CAPITULO XXV
Quince años después de haber abandonado a Elaine, Lanzarote aún se hallaba en la Corte. Las relaciones del rey con Ginebra y con el que era su amante diferían muy poco de como siempre habían sido. La mayor diferencia, ahora, era que todo el mundo se había hecho más viejo. El pelo de Lanzarote, que se volviera color gris tejón cuando se recuperó de su locura, a los veintiséis años, era ya bastante blanco. Arturo también había encanecido prematuramente, pero los labios de ambos hombres aún se mantenían rojos entre los sedosos nidos de sus barbas. Sólo Ginebra había logrado mantener el negro azabache de su cabello y su espléndida figura, aunque tenía cuarenta años.
Otra diferencia consistía en que a la Corte iba llegando otra nueva generación. En los corazones se conservaban aún los ardientes sentimientos que siempre caracterizaron a la Tabla Redonda, pero ahora más bien se trataba de ídolos que de personas. Eran jóvenes para los que Arturo ya no era el Cruzado de tiempos pasados, sino el conquistador de una época. Para estos hombres el espectáculo de Arturo cazando en el bosque suponía la idea que ellos tenían de la realeza. En él no veían a un hombre, sino a Inglaterra. Lanzarote, por su parte, era para esos jóvenes el héroe imbatible de un centenar de victorias, y Ginebra la romántica amante de una nación. Cuando Lanzarote cabalgaba al lado de la reina, contándole alguna anécdota divertida y riéndose a causa de ello, los bisoños caballeros se mostraban llenos de asombro. «Mirad -se decían-, se está riendo, como si fuera un hombre corriente, igual que nosotros. ¡Qué sencillez, qué condescendencia, reírse lo mismo que los demás! Quizá también beba, y hasta duerma por las noches.» Y es que en el fondo, aquella nueva generación creía que el gran Lanzarote del Lago no hacía ninguna de esas cosas.
A decir verdad, mucha agua había pasado bajo los puentes de Camelot en veintiún años. Estos fueron años de reconstrucción del país. Cuando comenzaron eran tiempos de lucha, de catapultas arrastradas por los caminos desde un asedio a otro para derribar las murallas de los castillos. También se veían torres transportables de madera, llevadas sobre ruedas, que eran aproximadas a las murallas, de modo que los arqueros podían atacar con sus flechas de arriba abajo, sembrando la muerte sobre los atacantes; y compañías de zapadores marchando entre nubes de polvo veraniego, con sus picos y palas a la espalda, para minar baluartes cuyas piedras se desplomaban debido a los huecos cavados debajo. Cuando Arturo no podía tomar un fuerte por asalto, ordenaba la construcción de esos túneles debajo de determinadas partes de una muralla, túneles que se mantenían mediante vigas de maderas, que en el último momento eran incendiadas. Al desaparecer las vigas, el sector de la muralla se venía abajo.
Esos primeros años fueron tiempos de lucha, en los que aquellos que pretendían vivir de la espada muchas veces morían por causa de ella. Los combatientes de las torres solían perecer como condenados a las hogueras, pues uno de los inconvenientes de esas torres, como baluartes, era que constituían una chimenea de primera clase. Fueron años de picas golpeando contra puertas hechas especialmente para resistir a esas picas. Tales puertas se construían clavando la primera capa de maderos horizontalmente y la segunda verticalmente, a fin de que las tablas no se rajaran en ningún caso por la veta.
Por cualquier parte donde se fuera, durante esa época ya pasada, el panorama mostraba una columna de mercenarios robando y pillando por los páramos, o un caballero del nuevo orden intercambiando mandobles con un barón conservador al que trataba de curarle su manía de matar siervos, o una doncella de rubio cabello siendo rescatada de alguna torre elevada mediante una escala de cuero, o a sir Bruce Sans Pitié, huyendo a galope tendido mientras sir Lanzarote volaba en su persecución, o bien a unos pocos cirujanos escudriñando las heridas de algún infortunado combatiente y haciéndole comer ajos y cebollas a fin de que, oliéndole las heridas, pudieran descubrir si tenía perforados los intestinos. Una vez investigadas las heridas, éstas se cubrían con la aceitosa piel de la ubre de la oveja, que constituía un vendaje absolutamente natural con lanolina.
Más allá podía verse a sir Gawain, sentado sobre el pecho de un antagonista y acabando con él al introducir su puñal por las ranuras del casco. También se divisaba a un par de caballeros que se habían asfixiado ellos solos en sus propios yelmos, en el curso de una batalla, desgracia que solía ocurrir con frecuencia en aquellos días de excesivo ejercicio y de escaso tiempo para la ventilación. En algún bando podía verse un principesco patíbulo mandado alzar por algún barón a la moda antigua, a fin de colgar en él a los caballeros del rey Arturo y a los vulgares sajones que le ayudasen; un patíbulo quizá tan suntuoso como el erigido en Montfaucon, que podía acoger hasta a sesenta condenados a la vez, los cuales pendían como fucsias exangües entre las dieciséis columnas de piedra. Hacia otra parte se observaba un predio tan erizado de trampas para cazar hombres, entre las hierbas y los arbustos, que nadie osaba internarse unos pasos por él.
Al frente podía verse un garboso caballero que se balanceaba colgando de una pierna por un lazo atado a una rama, la cual, a modo de trampa, se había soltado dejando al caballero suspendido entre el cielo y la tierra. Detrás quizá se estuviera celebrando un feroz torneo donde los heraldos gritaban: «Laissez les aller» a varias filas de caballeros que se disponían a embestirse y que era el equivalente del «¡Suelten!» que a veces se escucha en algunos Grandes Premios de los hipódromos, en la actualidad.
El mundo, según se esperaba, debía terminar en el año mil, y como consecuencia de este pronóstico se desató una ola de criminalidad y salvajismo que asoló a Europa durante mucho tiempo. De ello era responsable la doctrina que anteponía el Poder a todo, y contra la que luchaba la Tabla Redonda. Los feroces barones dominaban en campos y bosques, aunque a veces había excepciones, como ocurría con el bueno de sir Héctor, del Bosque Salvaje. Tal era la rapacidad de aquellos caballeros, que Juan de Salisbury creyó conveniente aconsejar a sus lectores: «Si uno de esos cazadores implacables pasara por vuestra morada, entregadle rápidamente cuantas provisiones tengáis en la casa, o las que podáis comprar o pedir prestadas a los vecinos, a fin de que no resultéis arruinados por completo, y que no os acusen de traición.»
Según relata Duruy, se habían visto algunos chiquillos colgando de los árboles por el tendón de los talones. Y no era raro ver a un caballero de armadura silbar como una olla de agua hirviente porque le habían vaciado un cubo de aceite ardiendo por alguno de los agujeros de su metálica coraza, durante un asedio.
Otros espectáculos igualmente dramáticos han sido citados por conocidos escritores: el cadáver sonriente con el puñal clavado en el pecho, o el cuerpo dividido limpiamente en dos trozos. Por todas partes abundaba la sangre y el acero, el humo cubría los cielos, y el poder se extendía sin frenos. En la confusión general de la época, Gawain consiguió al fin asesinar a nuestro querido y viejo amigo, el rey Pelinor, como venganza por haber matado éste a su padre, el rey Lot.
Así era la Inglaterra que Arturo heredó. Ahora, después de veintiún años de paciente brega, las tierras presentaban un aspecto diferente.
Por donde antes acecharan negros caballeros, vadeando feroces e iracundos algún arroyo para exigir tributo a los ocasionales viajeros, ahora podía pasar una ingenua doncella, incluso cargada de oro y pedrería, sin sufrir el menor daño. Donde antes los horribles leprosos tenían que deambular por los bosques tocados con cogullas blancas, haciendo sonar sus plañideras campanillas, si deseaban que les proporcionasen ayuda, o bien dando un estacazo al primero que encontraban, en caso de que no quisieran ayuda, ahora se veían hospitales bien montados, dirigidos por órdenes religiosas de caballería, sobre todo para atender a los que habían llegado enfermos de lepra de las Cruzadas.
Todos los tiránicos gigantes habían muerto, y los peligrosos dragones, algunos de los cuales solían dejarse caer de los árboles con un graznido semejante al de los cuervos, habían quedado fuera de acción. Donde se encontraban bandas de facinerosos que recorrían las carreteras haciendo ondear sus pendones, ahora se veían alegres grupos de peregrinos que se dirigían hacia Canterbury contándose chistes verdes.
Clérigos recatados llegaban de rincones alejados del país cantando Alleluia, Dulce Carmen, mientras que otros, menos prudentes, tarareaban la gran composición medieval de los adictos a la bebida Meum est propositum in taberna mori. Había corteses abades cabalgando al paso sobre sus mulas, cubierta la cabeza con caperuzas forradas de pieles -lo que iba contra el reglamento de sus órdenes-, así como hacendados de elegantes atavíos y halcones en el puño, labriegos peleando con sus mujeres, que querían un refajo nuevo, y joviales cazadores que iban tras su presa sin armadura de ninguna clase.
Algunos se dirigían hacia ferias tan importantes como la de Troyes, otros iban a universidades que rivalizaban con la de París y donde de entre veinte mil estudiantes sin duda saldrían al menos siete papas. En las abadías, numerosos monjes se dedicaban a iluminar las iniciales de los manuscritos con tal arte e ingenio que resultaba totalmente imposible leer la primera página del documento. Los que no hacían de ilustradores, se dedicaban a copiar concienzudamente la «Historia Francorum» de Gregorio de Tours, o la «Leyenda Áurea», o el «Jeu d'Echecs Moralisé», o el «Tratado de Cetrería», esto siempre que no estuvieran aplicándose al «Ars Magna» del mago Lully, o al «Speculum Majus» del más grande de todos los nigromantes.
En las cocinas, famosos cocineros preparaban banquetes en los que se incluía, para una sola comida, caldo de tortuga, lampreas en gelatina, ostras en salsa blanca, anguilas asadas, truchas al horno, verraco con mostaza, cacatúas estofadas, ardillas en salsa verde, empanadas de capón, morcilla, repollo con mantequilla, crema de manzana, pan de gengibre, natillas, membrillos confitados y diversas clases de quesos.
Ya en los comedores, los respetables caballeros, después de haber estragado su paladar con abundantes libaciones, se regodeaban con esas extrañas exquisiteces de la Edad Media: los fuertes sabores de la carne de ballena y de marsopa. Sus remilgadas esposas se hacían servir rosas y violetas en los platos, así como caléndulas asadas, que daban un excelente sabor a los pasteles, al tiempo que los escuderos mostraban una manifiesta debilidad por el queso de oveja. En el cuarto de los niños, éstos procuraban convencer a sus buenas madres para que les dieran peras escarchadas como postre, las que se hacían cociendo esos frutos en jarabe de miel y vinagre, y se adornaban con crema batida.
Los modales habían alcanzado en la mesa una perfección inusitada, superior incluso a la de nuestros días. Se veían costosas fuentes de plata, infinidad de servilletas. Los pajes servían la comida con gráciles movimientos de ballet. Las botellas de vino se colocaban sobre la mesa, pero la cerveza, por ser más vulgar, se ponía debajo de la misma.
Melódicas orquestas de arpas, violas, órganos, cítaras, campanas y cuernos ejecutaban ligeros aires mientras la gente comía. Donde antes de que el rey Arturo instaurase su orden de caballería, el caballero de Torre Landry tuvo que advertir a su hija que no viniese sola al comedor para cenar, por temor a lo que pudiera ocurrirle por algún rincón, ahora todo era música, luz y sano esparcimiento. Bajo las antiguas bóvedas, donde rústicos barones roían los huesos con los dedos pringados de sangre, ahora la gente comía con las manos limpias, pues se las habían lavado en cuencos de madera y con jabones de hierbas.
En los monasterios, los mayordomos abrían toneles de cerveza, hidromiel, oporto, vino clarete, jerez seco, vino del Rin, hipocrás, sidra de peras y el mejor whisky blanco.
En los tribunales los jueces imponían las nuevas leyes del rey, en lugar de la fiera ley del más fuerte. Por las cabañas las buenas esposas hacían panecillos calientes cuyo solo olor volvía agua la boca, echaban la mejor turba a sus fogones, sin reparar en gastos, y arreaban bandadas de obesos gansos suficientes para alimentar a veinte familias durante veinte años. Y al fin, los sajones y los normandos de la época de Arturo habían comenzado a pensar como ingleses.
No es pues de extrañar que los caballeros jóvenes y ambiciosos de toda Europa llegasen en gran número a la Corte, y que vieran a un verdadero rey cuando se hallaban ante Arturo, y a todo un campeón cuando miraban a Lanzarote.
Uno de los jóvenes que se presentó en la Corte por aquellos días era Gareth. Otro fue Mordred.