CAPITULO III

Había una característica primordial en tres grandes familias que llegó a influir en el sino de Arturo. Las tres familias poseían una especie de genio particular que ejerció su dominio en el carácter de los respectivos vástagos. En el castillo de sir Héctor fue Merlín, el cual ejerció influencia en la vida de Arturo. En la distante y solitaria fortaleza de Lothian había sido Santo Toirdealbhach, cuya belicosa filosofía debió tener mucho que ver con el fanatismo familiar de Gawain y sus hermanos. En el castillo del rey Ban fue un tío de Lanzarote, llamado Gwenbors. En realidad, se trataba del anciano de que hemos hablado, el tío Dap, cuyo nombre real era Gwenbors. En aquellos días se daba el nombre a los hijos de parecida forma a como hoy se hace con los sabuesos. Así la reina Morghause decidió que hubiese una G en los nombres de sus hijos (Gawain, Agravaine, Gaheris y Gareth). Por ello, si los dos hermanos mayores se habían llamado Ban y Bors, el tercero estuvo destinado indefectiblemente a recibir el nombre de Gwenbors. Eso hacía fácil recordar el orden del nacimiento.

El tío Dap era el único de la familia que tomaba a Lanzarote en serio, y éste, por su parte, hacía lo propio con el tío Dap. Resultaba fácil tomar a broma al anciano, pues era de esas personas de las que suelen burlarse los ignorantes: un genuino maestro. La especialidad de su enseñanza era la Caballería. No había tipo de armadura europea que el tío Dap no conociera a fondo. Mostrábase iracundo con el nuevo estilo gótico de las armaduras, con sus resaltes y arabescos. Le parecía ridículo llevar una coraza de ese tipo, pues era evidente que cada una de las muescas podía detener la punta de una lanza. El objeto de una buena armadura, decía él, era provocar que resbalasen las puntas, y cuando pensaba en los horribles engendro que estaban haciendo los alemanes, se ponía frenético.

La heráldica no tenía misterio alguno para el tío Dap. Si alguien cometía algún error garrafal al pintar un escudo, como poner metal sobre metal, o color sobre color, el anciano se cegaba de pasión. Sus largos mostachos blancos temblaban en las puntas como antenas, agitaba los brazos, daba brincos y movía las cejas irritado. Nadie puede ser maestro de algo sin verse sometido a tales arrebatos, por lo que Lanzarote no se preocupaba mucho cuando el tío le daba una bofetada en medio de una explicación acerca de los veros y entreveros de un escudo.

Una de las razones para no disgustarse con el tío Dap era que éste le enseñaba de buen grado todo cuanto Lanzarote quería aprender. No sólo era un entendido en los temas de Caballería, sino que se le consideraba como uno de los mejores espadachines de Francia. Por tal razón el muchacho se sentía más unido a él.

Desde que tenía memoria, Lanzarote recordaba al vehemente anciano de acerados ojos azules, saltando enardecido, castañeteando los dedos y gritando como si de ello dependiese la vida de todos: «Doublez! Dédoublez! Dégagez! Un! Deux!»

Un día de fines del verano, Lanzarote se hallaba sentado en la armería con su tío. Por los rayos de sol que penetraban en la amplia habitación se veía danzar gran cantidad de polvo, que ellos mismos habían levantado un momento antes. Sobre las paredes se apoyaban hileras de brillantes armaduras, soportes de lanzas, y yelmos y morriones colgando de clavos. Los dos esgrimistas se habían sentado a descansar después de un agitado asalto. Lanzarote tenía ahora dieciocho años y era más diestro con la espada que su maestro, si bien el tío Dap no se decidía a admitirlo, y el alumno, lleno de tacto, procuraba ocultarlo.

Mientras los dos se hallaban aún jadeando, llegó un paje y dijo a Lanzarote que le requería su madre.

- ¿Para qué? - preguntó el joven.

El paje repuso que había llegado un caballero que deseaba verle. La reina dijo al recién llegado que mandaría llamar a Lanzarote al momento.

La reina Elaine se hallaba en la sala, donde estaba bordando tapices, y los dos huéspedes se sentaban a ambos lados de ella. Esta Elaine no era una de las hermanas de Cornwall, ya que Elaine era un nombre corriente en aquellos días, y algunas de las mujeres que aparecen en la Morte d'Arthur lo ostentaban. Los tres adultos que se hallaban sentados ante la mesa parecían un tribunal de examinadores, en la penumbra de la habitación. Uno de los invitados era un caballero de edad, con barba blanca y capirote puntiagudo, y el otro era una hermosa damisela de cutis oliváceo y cejas poco pobladas. Los tres miraron a Lanzarote, y el anciano caballero fue el primero en hablar.

- ¡Hum! - gruñó.

Siguió un silencio.

- De modo que le llamasteis Galahad -agregó-. Su primer nombre era Galahad, y ahora, que está confirmado, es Lanzarote. si no me equivoco.

- ¿Cómo lo habéis sabido?

- No hay más remedio -dijo Merlín-. Es una de las cosas que debo saber, y eso es todo. Veamos ahora, ¿qué otras cosas debía yo decir, además de ésta?

La hermosa muchacha de las cejas poco pobladas se colocó una mano ante la boca y bostezó graciosamente, como un gato.

- Dentro de algunos años -prosiguió Merlín-, satisfará sus anhelos y será el mejor caballero del mundo.

- ¿Viviré para verlo? - preguntó la reina Elaine.

El mago se rascó la cabeza, se dio un golpe con los nudillos en ella, y repuso:

- Sí.

- Bien -afirmó la reina-, todo esto me parece maravilloso. ¿Lo has oído, Lanza? ¡Vas a ser el mejor caballero del mundo!

El muchacho preguntó entonces:

- ¿Habéis venido desde la corte del rey Arturo?

- Sí.

- ¿Marcha todo bien, por allí?

- Sí, el rey envía afectuosos recuerdos.

- ¿Se siente feliz el rey?

- Desde luego. Ginebra también os manda saludos.

- ¿Quién es Ginebra?

- ¡Santo cielo! - exclamó el mago-. ¿No sabéis eso? No, claro que no. Tengo el seso un poco trastornado.

Entonces Merlín echó una mirada a la joven, como si ella fuera la culpable de su trastorno… lo cual, en efecto, así era. Se trataba de Nimue, y Merlín se había enamorado de ella, por fin.

- Ginebra es la reina, la esposa de Arturo -intervino Nimue-. Llevan cierto tiempo casados.

- El padre de ella es el rey Leodegrance -explicó Merlín-, y entregó a Arturo, como regalo de bodas, una mesa redonda para un centenar de caballeros. Tal vez caben hasta ciento cincuenta.

- ¡Oh! - exclamó Lanzarote, desalentado.

- El rey pensaba informaros, Lanzarote -aseguró Merlín-. Probablemente el mensajero se ahogó durante la travesía, ya que hubo una fuerte tormenta. Sí, estoy seguro de que el rey deseaba comunicároslo.

- ¡Oh! - repitió el muchacho, por segunda vez.

Merlín comenzó a hablar con rapidez, pues veía que se trataba de una situación difícil. Por el rostro de Lanzarote no pudo deducir si estaba dolido o no.

- Hasta el momento sólo ha conseguido llenar veintinueve asientos -agregó Merlín-. Aún hay sitio para veintiún caballeros más. Son bastantes. El nombre de los caballeros ha quedado grabado en oro en sus sillones.

Hubo una pausa durante la cual nadie supo qué decir. Por fin Lanzarote carraspeó y dijo:

- Cuando estuve en Inglaterra conocí a un chiquillo llamado Gawain. ¿Acaso el rey le ha nombrado para ocupar un puesto en la mesa redonda?

Merlín asintió, con gesto culpable.

- Fue nombrado el día del casamiento del rey Arturo -manifestó.

- Comprendo.

Se produjo otra larga pausa.

- Esta joven dama -dijo Merlín a continuación, considerando que había que romper el silencio-, se llama Nimue, y estoy enamorado de ella. Estamos pasando una especie de luna de miel los dos juntos, sólo que es una luna de miel mágica. Ahora nos dirigimos hacia Cornwall. Lamento que esta visita mía no pueda prolongarse por más tiempo.

- Mi querido Merlín -repuso la reina-, al menos os quedaréis aquí esta noche, ¿verdad?

- No, muchas gracias, señora. Os lo agradecemos, pero tenemos bastante prisa.

- ¿Queréis tomar una copa u otra cosa, antes de seguir vuestro viaje?

- No, gracias. Sois muy amable, señora, pero debemos irnos. Hemos de hacer un poco de magia en Cornwall.

- Una visita tan corta… -comenzó a decir la reina.

Merlín la interrumpió poniéndose en pie y cogiendo a Nimue por una mano.

- Adiós, pues -dijo el mago con decisión, y con un par de giros desapareció con su acompañante.

Aunque los cuerpos ya se habían desvanecido, aún pudo oírse la voz del mago, que decía con tono de alivio:

- Y ahora, cariño, ¿qué te parece si nos vamos a ese sitio de Cornwall del que te he hablado, donde está la cueva encantada?

Lanzarote regresó a donde se hallaba el tío Dap, en la armería, andando cansinamente. El muchacho se detuvo delante de su tío, mientras se mordía los labios.

- Me voy a Inglaterra -dijo al fin.

El tío Dap le miró lleno de asombro, pero no dijo nada.

- Saldré esta misma noche -agregó el joven.

- Me parece algo repentino -manifestó el tío-. Tu madre no suele decidirse con tanta rapidez.

- Mi madre no sabe nada de esto.

- ¿Quieres decir que vas a escaparte?

- Si se lo digo a mi padre o a mi madre, se complicarán las cosas. No se trata de una huida, pues regresaré. Pero debo estar en Inglaterra lo antes posible.

- ¿Deseas que se lo diga a tu madre?

- Sí, eso es.

El tío Dap se retorció las guías del bigote con mano insegura, Y dijo:

- Si llegan a saber que pude impedírtelo, me cortarán la cabeza.

No tienen por qué saberlo -repuso el joven, confiadamente, y se dirigió a su habitación para preparar su equipaje.

Una semana más tarde Lancelote y el tío Dap se hallaban en una extraña embarcación, en medio del canal de la Mancha. La nave tenía un castillo a proa, otro a popa, y otro casi en el centro, al lado del mástil. Varios gallardetes flotaban sobre los castillos, y la única vela tenía pintada una cruz potenzada. Un enorme pendón ondeaba en lo más alto del mástil del barco, que avanzaba ayudado por cuatro pares de remos. Los dos pasajeros se encontraban muy mareados.