3. Slupor
Aquella noticia sorprendió mucho a Tiuri. Pero siguió desconfiando.
—¿El señor del pontazgo? —repitió—. ¿Por qué? Y ¿cómo puedo saber si es verdad?
—¡Soy Warmin! —exclamó el capitán de los jinetes—. Mira, me estoy desarmando para que veas que vengo en son de amistad —dijo mientras lo hacía.
Sí, su voz sonaba, en efecto, a la de Warmin.
—Venimos de parte del señor del pontazgo —siguió diciendo el soldado—, para protegeros del peligro. Y al parecer no sin motivo. Os contaré algo para convenceros de que podéis confiar en nosotros. Dejad que me acerque.
—Bien —dijo Tiuri. Y aún con prudencia añadió—: Pero sólo usted.
Warmin, si es que lo era, ordenó a sus hombres que se quedaran donde estaban y se dirigió a los arbustos.
—¿Dónde estáis? —preguntó.
—Estoy aquí —contestó Tiuri dando un paso adelante. Le miró. Sí, reconocía la cara ruda, curtida pero digna de confianza del centinela del pontazgo.
Éste se inclinó hacia él.
—Ajá, Martín —dijo susurrando y siguió diciendo—: Esto es lo que el señor del pontazgo desea transmitirte: «Por la joya que ambos conocemos te pido que aceptes la ayuda de mis servidores».
Tiuri se llevó la mano al pecho y notó el anillo. Envainó el puñal Y dijo:
—Gracias, Warmin. Pero ¿por qué os ha enviado el señor del pontazgo?
—Oyó algo que le preocupó. Si confías en nosotros, acepta nuestra ayuda. Y di a tu amigo que también salga de donde esté.
Warmin tendió las manos para demostrarle que iba desarmado.
—No llevamos escudo —añadió—. Sólo podemos llevarlo en la región del río Arco Iris.
Tiuri olvidó sus recelos y le estrechó la mano.
—Perdóneme, pero ha ocurrido algo que me ha hecho temer la presencia de enemigos.
—¡Pero si no tienes ni arco ni flechas! —exclamó Warmin sorprendido.
—No, estaba disimulando. Yo… me alegro de no haberlos necesitado.
Suspiró una vez que la tensión había desaparecido.
Ambos fueron rodeados por el resto de los jinetes.
—¿Dónde está tu amigo? —preguntó uno de ellos.
—No está aquí.
—¿Estás solo? —preguntó Warmin nuevamente sorprendido—. ¿Qué es lo que ha pasado?
—Espere un momento —dijo Tiuri. Se llevó las manos a la boca y gritó—: ¡Piak! ¡Piak!
—Así que es él a quien acabo de ver —masculló uno de los jinetes.
—¡Piak! —volvió a gritar Tiuri—. ¡Vuelve!
Su amigo no podía estar lejos y tal vez oyera su llamada. El silencio que siguió le empezó a preocupar. Y si le hubiese pasado algo.
—¡Piak! —gritó una vez más.
—Yuju —sonó como respuesta—. Ya voy, ya voy.
Piak apareció sorprendentemente rápido. Se detuvo a cierta distancia de ellos y preguntó:
—¿Eres tú de verdad, Tiuri?
—Muy bien, Piak. Nunca hay que ser demasiado confiado. Ven estamos entre amigos. Has venido muy rápido —siguió diciendo cuando Piak se bajó del caballo a su lado.
—En ningún momento me he alejado. Cómo iba a dejarte aquí solo. Estaba allí, detrás de aquella roca. Y había juntado un montón de piedras por si… si…
—Vaya, vaya —dijo Warmin riendo—. Hemos escapado a un gran peligro.
—¡Warmin! —exclamó Piak.
—El mismo, para servirte —contestó el soldado.
—¡Uf! —suspiró Piak—. ¡Vaya noche! Creo que he vuelto a verle, Tiuri. A lo lejos. Creo que ha huido hacia el oeste.
—¿Quién? —preguntó Warmin.
—Él… el… —Piak calló de pronto.
—¿Qué es lo que ha pasado? —volvió a preguntar Warmin mirándoles alternativamente—. Y ¡qué raro! Te ha llamado Tiuri. Creí que te llamabas Martín.
Piak dio un respingo.
—Y así es —contestó Tiuri con calma—. Quiero decir que mi nombre aquí es Martín, aunque también me llamo Tiuri.
Le hizo un gesto a Piak para indicarle que no tenía importancia. En efecto ya no importaba mucho que supieran su nombre.
—Bueno —dijo Warmin.
—Hemos encontrado a alguien cerca de aquí —contó Tiuri—. Asesinado. Muerto de un flechazo.
—¿Asesinado? —preguntó Warmin—. ¿Quién?
—El mensajero que iba a ver al rey Unauwen —contestó Tiuri. Fue hacia el lugar en el que se encontraba el cadáver. Los demás le siguieron.
Un instante después Warmin miraba el cadáver.
—¡El mensajero de Dangria! —exclamó estremecido—. ¿Por qué ha ocurrido esto? Y además aquí, en este país. ¿Un ladrón?
—Creo que sólo le quitó la carta —dijo Tiuri y se dirigió a Piak—: Tú le has vuelto a ver. Entonces tal vez nosotros consigamos además darle alcance.
—¿Al asesino? —preguntó Warmin.
—No puede estar lejos —dijo Piak—. Hace un momento no podíamos hacer nada. Estábamos pendientes de él.
—Ahora empiezo a entenderlo —dijo Warmin—. Pero en este instante no podemos perder el tiempo con charlas.
Corrió hasta su caballo.
—¿Dónde le has visto? —preguntó a Piak.
Éste señaló una colina al suroeste.
—¿Vamos tras él? —preguntó Warmin a Tiuri.
—Sí —contestó Tiuri subiendo también a su caballo.
—Pero ten cuidado, Ti… Martín —le dijo Piak a su amigo.
—Permaneced agrupados —ordenó Warmin a los jinetes—. Y que los jóvenes vayan en el centro.
Se pusieron en movimiento.
Pero Tiuri pensó: «Si el asesino es realmente Slupor, me temo que no le encontraremos».
El resto de la noche no fue angustiosa, pero estuvo llena de tensión febril. Encontraron un rastro de hierba aplastada y lo siguieron hasta que desapareció en un riachuelo. Luego estuvieron recorriendo las colinas durante mucho tiempo. Fue como estar persiguiendo sombras porque no encontraron a nadie. La noche ya estaba muy avanzada cuando volvieron al camino, no lejos de su punto de partida.
—¿No os lo habréis imaginado? —preguntó Warmin a los chicos.
—Puede ser, por supuesto —dijo Tiuri—, pero no lo creo.
—Seguro que no —dijo Piak decidido.
—Si es quien yo me temo, no se dejará encontrar fácilmente —dijo Tiuri.
—Y ¿quién es? —preguntó Warmin.
—No puedo decírselo. Apenas sé nada de él.
—Qué extraño —dijo Warmin sorprendido—. ¿Va a veces vestido de marrón, con el pelo largo y claro, y sombrero de ala ancha?
—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Tiuri asombrado.
De pronto recordó algo: el hombre apoyado en el puente y que se había reído…
—Sí, eso aún no te lo he contado —dijo Warmin—. Pero ¿qué hacemos ahora? El muerto no puede quedarse aquí tendido. Debemos capturar al asesino; si no es ahora, mañana. La noticia debe llegar a Dangria y al rey, y en cualquier caso a Ingewel; es el lugar más cercano y allí encontraremos a un mensajero. Los guerreros del caballero Andomar pueden ayudarnos a buscarlo. Él también puede haber huido a Ingewel, ¿no es cierto?
—Tiene razón —dijo Tiuri—. Pero no podemos esperar. Debemos seguir.
—Lo sé. Nosotros tenemos que acompañaros hasta donde queráis. ¿Te parece bien si ordeno a tres de mis hombres que se ocupen del cadáver y se dirijan a Ingewel?
—Claro que sí.
Tres de los jinetes se fueron un instante después. Luego Warmin volvió a dirigirse a los amigos.
—Os contaré por qué nos ha enviado el señor del pontazgo. ¿Qué hacemos: seguimos o descansamos un poco?
—Descansemos un poco, por favor —dijo Piak, y Tiuri estuvo de acuerdo.
Se sentaron al borde del camino y Warmin dijo:
—Lo que tengo que contaros es breve. El mensajero de Dangria, que en gloria esté, llegó ayer por la noche al pontazgo.
—¿Sabía usted que era un mensajero? —preguntó Tiuri.
—No tenía ningún motivo para ocultarlo. Necesitaba un caballo de refresco, y cualquier mensajero puede conseguir caballos descansados en cualquier parte. Se le dio uno y continuó inmediatamente. Aún quería recorrer un trecho antes de reposar. Bueno, eso es todo lo que hay sobre el mensajero. Es mejor que el resto lo cuente Imin; él estaba de guardia la pasada mañana.
Uno de los jinetes tomó la palabra.
—Sí, esta mañana estuve de guardia, quiero decir ayer por la mañana. El primero en llegar al puente fue un extranjero; creo que era extranjero por el acento. Pagó el pontazgo: tres monedas de oro porque era la primera vez que cruzaba el río. Charló un poco conmigo. Hablamos de un montón de cosas: del tiempo, de los cultivos del campo, y entonces me preguntó si por casualidad había cruzado un joven el puente hacía poco. Tal vez, dijo, fueran dos, dos jóvenes. Uno debía tener unos dieciséis años, el pelo oscuro y los ojos claros. Del otro no dijo nada. Le conté que dos jóvenes, me refería a vosotros, claro, no habían podido pagar el pontazgo y que, por lo tanto, debían seguir en la orilla oriental del río. Al extranjero pareció divertirle. Bueno, a lo mejor estoy exagerando un poco. Sólo dijo: «Vaya, vaya», pero me atrevería a jurar que se reía. No pude verle bien la cara; tenía el sombrero muy calado sobre los ojos y era de ala ancha.
—¿No tiene ni idea de qué aspecto tenía? —preguntó Tiuri.
—No… Tenía el pelo rubio que le salía del sombrero, y la ropa era muy normal, marrón… y él… Pero eso ahora os lo cuento. Bien, algo más tarde os descubrimos en la isleta. Warmin recibió la orden de recogeros. A mí ya se me había olvidado el extranjero; creí que habría seguido su camino. Pero mientras estaba en el puente con otro centinela viendo cómo os recogían de la isleta, apareció de pronto a nuestro lado. «Así que ésos son los jóvenes», dijo. «¡Qué malos! ¡Cómo se atreven a evadir el pontazgo!» Nos preguntó qué castigo pesaba sobre eso y lo que oyó pareció gustarle. Se apoyó en el puente para miraros y volvió a reírse. Aquella sonrisa me resultaba desagradable. Pensé que teníais lo que os merecíais, pero aquel tipo no me caía bien. Nosotros, los centinelas, volvimos a la barrera porque había más gente que quería cruzar por el puente. Entonces Warmin se acercó un momento a nosotros.
—Sí —le interrumpió Warmin—. Le conté a Imin que habías pedido que te permitieran ver al señor del pontazgo.
—Y aquel extranjero volvía a estar allí —siguió diciendo Imin—. Dijo que vuestro sitio era la cárcel. Entonces le dije: «Parece que lo estuviera deseando. Usted conoce a esos jóvenes, ¿verdad?». Pero me dijo que no. «Bueno», le dije, «había preguntado por un joven de pelo oscuro y ojos claros, ¿no?». «De esos hay muchos», dijo él. «A éste no le conozco. Yo pregunté por un amigo mío. Iba a cruzar el río conmigo, pero seguro que se ha entretenido. Viene del este, de Dangria.»
—Al decir esto —dijo Warmin—, le conté lo del mensajero que había pasado por allí la noche anterior, que también tenía el pelo oscuro y los ojos claros. Tal vez no debí hacerlo, pero no sospeché nada malo. Cuando el extranjero oyó aquello pareció asustarse…
—Sí, se asustó —dijo Imin—. Levantó la cabeza y nos miró. Vi sus ojos y yo también me asusté. Era como si estuviera mirando a una serpiente. Y de pronto le entraron las prisas. Pasó el puente como si le siguiera el diablo.
«O sea que sí», pensó Tiuri. «El extranjero era Slupor; sólo podía ser él. Al principio el espía habría pensado, con razón, que el joven que buscaba estaba encerrado. Pero cuando oyó hablar de otro joven que se dirigía al oeste, un mensajero con una carta para el rey Unauwen, le entraron dudas y le siguió. El pobre escribano había sido asesinado por una flecha que iba destinada a él, a Tiuri. Pero Slupor ya debía saber que se había confundido y que había matado a la persona equivocada. Había robado y leído la carta, y a esas alturas ya debía saber, por supuesto, que aquélla no era la carta que estaba buscando…»
Warmin siguió contando:
—Después, cuando ya os habíais marchado, hablé con el señor del pontazgo. Parecía estar preocupado por algo que le había contado el segundo mensajero de Dangria. Me preguntó si habíais partido sanos y salvos, y entonces dijo, casi para sí mismo: «Me pregunto si he debido dejarles que fueran solos». «¿Por qué, señor?», pregunté. «Porque tal vez estén en peligro.» Entonces le conté lo del hombre del puente. No era gran cosa pero él pareció asustarse. «Warmin, ¿conseguirías alcanzar a esos jóvenes? Ve a caballo y llévate a diez hombres armados. Alcánzalos, cabalga con ellos y protégelos con tu vida si fuera necesario. Tal vez consigas alcanzar también al mensajero de Dangria. No sé si me estoy preocupando demasiado, pero presiento el peligro, sobre todo para esos dos chicos.» Eso es lo que dijo y por eso hemos venido.
Warmin miró a los dos amigos.
—Bien, ¿nos aceptáis como acompañantes? ¿O el señor del pontazgo se ha preocupado demasiado y no tenéis nada que temer?
—Creo que sí —contestó Tiuri.
—¿La muerte del mensajero de Dangria tiene algo que ver?
—Sí. Ya le había visto antes. Me ayudó. Y ahora… ahora él está muerto, y yo sigo vivo…
Warmin le miró interrogante.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno —dijo Tiuri—, por qué no iba a contarlo.
Warmin se encogió de hombros.
—Mi señor me ha dicho que no debo hacer preguntas —dijo—. Así que me limitaré a hacer lo que me han encargado y te ayudaré con mis hombres y mis armas.
—Gracias. ¿Seguimos?
Se levantó y notó que las piernas le temblaban del cansancio. A pesar de ello, unos instantes después estaba montado en la silla.
Así, rodeados por los soldados del señor del pontazgo, él y Piak continuaron su viaje.
Al amanecer se encontraron con gente; pastores que estaban con sus ovejas en los prados. Warmin habló con ellos y les contó lo del asesinato, describió el aspecto del asesino y les pidió que estuvieran pendientes.
Al final de la mañana llegaron a una aldehuela; allí estaba la posada en la que descansarían. Al cabo de un rato estaban sentados en el comedor y el posadero les servía la comida. Warmin le contó que iban de parte del señor del pontazgo y preguntó si podían tener caballos de refresco.
—No para toda la compañía —dijo el posadero—. No tengo tantos.
Warmin miró a Tiuri.
—¿Qué te parece? Creo que lo mejor es que todos nos detengamos un rato para que nuestros caballos puedan descansar y seguir después. Nosotros también necesitamos descanso.
Tiuri asintió.
—Bien. Pero no quiero quedarme aquí mucho tiempo.
Warmin le miró con atención.
—Tienes cara de necesitar un descanso —dijo—. Y tu amigo también. Mira, ya se ha dormido.
En efecto, Piak estaba sumido en un profundo sueño; tenía la cabeza apoyada en la mesa, cerca de un plato que ni siquiera había acabado.
En aquel momento Tiuri también notó lo cansado que estaba, tan cansado que casi no podía comer. Las conversaciones de sus acompañantes le llegaban vagas y lejanas, e incluso saber que Slupor tal vez estuviera cerca no lograba despejarlo. Warmin lo agarró por el hombro.
—Dime, ¿qué tal estás? —preguntó algo preocupado—. ¿Cuánto hace que no descansas ni duermes?
Sí, ¿cuánto hacía de eso? Lo último que recordaba Tiuri era haber avanzado sin apenas descansar, días agotadores y noches en vela.
—No lo sé —masculló.
—¡Ahora mismo os vais a la cama! —ordenó Warmin—. ¿O quieres quedarte dormido sobre el caballo y caerte de él?
Piak se despertó por el volumen de voz y se incorporó en la silla parpadeando.
Tiuri se levantó. Warmin tenía razón. Tenía que descansar un poco y reunir fuerzas para la última parte de su viaje.
—¿Cuánto falta para llegar a la ciudad de Unauwen? —preguntó.
—Dos días y medio de viaje —contestó Warmin.
—Y ¿qué hora es?
—Más de las doce —respondió el posadero.
—¿Tiene cama para éstos dos jóvenes? —le preguntó Warmin.
—Por supuesto. Venid conmigo.
—Bien —dijo Tiuri—. Pero quiero que me despierten a las cuatro.
No acompañó al posadero hasta que Warmin se lo hubo prometido. Poco después, Piak y él estaban acostados y dormían profundamente.
Warmin cumplió su promesa y fue a despertarlos a las cuatro.
—Por mí puedes quedarte en la cama un poco más —dijo—. ¿Y si pasamos aquí la noche y seguimos mañana?
—No —contestó Tiuri reprimiendo un bostezo—. Aún faltan dos días y medio, y quiero llegar tan pronto como sea posible.
—Tengo noticias del asesino —dijo Warmin.
—¿De Slupor? —gritó Piak.
—Vaya, así que se llama Slupor. Es la primera vez que lo oigo.
—¿Qué noticias son ésas? —preguntó Tiuri.
—Ya no tenéis por qué temer. Le cogerán dentro de nada. Venid al comedor. Le he dicho al posadero que preparase una comida fuerte.
Dicho eso, salió de la habitación.
—Bueno —dijo Tiuri—. ¿Por qué Warmin no iba a poder saber que nuestro enemigo se llama Slupor?
—Qué burro soy —dijo Piak dando un suspiro—. Todavía no estaba bien despierto y por eso se me ha escapado. En realidad no importa que Warmin lo sepa. A nosotros tampoco nos importa mucho. Ni siquiera conocemos a Slupor.
La noticia que les había dado Warmin les había quitado el sueño y los amigos no sabían cuánto debían tardar en bajar al comedor. Allí los esperaban Warmin y otros tres soldados. Mientras comían, Warmin les contó que un jinete extraño había llegado a la posada hacía una hora. Era uno de los pastores que vivían en la parte más oriental de las colinas.
—El pastor contó que estaba solo con su rebaño cuando, de pronto, llegó un hombre. Éste se bajó del caballo y le preguntó si podía darle algo de comer. El pastor reconoció al asesino por la descripción que habíamos dado: vestido de marrón, pelo claro y sombrero de ala ancha. El asesino notó el miedo en su rostro y amenazó con matarlo si gritaba pidiendo ayuda. Pero el pastor hizo lo mejor que podía hacer: saltó sobre el caballo del extranjero y se marchó. El asesino le disparó una flecha, aunque afortunadamente falló.
—Todavía tenía la flecha clavada en el sombrero —añadió uno de los soldados.
—¿Dónde está ahora el pastor? —preguntó Tiuri—. ¿Por qué no me han despertado?
—Porque no hacía falta —contestó Warmin—. Estabas durmiendo tan a gusto. Pero hemos enviado inmediatamente a un grupo de hombres armados al lugar donde el pastor se encontró con el extranjero. Cuatro hombres le acompañan. El pastor les indicará el camino. Sí, ha actuado con valentía y rapidez al llevarse el caballo del asesino. Así no avanzará tanto y no podrá huir muy lejos.
—Eso es cierto —dijeron los amigos.
A pesar de todo, a Tiuri le habría gustado hablar personalmente con el pastor. Le habría gustado saber más sobre el hombre cuya malvada influencia llevaba sintiendo desde Dangria. Pero a Slupor le perseguían por todas partes, había perdido su caballo y le sacaban una buena ventaja. Piak y él sólo tenían que encargarse de mantener esa distancia. Miró a Warmin.
—Tal vez ya no necesitemos su escolta. Creo que ya no tenemos nada que temer del hombre que suponía un peligro para nosotros.
—Me atengo a tu deseo —dijo el soldado—. Pero no nos cuesta nada acompañaros un poco más. El camino que va por las Colinas Lunares es muy solitario. Y el señor del pontazgo me encargó que os protegiera. No me gustaría que os pasara nada después de habernos despedido.
Tiuri sonrió.
—Les agradezco mucho su ayuda, a usted y al señor del pontazgo. Sin usted tal vez hubiéramos acabado mal.
Al final se decidió que Warmin y los tres hombres que permanecían con él acompañarían a los amigos al menos hasta el final de las Colinas Lunares. Después ya verían qué hacer.
A las cuatro y media ya estaban en camino y viajaron rápidamente, sin paradas y sin aventuras. La luna volvía a estar en lo alto del cielo cuando vieron a lo lejos un castillo sobre una colina.
—Ése es el castillo de la Luna Blanca —señaló Warmin—. En él vive el caballero Iwain. El posadero ha dicho que podemos pasar la noche allí.
—Así que voy a dormir en un castillo —dijo Piak—, y esta vez no será en un calabozo oscuro. Me parece un castillo muy bonito.
—Es muy antiguo —dijo Warmin—. Pero el castillo del señor del pontazgo lo es todavía más.
—El señor del pontazgo se llama Ardían, ¿no? —preguntó Tiuri.
—Sí, Ardían es su nombre. Antes fue un caballero errante, sin hogar, ahora es el señor del pontazgo del río Arco Iris.
—¿Entonces, el castillo del peaje no pertenece a sus antepasados?
—No. El señorío sobre el derecho de tránsito no es hereditario de padres a hijos. El propio rey nombra a los señores de los pontazgos y para ello elige a sus mejores caballeros.
—Los caballeros de los escudos blancos —dijo Piak.
—Sí, pero los señores de los pontazgos también pueden llevar los siete colores del arco iris.
—¿Cuántos caballeros tiene su rey? —preguntó Tiuri—. Y ¿cómo se llaman?
—Bueno, eso no es tan rápido de contar. Seguro que ya has oído algunos nombres, ¿verdad? Ardían, mi señor, y Wardian, su hermano, y el caballero Iwain cuyo castillo ves allí, y los hijos del caballero Iwain que aún son jóvenes. Y Andomar de Ingewel, y Edwinem de Foresterra, conocido como el Invencible, y Marwen de Iduna, cuyo apodo es Hijo del Viento Marino. Podría decirte muchos más nombres y contarte muchas historias sobre sus hazañas. Mi señor podría hacerlo mejor; tiene grandes libros que guardan la historia de este país.
Tiuri recordó el libro que había visto mientras esperaba al señor del pontazgo.
—Dígame, Warmin, su idioma es casi como el nuestro. En realidad es curioso, ¿no le parece?
—¿Curioso por qué? Más extraño me parece que alguien que tiene el mismo aspecto que yo, hable en una lengua que no entiendo sólo porque viene de otro país. Pero la lengua que hablamos aquí no es nuestra única lengua. Hay una segunda que es muy antigua… Tan antigua que la mayoría de nosotros no la conoce. Sólo los reyes y los príncipes, los sabios y algunos caballeros pueden hablar y entender esa lengua.
—¿El señor del pontazgo también? —preguntó Tiuri.
—Creo que sí. Él sabe muchas cosas y puede leer los libros. Antes yo sólo sabía poner una cruz donde tenía que escribir mi nombre, pero él me ha enseñado todas las letras.
Mientras hablaban se iban acercando al castillo. Un estrecho camino bordeado por muros de piedra serpenteaba por la colina hasta llegar a él.
Aunque ya era tarde, les permitieron entrar inmediatamente. Tanto los jinetes como los caballos recibieron una cordial bienvenida con comida y un lugar para pasar la noche.
A la mañana siguiente, muy temprano, Tiuri estaba en el patio con Warmin y Piak listo para partir.
Uno de los habitantes del castillo se les acercó y le dijo a Warmin:
—Usted es el capitán de los jinetes de Ardian, ¿no? El caballero Iwain quiere hablar con usted. ¿Me acompaña un momento?
Warmin señaló a Tiuri y dijo:
—Permita que este joven nos acompañe.
—¿Es necesario? —preguntó el habitante del castillo—. Mi señor ha pedido hablar con el capitán.
—Entonces seguro que tiene que acompañarnos —dijo Warmin.
El habitante miró a Tiuri algo sorprendido. Debió pensar que era demasiado joven y que su aspecto era demasiado pobre como para tener alguna importancia. Pero asintió y entró en el castillo precediéndoles.
Tiuri había fruncido el ceño un momento. Habría preferido que Warmin no hubiese llamado la atención sobre él. «Ojalá nos hubiésemos levantado antes», pensó, «así ya estaríamos de camino». Lanzó una mirada a Piak, que le guiñó el ojo animándole, y después fue tras Warmin.
Fueron conducidos a una gran sala que aún estaba medio a oscuras. Junto a una mesa, en la que había dos velas encendidas, les esperaba el señor del castillo. El caballero Iwain ya no era joven. Tenía el pelo blanco pero su figura era muy esbelta. Miró al uno y al otro, y entonces preguntó a Warmin:
—¿Eres tú Warmin, el capitán de los soldados del señor Ardian?
—Sí, señor caballero —contestó Warmin haciendo una reverencia.
—He oído que un hombre fue asesinado anoche en las Colinas Lunares —siguió diciendo el caballero Iwain—. Un mensajero que se dirigía al rey Unauwen. ¿Es eso cierto?
—Sí, señor caballero.
—¿Por qué no me informó inmediatamente de ello? El oeste de las Colinas Lunares pertenece a mi territorio, y hasta que el caballero Andomar regrese la otra parte también está bajo mi vigilancia.
—Enviamos noticias a Ingewel, señor caballero. Y se avisó a toda la gente de los alrededores para que buscaran al asesino.
—¿Por qué no ha ido usted mismo a buscarlo?
—El señor del pontazgo nos envió al oeste con una misión, señor caballero, y teníamos que continuar. Pero ya he enviado de vuelta a una parte de mis hombres, a más de la mitad de ellos.
—Bien —dijo el caballero Iwain, y miró a Tiuri—. ¿Eres tú, por casualidad, uno de los jóvenes que encontraron el cadáver?
—Sí, señor —contestó Tiuri pensando: «Espero que no vaya a hacerme también un montón de preguntas. Es como si todas las personas que me encuentro quisieran retenerme».
Su temor no se hizo realidad. El caballero Iwain no preguntó nada más, sino que sólo dijo:
—Puedo deciros que el asesino ha sido apresado.
—¡Qué! ¿De verdad? —dijeron Tiuri y Warmin sorprendidos.
—Sí —dijo el caballero Iwain—. En este momento está detenido en la posada Las Colinas Lunares hasta que decida qué debo hacer con él. Ha sido capturado en mi territorio, así que yo lo juzgaré.
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó Warmin.
—Ayer por la noche, poco después de que os hubierais ido de la posada. Un mensajero ha venido esta mañana temprano a traerme la noticia. Él os podrá contar más. Aquí está.
En ese momento Tiuri se percató de que había alguien más en la sala en penumbras. A un gesto del señor del castillo, éste se acercó y se detuvo ante ellos en una postura respetuosa. Tenía el aspecto de un campesino, pero llevaba una cota de malla sobre la ropa y un casco sobre su pelo castaño.
—Este mensajero vino con una carta escrita por el dueño de la posada, y además trae un mensaje oral.
El mensajero hizo una reverencia.
—El dueño de la posada ha pagado mi servicio de mensajero, pero el mensaje que traigo es también de los soldados del señor del pontazgo. Éste va dirigido al caballero Iwain, señor de la Luna Blanca, a Warmin, capitán de los soldados, y a los dos jóvenes que viajan con él.
—Continúa —dijo el caballero Iwain.
El mensajero hizo otra reverencia:
—Ayer por la noche varios hombres de mi aldea, ayudados por cuatro soldados del señor del pontazgo, capturaron a un hombre que responde a la descripción del asesino. Se llamó a sí mismo con un nombre extraño… ¿cuál era? Lo pone en la carta que le he entregado, señor caballero.
—Slupor —dijo el caballero Iwain.
—Slupor… —repitió Tiuri en voz baja.
—Al principio negó ser el asesino —continuó el mensajero—, pero después de detenerle, atarle y encerrarle en una habitación de la posada, empezó a echar sapos y culebras. Nos insultó e insultó a este país, y finalmente insultó a los dos jóvenes. A ellos los insultó de todas las formas posibles.
—¿Por qué? —preguntó el caballero.
—Eso es precisamente lo extraño —dijo el mensajero en tono apagado—. No dijo por qué. Sólo los maldecía… que daba miedo. Yo mismo estuve allí y lo oí todo. Se refirió a uno de ellos por el nombre: «Maldito seas, Tiuri. Que el diablo y todas las fuerzas oscuras te retuerzan el pescuezo».
El mensajero calló y Tiuri sintió por un instante que le entraban escalofríos como si él mismo hubiera estado presente mientras Slupor le insultaba. Pero aquella sensación no duró mucho; Slupor había sido apresado.
—¿Quién es Tiuri? —preguntó el caballero Iwain.
Warmin hizo un movimiento pero no dijo nada.
—¿Eres tú Tiuri? —preguntó el caballero al joven.
—Sí, señor.
—¿Por qué te desea tanto mal ese tal Slupor?
Tiuri reflexionó un momento antes de contestar:
—Creo que es porque soy uno de los causantes de su captura. —El caballero Iwain le miró pensativo. A Tiuri le pareció de pronto que se parecía a alguien conocido, pero no se le ocurrió a quién.
El caballero se dirigió otra vez al mensajero y le preguntó:
—¿Tiene algo más que contar?
—Sí, señor, todo lo que está en la carta. Los soldados del señor del pontazgo le preguntan a su capitán si puede volver al este, con los hombres que aún le acompañan, tan rápido como le sea posible. Pero eso sólo si los dos jóvenes pueden prescindir de él.
—¿Por qué he de volver? —preguntó Warmin.
—Eso —dijo el mensajero— no me lo han dicho.
—¿Tiene algo más que decir? —preguntó el caballero Iwain. Y como el mensajero contestó negativamente añadió:
—Entonces puede retirarse. Mis sirvientes se encargarán de servirle algo de comer. Enseguida le daré una respuesta al mensaje.
El mensajero hizo una profunda reverencia y se fue.
—¿Quién eres? —preguntó el caballero a Tiuri.
—Ya lo sabe, señor. Mi nombre es Tiuri.
—¿De dónde vienes?
—Del este, señor.
—No eres uno de los sirvientes del señor del pontazgo, ¿no?
—No, señor caballero —contestó Warmin en esta ocasión—. Pero el señor del pontazgo nos encargó a mí y a mis hombres que lo acompañáramos a él y a su amigo. Deben ir hacia el oeste y tienen prisa.
—Así es, señor —dijo Tiuri.
Warmin sacó algo de debajo de su cota de malla y se lo entregó al caballero.
—Ésta es la prueba de que obro por encargo del señor del pontazgo. Aquí tiene su guante.
—Lo reconozco —le devolvió el guante a Warmin y siguió diciendo—: Aunque la paz y el orden parecen reinar, están sucediendo cosas que me preocupan. El señor Ardían no enviaría a sus soldados sin motivo. No le retendré, ahora que le he dicho lo que debe saber. En lo que respecta a Slupor, será mi prisionero y le espero a usted de vuelta para testificar en la causa contra él. Eso también cuenta para ti, Tiuri.
—Sí, señor —dijo el joven.
De pronto se sintió contento y aliviado. ¡Slupor había sido encarcelado! Ya no tenía qué temer. Al día siguiente, por la noche, llegarían a la ciudad de Unauwen; la misión casi había concluido. Se dirigió a Warmin.
—No hace falta que nos acompañe más. Slupor ya no puede hacernos ningún daño.
—¿Quién es Slupor? —preguntó el caballero Iwain.
—No le conozco —contestó Tiuri—. Sólo sé que es malvado y peligroso.
—Eso parece —dijo el caballero a secas—. Pero tienes que saber algo más de él, ¿no?
—Viene de Eviellan.
Aquella respuesta pareció sorprender al caballero.
—¡De Eviellan! —repitió.
Warmin también miró impresionado a Tiuri.
—Señor caballero —dijo Tiuri—. Solicito su permiso para partir inmediatamente. Tal vez dentro de poco oiga más de lo que ahora puedo contarle.
—Eres un joven enigmático —dijo el caballero tras un momento de silencio—. Si he oído bien, vienes del otro lado de la Gran Cordillera. ¿Es así?
—Sí, señor.
—¿Tal vez has…? —empezó a decir el caballero pero no acabó la frase, negó un momento con la cabeza y dijo—: Confío plenamente en el señor del pontazgo y me atendré a lo que ha decidido. ¡Ve en paz! A ti, Warmin, te toca decidir si sigues o vuelves con tus soldados al este. Adiós.
Tiuri y Warmin hicieron una reverencia y un poco después volvían a estar en el patio donde los demás les esperaban llenos de impaciencia.
—¿Qué os ha contado el caballero? —preguntó Piak a su amigo.
—¡Buenas noticias! —exclamó Tiuri—. Slupor ha sido detenido. Un mensajero ha venido a traer el mensaje.
—¿Slupor detenido? ¿De verdad? —susurró Piak.
—Sí, eso parece.
Piak le miró con ojos brillantes.
—Ésa sí que es una buena noticia —dijo—. Eh, eh —añadió—, así ya no tendré que temer cada sombra y mirar detrás de cada arbusto.
Warmin se puso a su lado y tosió.
—¿Qué pasa? —preguntó Tiuri.
—Bueno —dijo el soldado—, ¿qué hacemos ahora? ¿Os acompaño?
—Puede dejarnos solos con el corazón tranquilo —contestó Tiuri.
—Ya que lo dices… Me pregunto por qué me han pedido que vuelva tan rápido como me sea posible. Y si dices que ya no necesitas nuestra ayuda, me gustaría ir allí donde puedan necesitarla. Algo anda mal en este país, parece que algo se está tramando… Pero si queréis os acompaño. Te considero mi ordenante, por raro que suene al ser tú mucho más joven que yo.
Tiuri le tendió la mano y dijo:
—Le agradezco su ayuda, Warmin. Y dé también las gracias al señor del pontazgo de nuestra parte. Lo haremos en persona cuando volvamos al río Arco Iris.
—Bien. Pero no os dejaré ir hasta saber que vais bien armados. Tal vez no sea necesario, pero nunca está de más. Los arcos y flechas imaginarios no son de mucha ayuda. Os daré unos de verdad y seguro que en la sala de armas podrán prescindir de un par de cotas de malla.
Pasó un rato antes de reunirlo todo y entregárselo a los amigos.
—¿De verdad tengo que llevar esta cosa? —preguntó Piak, después de haberse puesto una cota de malla por primera vez en su vida—. Prefiero una simple camisa.
—Ya te acostumbrarás —dijo Warmin riendo—. Es una buena protección y debes poner de tu parte.
—Entonces me la dejaré puesta —suspiró Piak—. Pero el arco sí que no lo quiero. No sería capaz de darle a una montaña aunque estuviera a tres pies de distancia.
Después rectificó y dijo:
—No, dámelo a pesar de todo. Tal vez me quede bien.
Los amigos se despidieron de Warmin y de sus jinetes, y después siguieron cabalgando por el camino hacia el oeste.
—Volvemos a estar juntos —dijo Piak—. ¿Qué aspecto tengo? ¿No me parezco un poco a un escudero?