Capítulo 2
La lluvia se trocó repentinamente en una nevada cuyos copos semejaban palomitas de maíz, que golpeteaban sobre el sombrero de Jim Chee, bajaban por el cuello de la chaqueta de su uniforme y le provocaban un estremecimiento de frío. Era el tercer día de noviembre, según el calendario del First National Bank de Grants que Chee tenía sobre su escritorio, y justo al comienzo de la estación en la Que el Trueno Duerme, según el menos preciso y tradicional calendario del Dinee. En cualquiera de los dos calendarios era demasiado pronto para semejante tiempo… incluso a los dos mil quinientos metros de altitud de la ladera del monte Taylor. Howard Morgan había anunciado posibles neviscas en su previsión meteorológica del Canal 7, pero Chee no se lo había creído y había dejado su chaqueta de invierno en la comisaría de policía.
Echó un vistazo a su vehículo, un Chevrolet blanco con el emblema de la nación navajo y la leyenda Policía Tribal Navajo pintada en la portezuela. Podía regresar al coche y encender la calefacción. Podía buscar cobijo en la entrada de la residencia de Benjamin J. Vines y volver a tocar el timbre unas cuantas veces, con la esperanza de llamar la atención de alguien. El timbre emitió un melodioso sonido musical que Jim oyó resonar agradablemente a través de la maciza puerta. Al ver que no contestaba nadie, Chee estuvo tentado de volver a llamar simplemente para escucharlo. La tercera alternativa era subirse el cuello de la chaqueta para protegerse del aguanieve y seguir satisfaciendo su curiosidad con respecto a la casa. La había proyectado, según había oído decir, el célebre arquitecto Frank Lloyd Wright y estaba considerada una de las más lujosas residencias de Nuevo México. La curiosidad que despertaba en Chee, como todas las cosas del hombre blanco, era muy profunda y, en aquel momento, lo era todavía más porque cabía la posibilidad de que Chee entrara muy pronto en aquel extraño mundo. Faltaban menos de cinco semanas para el 10 de diciembre, fecha en la cual tendría que decidir si aceptaba o no un nombramiento para el FBI y un puesto en el círculo de los timbres melodiosos.
Se subió el cuello de la chaqueta, inclinó hacia abajo las alas de su sombrero y prosiguió la inspección. Se encontraba al lado de un triple garaje semiadosado, construido, como la casa, en granito de la zona y unido a la estructura principal por medio de un curvado murete del mismo material. Detrás del murete, en una extensión de césped cuya longitud no superaba los cinco metros, dos rectángulos de mármol negro llamaron la atención de Chee. Unas lápidas sepulcrales. Chee se inclinó sobre el múrete. El nombre labrado en la lápida situada a la derecha de Chee era Dillon Charley. Debajo del nombre, se podía leer:
Chee esbozó una sonrisa. ¿El doble sentido habría sido deliberado? ¿Conocía Vines, o quienquiera que hubiera mandado labrar la lápida, el dicho del general Sheridan según el cual el único indio bueno era el indio muerto?
La lápida de la izquierda decía:
¿Fiel a B.J. Vines? Parecía una cosa un poco rara en una lápida sepulcral, aunque a Chee todas las costumbres funerarias de los blancos le parecían raras. Los navajos carecían de sentimentalismo con respecto a los cadáveres. La muerte despojaba a los cuerpos de todo su valor. Incluso perdían su identidad con la partida del chindi. Lo que el espíritu dejaba a su espalda era algo que se tenía que desechar con el menor riesgo posible de contaminación para los vivos. Los nombres de los muertos no se pronunciaban, y tanto menos se labraban en piedra.
Chee contempló de nuevo la lápida de Charley. El nombre le hizo recordar que no había ningún Charley en el clan del Dinee Taciturno, y tampoco en los restantes clanes que ocupaban la región de la Roca Áspera de su familia. Pero allí, en el extremo oriental de la reserva, entre el Dinee de la Sal y el Dinee de las Muchas Cabras y el clan del Barro y el clan de la Roca Firme, el nombre era bastante habitual. Y alguien llamado Charley había hecho recientemente algo que él hubiera tenido que recordar.
- ¿No le parece un lugar insólito para un cementerio?
La voz sonó a su espalda; pertenecía a una mujer de unos cincuenta y tantos años con un bello rostro de expresión seria. Llevaba una chaqueta de piel cara, sobre unos pantalones vaqueros, y se cubría las orejas con un gorro de punto azul marino.
- Es una de las pequeñas excentricidades de B. J., enterrar a la gente junto al garaje. ¿Es usted el sargento Chee?
- Jim Chee -contestó Chee.
La mujer le miró, frunciendo críticamente el ceño y sin hacer el menor ademán de estrecharle la mano.
- Es usted más joven de lo que esperaba -dijo-. Me dijeron que era usted una autoridad en su religión. ¿Es eso cierto?
- Estoy aprendiendo a ser un yataalii -le explicó Chee. Utilizó la palabra «navajo» porque ninguna palabra inglesa lo podía expresar con propiedad. Los antropólogos los llamaban chamanes y la mayoría de la gente de los alrededores de la reserva los llamaba cantantes o curanderos, aunque ninguna de aquellas denominaciones equivalía realmente al papel que desempeñaría entre los suyos si alguna vez conseguía terminar su aprendizaje-. ¿Es usted la señora Vines? -preguntó.
- Por supuesto -contestó la mujer-. Rosemary Vines. La segunda señora Vines -añadió, contemplando la lápida-. Pero no nos quedemos aquí bajo la nieve.
La casa había desconcertado inicialmente a Chee. Su fachada era una amplia curva prácticamente sin ventanas, semejante a una formación natural de piedra. Pero, tras franquear la puerta de madera maciza y cruzar el vestíbulo, el enigma se resolvía. La fachada era, en realidad, la parte de atrás. El techo se elevaba en una airosa curva hacia un gran muro de cristal. Más allá del muro, la ladera de la montaña se perdía hacia abajo. En aquel momento, todo estaba oscurecido por las nubes y la nevisca, pero, en los días normales, Chee sabía que el cristal daba a un inmenso espacio: las reservas indias de Laguna y Acoma hacia el sur y el este; el mar de setenta y cinco kilómetros de lava enfriada, llamado el malpaís, hacia las montañas Zuni del Sur, y la reserva de Cañoncito que se extendía por el este hacia la gran mole azulada de los montes Sandia, situados detrás de Albuquerque. La estancia era casi tan espectacular como el panorama. Una chimenea dominaba la pared de piedra a la izquierda de Chee, con una piel de oso polar sobre la alfombra junto a la chimenea. En la pared de la derecha cien ojos de vidrio le miraban desde las cabezas de los trofeos. Chee les devolvió la mirada: carabaos, impalas, ñus azules, cabras montesas, orix, alces, cariacús y una docena de especies que no supo identificar.
- Cuesta un poco acostumbrarse a ellos -dijo la señora Vines-. Pero menos mal que se guardan los más fieros en el cuarto de los trofeos. Estos son los que no muerden.
- Me han dicho que era un célebre cazador -dijo Chee-. ¿No ganó el trofeo Weatherby?
- Dos veces -contestó Rosemary Vines-. En 1962 y 1971. Fueron años muy malos para cualquier cosa que tuviera colmillos, pelo o plumas. -La señora Vines dejó el chaquetón de visón sobre el respaldo del sofá. Debajo llevaba una camisa de hombre a cuadros. Era una hermosa mujer de cuerpo muy cuidado, pero se la veía como en tensión. Se le notaba en la cara, en su forma de moverse y en la contracción de los músculos de su delicada mandíbula. Mantenía las manos entrelazadas sobre la cintura.
- Voy a tomar un trago -dijo-. ¿Me acompaña?
- No, gracias -contestó Chee.
- ¿Un café?
- Si no es molestia.
La señora Vines habló a través de una rejilla situada junto a la chimenea.
- María.
La rejilla contestó con un zumbido.
- Traiga un whisky y un café -dirigiéndose a Chee, la señora Vines preguntó-: Es usted un experto investigador, ¿no es así? Y trabaja en Crownpoint y lo sabe todo sobre la religión navajo.
- Me han trasladado a Crownpoint este año -contestó Chee- y sé algo sobre las costumbres de mi pueblo…
No era el momento más adecuado para explicarle a aquella arrogante mujer blanca que los navajos no tenían religión en el sentido blanco del término (en realidad, no existía en su lenguaje ningún término para designar la religión). Primero, averiguaría qué quería de él.
- Siéntese -dijo Rosemary Vines, indicándole un mullido sofá azul mientras ella se acomodaba en una silla de tubo de acero inoxidable y lustroso cuero-. ¿Sabe también algo de brujería? -preguntó, mirándole con una inquieta sonrisa mientras retorcía las manos sobre su regazo-. Este asunto de los Lobos Navajo, o los caminantes de pieles o como ustedes los llamen. ¿Sabe lo que es eso?
- Sé algo -contestó Chee.
- En tal caso, quiero contratarle -dijo Rosemary Vines-. Están a punto de concederle un permiso anual acumulado… -entró una anciana con una bandeja, una india pueblo, pero Chee no pudo establecer de qué clan pueblo. La señora Vines tomó su vaso en el que, por el color, había más whisky que agua, y Chee aceptó su taza de café. La india le estudió por el rabillo del ojo con tímida curiosidad-. Tiene treinta días de permiso -prosiguió diciendo la señora Vines-. Será más que suficiente.
«¿Para qué?», pensó Chee. Pero no lo dijo. Su madre le había enseñado que se aprende a través del oído y no de la lengua.
- Tuvimos un robo aquí -le explicó la señora Vines-. Entraron en las habitaciones de B.J. y se llevaron una caja en la que guardaba recuerdos. Quiero contratarle para que la recupere. B.J. se encuentra en un hospital de Houston. Quiero recuperarla antes de que regrese. Le pagaré quinientos dólares ahora y dos mil quinientos cuando me devuelva la caja. Si no la recupera, no cobrará los dos mil quinientos. Me parece un trato justo.
- Se lo podría hacer el sheriff de balde -dijo Chee-. ¿Qué ha dicho el sheriff sobre el asunto?
- Gordo Sena -dijo la señora Vines-. Sena no le sirve para nada a B.J. Y a mí tampoco. B.J. no le querría mezclar en esta cuestión. Además, sería perder el tiempo. Nos enviarían a algún suplente ignorante que haría muchas preguntas, echaría un vistazo por ahí, se largaría y ahí terminaría todo. No hay absolutamente ningún indicio sobre el cual pueda basarse la policía -añadió, tomando un sorbo de whisky.
- Yo soy policía -dijo Chee.
- Para usted será muy fácil -aseguró la señora Vines-. El Pueblo de las Sombras robó la caja. Busque a esa gente y recupere la caja.
Chee se sintió tragado por el sofá y engullido por su aterciopelada comodidad azul cobalto. Examinó lo que le decía la señora Vines, tratando de encontrarle algún sentido. Los ojos de la señora Vines lo estaban estudiando. Una de sus manos sostenía el vaso y el hielo se movía en el trémulo líquido. La otra mano jugueteaba con la tela de la pernera de los vaqueros. Los copos de nieve golpeaban el cristal de la ventana. Al otro lado del cristal, la noche estaba cayendo.
- El Pueblo de las Sombras -dijo Chee.
- Sí -dijo Rosemary Vines-. Tienen que haber sido ellos. ¿No le dije que no se llevaron nada más que la caja? Mire a su alrededor -añadió, abarcando la estancia con un gesto de la mano-. No se llevaron la plata ni los cuadros ni nada. Sólo la caja. Vinieron por ella y se la llevaron.
El servicio de plata estaba en el aparador… Una impresionante cafetera y una docena de tazas sobre una bandeja de plata maciza. «Debía de valer un dineral», pensó Chee. Detrás de él, en la pared, un pequeño y perfecto tapiz navajo yei, por el que en la reserva le hubieran podido sacar dos mil dólares al más tacaño de los traficantes.
Chee reprimió el impulso de preguntarle a la señora Vines a quién se refería al hablar del «Pueblo de las Sombras». Jamás había oído hablar de él. Sería más prudente dejarla seguir.
La señora Vines habló sentada en el borde de la silla y tomando de vez en cuando algún sorbo de whisky. Dijo que, cuando llegó a aquel lugar (la construcción de la casa aún no había finalizado por aquel entonces), el capataz del rancho de B.J. Vines era un navajo llamado Dillon Charley, el hombre que ahora estaba enterrado al lado de la primera esposa de Vines junto al garaje. Vines y Charley eran amigos, explicó Rosemary Vines.
- El viejo había fundado una especie de iglesia -dijo la señora Vines-. B.J. tenía, o parecía tener, cierto interés por ella. Él decía que no, que simplemente le seguía la corriente al viejo. Pero le interesaba. Yo les oía hablar entre sí. Y me consta que B.J. aportó dinero. Y, cuando ustedes, los de la policía navajo, los detuvieron, B.J. los ayudó a salir de la cárcel.
- ¿Que los detuvieron? -preguntó Chee. De pronto empezó a comprenderlo-. ¿Fue por utilizar peyote?
En el caso de que así hubiera sido, el culto de Dillon Charley debió de formar parte de la llamada Iglesia Nativa Americana, que se desarrolló en la reserva del Tablero después de la II Guerra Mundial y fue declarada ilegal por el Consejo Tribal debido al uso de la droga psicodélica; sin embargo, el Tribunal Federal anuló la resolución tribal, por considerar que cercenaba la libertad de culto.
- Peyote, sí. Fue por eso -dijo Rosemary Vines-. Consumo de droga -añadió en tono despectivo-. B.J. nunca establece distinciones en sus intereses. Sea como fuere, B.J. les dio algo que guardaba en su preciosa caja. Él y Dillon Charley sacaron la caja varias veces. Al parecer, era muy importante para su religión. Y ahora la han robado.
- ¿Qué contenía la caja? -preguntó Chee.
- Simplemente recuerdos -contestó la señora Vines, tomando un sorbo de whisky.
- ¿Como qué? -preguntó Chee-. ¿Algún objeto de valor? ¿Qué es lo que quería esta gente?
- Nunca vi el interior de la maldita caja -le contestó Rosemary Vines, riéndose-. B.J. tiene sus pequeños secretos. Tiene su faceta privada de la misma manera que yo tengo la mía -su tono de voz dio a entender que ello había sido el origen de antiguos rencores-. B.J. la llamaba su caja de recuerdos y decía que su contenido no tenía ningún valor para nadie más que para él. Está claro que en eso se equivocó -añadió, soltando una carcajada.
- ¿Tiene usted alguna idea de lo que sacó de esa caja para dárselo a Dillon Charley? -preguntó Chee-. ¿Algún indicio por pequeño que sea?
Rosemary Vines le miró a través del vaso con un rictus de amargura.
- ¿Tendrían los topos algún significado?
Ahora fue Chee quien se rió. Aquella conversación le estaba recordando cada vez más su relato preferido de la cultura de los blancos: Alicia en el País de las Maravillas.
- No -contestó-. Los topos no tendrían para mí ningún significado.
- ¿Cómo llaman ustedes a los topos?
- Dine' etse-tle -dijo Chee, pronunciando la serie de sonidos guturales.
- Así los llamaba Dillon Charley -dijo la señora Vines, asintiendo con la cabeza-. Le pregunté qué le había dado B.J. y eso es lo que me contestó. Por aquel entonces teníamos una criada navajo, era cuando los navajos trabajaban para B. J., y le pregunté qué quería decir aquella palabra. Me dijo que «topos».
- Exactamente -corroboró Chee.
Técnicamente, cuando se fragmentaba en sus partes, significaba algo más que eso. La palabra Dinee significaba «pueblo». Por lo que la expresión quería decir literalmente «Pueblo de las Sombras».
- ¿Por qué llama usted a la iglesia de Dillon Charley «Pueblo de las Sombras»?
- Porque así la llamaba B.J. O algo muy parecido. Hace tantos años que es difícil recordarlo.
«Pero usted lo recuerda», pensó Chee.
- Hay otro posible motivo para el robo de la caja -dijo-. Esto es un lugar legendario -indicó la estancia con un gesto de la mano-. B.J. Vines es una persona legendaria. Por consiguiente, es posible que exista alguna leyenda relacionada con su estuche de recuerdos. A lo mejor, corren rumores de que está lleno de oro o brillantes o de billetes de mil dólares. Por eso al que vino a robar no le interesaban los cuadros ni la plata ni las alfombras navajo. ¿Estaba cerrado con llave? ¿Lo tuvieron que sacar y abrir para averiguar lo que contenía?
- Siempre estaba cerrado -contestó Rosemary Vines-. Cualquiera hubiera dicho que B.J. guardaba en él las joyas de la corona. Pero B.J. decía que eran simples recuerdos, objetos diversos. No creo que mintiera -la señora Vines volvió a esbozar una tensa y amarga sonrisa-. B.J. tiene la manía de conservar recuerdos. Lo conserva todo. Si no lo puede enmarcar, lo guarda -la amarga sonrisa se convirtió en una amarga risita-. Cualquiera diría que teme perder la memoria…
- Pero alguien de fuera…
- Alguien de fuera no hubiera sabido dónde guardaba la caja B.J. -dijo la señora Vines en tono impaciente-. Dillon Charley lo sabía. Deduzco simplemente que Dillon se lo reveló a su hijo -levantándose con un gracioso movimiento, añadió-: Venga y se lo mostraré.
Chee la siguió.
- Otra cosa -insistió-. Su marido lo sabe todo acerca de este «Pueblo de las Sombras». ¿No le parece más lógico que él mismo hubiera ido a buscar la caja?
- Ya le he dicho que está en el hospital -contestó la señora Vines-. Sufrió un ataque el verano pasado. Cuando estaba cazando en Alaska. Lo trasladaron en avión. Tiene el lado izquierdo parcialmente paralizado. Le van a colocar un aparato en Houston para que pueda moverse mejor, pero no quiero que ande persiguiendo a unos ladrones.
- No, claro -convino Chee.
La señora Vines se detuvo junto a una puerta abierta, indicándole a Chee que pasara.
- Sería capaz de hacerlo con muletas y todo -aclaró-. Intentaría perseguirles aunque estuviera conectado a un pulmón de acero. Por eso quiero recuperar la caja inmediatamente. Quiero tenerla cuando él vuelva a casa. No quiero que se preocupe por eso.
La estancia que la señora Vines llamaba «el despacho de B. J.» se encontraba al fondo de un pasillo alfombrado. Era muy espaciosa; tenía el techo de vigas, una chimenea de piedra flanqueada por unas ventanas que daban a la ladera de la montaña y un gran escritorio con superficie de cristal. Tres de las paredes estaban cubiertas por cabezas de felinos en distintas fases de furia terminal. Chee vio tres leones, dos leonas, cuatro tigres y varios leopardos, pumas, panteras, cheetahs y felinos depredadores que no pudo identificar. Calculó que, en total, debían de ser unos cuarenta o cincuenta. La luz se reflejaba en cientos de dientes al descubierto.
- El ladrón entró por aquella ventana junto a la chimenea, fue directamente al lugar en el que B.J. guardaba la caja y se la llevó. No tocó nada más -aclaró Rosemary Vines-. Sabía dónde estaba. ¿La hubiera usted podido encontrar? -le preguntó a Chee.
Chee miró a su alrededor. Rosemary Vines había dicho que su marido coleccionaba recuerdos y así era, en efecto. La estancia estaba atiborrada de cosas. La pared oeste, la única que no exhibía trofeos de caza, era una galería de fotografías y certificados enmarcados: Vines al lado de un tigre muerto. Vines al mando de una lancha rápida. Vines mostrando un trofeo. Vines empequeñecido al volante de uno de aquellos inmensos camiones de mineral de la mina del Diablo Rojo. El ancho rostro de barba gris de Vines bajo un casco de minero. Su rostro más joven de barba negra asomando por la ventanilla de la carlinga de un avión. Chee apartó la mirada de la galería de Vines. Dos vitrinas de cristal, una de ellas repleta de trofeos y copas y la otra llena de objetos labrados en piedra y madera. Estanterías, una mesa, todas las superficies planas se hallaban cubiertas de recuerdos. La señora Vines le estaba observando con expresión divertida.
- Todos estos objets d'art son su escultura -dijo-. Y como puede ver -añadió, señalando con la mano la galería de fotografías-, mi marido tiene un problema con su ego.
- ¿Estaba en el escritorio? -preguntó Chee.
- Se equivoca -contestó la señora Vines, acercándose a la pared de la chimenea y descolgando la cabeza de uno de los tigres de menor tamaño.
Detrás de ella había un panel de metal entreabierto y con una esquina doblada.
- Sabían dónde tenían que buscar y sabían que tendrían que llevar algo para apalancar esta puerta, y eso es lo que hicieron -dijo la señora Vines-. Ni siquiera se molestaron en cerrar el panel o volver a colocar la cabeza en su sitio.
Chee examinó el panel. Estaba montado sobre unas resistentes bisagras y asegurado con una cerradura de apariencia muy cara. Quienquiera que lo hubiera abierto, habría introducido una especie de palanca entre el panel y el marco hasta conseguir hacer saltar la cerradura. La puerta era gruesa y sorprendentemente pesada, pero no había sido lo bastante fuerte como para resistir la presión de la palanca. Chee se sorprendió levemente. La puerta parecía más fuerte de lo que era.
- ¿Qué tamaño tenía la caja? -preguntó.
- Aproximadamente el mismo de este espacio vacío -contestó la señora Vines-. B.J. se la hizo construir con una especie de cerradura de caja de caudales en la parte anterior. Quiero que encuentre a esta gente y le diga que, como no la devuelvan, con todo lo que contenía, me encargaré de que acaben en la cárcel -se acercó a la puerta y le indicó por señas a Chee que saliera antes que ella-. Les puede decir también que B.J. les hará un conjuro como vuelva a casa y descubra que la caja ha desaparecido.
- ¿Cómo dice? -preguntó Chee.
La señora Vines se rió.
- Los navajos de por aquí le consideran un brujo -dijo.
- Yo creía que se llevaba bien con el Dinee -se extrañó Chee.
- Eso era antes. Cuando murió Dillon Charley se acabaron las buenas relaciones con los navajos. Al cabo de uno o dos años, casi todos los que trabajaban aquí se marcharon. Llevamos años sin tener en nómina a ningún navajo. María es una acoma. Casi todos los braceros son lagunas o acomas.
- ¿Qué ocurrió?
- Sinceramente, no lo sé -contestó la señora Vines-. Estoy segura de que fue por algo que hizo B.J., pero vaya usted a saber lo que fue. Le pregunté a María y me dijo que los navajos piensan que B.J. les trae mala suerte.
- ¿Y no ha informado usted de este robo al sheriff?
- Gordo Sena no haría absolutamente nada por nosotros -contestó la señora Vines-. B.J. consiguió una vez que lo derrotaran en la reelección hace muchos años y más tarde lo intentó un par de veces. Sena no es un hombre honrado y yo no quiero que se mezcle para nada en todo esto.
- Tendré que informar de ello -dijo Chee-. Tengo que colaborar con el sheriff. Realizamos el mismo tipo de trabajo.
- Hágalo -replicó la señora Vines-. Si envía a alguien, diré que no vamos a formular ninguna denuncia y que todo fue un error.
Chee tomó el sombrero que había dejado en el sofá. Estaba húmedo.
- El hombre a quien usted debe encontrar es el hijo de Dillon Charley. Él asumió la jefatura de la iglesia. Se llama Emerson Charley y vive por los alrededores de Grants. Tras la muerte de su padre, solía venir aquí muy a menudo y discutía con B. J.
- ¿Sobre qué?
- Creo que quería el contenido de la caja -le contestó la señora Vines-. Le oí comentar que la suerte de su pueblo estaba encerrada en ella. Algo así. Y recuerdo haberle oído decir lo mismo al viejo Dillon. Lo decía riéndose, pero Emerson no se reía.
Chee estrujó el sombrero entre sus manos con aire pensativo.
- Un par de preguntas más -dijo-. ¿Cómo sabía Emerson Charley lo de la caja fuerte?
- Muy fácil -contestó Rosemary Vines-. Dillon lo sabía. Dillon solía pasar mucho rato encerrado aquí con B.J. Estoy segura de que Dillon se lo dijo a su chico. A fin de cuentas, Emerson sería el encargado de continuar el extravagante culto de Dillon. ¿Cuál es la otra pregunta?
- ¿Cómo murió Dillon Charley?
- ¿Cómo? -la señora Vines pareció sorprenderse. Después se echó a reír-. Ya sé lo que está pensando -aseguró-. No hubo ningún misterio. Murió de cáncer -añadió, riéndose una vez más-. Ésa es la razón del extraño comentario de su lápida sepulcral. No se encontraba bien y un día regresó de Albuquerque y le comunicó a B.J. que no se podría curar según el médico y que éste le había dicho que, en cuestión de un par de meses, se convertiría en un buen indio -Rosemary Vines hizo una mueca-. Se burló de su propia muerte… eso fue lo que más impresionó a B.J. Y ésa es la razón de que lo mandara grabar en la lápida -dijo, entregándole un sobre a Chee.
- Tendré que informar a mi despacho sobre este asunto -señaló Chee-. Y pensarlo un poco. Dentro de un par de días le comunicaré mi decisión. Puede que le devuelva el sobre.
- Sus superiores lo aprobarán -dijo la señora Vines-. Ya me he cerciorado.
- La llamaré.
La anciana acoma abrió la puerta principal y la sujetó para que las ráfagas de viento no la movieran mientras salía Chee. Éste la saludó con una inclinación de cabeza y afrontó la oscuridad.
- Tenga cuidado -le dijo la anciana en castellano.
Mientras ponía el frío motor en marcha, a Chee se le ocurrió pensar que la anciana no hablaba navajo y que él no hubiera entendido su lengua keresan, por lo que hubiera sido más lógico que ella le hubiera dicho «tenga cuidado» en inglés en lugar de hacerlo en castellano, idioma que él podía no entender. Después se le ocurrió pensar también que, a lo mejor, la señora Vines no hablaba el castellano y que la advertencia quizá no tuviera nada que ver con el tiempo.
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