Georges de la Chapelle

Ya llevábamos horas trabajando cuando llegó. El silencio reinaba en el taller. Durante al menos una hora nadie había hablado, ni siquiera para pedir lana o un carrete o una aguja. Incluso los pedales del telar se movían sin hacer ruido, como si estuvieran envueltos en trapos. Las mujeres también callaban o se habían marchado: Christine preparaba un carrete con hilo de lana, Aliénor se ocupaba de su huerto y Madeleine estaba en el mercado.

Trabajo mejor en silencio. Entonces tejo durante horas sin sentir el paso del tiempo, sin pensar en nada excepto en los hilos de colores entre mis dedos mientras los entrecruzo con la urdimbre. Pero basta un tejedor intranquilo o una mujer parlanchina para que todo el taller funcione mal. Ahora necesitamos ese silencio para trabajar mucho y bien si queremos acabar los tapices a tiempo. Incluso cuando disfrutamos de silencio en estos días, con frecuencia sólo pienso en el tiempo: en el que ya se ha ido y en el que queda, en cómo nos las arreglaremos y en qué podremos hacer para ponernos al día.

Estaba sentado entre Georges le Jeune y Luc, y terminaba las joyas que sostiene la dama en À Mon Seul Désir, al tiempo que no perdía de vista a mi hijo, que empezaba el sombreado en el hombro de la dama, amarillo sobre rojo. Lo estaba haciendo muy bien: en realidad ya no necesito vigilarlo mientras trabaja. Pero es una costumbre difícil de abandonar.

Los dos tejedores contratados, Joseph y Thomas, padre e hijo, trabajaban en las millefleurs de El Gusto. Ya han hecho otras veces millefleurs para mí: son buenos y trabajan deprisa. Y también en silencio, aunque Thomas usa los pedales de su telar más de lo necesario. A veces pienso que no es casual, sino que se propone hacer ruido, como sucede a menudo con los jóvenes. A mi hijo tuve que enseñarle a mover los pedales en silencio y sólo cuando hace una calada importante. A otro tejedor no le puedo decir, por supuesto, cómo debe comportarse, pero me rechinan los dientes cuando Thomas hace tanto ruido.

No es fácil ser el lissier. Además de vigilar a los demás, me corresponden las partes más difíciles: rostros y manos, la melena del león, la cara y el cuerno del unicornio, el paño con más pliegues. Salto de un tapiz a otro, y procuro no retrasarme mientras los demás avanzan con las millefleurs y los animales, y esperan a que rellene el hueco en el centro.

Les he dicho a los tejedores que deben estar ya en el telar, dispuestos para empezar, cuando suenan las campanas de la Chapelle; ahora que estamos en el mes de mayo, más pronto incluso. Hoy hemos empezado a las siete. Otros talleres quizá utilicen las campanas como señal para ponerse a preparar la jornada de trabajo, pero no hay nada en las reglas del Gremio que prohíba a los tejedores llegar antes y estudiar el cartón para ver qué es lo que van a tejer ese día y tener preparados los carretes. De esa manera empiezan en el momento en que suenan las campanas.

Georges le Jeune y Luc no me preocupan: saben que no tenemos tiempo que perder por las mañanas. Los otros dos han respondido bien hasta el momento, pero no es éste su taller, ni suyo el encargo y, aunque confío en su competencia —sus millefleurs son tan buenas como las mías—, a veces me pregunto si no llegará un día en el que encuentren otro trabajo menos exigente y no aparezcan. Joseph no se ha quejado, pero he visto a Thomas sentarse ante el telar, mirarlo fijamente después de que repiquen las campanas, y alzar por fin las manos hasta los hilos como si tuviera piedras colgadas de las muñecas. Y lo cierto es que necesito diez meses más de trabajo suyo, pedales ruidosos o no. Puede que no se haya curado por completo de su enfermedad invernal. Aunque Aliénor cuidó de él y de Georges le Jeune mientras les duró la fiebre, tardaron mucho en ponerse bien. Todavía no hemos recuperado el tiempo perdido.

Rezad, me dice Christine siempre. Pero rezar requiere mucho tiempo, y le digo que vaya ella a la iglesia de Sablon y diga las oraciones por todos nosotros, para que los demás nos quedemos aquí y nos dediquemos a tejer. Luego oí voces en la cocina. Madeleine había vuelto del mercado acompañada. Lo olvidé enseguida: Madeleine tiene con frecuencia abejorros alrededor. Un día alguno de ellos le clavará el aguijón.

Pero poco después entró Aliénor, procedente del huerto, con una expresión extraña en el rostro.

—¿Qué sucede? —preguntó Christine, quebrando el valioso silencio del taller.

Aliénor escuchaba los ruidos que llegaban del interior de la casa.

—Ha vuelto.

Georges le Jeune alzó los ojos.

—¿Quién?

No hacía falta preguntar. Yo ya sabía quién era. Nuestra paz iba a saltar hecha añicos, porque el recién llegado no calla nunca.

Madeleine apareció en el taller con una sonrisa ridícula.

—El artista de París está aquí —anunció.

Detrás de ella se presentó Nicolas des Innocents, todavía con el barro del camino, y nos sonrió.

—Todos sentados como os dejé el verano pasado —se burló—. El mundo sigue adelante, pero Bruselas no se mueve.

Me puse en pie.

—Bienvenido —dije—. Christine, nuestro huésped querrá beber algo. Trae cerveza —aunque iba a ser una molestia, no quería que se dijera de mí que no recibía como es debido a los visitantes, sobre todo después de un largo viaje.

Georges le Jeune empezó también a levantarse, al igual que Luc, hasta que les dije que no con un gesto. No hacía falta que Nicolas interrumpiera el trabajo de todo el mundo.

Christine le saludó mientras pasaba a su lado.

—Habéis venido a echar otra ojeada, ¿no es eso? —hizo un gesto con la cabeza que incluía los telares y también a Aliénor, todavía ociosa en el umbral.

—Así es, madame. Esperaba ver a Aliénor bailando alrededor de un mayo, pero he llegado demasiado tarde.

Christine desapareció en el interior de la casa sin decirle que habíamos trabajado también el Primero de Mayo, aunque a Luc y a Thomas los dejé marcharse antes para ver la feria.

Al entrar en el taller, Nicolas hizo un gesto de dolor como si hubiera pisado un clavo.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Nicolas se encogió de hombros, pero mantuvo el codo pegado al costado.

—Un poco molido del viaje, eso es todo —se volvió hacia Aliénor—. Y vos, Aliénor, ¿qué tal estáis? —al sonreír a mi hija me fijé en que le faltaban dos dientes de un lado, y en las huellas de una contusión en torno a un ojo. O bien se había caído del caballo o había tomado parte en una pelea. Quizá se había tropezado con ladrones durante el camino.

—Muy bien, monsieur —respondió Aliénor—, pero el huerto está todavía mejor. Entrad y oled las flores.

—Dentro de un momento, preciosa. Quiero echar un vistazo a los tapices antes.

Aliénor sonrió irónicamente.

—Queréis verla, ¿no es eso? Pues habéis venido demasiado pronto.

No supe de qué estaba hablando hasta que Nicolas contempló la tira de El Gusto en el taller.

—Ah —dijo, alicaído. Lo que se veía era un brazo de la dama con un periquito en la mano, un pliegue de una túnica, los comienzos de un mono y el extremo del ala de una urraca. Y millefleurs, por supuesto. Para un tejedor había mucho que admirar, pero me daba cuenta de que, para un hombre como Nicolas, la tira debía de ser una desilusión. Se volvió hacia À Mon Seul Désir, quizá con la esperanza de encontrar allí un rostro. Pero sólo había otro brazo de dama, extendido con sus joyas, más túnica, un mono y el faldón de la tienda con llamas de oro salpicándolo.

—Podría ser peor —dijo Aliénor—. Podríamos haber tejido el rostro y haberlo enrollado, de manera que sólo podríais verlo cuando el tapiz estuviera terminado.

—A no ser que lo desenrollaseis para mí, mademoiselle.

—Papá no desenrolla los tapices para nadie —replicó Aliénor con brusquedad—. Echa a perder la tensión de la urdimbre —era la respuesta de la hija de un lissier.

Nicolas sonrió de nuevo.

—Bien, en ese caso tendré que quedarme hasta que la hayáis tejido.

—¿Es ésa la razón para hacer tanto camino? ¿Sólo por ver una tira de tapiz? —dije—. Un viaje demasiado largo por un rostro de mujer.

Nicolas negó con la cabeza.

—Tengo asuntos que tratar con vos de parte de Léon le Vieux.

Fruncí el ceño. ¿Qué podía querer Léon ahora? Sabía que estaba demasiado ocupado para aceptar otros encargos. ¿Y por qué enviar a aquel artista en lugar de venir él? Todos los tejedores me estaban mirando. Fuera lo que fuese, quería que trabajaran, no que escucharan.

—Vayamos al huerto, entonces —dije—. Así podrás ver las flores de Aliénor. Hablaremos allí.

Fui delante. Al seguirme Nicolas por la puerta que da al huerto, Aliénor se apartó, dejándonos pasar.

—Ve a ayudar a tu madre —le dije al ver que se disponía a acompañarnos. Ahora fue ella la que se quedó cabizbaja, pero, por supuesto, hizo lo que se le ordenaba.

El huerto de Aliénor alcanza su mejor momento en mayo. Las flores están lozanas y recién abiertas, sin que el sol las haya marchitado aún. Sello de Salomón, vinca–pervinca, violetas, aguileña, margaritas, claveles, nomeolvides: todas estaban en flor. Lo más llamativo era que el lirio de los valles de Aliénor lucía sus flores, que duran muy poco, y su extraño perfume seductor estaba en todas partes. Me senté en un banco mientras Nicolas deambulaba unos minutos, olfateando y admirando.

—Había olvidado lo hermoso que es el huerto, —me dijo al reunirse conmigo—. Resulta un bálsamo curativo, sobre todo después de muchos días de viaje.

—¿Qué te ha traído aquí, entonces?

Nicolas se echó a reír.

—Tan directo como siempre.

Me encogí de hombros. Me temblaban las manos: necesitaban estar tejiendo.

—Soy un hombre ocupado. Es mucho lo que tenemos que hacer.

Nicolas extendió el brazo y arrancó una margarita. A Aliénor no le gusta nada que la gente corte sus flores: ya cuesta bastante trabajo cultivarlas sin necesidad de matarlas. Empezó a dar vueltas al capullo entre los dedos.

—Por eso estoy aquí —dijo al fin—. A Jean le Viste le preocupa que sus tapices no se terminen a tiempo.

El maldito mercader que estuvo curioseando por el taller durante Cuaresma. Sabía que espiaba para Léon le Vieux, aunque dijera que estaba deseoso de encargarme algo. No he vuelto a tener noticias suyas desde entonces. Se oyó un susurró detrás de mí: Aliénor se había acuclillado en la hierba con unas tijeras de cocina. Trataba de no ser vista, pero una ciega nunca se esconde bien.

—¿Qué haces ahí, muchacha? —gruñí—. Te dije que ayudaras a tu madre.

—Es lo que estoy haciendo —titubeó Aliénor—. Quiere perifollo para la sopa.

Su madre la había mandado a escuchar. Conozco a mi mujer: le desagrada sentirse excluida. No le dije a Aliénor que se fuera; de todos modos, Christine y ella sabrán enseguida lo que sea.

—No repitas lo que oigas —le dije—. Ni a los tejedores, ni a los vecinos, ni a nadie.

Asintió con un movimiento de cabeza y empezó a cortar hierbas y a recogerlas con el delantal.

—No hay motivos para preocuparse —le dije a Nicolas—. Nos retrasamos durante el invierno por enfermedad, pero estamos recuperando el tiempo perdido. Para la próxima Pascua de Resurrección habremos hecho lo que monseigneur Le Viste nos pidió.

Nicolas se aclaró la garganta y se acuclilló para aspirar el aroma de algunos claveles y acariciar sus pétalos. Había algo más que quería decir, me daba cuenta, pero se lo estaba tomando con calma. Cuando se presentó Christine con las jarras de cerveza pareció aliviado.

—Ah, gracias, madame —exclamó, poniéndose en y saliendo a su encuentro.

De ordinario Christine enviaría a Madeleine o a Aliénor para servir la cerveza, pero esta vez había venido en persona, con la esperanza de oír las noticias directamente de labios de Nicolas, en lugar de más tarde, de segunda mano, cuando yo se las contara. Me compadecí de ella.

—Siéntate —le dije, haciéndole sitio a mi lado en el banco. Que también Christine las oyera. Fueran las que fuesen, no iban a ser buenas. En el banco, con Nicolas en frente, y Aliénor cortando en silencio detrás de nosotros, esperamos.

Cuando Nicolas se decidió por fin —después de beber cerveza y de admirar más flores—, lo dijo sin rodeos.

—Jean le Viste quiere los tapices para la Purificación

Aliénor se inmovilizó detrás de nosotros.

—¡Eso es imposible! —exclamó Christine—. Ya estamos trabajando a pleno rendimiento: todas las horas que Dios nos da.

—¿No podéis contratar más gente? —sugirió Nicolas—. ¿Poner tres personas en cada telar?

—No —respondí—. No podemos pagar otro tejedor; si lo hiciéramos perderíamos dinero. Estaría pagando a Jean le Viste por el privilegio de hacer sus tapices.

—Cuanto antes los acabéis, antes podréis empezar el encargo siguiente, y eso os produciría dinero.

Negué con la cabeza.

—No tengo nada ahorrado para pagar a nadie; no podría contratar un tejedor sin pagarle antes algo a cuenta.

Nicolas hizo un gesto de impotencia con las manos.

—Jean le Viste quiere los tapices para la Purificación y mandará unos soldados para que los recojan. Si no están terminados, los confiscará y no pagará lo que debe.

Resoplé.

—¿Qué soldados?

Después de una pausa, Nicolas dijo:

—Los del Rey.

—Pero el contrato dice Pascua —protestó Christine—. Eso no se puede cambiar.

Rechacé sus palabras con un gesto. Los aristócratas hacen lo que quieren. Y a Léon le queda, además, la baza de las calzas verdes en el tapiz de los Reyes Magos. Si tuviera que pagar una multa por eso, iría sin duda a la ruina.

—¿Por qué no ha venido Léon? —dije, torciendo el gesto—. Hubiera preferido tratarlo con él.

Nicolás se encogió de hombros.

—Estaba demasiado ocupado.

Aliénor se quedó quieta una vez más. Mi hija se parece a mí a la hora de juzgar a las personas. Tiene oído para las mentiras, como yo tengo vista. Aliénor oyó algo en la voz de Nicolas, de la misma manera que yo vi la mentira en sus ojos cuando evitó que se encontraran con los míos. Estaba ocultando parte de la historia. No se lo pregunté, sin embargo, porque sospeché que no le sacaría la verdad en aquel momento: quizá más tarde, en un sitio donde se sintiera más a sus anchas.

—Seguiremos hablando después —dije—. En Le Vieux Chien —me volví hacia Christine—. ¿Está lista la cena?

Se puso en pie de un salto.

—Enseguida.

Dejé a Nicolas en el huerto para que terminara la cerveza y volví al taller. No me puse a tejer otra vez, sino que me quedé en el umbral contemplando a los que trabajaban. Estaban inclinados sobre el tapiz y muy quietos, como cuatro pájaros alineados sobre una rama. De cuando en cuando uno empujaba los pedales para mover los hilos y cambiar la calada, pero aparte de aquel golpe sobre la madera, todo estaba en silencio.

Christine vino a colocarse a mi lado.

—Sabes lo que tenemos que hacer —me dijo en voz baja.

—No podemos —le contesté en el mismo tono—. Aparte de incumplir las normas del Gremio, es perjudicial para los ojos, y la cera de las velas acaba por manchar los tapices. Luego cuesta mucho quitarla, y deja una pista muy fácil para cualquier miembro del Gremio que quiera complicarnos la vida.

—No me refiero a eso. Nadie teje bien de noche, ni siquiera tú.

—¿Quieres que trabajemos los domingos? Me sorprende que sugieras una cosa así. Aunque quizá consigas sobornar al cura: a ti te escucha.

—Tampoco es eso. Por supuesto que no vamos a tejer los domingos: lo que hay que hacer es santificarlos.

—¿A qué te refieres, entonces?

A Christine le brillaron los ojos.

—Déjame tejer millefleurs y así nuestro hijo podrá hacer contigo las partes más difíciles.

Guardé silencio.

—Como has dicho antes, no podemos permitirnos pagar a otro tejedor —continuó—. Pero me tienes a mí. Utilízame y deja que tu hijo haga lo que ya sabe hacer —me miró de hito en hito—. Lo has adiestrado bien. Ha llegado el momento de que le dejes responsabilizarse del todo.

Trataba de hacerme ver que aquello era lo más importante, pero sabía lo que ocultaban en realidad sus palabras: Christine quería tejer.

Écoute, me muero de hambre —fue lo que contesté—. ¿Todavía no está lista la cena?

Tan pronto como el repique de las campanas señaló el fin de la jornada de trabajo, me llevé a Nicolas a Le Vieux Chien. No me apetecía mucho estar entre gente ruidosa, pero quizá fuese el sitio más adecuado para discutir con él las exigencias de Jean le Viste. Georges le Jeune vino con nosotros, y mandé a Luc a buscar a Philippe. Hacía bastante tiempo que no echábamos una cana al aire.

—Ah —suspiró Nicolas, mirando alrededor y chasqueando la lengua mientras bebía—. Cerveza de Bruselas y animación de Bruselas. ¿Cómo podría olvidarlo? Tabernas como tumbas donde sirven agua a la que llaman cerveza. ¿Para esto he viajado diez días por pésimos caminos?

En cuanto a mí, prefería el silencio.

—Se animará más tarde. Acabarás divirtiéndote.

Georges le Jeune quería información sobre el viaje de Nicolas: qué tal era el caballo, quién lo había acompañado, dónde se habían hospedado. A mi hijo le fascina pensar en otros lugares, si bien cuando me ha acompañado a Amberes o a Brujas ha dormido mal, ha comido poco y ha tenido miedo de los desconocidos. Siempre se alegra de volver a casa. Dice que quiere conocer París algún día, pero sé que no irá nunca.

—¿Has encontrado ladrones en el camino? —Georges le Jeune le preguntó enseguida.

—No; no hemos tenido otro obstáculo que el barro; el barro y un caballo cojo.

—Entonces, ¿cómo te hiciste eso? —Georges le Jeune señaló las magulladuras amarillentas en torno a un ojo de Nicolas—. Y también te has hecho daño en un costado.

Nicolas se encogió de hombros.

—Eso fue una pelea en una de las tabernas de París que frecuento. Me encontré metido en ella sin comerlo ni beberlo —se volvió hacia mí—. ¿Qué tal está Aliénor? —me preguntó—. ¿Va muy adelantado su ajuar?

Fruncí el ceño. ¿Qué podía saber sobre el ajuar de Aliénor? Sólo Christine y Georges le Jeune estaban al tanto de nuestro acuerdo con Jacques le Boeuf. Christine insistió en que se lo contáramos a nuestro hijo para que supiera qué esperar cuando se haga cargo del taller. Pero me consta que no se lo ha dicho a nadie: sabe guardar un secreto.

Antes de que pudiera pensar una respuesta, se presentó Luc con Philippe.

—No esperábamos que volvieras —le dijo Philippe a Nicolas mientras se sentaba—. Pintaste tan deprisa el verano pasado que estaba seguro de que te alegrabas de marcharte. Creía que habías jurado no volver a salir de París.

Nicolas sonrió.

—Tengo asuntos que tratar con Georges, y quería ver como marchan los tapices. Por supuesto siempre es un placer ver a Christine y a Aliénor. Precisamente le estaba preguntando a Georges por su hija —se volvió hacia mí—. ¿Qué tal le van las cosas?

—Aliénor está muy ocupada —dije con sequedad—. Para no estorbarnos durante el día, de noche cose los tapices hasta muy tarde.

—En ese caso tenéis una ventaja sobre otros talleres —dijo Nicolas—. Si viera no sería capaz de coser a oscuras. Pero por ser ciega trabaja por la noche y no sólo durante el día, entre los repiques de las campanas. Deberíais agradecer que Aliénor os ayude tanto.

Yo no había pensado en ello de esa manera.

—No me extraña que no tenga tiempo para trabajar en su ajuar —añadió Nicolas. Philippe se sobresaltó. Supongo que le puede pasar a cualquiera: nadie espera que Aliénor se case.

—A mi hija no le preocupa ningún ajuar, sino esos tapices, como a todos nosotros —murmuré—. Y ahora que nos quitan otros dos meses aún será peor —no tenía intención de que se me escapara, pero Nicolas me había puesto tan nervioso que no pude contenerme. Georges le Jeune se me quedó mirando.

—¿Por qué nos quitan dos meses? Ya tenemos bastantes problemas con el retraso actual.

—Pregúntale a Nicolas.

Todos —mi hijo, Luc, Philippe y yo— miramos a Nicolas, que se retorció molesto y contempló su jarra de cerveza.

—Ignoro el motivo —dijo por fin—. Léon sólo mencionó que Jean le Viste quiere los tapices antes, pero no el porqué.

Si ni siquiera sabía eso, era bien poco el margen de maniobra que teníamos.

—Seguro que Léon lo sabe —dije, la voz llena de desprecio—. Lo sabe todo. ¿Por qué no ha venido? No me digas que está demasiado ocupado: eso nunca le ha impedido venir, sobre todo si se trata de un encargo de Jean le Viste.

Nicolas me miró desafiante: no le gusta que se le desdeñe. Alzó la jarra y apuró la cerveza. Todos contemplamos cómo se la llenó de nuevo y se la bebió de un tirón. Me clavé las uñas en la palma de la mano, pero no dije nada, aunque nos estaba dejando a los demás sin nada.

Nicolas eructó.

—La esposa de Jean le Viste le dijo a Léon que me mandara a mí. Quería alejarme de París.

—¿Qué le habías hecho? —preguntó Philippe. Habla muy bajo, pero le oímos perfectamente.

—Traté de ver a su hija.

—Insensato —murmuré.

—No pensaríais así si la vierais.

—Georges la ha visto —dijo Philippe—. La hemos visto todos, en El Gusto.

—Ahora, gracias a tu estupidez, vamos a pagar justos por pecadores —dije—. Si Léon estuviera aquí hablaría con él de las condiciones. Se podría hacer que Jean le Viste atendiera a razones. Pero tú no eres más que el mensajero. No hay nada que tratar contigo.

—Lo siento, Georges —dijo Nicolas—, pero dudo que Léon le Vieux pudiera ayudar. Jean le Viste es un hombre difícil: una vez que ha decidido algo, casi nunca cambia de idea. Lo conseguí una vez, cuando se suponía que los tapices iban a ser sobre una batalla. Pero no creo que yo, ni tampoco Léon, pudiéramos lograrlo de nuevo.

—¿Hiciste que cambiara los tapices para que representaran unicornios? Tendría que habérmelo imaginado, dado lo mucho que te gustan las aristócratas.

—Fue su esposa quien tuvo la idea. En fait, debéis culparla a ella. Culpad a las mujeres —alzó la jarra para saludar a una prostituta vestida de amarillo al otro lado de la taberna. Ella le sonrió. A las putas de Bruselas les gustan los extranjeros: piensan que un tipo de París pagará mejor y será más delicado. Quizá tengan razón. Ya empezaban a dar vueltas en torno a Nicolas como gaviotas ante tripas de pescado. Sólo he estado una vez con una prostituta, antes de casarme con Christine, pero había bebido tanta cerveza que no consigo recordar lo que hice con aquella mujer. Las putas se me sientan en las rodillas alguna que otra vez, cuando no hay asientos libres o la noche está poco animada. Pero les consta que de mí no sacarán nada en limpio.

Écoutez, Georges —dijo Nicolas—. Siento lo que ha pasado. Os echaré una mano en el taller durante algún tiempo si eso ayuda.

Resoplé.

—Tú… —luego me callé. Casi oía a Christine susurrándome al oído: «Acepta toda la ayuda que te ofrezcan». Asentí con la cabeza—. Ha llegado una nueva partida de lana que habrá que clasificar. Puedes ayudar en eso.

—No has preguntado por los dos primeros tapices —dijo Philippe—. El Olfato y El Oído. La dama de El Gusto no es la única mujer sobre la tierra, después de todo.

El Olfato y El Oído estaban enrollados, con romero dentro para mantener lejos a las polillas, y guardados en una caja larga de madera en un rincón del taller. Nunca concilio igual de bien el sueño cuando hay en casa tapices acabados. Incluso aunque Georges le Jeune y Luc duermen cerca, para mí cualquier ruido de pasos en el exterior es un ladrón que viene a llevárselos, cualquier fuego en la cocina es una hoguera que va a destruirlos.

—¿No los habéis cambiado, verdad? —preguntó Nicolas.

—No, no; están como los pintamos. Y colgados de la pared resultan espléndidos. Cada uno de ellos es un mundo en pequeño.

—¿Es eso lo que las aristócratas hacen todo el día? —preguntó Georges le Jeune—. ¿Tocar algún instrumento, dar de comer a las aves y lucir piedras preciosas en medio del bosque?

Nicolas resopló.

—Algunas quizá —echó mano de la cerveza. Al agitar el recipiente no se oyó ruido alguno.

—Luc, ve a por más cerveza —dije. Había renunciado a enfadarme con Nicolas. Tal vez tenía razón: Jean le Viste quería lo que quería y no había más que hablar.

Luc agarró la jarra grande y se dirigió al encargado del barril en el rincón. Mientras esperaba a que se la llenaran, la puta vestida de amarillo empezó a hablarle, señalando a Nicolas. A Luc se le abrieron mucho los ojos —todavía no está acostumbrado a las atenciones de las mujeres— y negó con la cabeza.

—¿Has visto alguna vez un unicornio, entonces? —preguntó Georges le Jeune a Nicolas.

—No —respondió el otro—. Pero tengo un amigo que vio uno en el bosque, a dos días de París.

—¿En serio? —siempre había pensado que los unicornios vivían muy lejos, hacia levante, junto con los elefantes. Pero soy un lego en la materia, de manera que no abrí la boca.

—Dijo que corría muy deprisa, como una luz blanca y brillante entre los árboles, y que apenas pudo distinguir sus rasgos a excepción del cuerno, aunque afirmaba que tuvo la sensación de que le sonreía. Ésa es la razón de que lo haya pintado tan contento en los tapices.

—¿También las damas están todas contentas? —preguntó Philippe.

Nicolas se encogió de hombros.

La gran jarra estaba llena, pero el encargado se la pasó a la prostituta en lugar de a Luc, que se limitó a seguirla mientras ella abrazaba el recipiente y se dirigía hacia donde nos encontrábamos.

—Vuestra cerveza, caballeros —dijo, situándose delante de Nicolas e inclinándose para mostrar el pecho mientras colocaba la jarra sobre la mesa—. ¿Hay sitio aquí para mí?

—Por supuesto —dijo Nicolas, sentándola a su lado en el banco—. Una mesa no está completa sin una puta o dos.

Nunca le diría nada parecido a una mujer, ni siquiera a una mujer de la calle, pero la fulana de amarillo se limitó a reír.

—Voy a llamar a mis amigas, entonces —dijo. Al cabo de un momento dos más se habían unido a nosotros y nuestro rincón era el más animado de la taberna.

No me quedé mucho más tiempo después de aquello. Las prostitutas son una diversión para jóvenes. Cuando me marchaba, la de amarillo estaba sentada en el regazo de Nicolas, la de verde rodeaba con el brazo a un Georges le Jeune con el rostro encendido y una tercera, vestida de rojo, provocaba a Luc y a Philippe.

Durante el camino de vuelta oriné la mayor parte de la cerveza. Al llegar a casa, Christine estaba levantada, esperándome. No preguntó nada: ya sabía yo lo que quería oír.

—Tejerás —le anuncié—. Es la única manera de acabarlos. Pero ni una palabra a nadie.

Christine asintió con la cabeza. Luego sonrió. Y a continuación me besó y me llevó hacia nuestra cama. Sí; las putas es mejor dejárselas a los jóvenes.