3. El camino a la posada

Era una bonita noche de verano; en el cielo brillaban muchas estrellas. Detrás de la capilla, Tiuri encontró efectivamente un caballo. Estaba atado a una valla y no tenía ni riendas ni silla.

«Menos mal que ya he montado alguna vez un caballo a pelo», pensó mientras empezaba a soltar la cuerda con dedos un tanto temblorosos. Era una lástima que no llevara encima su navaja porque la cuerda estaba atada con muchos nudos. No llevaba ningún arma consigo; todas estaban en la capilla.

El caballo soltó un pequeño relincho que sonó muy fuerte en aquel silencio. Tiuri miró a su alrededor. Una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado un poco a la oscuridad, vio una edificación, no lejos de él, posiblemente la granja a la que pertenecía el prado.

Por fin soltó la cuerda.

—Venga —le susurró al caballo—. Ven conmigo.

El animal volvió a relinchar. Un perro empezó a ladrar y unos instantes después una luz se encendió en la granja.

Tiuri se subió al caballo y chasqueó la lengua.

—¡Arre!

El animal empezó a moverse poco a poco.

—¡Eh! —gritó de pronto una fuerte voz—. ¿Quién anda ahí? A Tiuri ni se le pasó por la cabeza responder.

El perro ladraba mucho, con fiereza, y un hombre salió de la granja con un farol en la mano.

—¡Ladrón! —gritó—. ¡Detente! Jian, Marten, venid aquí. Un ladrón se lleva mi caballo.

Tiuri se asustó. Robar, ésa no era su intención. Pero no tenía tiempo que perder. Se inclinó hacia delante y apremió al caballo. El animal obedeció y empezó a trotar.

—¡Más rápido! —susurró Tiuri nervioso—. ¡Más rápido!

A su espalda se oyó un confuso jaleo; griterío, voces y un persistente ladrido. El caballo se asustó, echó las orejas hacia atrás y corrió rápido como el viento.

«Siento haber tenido que coger prestado su caballo», se dijo Tiuri pensando en el hombre al que aún oía gritar. «No lo estoy robando, después se lo devolveré.»

Cuando después de un rato miró hacia atrás, la granja ya quedaba muy lejos y no había ni rastro de perseguidores. A pesar de ello siguió cabalgando con la misma rapidez.

Se dijo a sí mismo que el desconocido bien podría haberle contado que el caballo era de otra persona. La carta parecía ser muy importante y, además, muy secreta. Contuvo un poco al caballo y comprobó al tacto si el valioso documento seguía seguro. Sí, estaba en el mismo lugar. Miró con atención a su alrededor, acordándose de que el desconocido había hablado de enemigos que estaban al acecho. Pero no vio a nadie. Miró fijamente hacia la ciudad que estaba prácticamente a oscuras, y lanzó una mirada hacia la capilla, que se adivinaba pequeña y blanca sobre la colina.

Después siguió en dirección al bosque.

El bosque no estaba lejos de la ciudad de Dagonaut. Era muy extenso y aún quedaban lugares en los que el hombre jamás había puesto un pie. Tiuri conocía bien el camino hacia la casa de caza; había ido muchas veces allí con la comitiva del rey.

En el bosque había mucha más oscuridad, pero el camino era ancho, por lo que podía seguir avanzando deprisa. De vez en cuando dejaba que el caballo fuese al paso para poder observar bien a su alrededor. No veía a nadie y a pesar de ello el bosque parecía estar habitado por seres invisibles que le espiaban y acechaban, listos para asaltarle…

Llegó a la casa de caza sin que nada hubiese ocurrido. Encontró sin problemas el camino del que le había hablado el desconocido; era estrecho y serpenteante, y obligaba a ir más despacio por él.

«Espero llegar a tiempo», se dijo a sí mismo. «Imagina que no estuviese cuando los caballeros del rey vayan a buscarnos. Pero el desconocido ha dicho que llegaría a la posada en tres horas.»

Pensó en el Caballero Negro del Escudo Blanco al que tenía que entregar la carta. Nunca había oído hablar de él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? El rey Dagonaut no tenía ningún caballero que llevase esas armas; posiblemente estuviera al servicio del rey Unauwen. La razón por la que estaba allí, tan lejos de su país, también era un enigma. Tiuri recordaba historias de viajeros del sur que habían conocido a caballeros de Unauwen. A veces recorrían el Gran Camino del Sur para ir a Eviellan, el país hostil que había a la otra orilla del río Gris. Uno de los hijos de Unauwen gobernaba allí.

Se preguntaba cuánto tiempo llevaría en camino. ¿Una hora? Entonces serían las dos y cuarto. Quizá más tarde; le parecía que había pasado mucho tiempo desde que estuviera arrodillado en la capilla y oyera la voz que le pedía que abriera…

El terreno empezó a ser accidentado: a veces ascendía y luego volvía a descender. El caballo parecía ver mejor que él; al menos avanzaba sin dudar.

Silencioso era el bosque en la noche… pero no tan silencioso como la capilla. Oía todo tipo de sonidos extraños y suaves, de animales tal vez. Y el crujir de hojas y los pasos del caballo y el chasquido de ramas secas que se rompían al chocar con ellas. Algo voló contra su cara; se asustó un poco. Sólo era una mariposa nocturna u otro tipo de insecto.

El camino volvía a ascender y se despejaba. Allí había menos árboles. «Seguro que ya estoy cerca del claro», pensó.

Un poco después llegó a un altiplano en el que no había ningún árbol. Aquél debía de ser el lugar que le había mencionado el desconocido. Debía tomar el camino de la izquierda.

Cuando cruzaba el altiplano escuchó de pronto algo que no se parecía en nada a los sonidos que había oído hasta entonces: ¡relinchos y ruido de cascos!

Sólo podía ver una parte del bosque y cuando observó bien vio figuras oscuras y brillo de armas a lo lejos. Una comitiva de caballeros cruzaba rápidamente por el bosque.

Tiuri se ocultó bajo los árboles preguntándose quiénes serían aquellos caballeros y qué harían en el bosque en mitad de la noche. Después de un rato se atrevió a volver al altiplano. No se veía ni se oía a nadie más; era como si lo hubiese soñado. No se quedó mucho tiempo pensando, sino que cogió el sendero de la izquierda que descendía desde el claro.

«No puedo decir que esto sea un sendero», pensó mientras seguía avanzando. «Es una especie de senda, no más.» Y suspiró irritado porque tenía que ir más despacio. Un poco más allá se vio incluso obligado a bajar del caballo y guiarlo a pie, buscando el camino a tientas, temiendo perderse a cada momento. Las ramas le golpeaban la cara y la alta hierba cubierta de rocío le mojó los pies.

«¿Qué hora será?», se preguntaba una y otra vez. «Como esto siga así, jamás llegaré a tiempo.» Entretanto, comenzó a clarear y algunos pájaros se pusieron a cantar.

Suspiró de alivio cuando el camino por fin mejoró y pudo volver a montar a caballo.

En el momento de oscuridad previo al amanecer llegó a un segundo claro. Allí había un pequeño edificio de madera; aquélla debía de ser la posada.