyote correspondía al teniente Becenti -dijo Chee.
- Normalmente, sí -aprobó Sena-. Pero esta vez estábamos investigando otro delito y Becenti nos estaba desbaratando las pesquisas -Sena rechazó las desavenencias con un gesto de la mano-. Lo importante es que aprendimos a realizar acciones coordinadas. Yo llamaba a Henry cuando se planteaba algún asunto navajo y averiguaba por dónde iban sus investigaciones. Y Henry me llamaba a mí cuando investigaba algo que rebasaba los límites del tablero y me preguntaba si teníamos algún inconveniente. Si lo teníamos, se quedaba en la reserva y lo dejaba correr.
Sena volvió a colocarse el lápiz entre los dientes y se reclinó en su sillón. El lápiz apuntaba directamente a la nariz de Chee. Los ojos de Sena le preguntaron a Chee si había tomado nota de la advertencia.
- Me parece muy razonable -afirmó Chee.
- Sí, es razonable -Sena empujó hacia atrás el sillón giratorio y se levantó-. Ha sido un día muy largo -dijo-. En cuanto cae una pizca de nieve, los malditos texanos vienen corriendo por la I-40 como si jamás en su vida la hubieran visto y se salen de la carretera dando patinazos desde Gallup hasta Albuquerque -Sena rodeó el escritorio con una agilidad insólita en un hombre de su tamaño, y acompañó a Chee a la puerta-. Creo que ha hecho usted bien en no aceptar el encargo -añadió-. Resolveremos por nuestra cuenta el pequeño robo sufrido por la señora Vines. Nos limitaremos a enseñarle cómo se hace. ¿Le dijo algo sobre Dillon Charley? ¿Alguna cosa en particular?
Chee volvió a tener la sensación de que la pregunta era falsamente casual.
- Simplemente lo que le he dicho -contestó secamente Chee.
- Verá, es que tienen al viejo Dillon Charley enterrado allí. Justo al lado mismo de la casa. Siempre me ha parecido muy curioso.
Chee no dijo nada. La mano de Sena le asió el brazo.
- ¿No le explicó por qué razón lo habían hecho?
- No -contestó Chee-. Sólo me comentó que el viejo se lo tomó a broma cuando el médico le dijo que se iba a morir.
- Me refiero al robo. ¿Cree usted que dijo todo lo que sabía?
- La gente no suele hacer tal cosa -contestó Chee.
Sena le estudió con aire pensativo.
- Sí, es lo que yo he observado siempre -soltó, el codo de Chee-. Tenga mucho cuidado.
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