Aliénor de la Chapelle

Me encontraron arrancando las malas hierbas entre las fresas. Las he plantado de manera que disponga de sitio donde arrodillarme con facilidad y ocuparme de las malas hierbas. No es que les tenga mucho aprecio como plantas: las flores no huelen y las hojas no son ni suaves ni espinosas ni delgadas ni gruesas. Pero el fruto es delicioso. Ahora, a comienzos de verano, las bayas han empezado a crecer pero son todavía pequeñas y duras y tienen poco aroma. Una vez que el fruto ha madurado, sin embargo, me pasaría, feliz, todo el día en este rincón del huerto, para aplastar las fresas entre los dedos, olerlas y gustarlas.

Oí que Philippe venía por el camino entre los rectángulos cultivados —un pie le roza contra el suelo cuando camina— y, tras él, el paso elástico de Nicolas des Innocents. La primera vez que Nicolas vio mi huerto, exclamó: «¡Virgen santa, es un paraíso! Nunca he visto un huerto así en París. Hay tantas casas que no queda sitio para nada: todo lo más, con mucha suerte, una hilera de coles». Es la única vez que le he oído alabar algo de Bruselas como mejor que en París.

A la gente siempre le sorprende mi huerto. Tiene seis rectángulos que forman una cruz, con árboles frutales —manzanos, ciruelos y cerezos— en las esquinas. Dos parcelas son para hortalizas, y tengo coles, puerros, guisantes, lechugas, rábanos, apio. La tercera, para fresas y hierbas aromáticas: ésa era la que estaba limpiando de malas hierbas. La cuarta para rosas, que no me gustan mucho —las espinas se me clavan—, pero agradan a mamá, y las dos últimas para las flores y más hierbas aromáticas.

En ningún sitio soy tan feliz como en mi huerto. Es el lugar más seguro del mundo. Conozco todas las plantas, todos los árboles, todas las piedras, todos los terrones de arcilla. Lo rodea un enrejado tejido con sauces y cubierto de rosas espinosas para que no entren ni animales ni desconocidos. Casi siempre estoy sola. Vienen los pájaros y se posan en los frutales para robar cerezas cuando están maduras. Las mariposas revolotean entre las flores, aunque sé muy poco de ellas. A veces, cuando me quedo quieta, siento que se mueve el aire cerca de una mejilla o de un brazo a causa de su aleteo, pero nunca las he tocado. Papá me dijo que si se las toca pierden el polvo que tienen en las alas, y entonces no pueden volar y los pájaros se las comen. De manera que las dejo tranquilas y hago que otros me las describan.

Sonreí cuando Philippe me anunció:

—Sólo somos nosotros, Aliénor: Nicolas des Innocents y yo. Aquí, junto al espliego —me conoce de toda la vida, pero sigue diciéndome dónde está aunque ya lo sé. Me llegaba el aroma oleaginoso, boscoso, del espliego contra el que se rozaban.

Me senté sobre los talones y alcé el rostro hacia el sol. Los comienzos del verano son buenos para tomar el sol, porque está encima durante más tiempo a lo largo del día. Siempre me ha gustado el calor, aunque no el del fuego, que me asusta. Me he chamuscado la falda demasiadas veces.

—¿Me ofreceréis una fresa, mademoiselle? —preguntó Nicolas—. Tengo sed.

—Aún no están maduras —respondí con sequedad. Mi intención era responder con cordialidad, pero Nicolas hacía que me sintiera extraña. Y alzaba demasiado la voz. La gente lo hace a menudo cuando descubre que soy ciega.

—Ah. No importa, confío en que maduren antes de mi vuelta a París.

Me incliné otra vez hacia delante y palpé el suelo en torno a las fresas, deshaciendo entre los dedos la tierra que el sol había secado mientras buscaba álsine, hierba cana, pan y quesillo. No encontraba apenas malas hierbas, y ninguna mayor que una simiente recién germinada: había trabajado entre las fresas muy pocos días antes. Sentía sobre mí los ojos de los dos varones, como guijarros apretados contra la espalda. Es extraño cómo siento esas cosas, aunque ignoro en qué consiste ver.

Mientras me miraban sabía en qué estaban pensando: ¿cómo encuentra las malas hierbas y sabe lo que son? No se dan cuenta de que las malas hierbas son como cualquier otra planta, excepto que nadie las quiere: tienen hojas y flores y aromas y tallos y savia. Con el tacto y el olfato las reconozco igual que a las demás.

—Aliénor, necesitamos que nos ayudes con las millefleurs para los tapices —dijo Philippe—. Hemos dibujado parte de los diseños de mayor tamaño. Pero queremos que nos señales flores que podamos usar.

Volví a sentarme sobre los talones. Siempre me gusta que me pidan ayuda. Me he pasado la vida siendo útil para que mis padres no me consideren una carga y se deshagan de mí.

La gente alaba a menudo mi trabajo. «Qué iguales son tus puntadas», dicen. «Cuánto colorido tienen tus flores, qué rojas son tus cerezas. Es una lástima que no puedas verlas.» De hecho percibo la compasión en su voz, así como la sorpresa al descubrir lo útil que soy. No conciben el mundo sin ojos, de la misma manera que yo no lo concibo con ellos. Los ojos sólo son para mí dos bultos que se mueven, igual que mastica mi mandíbula o se me dilatan las ventanas de la nariz. Dispongo de otros medios para relacionarme con el mundo.

Conozco, por ejemplo, los tapices en los que trabajo. Toco la protuberancia de cada hilo de la urdimbre, de cada punto de la trama. Localizo las flores del diseño de millefleurs y sigo mis puntadas en torno a la pata trasera de un perro o a la oreja de un conejo o a la manga de la túnica de un campesino. Toco los colores. El rojo es suavemente sedoso, el amarillo pica, el azul es aceitoso. Bajo mis dedos aparece el mapa que forman los tapices.

La gente habla de ver con tanta reverencia que a veces pienso que si mis ojos funcionaran la primera cosa que vería sería a Nuestra Señora, que llevaría una túnica toda azul y sedosa al tocarla, y su piel sería tersa y sus mejillas tibias. Olería a fresas. Me pondría las manos en los hombros y la sensación sería de suavidad pero también de firmeza, de manera que una vez que me hubiera tocado sentiría ya siempre el peso de sus manos.

A veces me pregunto si ver haría que la miel supiera más dulce, que el espliego oliera mejor o que el sol me calentara más la cara.

—Has de describirme los tapices —le dije a Philippe.

—Ya lo hice el otro día.

—Ahora con más detalle. ¿Hacia dónde mira la dama: hacia el unicornio o hacia el león? ¿Cómo va vestida? ¿Está contenta o triste? ¿Se siente segura en su jardín? ¿Qué hace el león? ¿El unicornio está sentado o de pie? ¿Se alegra de ser capturado o quiere marcharse? ¿Siente la dama cariño por el unicornio?

El ruido que provocó Philippe al extender los dibujos me molestó. Me volví hacia Nicolas.

—Monsieur, vos habéis hecho los diseños. Sin duda los conocéis lo bastante bien como para describirlos sin necesidad de mirarlos.

Philippe dejó de hacer ruido.

—Por supuesto, mademoiselle —replicó. Había una sonrisa en su voz. Crujieron los guijarros bajo sus pies mientras se arrodillaba al borde del rectángulo.

—Estáis aplastando la menta —le dije con brusquedad al llegarme el olor.

—Oh. Pardon —se apartó un poco—. Bon, ¿cuáles eran todas esas preguntas que habéis hecho?

Ya no me acordaba de lo que quería que me dijera. No estaba acostumbrada a recibir atenciones de un hombre como él.

—¿Cuánto azul hay en los tapices? —pregunté por fin. No me gusta que los tapices que hace mi padre tengan mucho azul, porque sé que recibiré demasiadas visitas de Jacques le Boeuf, con su paso cansino, sus palabras soeces y, por supuesto, su olor: un olor que sólo una mujer hundida, desesperada, soportaría.

—¿Cuánto os gustaría que hubiera, mademoiselle?

—Nada; a no ser que estéis dispuesto a quedaros y a luchar con Jacques le Boeuf cada vez que aparezca.

Nicolas se echó a reír.

—La dama está sobre la hierba azul que cubre la parte inferior de todos los tapices. Pero si lo deseáis podemos reducirla. Quizá una isla de hierba que flote entre el rojo, en torno a la dama, el unicornio y el león. Sí, eso podría funcionar muy bien. Y es un cambio que nos está permitido hacer, ¿no opinas lo mismo, Philippe? Es parte de la verdure, n’est–ce pas?

Philippe no respondió. Su enojado silencio quedó flotando en el aire.

—Gracias, monsieur —dije—. Et bien, ¿qué aspecto tiene la dama? Describídmela. Describidme El Gusto —elegí la dama que me desagradaba.

Nicolas resopló.

—¿Por qué ésa?

—Me estoy castigando. ¿Es de verdad muy hermosa?

—Sí.

Mientras palpaba entre las fresas, arranqué una sin querer y la tiré.

—¿Sonríe?

—Sí, una sonrisa mínima. Mira hacia la izquierda y piensa en algo.

—¿En qué piensa?

—En el cuerno del unicornio.

—No, Nicolas —dijo Philippe con tono admonitorio.

Aquello aumentó mi curiosidad.

—¿Qué sucede con el cuerno?

—El del unicornio es un objeto mágico —dijo Nicolas—, con poderes especiales. Dicen que si un unicornio hunde el cuerno en un pozo envenenado, el agua se purifica. Puede purificar otras cosas además.

—¿Qué otras cosas?

Nadie habló durante unos momentos.

—Por hoy creo que ya es bastante. Quizá os lo cuente en otra ocasión —Nicolas añadió aquello último entre dientes para que sólo yo lo oyera. Mi oído es más fino que el de Philippe.

Bon —respondí—. Dejadme pensar. Debería haber menta entre las millefleurs, porque protege contra los venenos. Sello de Salomón también. Y verónicas y margaritas y caléndulas, que son para trastornos estomacales. Fresas además, para resistir al veneno, y por Jesucristo Nuestro Señor, porque la dama y el unicornio son también Nuestra Señora y Nuestro Señor. De manera que necesitaréis flores para la Virgen María: lirios de los valles, digital, aguileña, violetas. Sí, y escaramujo: blanco por la pureza de Nuestra Señora, rojo por la sangre de Jesucristo. Claveles para las lágrimas de Nuestra Señora por su Hijo; aseguraos de ponerlas en el tapiz donde el unicornio está en el regazo de la dama, porque eso es como la Pietà, n’est–ce pas? ¿Qué sentido representa? —aunque lo sabía ya: no se me olvida nada. Quería burlarme de ellos.

Después de una pausa, Philippe se aclaró la garganta:

—Vista.

—Ah —seguí adelante sin darle importancia—. Claveles, también, en el tapiz en el que la dama está haciendo la corona nupcial, ¿no es eso?

—Sí, en El Olfato.

—En ocasiones se añade vinca–pervinca a las coronas nupciales para representar la fidelidad. Y querréis alhelíes para la constancia, y nomeolvides para el amor verdadero.

Attends, Aliénor, vas demasiado deprisa. Voy a traer más papel para hacer esbozos, y taburetes donde sentarnos.

Philippe regresó corriendo al taller.

Me quedé a solas con Nicolas. Nunca había estado a solas con un hombre como él.

—¿Por qué os llaman Nicolas des Innocents? —pregunté.

—Vivo cerca del cementerio de los Inocentes en París, junto a la rue Saint–Denis.

—Ah. No me parecía que fueseis muy inocente.

Nicolas rió entre dientes.

—Ya me conoces bien, preciosa.

—Me gustaría tocaros el rostro, para conoceros mejor —era un atrevimiento por mi parte: nunca le he pedido a Philippe que me deje tocarle la cara, aunque lo conozco desde que éramos niños.

Pero Nicolas es de París: está acostumbrado al atrevimiento.

Bien sûr —dijo. Avanzó entre las fresas, aplastando con las botas menta y melisa y bayas sin madurar. Se arrodilló delante de mí y le toqué la cara. Tenía cabellos suaves que le llegaban hasta los hombros, y mejillas y barbilla rasposas por una barba de pocos días. La frente, amplia. La barbilla con un hoyuelo. Y surcos hondos a ambos lados de la boca, muy ancha. Le apreté la nariz, larga y delgada, y se rió.

Sólo le toqué la cara un momento antes de que se pusiera en pie de un salto y volviera al sendero. Cuando Philippe regresó, arrastrando taburetes entre los guijarros, volvíamos a estar como antes.

—¿Queréis ver las flores que vais a dibujar? —me puse en pie tan deprisa que casi me mareé.

—Sí —dijo Philippe.

Salí al sendero y los llevé hasta los arriates.

—Muchas están floreciendo ahora, aunque os habéis perdido algunas. Ya no hay violetas, ni lirios de los valles, ni vinca–pervinca. Las hojas, sí; pero sin flores. Y los sellos de Salomón están empezando a marchitarse. Pero la digital y la verónica están floreciendo ya, y una o dos de las caléndulas. ¿No las veis, cerca de los ciruelos?

—Sí —dijo Nicolas—. Cultiváis de todo aquí, ¿no es eso? ¿Por qué os esforzáis tanto, si no podéis verlo?

—Lo hago para que lo vean los demás, pero sobre todo para que mi padre conozca las flores que teje y sea capaz de copiar sus formas y colores verdaderos. Es la mejor manera. El secreto de nuestro taller: el porqué de la calidad de nuestras millefleurs.

»Bon, aquí está el alhelí. Lo planto en las esquinas de los rectángulos por el olor, porque así sé dónde estoy. Aquí veréis la aguileña, todo en tres: tres hojas en tres racimos sobre tres tallos, por la Santísima Trinidad. Aquí están los claveles, las margaritas y los crisantemos. ¿Qué más queréis ver?

Philippe me preguntó por otras plantas que veía allí y me arrodillé y las toqué: mijo del sol, saxífraga, jabonera. Luego se sentó y empezó a esbozar, con el carboncillo que raspaba el papel rugoso.

—Quizá queráis algunas de las flores del comienzo de la primavera —le recordé—. Campanillas de invierno y jacintos. Por supuesto no florecen ahora, pero podéis verlas en algunos de los dibujos de papá, si no las recordáis. Y también los narcisos, para el unicornio en La Vista: mirándose en el espejo, como hizo Narciso.

—Debéis de haber hablado con Léon le Vieux cuando estuvo aquí: los dos pensáis que el unicornio es un ser vanidoso, fanfarrón —dijo Nicolas.

Sonreí.

—Léon es un hombre prudente —desde luego siempre ha sido amable conmigo, tratándome casi como a una hija. En una ocasión me dijo que procedía de una familia judía, aunque va a misa con nosotros cuando está en Bruselas. De manera que también sabe en qué consiste ser diferente, y cómo es necesario amoldarse siempre y ser útil.

—Nicolas, trae el lienzo en el que he empezado a dibujar El Oído, y añadiré las millefleurs —dijo Philippe con brusquedad.

Temí que Nicolas respondiera con malas maneras, pero volvió al taller sin decir una sola palabra. No sabía por qué, pero, de repente, no quería estar a solas con Philippe, por si acaso intentaba decirme algo. Antes de que pudiera hacerlo, me alejé para reunirme con mamá dentro de casa.

Olí lo que estaba preparando para la cena: trucha, zanahorias nuevas del huerto, alubias y guisantes secos, cocidos hasta conseguir un puré.

—¿Comerán también Nicolas y Philippe? —pregunté, mientras colocaba jarras sobre la mesa.

—Eso creo —mamá hizo ruido al colocar algo pesado sobre la mesa: la olla con el puré de guisantes. Luego regresó junto al fuego y, al cabo de un momento, oí el chisporroteo de más truchas friéndose. Empecé a servir la cerveza: oigo cuándo el líquido llega a lo más alto del jarro.

Con el fuego no me siento tan segura como en el jardín. Prefiero cosas que no cambian tan deprisa. Por eso me gustan los tapices: se tarda mucho tiempo en hacerlos, y crecen a lo largo de meses, como las plantas de mi jardín. Mamá siempre mueve las cosas mientras cocina; nunca estoy segura de que un cuchillo siga en el sitio donde lo he dejado, o de que una bolsa de guisantes se haya guardado de manera que no tropiece con ella, o de que un recipiente con huevos esté arrimado a la pared para que no lo vuelque. No le soy útil junto al hogar. No estoy en condiciones de ocuparme del fuego: se me ha apagado muchas veces. En una ocasión lo cargué demasiado, la chimenea se incendió y estuvo a punto de quemarnos a todos si no llega a ser porque mi hermano lo apagó con un poco de lana empapada en agua. Después de aquel percance papá me prohibió tocarlo. No se me permite asar carne ni aves. Ni colocar ollas en el fuego ni retirarlas. Tampoco remover el contenido: la sopa se me ha derramado más de una vez sobre las manos.

Pero se me dan bien las verduras. Mamá dice que corto las zanahorias en rodajas demasiado iguales, pero si lo hiciera de otra manera podría llevarme un dedo por delante. También friego peroles. Sé sacar las cosas y guardarlas después. Sazonar alimentos, aunque despacio, porque tengo que sentir en la mano la nuez moscada o la canela o la pimienta y probar la comida muchas veces. Me esfuerzo lo indecible por ayudar.

—¿Qué te parece Nicolas des Innocents? —dijo mamá.

Sonreí.

—Un tipo vanidoso y fanfarrón.

—Sí que lo es. Aunque bien parecido. Supongo que habrá dejado embarazada a más de una muchacha en París. Ojalá no nos cause problemas aquí. Ten cuidado con él, ma fille.

—¿Por qué iba a interesarse por una ciega como yo?

—No son ojos lo que anda buscando.

Se me encendieron las mejillas. Me volví de espaldas a mi madre y abrí la panera de madera. El sonido me hizo saber que no había más que migas. Busqué por la mesita junto al hogar y luego en la mesa grande con caballetes.

—¿No hay nada de pan? ¿Ni siquiera duro? —pregunté por fin. No me gusta reconocer que no consigo encontrar algo.

—Madeleine ha ido a comprarlo.

Antes me creía culpable de que tuviéramos una criada. Madeleine estaba con nosotros para ser mis ojos, para hacer todas las cosas que debe hacer una hija cuando ayuda a su madre. Pero a medida que el taller de papá se dio a conocer por sus millefleurs y aceptamos más y más trabajo, nos necesitó a mamá y a mí para ayudarlo, de manera que la presencia de Madeleine se hizo necesaria. Ahora no podríamos funcionar sin ella, aunque mamá prefiere cocinar siempre que puede: dice que los guisos de Madeleine son demasiado sosos y que le dan dolor de tripa. Pero cuando estamos ocupados en el taller no nos parece nada mal comer lo que prepara Madeleine, regarlo con el agua que va a buscar y sentarnos delante del fuego que ha encendido con leña recogida por ella misma.

Madeleine volvió enseguida con el pan. Es una mujer grande, tan alta como mamá y más ancha. Le he palpado los brazos y son como piernas de cordero. A los hombres les gusta. La he oído una noche en el jardín con Georges le Jeune. Deben de creer que no oigo sus gemidos ni noto que han pisado mis narcisos junto al emparrado del sauce. No digo nada, por supuesto. ¿Qué podría decir?

Inmediatamente después de que volviera Madeleine llegaron papá y los jóvenes de su entrevista con el lanero.

—He encargado la lana y la seda —le dijo papá a mamá—. En Ostende hay suficiente para la urdimbre y para empezar a tejer: la traerán dentro de unos días y podremos vestir el telar. El resto dependerá del mar y de la travesía entre Inglaterra y el continente.

Mamá asintió con la cabeza.

—La comida está lista. ¿Dónde se han metido Philippe y Nicolas?

—En el jardín —dije. Sentí sus ojos en mi espalda mientras iba a buscarlos.

Durante la comida, papá preguntó a Nicolas por París. Ha estado en Ostende, y en otras ciudades famosas por sus tejidos como Lille y Tournai, pero nunca ha llegado hasta París. Mamá y Georges le Jeune fueron una vez con él a Amberes, pero yo nunca he pasado de las murallas de nuestra ciudad: tendría demasiado miedo. Me basta con los sitios que conozco en Bruselas: Notre Dame de la Chapelle, que está muy cerca, con la plaza de delante, donde se pone el mercado; Notre Dame du Sablon; la puerta para atravesar las murallas interiores y llegar a la Grand–Place; los mercados de allí; la catedral. Ése es el mundo que conozco. Me gusta oír hablar de otros lugares, sin embargo, e imaginar el aspecto que tienen. El mar, por ejemplo: me encantaría sentirme rodeada por el olor a sal y a pescado, oír el retumbar y el arrastrarse de las olas, y sentir en el rostro el agua pulverizada. Papá me lo ha descrito, pero me gustaría estar allí para sentir por mí misma lo enorme y poderosa que puede ser el agua.

—¿Qué aspecto tiene Notre Dame? —preguntó papá—. Según cuentan es incluso más grande que la catedral de aquí.

Nicolas se echó a reír.

—Vuestra catedral es una choza de pastores comparada con Notre Dame, que es como el cielo traído directamente a la tierra. Posee las torres más hermosas, las campanas más sonoras, las vidrieras más admirables. Daría cualquier cosa por diseñar vidrieras así.

Iba a preguntar más sobre las campanas cuando Philippe dijo sin levantar la voz:

En fait, nosotros, los brusselois, estamos orgullosos de nuestra catedral. La fachada occidental estará terminada a finales de año. Y nuestras otras iglesias…, Notre Dame de la Chapelle, por ejemplo, es también impresionante, y la pequeña iglesia de Notre Dame du Sablon es muy hermosa, al menos lo que está construido. Las vidrieras son tan hermosas como cualquiera de París.

—Quizá sea hermosa, pero no tan espléndida como Notre Dame de París —insistió Nicolas—. Me gusta colocarme fuera y ver a la gente contemplarla con la boca abierta. Hay más rateros en Notre Dame que en ningún otro sitio de París porque la gente mira tan fijamente que no se da cuenta de que la roban.

—¿La gente roba? —preguntó mamá—. ¿No temen la soga?

—Se ahorca a mucha gente en París, pero abundan los ladrones. La riqueza es tanta que no se contienen. En Notre Dame se ve a los nobles y a sus esposas que entran y salen durante todo el día, vestidos con la ropa de mejor calidad de la tierra. Las mujeres de París están mejor vestidas que en ningún otro sitio.

—¿Has estado en otras ciudades? —preguntó Georges le Jeune.

—Sí, en muchas.

—¿Dónde?

—Lyon. Mujeres hermosas.

—¿Y?

—Tournai.

—Papá ha estado en Tournai. Dijo que era un sitio muy animado.

—Una ciudad terrible, Tournai —dijo Nicolas—. Prometí no volver.

—Se hacen tejidos de excelente calidad en Tournai —dijo papá—. Algunos rivalizan con lo mejor que se produce en Bruselas.

—Las mujeres no tenían pecho y ponían siempre mala cara —Nicolas habló con la boca llena.

Fruncí el ceño.

—¿Has estado en Norwich? —preguntó papá—. Ése es un sitio que me gustaría visitar alguna vez, para ver el mercado de la lana.

—Venecia, ahí es donde iría yo —dijo Nicolas.

—¿Por qué, monsieur? —pregunté—. ¿Preferís la seda a la lana?

—No es sólo la seda. Todo pasa por Venecia: especiería, cuadros, joyas, pieles. Cualquier cosa que se desee. Y luego los diferentes pueblos: moros, judíos, turcos. Una fiesta para los ojos —se interrumpió—. Ah. Pardon, mademoiselle.

Me encogí de hombros. Todo el mundo me habla de la vista: estoy acostumbrada.

—Las venecianas también te gustarían, ¿no es cierto? —preguntó Philippe.

Madeleine y yo dejamos escapar risitas nerviosas. Yo sabía que Philippe había dicho aquello para facilitar la conversación. Es su manera de ser.

—¿Qué aspecto tiene la casa de Jean le Viste? —interrumpió mamá—. ¿Es espléndida?

—Lo suficiente. Queda justo fuera de los muros de la ciudad, junto a la abadía de Saint–Germain–des–Prés, una iglesia muy hermosa, la más antigua de París. Su esposa va allí con frecuencia.

—¿Monseigneur Le Viste también?

—Es un hombre muy ocupado; siempre está haciendo algún encargo del Rey. No creo que disponga de tiempo para misas.

—¿No dispone de tiempo para misas? —mamá estaba indignada.

—¿Tiene hijos, monsieur? —pregunté, picoteando la rebanada de pan duro que me servía de plato. Me había dejado parte del puré de guisantes: estaba demasiado emocionada para comer.

—Tres hijas, mademoiselle.

—¿Ningún varón? Debería haber rezado más —dijo mamá—. Eso tiene que ser una prueba para él, la falta de heredero. ¿Qué pasaría con este taller, después de todo, si no fuera por Georges le Jeune?

Papá gruñó. No le gusta recordar que el taller será algún día de Georges le Jeune.

—¿Cuánto tiempo se tarda en cruzar París? —preguntó Luc.

—Al menos tanto como en decir dos misas —respondió Nicolas—. Y eso si no te paras en uno de los puestos o de las tabernas, o a saludar a las personas que conoces. Las calles están repletas de gente, de día y de noche. Puedes ver lo que quieras y comprar lo que te guste.

—No parece muy distinto de Bruselas: tan sólo más grande, y con más desconocidos —dijo Georges le Jeune.

Nicolas resopló.

—Es muy distinto de aquí.

—¿Cómo? Aparte de las mujeres, claro está.

—Si he de ser franco, las mujeres de Bruselas son mejor parecidas de lo que pensé en un primer momento. Sólo hay que mirarlas con más detenimiento.

Me puse colorada. Madeleine lanzó de nuevo una risita y se movió en el banco, de manera que me empujó contra mamá.

—Ya basta, monsieur —dijo mamá con tono cortante—. Tratad con un poco de respeto a los habitantes de esta casa o, por muy artista de París que seáis, ¡saldréis de aquí con una patada en el trasero!

—¡Christine! —dijo papá, mientras Georges le Jeune y Luc reían.

—Digo lo que siento. No se trata sólo de mí, hay que pensar también en Aliénor y en Madeleine. No quiero que cualquier conquistador las engatuse con palabras almibaradas.

Papá empezó a decir algo, pero Nicolas le interrumpió:

—Os aseguro, madame, que no era mi intención faltaros al respeto ni a vos, ni a vuestra hija, ni a la bella Madeleine.

Madeleine se retorció de nuevo y tuve que llamarla al orden con la punta del pie.

—Veremos —dijo mamá—. Porque la mejor manera de mostrar vuestro respeto será ir a misa. No habéis ido ni una sola vez desde que llegasteis.

—Tenéis razón, madame: he fallado imperdonablemente. Trataré de repararlo asistiendo esta tarde a nona. Quizá vaya a vuestra Dame du Sablon para echar de paso una ojeada a sus famosas vidrieras.

—No —dijo papá—. La misa puede esperar. Necesito que el primer cartón esté acabado cuanto antes para que podamos empezar. Philippe y tú trabajad hasta que lo acabéis; después podrás ir a misa.

La indignación de mamá la hizo estremecerse, pero no dijo nada. Nunca antepondría el trabajo a las obligaciones religiosas, pero papá es el lissier, y es quien decide sobre cosas como ésas. No estuvo mucho tiempo enojada con él, de todos modos. Nunca le duran los enfados. Después de cenar, mis padres pasaron al taller. Aunque mamá no debe tejer —el Gremio multaría a papá si lo hiciera—, a menudo le ayuda en trabajos de otro tipo. Su padre era tejedor, y mamá sabe cómo vestir un telar, enhebrar lizos, ovillar o clasificar lana, y calcular cuánta lana y seda se necesitan para cada tapiz, así como cuánto tiempo hará falta para terminarlos.

No la puedo ayudar con esas cosas, pero coso, en cambio. Por la noche, cuando los tejedores han terminado, me paso horas familiarizándome con el tapiz en el telar, busco las hendiduras que se forman cuando un color se detiene y comienza otro. De esa manera llego a conocer los tapices tan bien como los tejedores que trabajan en ellos.

Por supuesto, si el cliente está dispuesto a pagar lo suficiente y el diseño lo permite, papá ensambla los colores, y teje hilos de diferentes colores unos con otros, entrelazándolos, de manera que no queden hendiduras que coser. Es un trabajo complicado que lleva más tiempo y cuesta más, por lo que muchos clientes no lo piden, como sucede en el caso de monseigneur Le Viste. Parece tacaño y con prisa: exactamente lo que yo esperaba de un aristócrata parisiense. Tendré mucho que coser en los próximos meses.

Mientras ellos se quedaban en el taller, trabajé de nuevo en el huerto, arrancando malas hierbas y mostrando a Nicolas y Philippe las flores que necesitaban para dibujar y pintar el cartón sobre un trozo de tela de lino. Estuvimos juntos, reinó la paz y me alegré: prefiero que no nos peleemos todo el tiempo.

Más tarde, Georges le Jeune y Luc salieron al huerto y vieron pintar a Nicolas y a Philippe. El sol ya no estaba alto. Cogí dos cubos y me dispuse a ir a por agua para las plantas. Cuando pasaba por la cocina de camino hacia el pozo al final de la calle, oí mencionar el nombre de Jacques le Boeuf. Me detuve exactamente junto a la puerta que lleva al taller.

—Lo he visto hoy, para decirle que pronto encargaría el azul —estaba diciendo papá—. Ha vuelto a preguntar por tu hija.

—No hay ninguna prisa, ¿verdad que no? —respondió mamá—. Sólo tiene diecinueve años. Muchas chicas esperan más si quieren hacer una buena boda o que sus novios se decidan, o prepararse el ajuar. No es como si Jacques tuviera una fila de mujeres delante de la puerta esperando para casarse con él.

—El olor las mataría, como primera providencia —dijo papá.

Rieron los dos entre dientes.

Sujeté muy bien los cubos y no respiré por temor a que mis padres me oyeran. Luego noté que alguien que venía del jardín se detenía en el umbral detrás de mí.

—Es una propuesta de matrimonio, de todos modos —dijo papá—. La única que le han hecho. No podemos descartarla sin más ni más.

—Hay otras cosas que puede hacer además de casarse con un tintorero de glasto. ¿Es eso lo que quieres para tu hija?

—No es nada fácil encontrar marido para una muchacha ciega.

—No tiene por qué casarse.

—¿Y ser una carga para el taller toda su vida?

Me estremecí. Estaba claro que no había sido tan útil como creía.

Quienquiera que estuviese detrás de mí se movió un poco y, al cabo de un momento, regresó en silencio al jardín, dejándome sola, con mis lágrimas silenciosas. Ésa es una función que mis ojos comparten con los de otras personas: producir lágrimas.