4. Los Caballeros Rojos
Tiuri volvió a cabalgar con los Caballeros Grises a lo largo del río Azul, sólo que en esta ocasión ya no iban tras los Caballeros Rojos sino tras el caballero Edwinem del Escudo Blanco. Tiuri lo veía cabalgar en la lejanía, sobre el caballo negro Ardanwen, pero no conseguía alcanzarlo y aquello le entristecía mucho.
—Nos saca demasiada ventaja —dijo el caballero que cabalgaba junto a él. Al principio pensó que era el caballero Ristridín, pero después se dio cuenta que el señor de Mistrinaut había ocupado su lugar—. Ristridín se ha ido al Bosque Salvaje —dijo—. No podía continuar con nosotros.
Tiuri vio de pronto que Leor estaba al borde del camino con una daga en la mano y una sonrisa falsa en la cara. Se asustó y al mismo tiempo oyó gritar a Bendú:
—¡Allí están los Caballeros Rojos! ¡Nos atacan! Es culpa tuya, Tiuri: tú los has atraído hasta aquí.
Entonces Bendú se puso a su lado y lo zarandeó enfadado.
Tiuri se despertó. El escudero de Ristridín estaba inclinado sobre él y lo zarandeaba.
—¡No te asustes! —dijo riéndose—. Sólo tienes que levantarte.
—Eh —dijo Tiuri mientras se sentaba y se frotaba los ojos.
Tuvo que pensar un rato antes de lograr distinguir sueño de realidad.
La noche anterior había pasado mucho tiempo con el caballero Ristridín en el comedor. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que el reloj de arena ya había marcado el final de su guardia. Cuando Tiuri por fin se acostó, en contra de lo que esperaba, se durmió inmediatamente. Pero en aquel momento tenía la sensación de que se había pasado la noche cabalgando.
Se levantó. Los escuderos de Ristridín y de Bendú, con los que compartía habitación, ya estaban casi preparados. Aún no había amanecido y hacía bastante frío.
Un poco después estaba en el comedor. Los Caballeros Grises ya se encontraban allí: Ristridín y Bendú hablaban con un Leor pálido y gruñón.
—…así que no dijeron cuándo volverían —le oyó decir a Bendú.
—No, señor caballero —contestó Leor—. Estoy seguro de que no lo dijeron. Y tal vez no vengan nunca. Si se enteran de que ustedes han estado aquí…
—¿Cómo pueden saberlo? —preguntó Ristridín.
El mozo le miró como si aquella pregunta le sorprendiese.
—¿Cómo? —dijo—. Una comitiva como la suya llama la atención. Por supuesto que todo el mundo a lo largo del río Azul habla de ustedes. Y si los Caballeros Rojos se enteran, se marcharán. Eso es, al menos, lo que creo.
—En efecto —dijo Bendú furioso—. Ya es suficiente. Puedes irte.
Los caballeros discutieron después sus planes. ¿Seguirían hacia el oeste o esperarían en la posada?
—Yo creo que debemos continuar —dijo Bendú—. No me fío en absoluto de ese Leor. Si es necesario, dejemos aquí a uno o dos de los nuestros.
Tiuri esperaba que los demás estuvieran de acuerdo con Bendú. Fuera como fuera, él tenía que continuar y sería más agradable no tener que viajar solo. Los Caballeros Rojos seguro que seguirían buscando. Para ellos era aconsejable continuar.
—Caballero Bendú —dijo—, yo también creo que es mejor que sigan adelante…
—Vaya, eso crees —dijo Bendú—. Seguro que es lo mejor para ti, ¿no es cierto? Así puedes viajar rápido y en buena compañía.
Tiuri no dijo nada después de aquella respuesta, pronunciada en un tono no demasiado amable. El caballero Bendú parecía no soportarle o no confiar en él. En cualquier caso, Ristridín sabía por qué consideraba que los caballeros debían acompañarle.
Durante el desayuno no dejó de observar al líder de los Caballeros Grises. En realidad era extraño que él, Tiuri, llevase la carta del caballero Edwinem… Él, que no le había conocido y no tenía nada que ver con las valientes hazañas llevadas a cabo por los caballeros errantes. Era mucho más lógico que Ristridín se hubiera hecho cargo de la misión de Edwinem. Y eso es, sin duda, lo que habría ocurrido si ese caballero le hubiese encontrado. Y ahora, por una asombrosa casualidad, resulta que quien llevaba el importante mensaje sobre el pecho era él. ¿Y si se lo contaba a Ristridín? Pero había jurado al caballero Edwinem no hablar de ello con nadie… aunque por supuesto no pensara en su amigo Ristridín.
Tiuri suspiró. Sabía que no diría nada. Ristridín tampoco había preguntado nada, aunque posiblemente sospechara muchas cosas. El caballero Edwinem le había encargado la misión a él. Debía cumplirla, aunque pareciese que otro podía estar más capacitado para llevarla a cabo.
De pronto recibió un codazo en el costado.
—¡Eh!, ¿con qué estás soñando? —dijo el caballero Arwaut—. ¿Estás listo? Vamos a seguir viaje.
El paisaje se volvió accidentado. Las montañas debían estar bastante más cerca aunque no se vieran bien en la mañana neblinosa.
Tiuri cabalgaba al lado de Ilmar, el escudero de Ristridín, un chico afable de su misma edad que habló mucho de su maestro durante el camino. Llevaba poco tiempo a su servicio, pero ya sentía una total admiración por él.
Avanzaron con rapidez a pesar de las paradas ocasionales para preguntar por los Caballeros Rojos o para buscar su rastro. Más tarde las nubes se retiraron un poco y apareció un sol pálido. El camino se hizo pedregoso y a los lados había grandes piedras desperdigadas. En el río, ahora muy estrecho, también había piedras alrededor de las cuales el agua salpicaba blanca.
Por la tarde cabalgaron con peñascos a un lado del camino y un oscuro pinar al otro lado del río. «Bonito escondite para los Caballeros Rojos», pensó Tiuri. Seguía estando muy atento, alerta y en tensión. El camino era tranquilo. No se encontraron con ninguna persona. A veces oían ecos de cascos. Nadie hablaba. Todos parecían estar en alerta.
Más avanzada la tarde, sucedió.
Un griterío salió de pronto del bosque que estaba a la derecha.
—Ahí están —dijo Bendú, deteniendo su caballo y llevándose la mano a la espada. Los demás también se detuvieron y cogieron sus armas.
—¡Mira! —exclamó Arwaut—, ¡allí hay alguien sentado en un árbol! Creo que es un hombre de rojo.
—Y por allí se mueve gente entre los árboles —dijo Ewain.
Bendú espoleó a su caballo y se metió en el río. Éste no era profundo y podía ser cruzado aunque la corriente era bastante fuerte. Arwaut y sus escuderos le siguieron. Varias flechas salieron del bosque en su dirección pero nadie fue alcanzado.
En aquel mismo momento alguien saltó de una piedra del lado izquierdo del camino cayendo justamente encima de Tiuri.
Aquel ataque le llegó de forma muy inesperada. Algo pesado le cayó en la espalda y dos manos le cogieron del cuello. Ardanwen relinchaba y se encabritaba, mientras Tiuri intentaba quitarse de encima al agresor. Volvió a oír gritos: parecía que más hombres saltaban de las piedras. Entonces cayó al suelo, con su agresor encima. Nunca conseguiría contar exactamente lo que ocurrió en aquellos segundos de confusión que parecieron horas. En aquel instante sólo tuvo una cosa clara: debía matar a su agresor y proteger la carta. Estuvo un rato forcejeando con él. Ninguno de los dos tuvo ocasión de coger un arma. A su alrededor había ruido de cascos, gritos y chasquido de armas. Finalmente, Tiuri consiguió dominar a su adversario. Estaba medio incorporado y le sujetaba contra el suelo. Vio su cara por primera vez… era una cara cruel y malévola, cuya boca se abrió lanzando un grito. Tiuri sintió el peligro y se levantó rápidamente mientras cogía su espada. De inmediato fue agarrado por detrás. Pero esta vez lo había previsto y cuando volvió a sentir las manos alrededor de su cuello se dejó caer de espaldas sorprendiendo por completo a su segundo agresor. Éste se quedó tendido en el suelo, tal y como había caído, y no volvió a moverse. Pero entonces el primero se incorporó y se abalanzó sobre él. Al instante vino otro más que hizo exactamente lo mismo. Uno intentaba cogerle las manos y el otro le tiraba de la ropa. Tiuri se defendía desesperadamente. ¡La carta! ¡Aquellos tipos buscaban la carta! Oyó el cuerno de Ristridín y gritó: «¡Socorro!». En ese momento notó un dolor punzante en el brazo izquierdo. Uno de los agresores le había apuñalado. Todo se volvió negro ante sus ojos, pero siguió defendiéndose. Le pareció que llegaban más hombres. Oyó voces y relinchos. Entretanto siguió con su forcejeo aunque notaba que no podría resistir mucho más tiempo. Pero todavía no tenían la carta… todavía no. De pronto notó que sus agresores le soltaban y después perdió el conocimiento.
Volvió en sí cuando alguien le agarró de nuevo con fuerza. Se incorporó dando un grito con la mano en el lugar en el que guardaba la carta.
—Tranquilo, tranquilo —dijo el caballero Ristridín—. Soy yo. Quédate tumbado.
Tiuri se dejó caer de espaldas. Para gran alegría suya e indecible alivio notó que la carta seguía en su sitio. Cerró los ojos soltando un suspiro. Notó que el barullo de la lucha había cesado; sólo oía voces en la lejanía. Volvió a abrir los ojos y miró la cara preocupada de Ristridín que se había inclinado sobre él.
—¿Qué tal? —preguntó el caballero—. Estás herido, pero creo que no de gravedad.
—¡Ah! No es nada —masculló Tiuri, mientras se incorporaba con cierta dificultad y miraba a su alrededor algo mareado.
La lucha había acabado aparentemente. Dos Caballeros Rojos yacían cerca de él: estaban muertos. Un poco más lejos había otra persona inmóvil. No iba vestido de rojo, pero no pertenecía a la compañía gris. Ilmar estaba ocupándose de algunos caballos que estaban intranquilos. Un poco más allá no se veía a nadie.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—Persiguiendo a los Caballeros Rojos —contestó Ristridín—. Han huido por el bosque. —Con dedos rápidos y habilidosos, exploró la herida de Tiuri—. No está tan mal —dijo—. Espera un momento.
Cogió su bolsa y sacó vendajes. Ilmar llegó con un cubo lleno de agua. Ristridín lavó y vendó el brazo de Tiuri y dijo:
—¡Ya está! Ahora te buscaremos un lugar mejor. Aquí estás muy incómodo.
Sin esperar respuesta, levantó a Tiuri como si fuera un crío y lo depositó al lado del camino donde podía apoyarse contra una roca. Después le dio a beber un par de tragos de una botella de vino aromatizado que llevaba consigo.
—Y ahora quédate un rato sentado tranquilamente —dijo—. Así te sentirás mejor después.
El caballo Ardanwen se acercó, agachó la cabeza hacia Tiuri y lo olfateó.
—Este animal te ha salvado la vida —le contó Ristridín—. Uno de los caballeros quiso atacarte con un hacha, pero Ardanwen le pateó con su casco y ahí lo tienes, muerto.
Tiuri acarició el hocico del fiel animal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Para mí todo es tan confuso.
—Hubo un momento en el que te atacaron en gran número —contestó Ristridín—. Ya estabas luchando contra dos pero llegaron más. Pudimos liberarte justo a tiempo y, de no haber estado Ardanwen, posiblemente habríamos llegado demasiado tarde…
Miró hacia la otra orilla protegiéndose los ojos con la mano. Empezaba a caer la noche pero en el bosque ya había una total oscuridad.
—Te dejo un momento solo —dijo—. Aquí tienes mi cuerno. Hazlo sonar si te amenaza algún peligro.
Desapareció inmediatamente. Su escudero le siguió. Tiuri se apoyó en la roca y miró el cuerno que tenía sobre las rodillas. Estaba cansado y su herida le escocía un poco, pero se sentía muy agradecido de que todo hubiera acabado tan bien. Aunque… aún no sabía qué había sucedido con el resto de la compañía. ¿Estarían luchando en aquel momento con los Caballeros Rojos? Miró a su alrededor. El aspecto de los muertos no era agradable y desvió la vista hacia el bosque. Pero no consiguió distinguir nada. Sacó la carta y la observó. Entonces oyó pasos y volvió a esconderla rápidamente.
Eran Ristridín e Ilmar.
—Queríamos comprobar si había alguien más escondido entre las rocas —dijo el primero—, pero no hemos descubierto a nadie.
Se dirigió a su escudero y dijo:
—Antes que nada ocupémonos de los muertos —dijo—. Podemos enterrarlos un poco más allá o amontonar piedras sobre ellos.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Tiuri.
—No, quédate sentado —dijo el caballero—. Ya has hecho bastante. Espera, te taparé con una manta. Así podrás intentar dormir.
Un segundo más tarde Tiuri estaba acomodado con dos mantas y una silla de montar como almohada. No pensaba en dormir. Se sentía demasiado intranquilo para hacerlo. Al rato Ristridín se sentó a su lado mientras Ilmar recogía leña y encendía una hoguera. Era casi totalmente de noche.
—¿No debería ir con los demás? —preguntó Tiuri—. Temo que haya muchos más caballeros.
—No eran más de veinte —dijo Ristridín—. Cinco de ellos están muertos. No, me quedo aquí contigo. De todos nosotros eres el que más peligro corres. Tenías razón cuando dijiste que los caballeros vendrían por ti. Esta vez han huido ante nosotros, pero prefiero no dejarte solo.
—Gracias —dijo Tiuri en voz baja—. Pero los demás… ¿son suficientes para enfrentarse a los caballeros?
—¡Seguro que sí! —dijo Ristridín sonriendo—. Se han visto en situaciones mucho peores. La única pregunta es si conseguirán darles alcance. Cuando los caballeros vieron que no podían cogerte, huyeron corriendo como liebres.
—Ha sido todo tan rápido. Aquel tipo saltó encima de mí. No sé lo que ha pasado.
—Los que estaban en el bosque gritaron sólo para distraernos —contó Ristridín—. Y al principio lo consiguieron. Alguno de los nuestros ya habían cruzado el río cuando el resto del grupo saltó desde las rocas. Y enseguida te atraparon. Sólo intentaban impedir que acudiéramos en tu ayuda. Al no conseguirlo huyeron cruzando el río o internándose en el bosque. Me pregunto cómo sabían que eras tú el hombre que buscaban.
—Ardanwen —masculló Tiuri.
—¿Porque ibas montado en el caballo del caballero Edwinem? Sí, puede ser.
—Leor no dejaba de mirar a Ardanwen —dijo Tiuri—, y habló de él. Creo que de algún modo logró avisar a los caballeros.
—Es muy posible —afirmó Ristridín—. Tendrán sus espías.
Se levantó.
—Tenemos que tener paciencia hasta que regresen los demás —dijo—. Y, entretanto, comeremos algo, ¿no te parece?
Pasó más de una hora antes de que el sonido de voces y cascos anunciara la llegada de los demás. Tiuri, que se había adormilado a pesar de todo, se despertó inmediatamente. Por allí llegaban. Los contó con rapidez: estaban los nueve y llevaban a alguien más consigo, un hombre con las manos atadas a la espalda.
Ristridín fue a su encuentro.
—¿Y? —preguntó lleno de expectación.
—Hemos matado a seis, y apresado a uno —dijo Bendú, saltando del caballo y pasándole las riendas a Ilmar.
—Los demás han escapado.
Fue hacia Tiuri.
—¿Cómo está? —preguntó en tono rudo.
—Tiene una herida superficial en el brazo —contestó Ristridín—. Nada grave.
—Te deseo suerte con ello —dijo Bendú a Tiuri—. Temía que fuera más serio. Esos caballeros la han tomado realmente contigo. Ha sido un acierto que no viajaras solo.
Su voz sonaba igual de ronca que siempre, pero Tiuri notó que tenía otro tono. «El caballero Bendú por fin cree que soy de fiar», pensó Tiuri.
—¿Qué tal estáis todos? —preguntó Ristridín.
—Ah, todo está controlado —contestó Bendú—. Arwaut tiene una brecha en la cabeza y el escudero de Ewain tiene el brazo un poco magullado, pero no es nada.
Ristridín miró al prisionero. Era un hombre rechoncho pero musculoso, de cara furiosa. No iba vestido de rojo, sino que llevaba una cota de malla gris sobre su ropa raída.
—¿También iba con ellos? —preguntó.
—Sí —respondió Bendú—. No eran sólo Caballeros Rojos. Vi dos soldados de Eviellan con armadura negra, uno de ellos está muerto, y algunos granujas como él. Habría preferido capturar a un Caballero Rojo para interrogarlo, porque este tipo asegura que no sabe nada.
—Volveremos a interrogarlo después —dijo Ristridín.
Había mucho que hacer en poco tiempo. Los caballos fueron desenjaezados y secados, las heridas de Arwaut y del escudero fueron vendadas y se preparó la cena. Entretanto Bendú contó lo que había pasado.
Los Caballeros Rojos habían querido evitar un enfrentamiento. Al ser alcanzados se inició la lucha. Una parte de ellos aprovechó la ocasión para huir. La caída de la noche imposibilitaba la búsqueda y por eso habían regresado él y sus compañeros.
—Pero también los cogeremos —concluyó.
Después de la cena interrogaron al prisionero. Al principio era rebelde, pero las inquisitivas miradas de los Caballeros Grises enseguida aflojaron su lengua.
—¿De dónde vienes? —preguntó Ristridín—. ¿Eres de Eviellan?
—No —contestó el hombre de forma hosca—. Vengo de allí, del bosque.
—¿Cómo te uniste a los Caballeros Rojos? ¿Por qué nos atacasteis?
—No lo sé.
—¡Contesta!
—No lo sé, de verdad —sostuvo el hombre—. Éstos no son asuntos míos. Hice simplemente lo que me dijeron.
—Vaya, así que eres de los que luchan para ganar dinero y hacen el mal por encargo.
—Tengo que vivir, ¿no? No entiendo de bien y mal. Estaba al servicio de los Caballeros Rojos, sí, y me pagaban por ello. Pero no mucho, los muy canallas.
—¿Quién era tu jefe?
—¿A qué se refiere?
—¿Quién daba las órdenes?
—No lo sé.
—¡Lo sabes perfectamente!
—No, no lo sé. El jefe, el jefe de los Caballeros Rojos.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé. Nosotros sólo le llamábamos jefe.
—¿Quiénes son esos «nosotros»?
—Todos nosotros.
—¿Había más gente del bosque entre ellos?
—Sí, mi compadre Oedan, y Asgar, pero éste ha muerto.
—¿Cómo entrasteis al servicio de los Caballeros Rojos?
—Al pasar por aquí nos preguntaron si queríamos trabajar para ellos. Nos dieron armas y una cota de malla. Bueno, y nos fuimos con ellos.
—Exacto. ¿Y qué hacías antes?
—¿Qué le importa?
—¡Contéstame!
—Vale. De todo. Cortábamos leña.
—Y seguro que robabais —dijo Bendú enfadado—. Seguro que vuestro trabajo no era honesto.
El hombre masculló algo inaudible.
—¿Quién era tu jefe? —preguntó Ristridín por segunda vez.
—Pero si ya se lo he dicho. El jefe.
—¿No era el Caballero Negro del Escudo Rojo?
—¿Caballero? —dijo el hombre con sincera sorpresa—. Nunca lo he visto.
Y ahí se quedó.
No era mucho lo que podía contar. Los Caballeros Rojos no le habían confiado lo que estaban haciendo en el reino de Dagonaut. La mayoría de ellos, contó, venían en efecto de Eviellan, pero les conocía desde hacía poco tiempo, no más de una semana. Así que él había entrado a su servicio después del asesinato del caballero Edwinem. Había visto a cinco en el bosque; después se habían añadido otros. Aquello había sucedido en las tierras del castillo de Mistrinaut. Nunca había visto al Caballero del Escudo Rojo, pero creyó entender que el jefe había recibido las órdenes de otro. También contó que los Caballeros Rojos tenían varios espías. Leor, el mozo de la posada La Puesta de Sol era uno de ellos. Por él (aunque a través de otra persona) habían sabido que la comitiva de los Caballeros Grises se acercaba con el joven que llevaban mucho tiempo buscando: un joven que debía montar un caballo negro. Él no sabía por qué tenían que capturarle, pero sí contó que el jefe se había enfadado mucho al enterarse de que le acompañaban los Caballeros Grises. No podía contar qué más planeaban sus jefes.
—Entiende que serás castigado por esto —dijo Ristridín con dureza—. Atacar a viajeros en el camino sin motivo es bandolerismo. Te entregaremos al señor que gobierna estas tierras y él te dará el trato que mereces.
—¿Quién es el señor de estas tierras? —preguntó Arwaut.
—El caballero del castillo de Westenaut —contestó Ristridín—. Propongo que algunos de nosotros vayamos allí para entregar al prisionero y pedir refuerzos, con más guerreros y caballos.
—Pero eso no es necesario —le pareció a Bendú—. Nosotros solos podemos con ese puñado de caballeros.
—Seguro que sí —dijo Ristridín—. Pero quién sabe si se dividen y se esconden por cualquier parte. Por eso es necesario que toda la gente de los alrededores esté al tanto y tenga cuidado. Además puede haber más cómplices y espías, tal vez no vestidos de rojo… No deben tener ninguna oportunidad de escapar.
—Sí, visto así, tienes razón —dijo Bendú.
—Ya son las diez o diez y media —siguió diciendo Ristridín—. Los caballos deben descansar una hora. Después, tres de nosotros podrían ir al castillo de Westenaut con el prisionero. Está más o menos a cinco horas de aquí y llegarían a las cuatro.
—Conozco el camino —dijo Ewain—. Pernocté allí cuando me dirigía a la ciudad de Dagonaut.
Decidieron que iría él acompañado por el escudero de Arwaut y un paje de Mistrinaut. Se encontrarían con el resto de la compañía al día siguiente donde el Primer Gran Camino se separa del río Azul.
—Nosotros partiremos mañana temprano —dijo Ristridín—, así llegaremos allí alrededor de mediodía. Os esperaremos.
Tiuri observó en silencio a sus compañeros de viaje. Se preguntaba qué harían después. Buscar a los Caballeros Rojos, por supuesto. En ese caso no podría quedarse más tiempo con ellos: él debía seguir bordeando el río Azul. De repente su misión volvía a parecerle muy dura, pero eso era porque no se sentía bien.
No se habló más. La guardia se repartió entre los que no estaban heridos y los que debían ir al castillo de Westenaut; después, hubo mucho silencio en el campamento.