4. La ciudad de Unauwen. El mendigo en la puerta
Por supuesto, Tiuri tuvo que contarle a Piak lo que el caballero Iwain había dicho exactamente.
—Menos mal que nos ha dejado partir —dijo Piak—. Estaba empezando a temer que tuviéramos que quedarnos. Sí, me estaba arrepintiendo de no habernos disfrazado de ancianos barbudos, por ejemplo.
—¿De dónde ibas a sacar las barbas? —preguntó Tiuri riendo.
—Ya no tengo que pensar en ello. No hace falta, ¿verdad?
Miró a su alrededor y dijo:
—Estas Colinas Lunares se parecen un poco a las montañas y también son bonitas, creo, pero me alegraré cuando estemos lejos de aquí. ¿Y tú?
—Yo también.
Sí, las Colinas Lunares siempre irían unidas a recuerdos de horas angustiosas, a la amenaza del malvado Slupor y, sobre todo, al joven escribano muerto.
Su deseo se cumplió rápidamente porque pasado un rato habían dejado atrás las colinas y llegaron a una región muy diferente. Campos ondulados de grano dorado y praderas verdes por las que corrían caballos, además de oscuras arboledas. Se encontraron con bastante gente y vieron pueblos y granjas, y de vez en cuando, en la lejanía, divisaron las torres de algún castillo.
Por la tarde empezó a llover, pero eso no logró que desapareciera su buen ánimo ni les impidió avanzar igual de rápido. Siguieron cabalgando un rato incluso tras la puesta de sol. Para entonces el tiempo volvía a ser seco y cabalgaron bajo la pálida luz de la luna y sus reflejos en los charcos del camino. Las ranas croaban en una acequia invisible a cierta distancia y los grillos cantaban en la hierba.
—Podríamos seguir el viaje toda la noche —susurró Piak.
Pero Tiuri lo negó con la cabeza. Miró hacia atrás; allí estaban las Colinas Lunares en las que habían dejado atrás el mal y el peligro. Y, a pesar de todo, estaba alerta como si viajase por un país hostil. ¿A qué se debía? Por el día no había sido así. ¿Por qué volvía a tener la sensación de que estaban siendo observados y vigilados? ¡Tonterías! No se lo diría a Piak. Pero decidió buscar un lugar seguro donde pasar la noche lo antes posible.
Cabalgaron junto a un cobertizo que parecía estar vacío y decidieron pasar allí la noche. Apenas habían entrado con sus caballos cuando un perro empezó a ladrar. Poco tiempo después oyeron pasos y una voz grave que gritaba:
—¿Quién anda ahí?
Tiuri miró hacia fuera por un resquicio de la puerta. Allí había un hombre con un farol en la mano. Un gran perro daba vueltas alrededor de sus piernas. Tiuri dudó si contestar y Piak también se mantuvo en silencio. El perro abandonó a su dueño y fue saltando y meneando la cola hasta el cobertizo.
—Vaya, Parwen. Tengo huéspedes en el cobertizo —dijo el hombre—. Está bien, siempre y cuando sepa quiénes son.
Entonces Tiuri se atrevió a hablar. Salió y Piak le siguió.
—Buenas noches —dijo Tiuri—. ¿Podemos pasar aquí la noche?
—Claro —contestó el hombre que evidentemente era el granjero dueño del cobertizo—. Pero también podéis venir conmigo. En mi casa queda una cama libre; seguro que allí dormiréis mejor. Y tal vez a mi señora le sobre algo de comida.
Insistió con tanta amabilidad que los amigos aceptaron la invitación. Poco después estaban con el campesino y su mujer en la cocina comiendo una tortilla de tocino.
—Muchísimas gracias por su amabilidad —dijo Tiuri.
—No es nada —contestó el campesino riendo—. Es tarde para viajar. ¿Vais a la ciudad?
—¿A la ciudad de Unauwen? —preguntó Piak.
—Sí, ¿a cuál si no? Aunque hay más ciudades… —el campesino se calló—. Escuchad, Parwen está ladrando otra vez. Iré un momento a ver quien es.
Cogió el farol y salió.
—¿De dónde venís? —preguntó la campesina.
—De muy lejos —contestó Tiuri.
—De la Gran Cordillera al este —añadió Piak.
—Pero, hombre, entonces habéis hecho un largo viaje. ¿Habéis estado en Dangria, y cruzado el río Arco Iris? ¿Habéis cogido flores en Ingewel y visto brillar la luna en las colinas? Pero la ciudad del rey es lo más bonito de todo.
—¿Está lejos de aquí? —preguntó Piak.
—No. Podéis llegar mañana si os levantáis con las gallinas.
El campesino entró y dijo:
—No se ve a nadie. Qué raro. El perro no suele ladrar porque sí.
Se dirigió a los amigos y dijo:
—No sé a qué hora queréis levantaros mañana pero creo que es hora de irse a la cama.
—Sí, parecéis cansados —dijo la campesina—. Acompañadme y os enseñaré dónde está.
—Qué amable es esta gente —susurró Piak cuando estuvieron acostados.
—Sí —dijo Tiuri.
Fuera, el perro volvió a ladrar. «¿Por qué ladrará?», se preguntó Tiuri. Después sonrió y se dijo a sí mismo: «¡Que ladre! Estamos a salvo tras las puertas cerradas».
Piak se durmió enseguida, pero Tiuri se quedó un buen rato mirando al frente en la oscuridad. El perro ya no ladraba. Finalmente también se durmió.
Los amigos se levantaron con el primer canto de los gallos, dieron las gracias al campesino y a su mujer y volvieron a ponerse en camino. Hacía buen tiempo; soplaba un fuerte viento del oeste, pero el sol brillaba. Al principio cabalgaron por un paisaje parecido al del día anterior. Después el camino les llevó por un bosque y una colina… y entonces vieron aparecer la ciudad de Unauwen ante ellos.
Debía de ser una gran ciudad: veían muchas torres, en realidad sólo torres blancas y plateadas brillando al sol. Detuvieron los caballos y se quedaron un momento contemplándola en silencio. Allí estaba la meta de su viaje.
Después siguieron cabalgando con más rapidez. El camino se hizo bastante concurrido; muchos senderos laterales confluían en él y se dieron cuenta de que no eran los únicos viajeros que iban a la capital. Aún faltaba mucho para llegar y no tuvieron en cuenta el cansancio de sus caballos. El deseo de llegar a la ciudad era cada vez más grande.
La ciudad de Unauwen estaba construida sobre suaves colinas. No era gris ni estaba amurallada, sino que era luminosa y abierta. Estaba muy extendida y tenía muros bajos y muchas puertas con escaleras y torres sobre las que destellaban veletas doradas. Desde el sur fluía y relucía un río que se perdía en el interior de la ciudad; debía de ser el río Blanco. A lo lejos, más hacia el norte, había colinas más altas resplandeciendo rojizas bajo el sol, y detrás de ellos aún había más colinas como arco iris perdiéndose en la neblina. Varios caminos conducían a la ciudad, caminos anchos como el que seguían los amigos.
—Esto —dijo Piak— es lo más bonito que he visto en este viaje.
—Estoy de acuerdo.
—¿La ciudad de Dagonaut es también así?
Tiuri negó con la cabeza.
—No. Ésta es más bonita.
—Seguro que es la ciudad más bonita del mundo —opinó Piak.
Tiuri dijo para sí las palabras del mensaje y después las cantó en voz baja con la melodía de Piak. Éste le acompañó y de esa forma llegaron a la ciudad. Pero cuando se acercaron y vieron el sol brillando sobre la parte oeste de la ciudad, ambos guardaron silencio.
El camino tenía muchas bifurcaciones que llevaban a distintas puertas de la parte este de la ciudad, con caminos de herradura cubiertos de hierba y calles y escaleras de piedra. Todas las puertas estaban abiertas pero había centinelas de aspecto impresionante con cascos plumados, y escudos de colores. Sobre los bajos muros blancos también había guerreros.
Los amigos se miraron radiantes durante un segundo.
—¡Hemos llegado! —susurró Piak.
—Casi —añadió Tiuri.
Tomaron uno de los caminos y, despreocupados, dejaron que sus caballos fueran al paso. Había tanto que ver. A lo largo de las escaleras y de los caminos se elevaban columnas de piedra sobre la hierba decoradas con relieves y signos extraños.
Entonces vieron a alguien que destacaba entre toda esa belleza que había alrededor. Un anciano mendigo estaba sentado en el suelo, apoyado en una columna, cerca de una puerta. Iba vestido con un manto rasgado y remendado, y con una capucha bajo la cual apenas se le veía la nariz y el pelo y barba largos, grises y despeinados. Se dirigió a los amigos y les pidió una limosna.
Tiuri cogió la bolsita de dinero que le había dado el señor del pontazgo. Ya no había mucho en su interior, pero la vació en la escudilla que el mendigo sostenía en alto. Piak también le dio todo lo que tenía: su centavo de cobre.
El mendigo masculló una palabra de agradecimiento y los amigos se dispusieron a continuar, pero la voz del mendigo los detuvo.
—Preferiría —dijo en voz alta— no tener que darles las gracias.
—¿Y eso? —preguntó asombrado Tiuri, que estaba más cerca de él.
—Está tan alto sobre su caballo, viajero, y desde esa altura es fácil tirarme una moneda sin ni siquiera mirarme a la cara. Ahora seguirá su camino y me olvidará. Veo que está lleno de impaciencia y que le molesto. Tiene razón; no soy más que un mendigo que sólo supone una pérdida de tiempo pero que, por suerte, se deja pronto atrás.
Tiuri bajó la vista hacia el mendigo sin saber muy bien qué decir. A pesar de ello se le hacía muy violento continuar, por mucho que lo deseara. La voz de aquel anciano le había sonado tan triste, tan amarga y sin esperanza.
—¿A qué está esperando? —preguntó el mendigo—. Siga su camino, extranjero. Ésta es la ciudad del rey Unauwen, la ciudad en la que no existe la pobreza. Entre y olvídeme como todo el mundo hace. ¿Por qué iba a bajarse del caballo e inclinarse hacia un miserable como yo?
—¡No se enfade conmigo! —dijo Tiuri—. No quise ofenderle. Siento no haberme detenido un momento ante usted por mi apresuramiento. Le he dado todo lo que llevaba y me gustaría ayudarle si pudiera.
—¡Ah! —exclamó el mendigo—. Muchas gracias. Le gustaría ayudarme… si pudiera. Cuánto me alegro. Ya no necesito más. Adiós. Que consiga lo que se merece, que obtenga lo que yo le deseo. Adiós.
Volvió la cara, cogió su bastón y empezó a incorporarse con dificultad.
Piak puso una mano en el brazo de Tiuri y susurró:
—Vamos.
Pero Tiuri no conseguía apartar sus ojos del mendigo. Sentía una gran lástima por él y de pronto supo que no quería entrar en la ciudad hasta estar con él frente a frente y saber a quién le había dado la limosna. Saltó del caballo sin escuchar lo que le susurraba Piak. Tendió la mano para ayudar al mendigo y dijo:
—Tengo prisa, pero no tanta como para no demostrarle que quiero ayudarle y conocerle.
El mendigo dejó que le ayudara a incorporarse. Se quedó frente a Tiuri, encorvado sobre su bastón, con la cara prácticamente oculta por la capucha y el pelo.
—Gracias —dijo en voz baja—. Es usted como yo imaginaba. No le doy las gracias por su dinero sino por estar frente a mí.
—¿Quiere mirarme?
El mendigo se encorvó aún más y no contestó.
—¿Quiere mirarme? —preguntó Tiuri una vez más. Su corazón se había acelerado. No comprendía por qué, pero sabía que no podría dar un paso sin que antes el mendigo le mirase. Fue después cuando supo exactamente lo que había sentido en aquel momento. Su compasión había desaparecido dando paso a la curiosidad. Y, con ella, a una sensación irracional de tensión, como si fuese muy importante que el mendigo le mirara, como si aquél fuera un momento del que dependieran muchas cosas.
Entonces el mendigo contestó:
—Lo haré. Loco.
Y Tiuri, de pronto, comprendió que estaba en peligro. Ni siquiera se asustó demasiado cuando el mendigo levantó la cara. Sabía de quién eran los ojos que estaban a punto de clavarse en él: ojos fríos y falsos como los de una serpiente. ¡Slupor! Por fin estaba frente al enemigo al que había temido durante tanto tiempo.
El mendigo sacó algo de su bastón y le intentó apuñalar. Pero Tiuri estaba prevenido. Esquivó la puñalada y sólo recibió un pequeño arañazo. Después obligó al mendigo a soltar el puñal, pero sus manos se aferraron inmediatamente a su cuello. Piak gritó detrás de él:
—¡Slupor!
Tiuri luchó con Slupor. Notó que éste era más fuerte que él, pero no le tenía miedo. Se zafó de la garra de aquellas manos e intentó dominar a su enemigo.
Entonces llegó ayuda. Primero de Piak y después de otros, transeúntes y centinelas. Slupor soltó a Tiuri y se dio a la fuga.
—¡Se escapa! —gritó Piak—. ¡Cogedle! ¡Coged al asesino!
Los centinelas de la puerta empuñaron sus espadas y fueron tras él.
Piak se dirigió a su amigo:
—¿Cómo estás, Tiuri? ¡Estás sangrando!
Tiuri se secó la frente.
—No es nada —dijo jadeando aún por la tensión.
—Me he pegado un buen susto —dijo Piak—. De pronto vi ese puñal y pensé, pensé…
—Lo vi venir. Cuando me miró supe quién era. No, creo que incluso antes de eso.
Miró a los guardianes que seguían al huido Slupor. ¡Sí, lo tenían! Entonces fue cuando se dio cuenta de la gente que había a su alrededor con cara de sorpresa y de susto y que preguntaba qué estaba pasando.
Los guardianes traían al mendigo con ellos, rodeándole.
—Queremos saber —dijeron— qué significa esto.
—¡Yo también quiero saberlo! —gritó el mendigo en tono chillón—. Qué he hecho para que me traten así.
—Ha intentado asesinarle —gritó Piak cogiendo a Tiuri por el brazo.
—No es verdad —dijo el mendigo—. Él me atacó.
—¡Mentiroso! —exclamó Piak furioso—. Mirad, su puñal sigue aquí, en el suelo. Y además también mató al mensajero, al mensajero de Dangria.
El mendigo intentó moverse, pero los guardianes lo tenían fuertemente agarrado.
—No sé de qué estás hablando —dijo.
—Sí lo sabes —contestó Tiuri con calma—. Llevas mucho tiempo siguiéndonos, Slupor.
El mendigo le lanzó una mirada llena de odio. Por un momento pareció que iba a soltarse, pero no lo consiguió. Después dijo:
—¡Maldito seas, Tiuri! Entra en la ciudad y lleva al rey tu importante mensaje. Enorgullécete de lo bien que has cumplido tu misión. Pero de todos modos no podrás cambiar el destino de este país. ¡Que las rencillas y la discordia se apoderen de estas tierras, el fuego y la sangre de esta ciudad!
Tiuri se estremeció, no tanto por las palabras en sí sino por el tono en que fueron pronunciadas.
—¡Silencio! —ordenó uno de los guardianes, enfadado y asustado a la vez.
Después preguntó a los amigos:
—¿Quiénes sois? ¿De qué le conocéis y quién es?
—Es un espía —contestó Tiuri—, un espía de Eviellan.
—Es nuestro prisionero —dijo el centinela a Slupor—, prisionero del rey Unauwen. Vendrá con nosotros a la ciudad.
—Ahora que lo sé —dijo Slupor—, no diré una palabra más.
El centinela volvió a dirigirse a los amigos:
—Os lo pregunto una vez más, ¿quiénes sois?
—Venimos del reino del rey Dagonaut —contestó Tiuri en voz baja—, con un mensaje para el rey Unauwen.
El centinela le miró con asombro y preocupación.
—Acompañadme. Dos de mis hombres os conducirán a palacio.