CAPITULO XXXVI

Si las damas de compañía de la reina se mostraban contentas con la supuesta renovación de las intrigas por parte de su soberana, no le ocurría lo mismo a otras personas de la corte. O, en todo caso, su alegría era cruel y expectante. El ambiente de la corte había cambiado por cuarta vez. Primero existió el sentimiento de camaradería juvenil, a cuya sombra Arturo había ideado su gran obra. Luego el de rivalidad caballeresca que fue viciándose día a día en la corte más importante de Europa, hasta que casi degeneró en una competencia fatua y vacía. Luego, el entusiasmo del cáliz quemó los malos gases del aire, convirtiéndolos en una belleza efímera. Ahora se presentaba la fase más triste o real, en la que el entusiasmo se había extinguido para siempre y sólo quedaba el famoso séptimo sentido de que se ha hablado. La Corte toda «conocía el mundo» ahora, y recogía los frutos de la civilización, el savoir vivre, la murmuración, las modas, la malicia, el escándalo y el criterio excesivamente amplio.

La mitad de los caballeros habían perecido, y era la mejor mitad. Lo que Arturo temiera al iniciar la búsqueda del Santo Grial, había ocurrido. Cuando se logra la perfección, se muere. A Galahad ya no le quedaba nada que pedir a Dios, más que la muerte. Los mejores caballeros habían logrado la perfección. Unos cuantos muy queridos permanecían allí aún, ciertamente: Lanzarote, Gareth, Agloval y unos pocos ancianos achacosos como sir Grummore y sir Palomides. Pero el aire se hallaba enrarecido por todas partes. Se apreciaba en los arranques de ira de sir Gawain, en las frivolidades de Mordred, en los sarcasmos de Agravaine.

Todo cambiaba. La fidelidad se convirtió en algo «original». Las ropas adoptaron formas fantásticas, y así, por ejemplo. Agravaine llevaba las largas puntas de sus pantuflas aseguradas con unas cadenas de oro a las ligas que usaba debajo de las rodillas, en tanto que Mordred sujetaba las cadenas a su cinturón. Las sobrevestes, que originalmente servían para cubrir la armadura, eran muy largas por detrás y muy cortas por delante, y daba reparo andar con ellas por temor a caerse al tropezar en las mangas. Las damas se veían obligadas a afeitarse la frente, sin mostrar cabello alguno en la parte anterior de la cabeza, si querían estar a la moda, y en cuanto a las mangas, también eran tan largas que tenían que hacerles nudos para que no arrastrasen por el suelo. Los caballeros enseñaban las piernas casi en su totalidad, y sus ropas eran bicolores. A veces una pernera era roja y la otra verde, y lo propio ocurría con las mangas. Todo era exuberante. Mordred llevaba presuntuosamente su ridículo calzado, que era como una caricatura de sí mismo. La Corte se modernizaba.

Muchos ojos se posaban ahora en Ginebra. No eran miradas de sospecha, como antes, sino frías y calculadoras, como sucede en las reuniones sociales.

Mordred y Agravaine consideraban a Arturo un hipócrita, como suelen serlo los hombres decentes, si se admite que la decencia pueda existir. En cuanto a Ginebra, la tenían por una inculta.

Decían que la Bella Isoud, al menos, había puesto los cuernos al rey Mark de un modo elegante. Lo hizo públicamente, con clase, con el mejor gusto. Todo el mundo pudo así gozar de la diversión. Isoud tenía un instinto especial para vestirse, y usaba unos graciosos sombreritos que le daban un aire de ternera juguetona. En una ocasión gastó una fortuna del dinero de su marido para servir lenguas de pavo real en una cena.

Ginebra, en cambio, vestía como una gitana, recibía a sus invitados como una posadera, y mantenía a su amante en secreto. Y por si fuera poco, resultaba ya molesta y no tenía noción de lo que era el estilo. Iba envejeciendo sin gracia, y se lamentaba y hacía escenas igual que una pescadera. Se comentó que había mandado marcharse a Lanzarote después de una tremenda discusión, durante la cual le acusó de amar a otra mujer. Se aseguraba que había gritado: «Día a día voy notando que tu amor por mí disminuye.» Mordred, con su voz melodiosa y equívoca, dijo que era capaz de comprender a una tendera verdulera, pero no a una amante verdulera. La frase fue muy divulgada.

Arturo, reservado y desdichado en la nueva atmósfera de la Corte, deambulaba por el palacio vestido sencillamente, tratando de ser cortés. La reina, más agresiva -aún la recordaba él como la muchacha audaz, de pelo oscuro y labios rojos que alzaba desafiante la cabeza-, se propuso hacer frente a la situación, y creyó lograrlo dando fiestas y mostrándose elegante. Recurrió de nuevo a los afeites y los atavíos chillones que había abandonado a la llegada de Lanzarote, y comenzó a comportarse como si estuviera un poco chiflada. Todos los reinados gloriosos tienen esas lagunas durante las cuales la Corona se desacredita.

No tardaron en surgir las complicaciones cuando Lanzarote ya se hallaba lejos. La sensación de peligro, que había gravitado en el aire desde el descubrimiento del Santo Cáliz, cristalizó de pronto durante una cena de gala que dio la reina.

Parece ser que a Gawain le gustaba mucho la fruta, sobre todo las manzanas y las peras. La pobre reina, deseando ser complaciente en su nueva modalidad de gran anfitriona, cuidó mucho de que se presentaran hermosas manzanas durante la cena que dio a veinticuatro caballeros, y a la que asistió sir Gawain. Estaba al corriente de que la facción de los Orkney y los Cornwall había sido siempre una amenaza para las esperanzas de paz, y Gawain era ahora el jefe del clan. Ginebra esperaba que la cena fuese un éxito y que contribuyera a mejorar un tanto el ambiente. Esperaba aplacar con ello las críticas de que no era tan cortés anfitriona como la Bella Isoud.

Por desgracia había otras personas que conocían la debilidad de sir Gawain por las manzanas, y el asesinato de Pelinor aún no había sido olvidado. Arturo logró que sir Agloval desistiera de su venganza, ciertamente, y la antigua pendencia parecía quedar resuelta. Mas había un caballero llamado sir Pinel, el cual era pariente lejano de los Pelinor, que consideraba que se hacía necesaria la venganza. En consecuencia, sir Pinel procedió a envenenar una manzana.

Pero el veneno es un arma peligrosa, y en este caso actuó de modo imprevisto, y un caballero irlandés llamado Patrick fue quien se comió la manzana destinada a Gawain.

Ya podéis imaginar la situación: los pálidos comensales poniéndose en pie súbitamente, las infructuosas tentativas de auxilio, las inquisitivas miradas yendo de uno a otro con avergonzada suspicacia. Todos estaban enterados de la preferencia de Gawain por las manzanas, y sabían también que los miembros de su familia nunca gozaron de las simpatías de la reina. Esta, por otra parte, era la que había dado la cena. Pinel no dio explicación alguna, y se pensó que alguien que estaba en el comedor había dado muerte a sir Patrick por error, en lugar de a sir Gawain. Hasta que el asesino fuera descubierto, todos se hallarían bajo sospecha. Sir Mador de la Porte, más receloso o malévolo que los restantes, terminó por manifestar lo que estaba en la mente de la mayoría de los presentes y acusó a la reina del crimen.

En la actualidad, cuando cierto aspecto legal se presenta difícil y discutible, cada una de las partes acude a un abogado para que las defienda. En aquellos días se contrataban campeones para que lucharan por las respectivas partes, lo que venía a ser igual. Sir Mador decidió ahorrarse el gasto que suponía contratar a un campeón y defenderse él mismo, exigiendo que la reina Ginebra eligiera otro campeón, a su vez. Arturo, cuya idea de la realeza iba más emparejada con la de la justicia que con la del poder, no creyó conveniente hacer nada por ahorrar a su esposa aquella contrariedad. Sir Mador exigía un Tribunal de Honor, debía tenerlo. Arturo, por su parte, no podía luchar en favor de su mujer, del mismo modo que a un cónyuge no se le permite testimoniar en contra del otro en nuestros días.

He aquí pues que la situación se había complicado desagradablemente. Las sospechas, los rumores y las recriminaciones habían enrarecido el ambiente mucho antes de que comenzase la justa. La disputa acerca de Pelinor, la otra más antigua de Pendragón-Cornwall, el problema de Lanzarote, y de pronto la repentina muerte de una persona que en apariencia nada tenía que ver con todo ello, contribuyó a crear un ambiente maléfico que envolvió a la reina. De haber estado allí Lanzarote, habría sido su campeón. Pero ella le había ordenado que se marchara sin saber adonde, y algunos imaginaban que él se había ido con sus padres, que vivían en Francia. Aunque tal vez, de haber estado Lanzarote en Camelot, sir Mador se hubiera guardado mucho de formular su acusación.

Parece oportuno no hablar demasiado de los días que precedieron a la justa, no describir cómo la atribulada reina se arrodilló ante sir Bors, que nunca había sentido simpatía por ella anteriormente, y que ahora, después de la hazaña del Santo Grial, quería a la reina mucho menos. Ginebra le rogó que puesto que Lanzarote no se hallaba allí, luchase por ella. Tuvo que suplicar, la pobre mujer, porque la situación en la Corte había llegado a tal extremo que seguramente nadie aceptaría servir de campeón a la reina de Inglaterra.

La noche antes de la justa fue la peor. Ni Arturo ni ella pudieron conciliar el sueño. El creía firmemente en la inocencia de su mujer, pero no podía obstaculizar la justicia. Ella, mientras insistía patéticamente en su inocencia, se daba cuenta de que en la noche siguiente podía verse incluso condenada a morir en la hoguera. Juntos entreveían la tragedia y la humillación de la Tabla Redonda. Recordó Arturo que la gente consideraba a la reina como una destructora de buenos caballeros, y en la amarga oscuridad de la alcoba, el rey dijo a su esposa, con tono acongojado:

- ¿Qué te ocurrió, para no poder conservar a sir Lanzarote a nuestro lado?

Luego, las horas pasaron hasta que llegó la mañana.