2. El ermitaño

El sendero los llevó a lo alto de la cascada y continuó bordeando el río Azul, que ya era un torrente impetuoso lleno de rápidos. Descansaron poco tiempo y siguieron su camino por un entorno mucho más amable. El sendero serpenteaba por colinas y valles, por pinares y prados.

Hablaron poco. Empezaron a tener calor y se cansaron. A Tiuri le dolía el brazo y también le molestaban la cota de malla y el hábito. No era la mejor ropa para subir montañas. A lo largo del día notó que, desde su caída al precipicio, el comportamiento de Jaro había cambiado de forma evidente. «No es necesario que esté agradecido, pero ser tan poco amable… Tal vez le dure el susto. Y, a pesar de ello, ahora me cae mejor que al principio. Creo que ahora es más él.»

Por la tarde Tiuri vio frente a él una cabaña en una pendiente. Tras ella se elevaba una pared alta y oscura, y más allá se alzaban unas cimas nevadas.

—Mira —dijo a Jaro—, ¿será aquélla la cabaña de Menaures?

Jaro bramó algo ininteligible. Pero Tiuri se sintió animado ante aquella visión, como un caballo que se sabe cerca del establo. Siguieron andando. A veces, una curva les privaba de la visión de la cabaña. Entonces escucharon música… una melodía clara y ligera que armonizaba con los caprichosos pinos, con el sol y con la hierba olorosa de las pendientes montañosas.

En un pequeño prado situado por encima del sendero delante de ellos, un chico tocaba la flauta. Una oveja blanca y negra pastaba a su lado. El joven no dejó de tocar cuando se acercaron, pero sus ojos los miraron con curiosidad.

—¡Buenas tardes! —saludó Tiuri.

El chico dejó de tocar, sonrió y dijo:

—Buenas tardes.

—¿Está cerca de aquí la fuente? —preguntó Tiuri.

—Pasada la curva podrás verla —contestó el chico señalando hacia ella—. Seguro que venís a ver a Menaures.

—Sí —contestó Tiuri.

—¿Desde dónde?

—Del este.

—Está claro. Os vi venir…

Volvió a mirarlos con curiosidad.

A Tiuri le cayó bien. «Un chico moreno», se dijo. Llevaba muy poca ropa; su cara, brazos y piernas desnudos estaban tostados por el sol, castaño era su pelo liso y corto, y tenía los ojos marrones y brillantes.

El chico volvió a llevarse la flauta a los labios y dijo:

—Le diré a Menaures que vais hacia allá.

Tocó unas alegres notas, pero cuando Jaro y Tiuri continuaron andando, dio un salto, empezó a trepar y desapareció de su vista.

La fuente brotaba entre algunas piedras en una pequeña meseta. Más arriba, sobre una colina poblada de hierba, estaba la cabaña. Había sido construida con vigas de madera y el techo era de piedras planas y grises. Reposaba sobre puntales de poca altura y una pequeña escalera de madera llevaba hasta la puerta que estaba abierta. Tiuri y Jaro se quedaron un momento junto a la fuente y Tiuri permaneció extasiado ante aquel pequeño manantial, el origen del río más grande del reino de Dagonaut. Cuando se dirigían hacia la cabaña, el chico moreno llegó saltando en dirección contraria; aparentemente había tomado un camino más corto. Llegó delante de ellos, pero antes de que subiera la escalera, una voz profunda salió del interior y dijo:

—Está bien, Piak. Hay un joven que quiere hablar conmigo. Déjale que venga.

El chico moreno dio un paso atrás y con un gesto indicó a los viajeros que entraran. En el vano de la puerta apareció un hombre delgado y mayor envuelto en una túnica de un tejido gris y áspero. Su pelo y barba largos y rizados eran blancos como la nieve, su cara era amable, tranquila y sabia.

—¡Vaya! Sois dos —dijo—. Acercaos y sed bienvenidos.

Tiuri y Jaro le saludaron con respeto y subieron la inestable escalera.

—Entrad —invitó el ermitaño—. Sentaos, viajeros.

La cabaña sólo tenía una habitación, míseramente decorada.

El ermitaño se sentó a la mesa en un taburete y señaló un banco que había al otro lado.

—Sentaos —repitió.

Jaro y Tiuri obedecieron. Se sentaron uno al lado del otro frente al ermitaño, que los miraba con atención.

«Debe de ser muy anciano», pensó Tiuri mirando sus profundos ojos oscuros. «Y sabio. Debe de ser tan sabio como anciano, o tal vez más.» Le pareció que el ermitaño, después de aquella breve mirada escrutadora, lo comprendía todo, por lo que no hacía falta decir nada.

A su lado, Jaro se movía intranquilo.

—¿Y qué os trae por aquí? —preguntó el ermitaño—. ¿Qué estáis buscando? ¿Es algo que tenga que daros? Sólo puedo ayudaros a buscar; tendréis que encontrarlo vosotros mismos.

—Está hablando en clave —dijo Jaro claramente incómodo—. En lo que a mí respecta… busco un camino.

—¿Para ir adónde?

—Para cruzar las montañas.

—¡Ah, sí! —exclamó Menaures—. Quieres ir al oeste.

—Sí, hombre sabio, y he oído que conoce los caminos.

—Conozco los caminos, sí. Pero ya no puedo recorrerlos; he envejecido demasiado.

—Lo entiendo —dijo Jaro después de un momento de silencio—. Pero ¿no podría indicarme alguno?

El ermitaño negó con la cabeza.

—No —dijo lentamente—. Los caminos secretos de las montañas no pueden ser revelados a los extraños.

Volvió a hacerse el silencio.

—Es una lástima —dijo Jaro entre dientes.

A pesar de ello, a Tiuri no le pareció muy decepcionado. Él mismo se asustó un poco por lo que acababa de decir Menaures. «Pero», pensó, «tal vez cambie de opinión cuando le enseñe el anillo del caballero Edwinem».

—Quizá pueda encontrar un guía —dijo el ermitaño mirando a Jaro.

—¡Ah, sí! Bien. Muy amable por su parte, santo varón —contestó Jaro.

—No soy ningún santo varón, viajero —dijo el ermitaño—. Llámame Menaures. ¿Cómo te llamas?

—Jaro.

—¿Y tú quién eres, hijo mío? —preguntó a Tiuri.

—Yo… yo soy Martín.

—¿Y qué te ha traído por aquí?

—Yo también quiero pedirle algo. Pero…

Tiuri miró a Jaro.

—¡Ah!, ya me voy —dijo levantándose precipitadamente.

—Gracias, Jaro —dijo el ermitaño con amabilidad—. Después seguiré hablando contigo y veré qué puedo hacer por ti.

—Gracias, Menaures —dijo Jaro. Hizo una torpe reverencia y abandonó la estancia.

El ermitaño se levantó y cerró la puerta tras de sí. Después se dirigió a Tiuri.

—Habla, Martín. Ahora nadie puede oírnos.

Tiuri también se puso de pie y dijo:

—No me llamo Martín sino Tiuri, aunque mi nombre no tiene importancia. Tengo que ir al oeste cruzando las montañas. Me envía el caballero Edwinem del Escudo Blanco. Mire, éste es su anillo; debía enseñárselo.

El ermitaño se acercó a él y cogió el anillo con cuidado.

—El caballero Edwinem —dijo en voz baja—, Paladín de Unauwen, Portador del Escudo Blanco… ¿Dónde está?

—Ha muerto.

El ermitaño le miró. No había desconcierto en su mirada, sólo una gran seriedad. Después agachó la cabeza y observó el anillo.

—Así que ha caído —dijo—, muerto en su inagotable lucha contra el mal. Ésta es una noticia triste pero, a pesar de ello, habría sido más triste que hubiese caído de otra manera.

—¡Oh!, no ha caído en la lucha —dijo Tiuri—. Fue asesinado. ¡Asesinado a traición!

—Eso es menos grave para él que para los que le mataron. Pero cuéntame, hijo mío…

Cogió a Tiuri del brazo y éste no pudo evitar hacer un gesto de dolor.

—¡Ay! Estás herido —dijo Menaures.

—No es nada —masculló Tiuri.

—Siéntate y habla, hijo mío.

—Pero ¿es que usted no lo sabe todo? No se sorprendió al verme, no se sobresaltó al oír que el caballero Edwinem estaba muerto.

—No sé nada —contestó el ermitaño—. Sospecho mucho. ¡Ay! Qué poco tiempo parece haber pasado desde que el caballero Edwinem viniera aquí por primera vez. Entonces tenía tu edad. Acababa de ser nombrado caballero y ardía en deseos de realizar grandes hazañas. Su deseo se ha cumplido, si bien tal vez no para alegría suya aunque eso no pudiera sospecharlo. Entonces los hijos de Unauwen aún eran jóvenes, pero ya temí que uno de ellos se convertiría en una amenaza para su padre y su hermano. Sí, parece que fue ayer cuando el joven Edwinem estuvo aquí, aunque entonces tú ni habías nacido. Y ahora estás ante mí para retomar su misión… ¿O no es así?

Entonces Tiuri habló por primera vez de lo que el Caballero del Escudo Blanco le había pedido. Contó cómo le había conocido y cómo éste le había entregado una carta para el rey Unauwen del país al oeste de la Gran Cordillera.

El ermitaño escuchó con toda atención y dijo:

—Traes noticias que me preocupan. Perversos son el monarca de Eviellan y sus seguidores. Pero no pierdas la esperanza; a la larga, el mal será derrotado. Tu misión es llevar la carta; me encargaré de que cruces las montañas de forma rápida y segura.

—Pero… usted ya no puede indicarme el camino, ¿no?

—No, ahora soy demasiado viejo. Pero te ofrezco un guía en el que puedes confiar como en ti mismo. Se llama Piak; ya le has visto fuera.

—¿Ese chico moreno?

—Sí, él —contestó el ermitaño sonriendo.

—¿Cuántos años tiene?

—Creo que es más joven que tú. Debe tener catorce años. Pero nació y se crió en las montañas y desciende de hombres que llevan la escalada en la sangre. Es el mejor guía que podrías tener. Tendréis que partir mañana por la mañana a la salida del sol.

—Bien, Menaures, gracias —dijo Tiuri.

Después siguió diciendo:

—Pero ¿qué pasa ahora con Jaro? También desea cruzar las montañas y no puedo decirle que no quiero que venga conmigo.

Le contó cómo había conocido a Jaro y cómo habían llegado a la fuente.

—Sí, en efecto —dijo el ermitaño pensativo—, es posible que haya mentido y que no tenga ningún hijo al otro lado de las montañas. Puede que sea un espía. ¿Sabes qué?, presentía que alguien iba a venir hoy a verme… Pensé que sería un joven, y así ha sido. Sin embargo, él no estaba en mi presentimiento; por eso creo que no me necesita. Pero puedo estar equivocado; también es posible que diga la verdad. En ese caso no puedes prohibirle que os acompañe porque nunca conseguiría cruzar solo las montañas.

Miró a Tiuri.

—Te toca a ti —dijo— decidir qué hacer.

—Entonces no puedo hacer otra cosa que dejarle que venga con nosotros.

—Estoy de acuerdo contigo. Y piensa que seréis tres. Estate atento, túrnate con Piak para hacer guardia por la noche y encárgate de que Jaro no vaya nunca detrás de ti… De todos modos no creo que debas tenerle tanto miedo.

Se levantó y añadió:

—Quítate el hábito y enséñame la herida… ¡Vaya!, veo que también llevas una cota de malla. Será mejor que la dejes aquí; sería pesada y molesta cuando estés más arriba. Aquí, en esta arca, tengo algo de ropa.

Mientras hablaba desenrolló la venda del brazo de Tiuri; la herida se había vuelto a abrir y la había empapado de sangre. Menaures humedeció la herida con el contenido de una botella que olía a resina y a pino. Escocía un poco, pero después aliviaba. Luego volvió a vendar la herida. Mientras lo hacía le preguntó por el resto de sus aventuras.

Tiuri se las contó y le dio recuerdos del abad Hyronimus y del señor del castillo de Mistrinaut.

—Sigirdiwarth Rafox —dijo Menaures—. Sí, hace mucho tiempo estuvo aquí. Me consta que gobierna bien su territorio.

—¿Le conoce desde hace mucho?

—Vino hace veinte años sin poseer otra cosa que su espada, que quería usar para una buena causa. Entonces le dije que debía bajar bordeando el río Azul hasta Mistrinaut porque allí había una batalla en la que debía luchar.

El ermitaño abrió el arca y dijo:

—Busca algo de ropa y póntela. Y aquí tienes el anillo que te dio el caballero Edwinem.

—¡Ah!, pero no es mío. Sólo me lo dio para enseñárselo a usted.

—Guárdalo y dáselo al rey Unauwen, que fue quien se lo entregó a Edwinem.

—Lo haré —dijo Tiuri colgándose el cordel con el anillo al cuello. Le gustó poder seguir llevando la joya; había llegado a considerarla un talismán y el recuerdo de la promesa que le había hecho al caballero Edwinem.

—Iré a hablar un momento con Piak —dijo el ermitaño.

Salió y cerró la puerta.

Tiuri metió la cota de malla en el arca y en su lugar se puso un desteñido jubón azul. Se quedó con el hábito y se lo puso encima. Después fue hacia la puerta y miró hacia fuera. La vista lo emocionó. Alcanzaba a ver una gran extensión al oeste, en el reino de Dagonaut. Vio cómo serpenteaba el río Azul y creía llegar a distinguir las torres de Mistrinaut. Más cerca vio colinas, campos, aldeas, casas desperdigadas y el bosque oscuro. La sombra de la montaña los cubría.

Jaro estaba sentado en una de las piedras que había junto a la fuente; se tapaba la cara con las manos como si estuviera triste o pensara mucho en algo. Cerca de la cabaña Menaures hablaba en voz baja con Piak. Éste vio a Tiuri en la escalera y le sonrió. Tiuri fue hacia él.

—Éste es Piak —dijo Menaures—. Él os llevará a ti y a Jaro al otro lado de las montañas.

—Ya sé que eres Martín —dijo el chico—. Estoy a tu disposición. Nos pondremos en marcha mañana por la mañana.

—Piak, ve a prepararlo todo —dijo el ermitaño, que levantó la voz y gritó—: ¡Jaro!

Jaro se levantó y se acercó despacio.

—Puedes cruzar las montañas —le dijo el ermitaño—. Mi joven amigo y ayudante, Piak, será vuestro guía.

—¡Vaya! —exclamó sorprendido.

—Sí, Martín también quiere ir hacia el oeste. Así que iréis los tres. Piak conoce los caminos.

—Eso es… eso es estupendo —dijo Jaro—. Gracias.

—Ahora tendréis que cenar. Mañana saldréis temprano, así que será mejor que os acostéis pronto.

Jaro siguió callado durante la cena; Piak tenía mucho que contar y que preguntar. Al parecer procedía de una aldea de montaña cercana. Era huérfano y Menaures se había encargado de criarlo los últimos años. Él, a su vez, ayudaba al ermitaño haciendo todo tipo de trabajillos: cortar leña, cocinar y cosas por el estilo. Tiuri le preguntó si podía prescindir de su ayudante.

—Por supuesto —contestó el ermitaño—. Piak tampoco está siempre aquí. ¿Cómo iba a ser si no un buen escalador?

Piak nunca había salido fuera de las montañas y preguntó a los viajeros qué aspecto tenía aquello donde todo era plano. No le gustaría vivir allí, dijo.

—A pesar de todo, sí que me gustaría bajar alguna vez —añadió—, para ver de cerca el país del rey Dagonaut. De lejos es muy bonito. Y Menaures me ha contado muchas cosas sobre él.

—Bueno, podrías ir alguna vez, ¿no? —dijo Tiuri.

—Sí, tal vez. El año pasado aún no podía; era demasiado joven.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Jaro. Era lo primero que decía.

—Nací a mediados de verano —contestó Piak—, hace quince… —dirigió una mirada a Menaures— …no, hace catorce años.

—Vaya —dijo Jaro—. Eres muy joven para ser nuestro guía.

—Es joven —dijo Menaures—, pero no tanto. Si él quisiera, podría bajar para ver de cerca lo que ya conoce de lejos. Entonces, Piak, te darías cuenta de que todo tiene un aspecto muy diferente.

—¿Nunca has estado en el país del rey Unauwen? —preguntó Tiuri.

Piak negó con la cabeza:

—Nunca he ido más allá de Filamen. Es una aldea al otro lado de las montañas. Claro que he visto el reino de Unauwen, de lejos; en realidad parece más bonito que el de Dagonaut. En la lejanía se puede ver una ciudad…

—¿La ciudad de Unauwen?

—No creo.

—No, la ciudad de Unauwen está más lejos —dijo el ermitaño—. Lo que ves es Dangria, la ciudad del Este.

—Tiene torres —dijo Piak—, muchas torres y murallas. Cuando hace buen tiempo se ven muy bien. Sí que me gustaría ver de cerca una ciudad así… Y también creo haber visto el río Arco Iris.

—¿Y la ciudad de Unauwen, no? —preguntó Tiuri.

—No puede verse desde las montañas —dijo Menaures—. Está al oeste del país, junto al río Blanco, cerca del mar.

—¿Has estado alguna vez en una ciudad? —preguntó Piak a Tiuri.

—Sí —contestó—, en la ciudad de Dagonaut. También está lejos de aquí, junto al río Azul, y cerca de ella hay un gran bosque.

Piak preguntó cómo era esa ciudad y Tiuri le respondió: describió las puertas y las murallas, las casas y las callejuelas, y la gran plaza en la que estaba el palacio del rey. En esa plaza, contó, se monta a menudo un mercado y a veces también se celebran torneos. Esto último es lo que despertó más interés en Piak. Menaures le había contado alguna vez historias de caballería y nunca se cansaba de escucharlas. Interrogó a Tiuri. ¿Había visto algún torneo y qué sabía de los caballeros de Dagonaut? ¿Cómo eran, cuáles eran sus nombres y sus armas, y qué hazañas valientes realizaban?

Tiuri habría podido contarle muchas cosas, pero no se atrevió a hacerlo porque quizá descubriera quién era él en realidad. Así que contestó a Piak como si alguna vez hubiese visto de lejos a algún caballero, no como alguien que había tratado con ellos y que había estado a punto de serlo.

—Piak, ¿es que no vas a parar de preguntar? —dijo finalmente Menaures con una sonrisa—. No das tiempo a que nuestro huésped mastique el pan.

Después de la cena, Jaro y Tiuri ayudaron a Piak a empaquetar las cosas necesarias para el viaje. El tramo no sería largo, pero se necesitaban un montón de cosas: cuerda, mantas y provisiones. El ermitaño estaba sentado tranquilamente en un rincón y les observaba.

—Bien —dijo Piak al cabo de un rato—, ya es suficiente; si no tendremos que cargar demasiado.

—Ya es mucho —le pareció a Jaro—. ¿Tenemos que llevarnos estas mantas? Ya llevamos nuestros mantos y abrigos, y es verano.

—Arriba hará frío —dijo Piak—, y por las noches más. Quizá pasemos por campos de hielo. Espera…

Trasteó en el arca y sacó un par de pieles de oveja.

—Aquí tenéis —dijo lanzando una a Tiuri y otra a Jaro. Después examinó visualmente a sus futuros compañeros de viaje.

—Puedes quitarte o guardar ese hábito —dijo a Tiuri—. Y dejadme ver vuestros zapatos. Será mejor que os pongáis estas botas. ¿Podemos coger prestadas las suyas, Menaures?

—Pero tú irás descalzo —dijo Tiuri.

—Estoy acostumbrado. Y tengo botas para la cima. Bien, creo que estamos listos.

—Claro que sí —dijo Menaures—. Pon todo en un rincón y esparce paja y mantas en el suelo. Así podréis acostaros.

Pasado un rato se tumbaron uno al lado del otro, Piak entre Tiuri y Jaro, y se desearon buenas noches. El ermitaño salió dejando la puerta entornada.

Piak se durmió pronto y Jaro también estaba muy quieto, pero Tiuri no podía conciliar el sueño. Se levantó sin hacer ruido y salió.

El ermitaño estaba sentado en uno de los escalones y miraba pensativo hacia el paisaje del oeste. El sol había desaparecido tras la pared montañosa pero la oscuridad aún no era total. En el oeste un par de estrellas brillaba en el cielo azul verdoso. Tiuri se sentó a su lado y miró en silencio. Al cabo de un rato volvió la vista hacia la cara del ermitaño.

—¿Sí, hijo mío? —dijo en voz baja sin moverse.

A Tiuri le había surgido una curiosidad, pero cuando habló le preguntó otra cosa:

—Menaures, ¿conoce el país de Unauwen?

—Sí —contestó el ermitaño—, muy bien incluso, porque nací allí. También conozco tu país. He vagado mucho por el mundo antes de retirarme aquí.

—¿Conoce al rey Unauwen y a sus hijos?

—Sí. Los conozco.

—¿Cuánta distancia hay hasta la ciudad de Unauwen, Menaures?

—Se tardan unos cinco días en cruzar las montañas. Después se puede llegar a Dangria en un día. Desde allí hay un buen camino que lleva directamente a la ciudad de Unauwen, pasando el río Arco Iris, cruzando el bosque de Ingewel y las Colinas Lunares. No tendrás problema en llegar. Desde Dangria, tardarás unos ocho o nueve días.

Entonces Tiuri le preguntó lo que más deseaba saber, aunque fuera un secreto:

—¿Sabe usted… sabe lo que pone en la carta? —susurró.

—No —contestó el ermitaño—. Sé tan poco como tú.

—Tal vez haya sido una pregunta absurda, pero como usted sabía y sospechaba tantas cosas…

—Aunque vivo lejos de él, conozco el mundo que hay al pie de las montañas. A veces oigo las noticias de los peregrinos que vienen por aquí, y me entero de más cosas a través de mis meditaciones silenciosas… En lo que se refiere a la carta, no tienes por qué adivinar su contenido. Tu misión sólo es entregarla.

—Sí… —dijo Tiuri en voz baja.

Ambos volvieron a guardar silencio. Poco a poco iba oscureciendo; en la profundidad del valle se encendieron algunas luces. Tiuri se quedó un rato sentado, pensando en muchas cosas y escuchando el canto de los grillos en la hierba y el suave murmullo de la fuente. Después se levantó y deseó buenas noches al ermitaño.

—Que descanses —dijo Menaures.

Tiuri se durmió nada más acostarse y su sueño fue profundo y tranquilo.