CAPITULO XXXIII
Arturo se contenía difícilmente al oír aquello, y manifestó indignado:
- Es algo lamentable, que da pena oír. ¿Por qué una persona buena y afable debe ser torturada de ese modo? Me hace sentirme avergonzado el escucharlo…
- Callad -repuso Lanzarote-. Estoy muy contento con haber renunciado al amor y la gloria. Y lo que es más, prácticamente me vi forzado a ello. Dios no se tomó tanto trabajo con Gawain o Lionel, ¿no lo creéis así?
- ¡Bah! - se limitó a decir el rey Arturo. Lanzarote echóse a reír.
- Está bien -agregó luego-. Esa es una observación convincente; pero tal vez os interese conocer el final de la historia. Arturo asintió y Lanzarote continuó así:
- Dormí junto a la costa de Mortoise aquella noche, tuve otro sueño en el que se me indicaba que subiera a una embarcación. Esta se encontraba en la orilla cuando me desperté. Al subir a bordo noté un apetitoso aroma, y encontré deliciosos manjares y cuanto puede desearse. Me veía «rodeado de cuantas cosas había pensado o deseado». No puedo daros demasiados detalles sobre el barco en este momento, porque ese recuerdo va desapareciendo, ahora que estoy entre la gente. Pero aún recuerdo el olor a incienso y las ricas telas que había en el barco. También olía a brea, y el color del mar era espléndido. A veces era muy verde, como el vidrio grueso, y podía verse el fondo. Otras veces formaba como grandes terrazas que se desplazaban lentamente con las olas, y las aves marinas que volaban por encima desaparecían en ocasiones entre los desniveles.
»Cuando había tormenta, las enormes garras de las olas arañaban las islas rocosas y formaban como colmillos en los acantilados, no al romper contra ellos, sino cuando el agua descendía por los costados. Por la noche, cuando reinaba la calma, podían verse las estrellas reflejadas sobre la superficie tersa del mar. Había dos grandes astros muy juntos, olía a algas marinas y se escuchaba el rumor del viento solitario. Divisábanse islas sobre las que correteaban aves como si fueran conejos. El invierno era allí la mejor época, pues los islotes aparecían cubiertos de gansos salvajes. Largas hileras de ellos se veían graznando como sabuesos sobre la fría luz del alba.
»No podría sentirme indignado por lo que Dios me hizo al comienzo, Arturo, puesto que me dio mucho más a cambio. Yo dije entonces: «Dulce padre Jesucristo, quiero expresaros el gozo que siento, pues es algo superior a cuanto he tenido en este mundo.
»Una de las cosas extrañas de aquella embarcación era que en ella había una mujer muerta. Tenía una carta en las manos en la que se me indicaba lo que había sido de los otros. Me extrañó no sentir cierto temor ante aquella mujer muerta. Pero es que tenía un rostro tan sereno que hasta la consideraba como una compañía. Daba la impresión de que hubiera entre nosotros una especie de comunicación, en la soledad de aquel buque.
»Cuando llevaba un mes en el barco, con la dama difunta, se presentó Galahad. Me dio su bendición y me dejó que besara su espada.
Arturo se puso rojo como un pavo y preguntó:
- ¿Le pedisteis vos la bendición?
- Desde luego.
- ¡Increíble!
- Nos hicimos a la vela en el buque santo y navegamos juntos seis meses. Yo iba a conocer a mi hijo muy bien durante aquel tiempo, y él parecía querer cuidarse de mí. A menudo me decía palabras afectuosas. Tuvimos algunas aventuras con los animales de las islas. Vimos focas que silbaban graciosamente, y Galahad me mostró unas grullas que volaban boca arriba sobre el agua, con las sombras desplazándose debajo, en el mar. Me contó que los pescadores llaman al cormorán la Vieja Bruja Negra, y que los cuervos suelen vivir tanto como los hombres. Allá ascendían éstos, grazna que te grazna hasta casi perderse de vista, y luego bajaban como flechas, para divertirse. Un día divisamos un par de chovas. ¡Qué hermosas aves! ¡Y las focas! Se acercaban al casco de la nave y parecían hablar como personas.
»Un lunes llegamos a una costa boscosa. Por la playa llegó un caballero blanco el cual pidió a Galahad que descendiera del barco. Yo me di cuenta de que deseaba que fuera con él en busca del Santo Cáliz, y me entristeció no poder ir también. ¿Os acordáis de cuando erais pequeño y los niños formaban bandos, y a veces vos no erais elegido para ninguno de ellos? Pues bien, yo sentí algo parecido, pero mucho peor. Pedí a Galahad que rogase por mí, que pidiese a Dios que me mantuviera a su servicio. Luego nos abrazamos y nos despedimos.
- Si os hallabais en estado de Gracia -dijo Ginebra-, no comprendo por qué prescindieron de vos.
- Es difícil saberlo -repuso Lanzarote. Abrió luego las manos y las colocó sobre la mesa. Al cabo de un momento añadió:
- Quizá mis intenciones no eran buenas. Tal vez dentro de mí, inconscientemente, no había un verdadero propósito de enmienda… La reina mostróse súbitamente radiante, mientras escuchaba.
- Tonterías -susurró, queriendo decir lo contrario. Luego le oprimió la mano cálidamente, y Lanzarote la retiró de entre las suyas.
- Cuando supliqué que no se me dejara de lado, tal vez era porque…
- Me da la impresión -terció Arturo-, de que os concedían una excesiva e innecesaria indulgencia.
- Quizá. De todos modos, lo cierto es que no fui elegido -dijo Lanzarote, y permaneció sentado como si observase el mar escurrirse entre sus manos y oyera el parloteo de los pájaros bobos en los acantilados.
- La barca volvió a llevarme al mar -continuó Lanzarote-, y se alzó una gran tormenta. Pedí que a pesar de no haber sido elegido, pudiera obtener algunas noticias, al menos, del Santo Grial.
En el silencio que siguió en la estancia, cada uno de ellos se ensimismó en sus propios pensamientos.
- Tiene gracia -dijo Lanzarote- cómo la gente que no suele rezar afirma que las súplicas no son escuchadas, y sin embargo, los que rezan afirman que sí lo son. En medio de la fuerte tormenta el barco me llevó hacia la medianoche, a la parte posterior del castillo de Carbonek. Resulta extraño pensar que era el mismo sitio adonde me había dirigido cuando comencé mi aventura.
»En cuanto el barco se acercó a tierra, me di cuenta de que iba a concedérseme parte de mi deseo. No tendría todo, claro está, pues no era un Galahad ni un Bors, pero al menos era una atención que recibía.
»Detrás del castillo reinaba una oscuridad de muerte. Me coloqué la armadura y ascendí la pendiente. A la entrada de las escaleras había dos leones que trataron de impedirme el paso. Extraje mi espada para matarlos, pero una mano invisible me golpeó en el brazo. En consecuencia me santigüé y continué mi camino. Los leones no me hicieron daño. Todas las puertas se abrieron excepto la última. Ante ella me arrodillé, y después de haber orado esa puerta también se abrió.
»Arturo, quizás esto parezca irreal, contado así, pero no sé decirlo de otro modo. El caso es que detrás de la última puerta había una capilla en la que estaban celebrando una misa.
»Ah, Jenny, tal vez pensaréis en una hermosa capilla con muchos candelabros encendidos, con flores e incensarios. Pero no se trataba de eso. Quizá no los hubiera. Era lo que trascendía de allí, el poder glorioso que se apoderaba de todos mis sentidos lo que me arrastraba al interior.
»Pero no pude entrar. Una espada hizo que me detuviera. Dentro del pequeño templo se hallaban Galahad, Bors y Percival. También había otros nueve caballeros procedentes de Francia, Dinamarca e Irlanda: Igualmente estaba allí la dama del barco. Y sobre una mesa de plata, Arturo, ¡se hallaba el Santo Grial! Pero a mí me estaba prohibido entrar, y miré anhelante desde la puerta. No sabía quién era el sacerdote que oficiaba. Bien podía ser José de Arimatea. Yo intenté entrar, a pesar de la espada, porque el cáliz que el sacerdote sostenía parecía demasiado pesado. Sólo pretendí ayudarle, Arturo, Dios es testigo de lo que digo. Pero un viento cálido como si saliera de un horno dio en mi rostro al cruzar la última puerta, y caí al suelo desvanecido.