CAPITULO XVII

Elaine llegó a la puerta de la barbacana y, al recibirla, Ginebra la besó con frialdad.

- Bienvenida a Camelot -le dijo.

- Gracias -repuso Elaine.

Ambas jóvenes se miraron hostilmente, aunque estaban sonriendo.

- Lanzarote se sentirá encantado de veros.

- ¡Oh!

- Todo el mundo sabe aquí lo del pequeño, querida, y no tenéis por qué avergonzaros. El rey y yo nos sentiremos muy contentos de poder comprobar si se parece a su padre.

- Sois muy amable -repuso Elaine, sin disimular su incomodidad.

- Primeramente tenéis que dejarme ver al niño. Le habéis llamado Galahad, ¿no es cierto? ¿Es robusto? ¿Se da cuenta ya de las cosas?

- Pesa quince libras -aseguró la muchacha, con orgullo-. Podéis verle ahora mismo, si queréis.

Ginebra, que se dominaba haciendo unos esfuerzos que eran poco aparentes, repuso:

- No, querida, no voy a ser tan desconsiderada como para eso. Debéis descansar después de tan largo viaje, y es probable que tengáis que arreglar al niño. Puedo ir a verle esta noche, cuando haya dormido un poco. Disponemos de mucho tiempo.

Pero al fin decidió ver al pequeño.

Cuando Lanzarote se encontró más tarde con la reina, toda la afabilidad de ésta se había esfumado. Se mostraba fría y altiva, y habló como si estuviera dirigiéndose a un grupo de personas.

- Lanzarote -manifestó-. Creo que debieras ir a ver a tu hijo. Elaine está afligida porque aún no has estado con ellos ni siquiera un momento.

- ¿Le has visto?

- Sí.

- ¿Es feo?

- Se parece a Elaine.

- Gracias a Dios. Iré en seguida.

La reina le llamó antes de que se fuera.

- Escucha, Lanzarote -dijo, aspirando con fuerza por la nariz-, confío en que no harás el amor con Elaine bajo mi techo. Si tú y yo vamos a estar alejados hasta que todo esto concluya, me parece justo que también te mantengas separado de ella.

- No deseo hacer el amor con Elaine.

- Estoy dispuesta a creerte. Pero si rompes tu palabra esta vez, te aseguro que todo habrá terminado entre nosotros. Para siempre.

- He dicho todo lo que podía decir.

- Lanzarote, ya en una ocasión me decepcionaste, de modo que no puedo sentirme muy segura. He colocado a Elaine en una alcoba contigua a la mía, y en cuanto a ti, deseo que te quedes en tu propia habitación.

- Bien, si así lo quieres…

- Mandaré a buscarte esta noche, si puedo librarme de Arturo. No te digo a qué hora será. Si no te encuentras en tu habitación para entonces, querrá decir que estás con Elaine.

La muchacha estaba llorando en su cuarto mientras Brisen, la mujer del mayordomo de su castillo, arreglaba la cuna para la criatura.

- Le vi en las almenas, y él también me vio, pero miró hacia otra parte. Luego se marchó con cualquier excusa. Ni siquiera ha visto a su hijo.

- Vamos, vamos -repuso Brisen-, no os aflijáis, pequeña mía.

- No debí venir aquí. Sólo he conseguido apenarme más, y molestarle a él.

- Todo es por culpa de esa reina…

- Es hermosa, ¿no es cierto?

- Sí, eso parece -repuso hoscamente la niñera.

Elaine comenzó a llorar desconsoladamente. Tenía un aspecto repulsivo, con la nariz toda roja, como suele ocurrirle a la gente cuando renuncia a su dignidad.

- Quería que se sintiera contento -agregó la joven.

Oyóse un golpe en la puerta y Lanzarote entró en la estancia, lo que hizo que Elaine se secase rápidamente los ojos. Los dos jóvenes se saludaron con cortedad.

- Me alegra que hayas venido a Camelot -dijo él-. Espero que te encuentres bien.

- Sí, muchas gracias.

- ¿Cómo está… el pequeño?

- El hijo de vuestra señoría -dijo Brisen, acentuando las palabras.

La mujer volvióse hacia la cuna, la acercó a Lanzarote y se apartó para que éste pudiera ver mejor.

- Mi hijo…

Lanzarote quedóse mirando al pequeño ser, indefenso y como vivo a medias. Como el poeta había cantado, ellos eran fuertes, y él débil. Un día ellos serían débiles, y él fuerte.

- Galahad -murmuró Elaine, y se inclinó sobre las mantas haciendo los extraños gestos y sonidos absurdos con que las madres se complacen cuando sus hijos comienzan a prestar atención. Galahad apretó un puño y se dio en un ojo con él, hazaña que pareció causar una gran alegría a Elaine. Lanzarote los observaba lleno de desconcierto.

«Es mi hijo -pensó Lanzarote-. Es una parte de mi ser, y sin embargo es rubio. Y no parece feo. ¿Qué tendrá uno que hacer con los niños?»

Lanzarote extendió su dedo índice y lo colocó dentro de la gordezuela palma de Galahad, el cual cerró la mano al momento. La mano de la criatura parecía como si hubiera sido encajada en el bracito por un fabricante de muñecas. Había un profundo surco por encima de la mano.

- ¡Oh, Lanzarote! - exclamó Elaine.

Trató ella de arrojarse en sus brazos, pero él la apartó. Luego miró a Brisen por encima de su hombre, lleno de temor y exasperación. Después, lanzando una especie de bufido extraño y arisco salió rápidamente de la habitación. Elaine se dejó caer sobre su lecho, y comenzó a sollozar desesperadamente. Muy erguida, como quedara al recibir la mirada de disgusto de Lanzarote, Brisen observaba la puerta con expresión inescrutable.