El fin

Como hombre de sesenta años, fatigado y consumido, vuelve a sentarse Erasmo en Freiburg, en medio de sus libros, huyendo —¡cuántas veces ya!— de las turbonadas e inquietudes del mundo. Cada vez más consumido y encorvado el flaco cuerpecillo, cada vez más semejante el delicado rostro arrugado, con sus mil pliegues, a un pergamino cubierto de místicos signos y runas, aquel hombre, que en otro tiempo había creído apasionadamente en una renovación de la Humanidad gracias al puro humanismo, se hace, poco a poco, más amargo, más burlón y más hipócrita. Caprichoso como todos los viejos solterones, se queja mucho de la decadencia de las ciencias, de la malevolencia de sus enemigos, de la carestía y de los engaños de los banqueros, del vino malo y agrio; cada vez más, el gran desengañado se siente extraño en un mundo que en modo alguno quiere tener paz y en el cual, a diario, la razón es asesinada por la pasión y la justicia por la violencia. El corazón se le ha hecho soñoliento desde hace tiempo, pero no la mano ni tampoco el cerebro, maravillosamente claro y reluciente, que esparce, como una lámpara, un círculo de luz, continuo y sin mácula, sobre todo lo que cae en el campo de visión de su insobornable espíritu. Un único amigo, el más antiguo, el mejor, permanece siempre fiel a su lado: el trabajo. Días tras día, escribe Erasmo treinta o cuarenta cartas, llena gruesos tomos en folio con sus traslaciones de los padres de la Iglesia, completa sus Coloquios y promueve una serie interminable de escritos morales y estéticos. Escribe y actúa con la conciencia del hombre que cree que la razón tiene siempre el derecho y el deber de elevar la voz en un mundo ingrato. Pero, en lo más íntimo de sí mismo lo sabe Erasmo desde hace tiempo: no tiene sentido, en tal momento de locura universal, incitar a los hombres a ir hacia el humanismo; sabe que su ideal humanístico, alto y noble, se encuentra ahora vencido. Todo lo que él ha querido, aquello a que ha aspirado: inteligencia entre los hombres y amigables composiciones en vez de espantoso guerrear, ha quebrado por la obstinación de los fanáticos; su Estado espiritual, su Estado platónico, no cabe en medio de los Estados terrenos; su república de sabios no tiene sitio alguno entre los campos de batalla de los excitados partidos. Entre religión y religión, entre Roma, Zurich y Wittenberg, se guerrea bárbaramente; entre Alemania y Francia e Italia y España, se suceden infatigablemente las campañas militares, como errantes tempestades; el nombre de Cristo ha llegado a ser grito de guerra y pendón para acciones militares. ¡Qué ridículo que todavía se escriban tratados y se procure traer a los príncipes a la reflexión; qué insensato ser todavía defensor de la doctrina evangélica, desde que el representante de Dios y nuncio de las palabras del Evangelio la usa como hacha de combate! «Todos tienen estas cinco expresiones en la boca, evangelio, palabra divina, fe, Cristo y espíritu, y, sin embargo, veo a muchos de ellos conducirse como si estuvieran poseídos por el demonio». No; ya no tiene sentido alguno, en tal época de sobreexcitación política, querer seguir siendo un mediador y reconciliador; el sublime sueño de un imperio universal moralmente unificado, humanístico y europeo, está ya terminado, y quien lo ha soñado para la Humanidad, él mismo, Erasmo, es un hombre viejo, cansado, inútil, porque no le han escuchado. El mundo pasa por encima de él: ya no lo necesita.

Pero antes de que un cirio se extinga, siempre alza una vez más, desesperado, su llama. Antes de que una idea sea eliminada por la tormenta del tiempo, todavía despliega otra vez sus últimas fuerzas. Así, reluce aún de nuevo, por breve tiempo pero magníficamente, el pensamiento erasmista: la idea de reconciliación y mediación. Carlos V, el señor de ambos mundos, ha tomado una importante resolución. El emperador no es ya un inseguro muchacho, como cuando había aparecido en la dieta imperial de Worms. Desengaños y experiencias le han hecho madurar y la gran victoria que acaba de obtener sobre Francia, le da, por fin, el necesario prestigio y autoridad. De regreso en Alemania, está resuelto a implantar un orden definitivo en las disputas religiosas; a establecer, aunque sea por la violencia, la unidad de la Iglesia, desgarrada por Lutero; pero, en lugar de emplear la fuerza, quiere, en el sentido de Erasmo, intentar una inteligencia y procurar una composición entre la antigua Iglesia y las nuevas ideas; «convocar un concilio de hombres sabios y libres de prejuicios», para que escuchen y pesen, con amor y reflexión, todos los argumentos que pueden conducir a una unificada y renovada Iglesia cristiana. Para este objeto, el emperador Carlos V convoca la dieta imperial de Augsburgo.

Esta dieta de Augsburgo es uno de los mayores momentos del destino alemán, y, más aún, una verdadera hora sideral de la Humanidad; una de aquellas ocasiones históricas que no pueden ser evocadas de nuevo; que contienen, plegado dentro de sí, todo el curso de los siglos siguientes. Exteriormente quizás no tan dramática como la de Worms, esta dieta de Augsburgo apenas queda detrás de la otra en cuanto a las consecuencias históricas de sus resoluciones. Allí, como antes, trátase de la unidad espiritual y eclesiástica de Occidente.

Las sesiones de Augsburgo son, al principio, extraordinariamente favorables al pensamiento erasmista, aquel pronunciamiento reconciliador exigido por él, una y otra vez, entre los adversarios espirituales y eclesiásticos. Pues ambos poderes, la antigua y la nueva Iglesia, están afectados por una crisis, y, por ello, dispuestos a grandes concesiones. La Iglesia católica ha perdido mucho de la inabordable soberbia con la cual, al principio, consideraba al pequeño hereje alemán, desde que se dio cuenta de que la causa de la Reforma se ha extendido por todo el Norte de Europa, al igual que un incendio por un bosque, y, de hora en hora, invade mayor campo con sus llamas. Ya es Holanda, ya son los suecos, ya es Suiza, ya Dinamarca, y, ante todo, Inglaterra, los países ganados para la nueva doctrina; por todas partes descubren los príncipes, que siempre se encuentran en dificultades pecuniarias, lo ventajoso que, para el fomento de sus finanzas, es apoderarse en nombre del evangelio, de los ricos bienes de la Iglesia; hace mucho tiempo que los antiguos medios de combate de Roma, fulminaciones de anatema y exorcismos, no tienen ya la fuerza de los tiempos de Canossa, desde que un único fraile agustino pudo quemar, sin ser castigado públicamente, en una alegre hoguera, una bula de excomunión pontificia. Pero lo más espantoso que tuvo que sufrir, a sus propios ojos, el prestigio del papado fue cuando el depositario de las llaves de San Pedro se vio obligado a contemplar a sus pies, desde su castillo del Santo Ángel, una Roma saqueada. El saqueo de Roma ha trastornado, por decenios, el valor y la insolencia de la Curia. Pero también para Lutero y los suyos han llegado horas de preocupación desde los rumorosos y heroicos días de Worms. También en el campamento evangélico van mal las cosas de la «apacible concordia con la Iglesia». Pues, antes aun de que Lutero haya logrado edificar su propia iglesia como una cerrada organización, álzanse ya algunas iglesias opuestas, la de Zuinglio y Karlstadt, la iglesia de Enrique VIII y las sectas de los exaltados y anabaptistas. Ya ha reconocido aquel mismo fanático de la fe, totalmente sincero, que lo que él deseaba en un sentido puramente espiritual ha sido comprendido por muchos en sentido carnal y es explotado furiosamente para utilidad y provecho individuales; del modo más bello, ha expresado Gustavo Freytag la tragedia de los años posteriores de Lutero: «Quien está escogido por el destino para crear de nuevo lo más grande, destruye, al mismo tiempo, una parte de su propia vida. Cuanto más escrupuloso es, tanto más profundamente siente, en su interior, el corte que ha dado en el orden del mundo. Este es el secreto dolor, hasta el arrepentimiento, de todo gran pensamiento histórico». Por primera vez, se muestra ahora, hasta en este hombre duro y en general inconciliable, una leve voluntad de composición, y sus partidarios, que antes tensaban en él la voluntad, hasta con exceso, incluso los príncipes alemanes, se han vuelto ahora más prudentes desde que notan que Carlos V, su señor y emperador, vuelve a tener el brazo libre y armado de buen hierro. Acaso sería aconsejable, piensan muchos de ellos, no ponerse, como rebelde, frente a este señor de Europa: podrían perderse la cabeza y los estados con una rígida obstinación.

Por primera vez, por lo tanto, falta aquella terrible inflexibilidad que, antes y después, rigió las cuestiones religiosas alemanas, y con esta caída de tensión del fanatismo se crea una inmensa posibilidad de paz. Pues si se hubiera logrado una inteligencia, en el sentido de Erasmo, entre la antigua Iglesia y la nueva doctrina, entonces Alemania y el mundo habrían vuelto a verse unidos en lo espiritual, y podrían haber sido evitadas la guerra religiosa de los Cien Años, la guerra civil, la de los Estados, con todas sus horribles destrucciones de valores culturales y materiales. Habría estado asegurada en el mundo la superioridad moral de Alemania, evitada la ignominia de las persecuciones por motivo de fe. Ya no tendría que haberse vuelto a encender ninguna hoguera, el Index y la Inquisición no habrían necesitado poner sus crueles marcas de fuego en la libertad del espíritu, una ilimitada miseria habría sido ahorrada a la castigada Europa. En realidad, sólo un pequeño trecho es el que separa ya a los adversarios. Si queda dominado por el acercamiento de una y otra parte, entonces habrá vencido, de nuevo, la causa de la razón, del humanismo y de Erasmo.

Rica en perspectivas favorables para una tal inteligencia es también esta vez, aparte de lo dicho, la circunstancia de que la representación de la causa protestante no está en las inflexibles manos de Lutero, sino en las más diplomáticas de Melanchthon. Este hombre, notablemente suave y noble, a quien la iglesia protestante celebra como el amigo y auxiliar más fiel de Lutero, fue también, de modo extraño, durante toda su vida, un fiel venerador de su gran adversario y un discípulo inconmovible de Erasmo. Por el carácter de su ánimo, por su naturaleza reflexiva, se encuentra quizás más cerca de la concepción humanística y humana de la doctrina evangélica en el sentido de Erasmo, que del duro y severo formulismo de Lutero; pero la persona y la fuerza de Lutero actúan sobre él, sometiéndolo sugestivamente. En Wittenberg, en su proximidad inmediata, Melanchthon se siente plenamente sometido y entregado a la voluntad de Lutero, le sirve humildemente con todo el celo de su pensante espíritu, claro y organizador. Mas aquí, en Augsburgo, por primera vez apartado de la hipnosis provocada en él por el guiador, puede también desplegarse la otra parte de su naturaleza, puede por fin desarrollarse sin trabas lo erasmista que tiene en sí Melanchthon. Sin reserva, presta su asentimiento Melanchthon, en estas sesiones de Augsburgo, a la más extrema reconciliación; va hasta tan lejos en sus concesiones, que ya casi llega a tener un pie, otra vez, dentro de la antigua Iglesia. La Confesión de Augsburgo, personalmente redactada por él, porque Lutero, según reconoce, «no puede pisar de un modo tan dulce y suave», no contiene, a pesar de sus fórmulas claras y habilidosas, nada groseramente provocador para la Iglesia católica; en la discusión, se eluden previsoramente, con el silencio, ciertas importantes cuestiones discutibles. De este modo, queda sin ser tratada la doctrina de la predestinación, por la cual Lutero había luchado tan agriamente con Erasmo; igualmente, los puntos más espinosos como el derecho divino del pontificado, el carácter indelebilis, inextinguible, del sacerdocio, el número de los sacramentos. Por ambas partes se oyen palabras sorprendentemente conciliadoras. Melanchthon escribe: «Veneramos la autoridad del Romano Pontífice y toda la piedad de la Iglesia sólo con que el papa no nos rechace»; por la otra parte, declara un representante del Vaticano, de modo semioficial, que es discutible la cuestión del matrimonio de los clérigos y de la comunión de los laicos bajo las dos especies. A pesar de todas las dificultades, una leve esperanza llena ya a los participantes. Y si estuviera allí ahora un hombre como Erasmo, de alta autoridad moral, de interna y apasionada voluntad de paz; si emplease toda la fuerza de su elocuencia en la mediación, el arte de su lógica, la maestría de sus fórmulas de lenguaje, acaso podría aún, en el último momento, llevar a una unidad a protestantes y católicos, pues con ambos está íntimamente ligado, con los unos por la simpatía y con los otros por la fidelidad, y el pensamiento europeo se habría salvado.

Este hombre, único y solo, es Erasmo, y el emperador Carlos V, el señor de ambos mundos, lo invitó expresamente para la dieta imperial y con anticipación prometió él su intervención y consejo. Pero, trágicamente, se repite la forma usual del destino de Erasmo: a este hombre que prevé las cosas, y que, sin embargo, jamás se atreve a dar la cara en lo que debe hacerse, sólo le fue dado reconocer siempre, como ningún otro, en toda su trascendencia, los momentos de importancia histórica; mas, sin embargo, omite el acto que lo resolvería todo, por debilidad personal, por incurable ausencia de ánimo. Renuévase aquí su culpa histórica: exactamente, lo mismo que en la dieta de Worms, falta también Erasmo en la de Augsburgo; no puede decidirse a aparecer en persona para sostener su causa, para defender su convicción. Cierto que escribe cartas, muchas cartas, a uno y otro partido; cartas muy prudentes, muy humanas, muy convincentes; trata de inducir a sus amigos de ambos campamentos, a Melanchthon y, por la otra parte, al enviado del papa, a que coincidan hasta lo más extremo. Pero jamás la palabra escrita, en una hora tirante del destino, tiene la fuerza de la exclamación viva y cálida de sangre, y además, también Lutero envía desde Coburgo mensaje tras mensaje, para hacer más duro e inflexible a Melanchthon de lo que querría su íntima naturaleza. Por último, vuelven a ponerse otra vez tirantes las relaciones, porque falta, con su propia persona, el auténtico y genial mediador: en innumerables discusiones, es triturado el pensamiento de una composición, como un fecundo grano de trigo entre las ruedas del molino. El gran concilio de Augsburgo desgarra definitivamente a la cristiandad, a la que debía haber vuelto a unir, en dos opuestas partes de fe; en lugar de la paz, se alza la discordia sobre el mundo. Lutero saca duramente su conclusión: «Si resulta una guerra, nada importa: bastante hemos rogado y hecho nosotros». Y Erasmo dice trágicamente: «Si vieras originarse en el mundo espantosas confusiones, acuérdate entonces de que Erasmo lo había predicho».

Desde este día, cuando su idea «erasmista» tuvo su última y decisiva derrota, este hombre viejo, en su biblioteca de Freiburg, no es ya nada más que un ser inútil, una sombra pálida de su antigua gloria. Y él mismo siente mejor que nadie que a un hombre de silenciosa condescendencia le falta lugar «en esta edad ruidosa, o mejor dicho, furiosa». ¿Para qué arrastrar aún más largo tiempo este cuerpo frágil y reumático por este mundo ajeno ya a todo espíritu de paz? Erasmo está cansado de la vida, a la que tanto amó en otro tiempo; conmovedoramente, brota de sus labios la súplica de «que Dios me llame por fin a sí fuera de este mundo lleno de furor». Pues ¿dónde queda todavía lugar para lo espiritual, si el fanatismo trata a latigazos a los corazones? El alto imperio humanístico, por él edificado, está asaltado por los enemigos y ya medio conquistado; pasados están los tiempos de la eruditio et eloquentia; los seres humanos no prestan ya atención a la palabra, fina y bien ponderada, de la poesía, sino sólo a la grosera y ardorosa de la política. El pensamiento ha decaído hasta el delirio colectivo; se ha puesto el uniforme de luterano o de papista; los sabios no luchan ya con elegantes cartas y folletos, sino que se arrojan unos a otros, a modo de las mujeres del mercado, groseras y ordinarias palabras injuriosas; nadie aspira a comprender al otro, sino que cada cual quiere imprimir poderosamente su doctrina en el prójimo, como una marca de fuego. Y ¡desgraciados de aquellos que pretendan permanecer apartados y se agarren a sus propias convicciones! Contra los que quieren estar entre los partidos y por encima de ellos, se dirige un odio doblado. ¡Qué solitario llega a estar en tales tiempos el que sólo depende de lo espiritual! ¡Ay! ¿Para quién se ha de escribir todavía, si en medio de los ladridos y chillería política los oídos se han hecho sordos para los finos tonos intermedios, para la ironía delicada y penetrante? ¿Con quién disputar teológicamente sobre ciencia de Dios, desde que ha caído en manos de doctrinarios y fanáticos, los cuales, como último y mejor argumento de la razón que tienen, acuden a la soldadesca, a las tropas de caballería y a los cañones? Ha comenzado una batida contra los que no piensan como la generalidad y los que piensan libremente; la dictadura del pensar unilateral. Créese servir al cristianismo con mazas de armas y espadas de verdugo, y precisamente, de los más espirituales, de los más osados entre los pensadores religiosos, se apodera la más ruda violencia. Ha llegado el tumulto que Erasmo había predicho: de todos los países arrojan mensajes de espanto sobre su desesperado y fatigado corazón. En París han quemado a fuego lento a su traductor y discípulo Berquin; en Inglaterra, sus queridos John Fisher y Thomás Morus, sus más nobles amigos, han sido arrastrados bajo el hacha del verdugo (¡dichoso quien tiene fuerzas para ser mártir de su fe!), y Erasmo balbucea al recibir el mensaje: «Es para mí como si yo mismo hubiera muerto con ellos». Zuinglio, con el cual frecuentemente ha cambiado cartas y palabras amables, ha sido muerto a mazazos en el campo de batalla de Kappel; Tomás Münzer, martirizado hasta la muerte con tales torturas como los paganos y los chinos no habrían sabido imaginar más horrorosas. A los anabaptistas se les arranca la lengua, a los predicadores los despedazan con tenazas al rojo y los tuestan amarrados al poste de los herejes; saquean las iglesias, queman los libros, queman las ciudades. Roma, la maravilla del mundo, ha sido asolada por los lansquenetes… ¡Oh Dios, qué bestiales instintos se desencadenan rugientes en tu nombre! No, el mundo no tiene ya espacio para la libertad de pensamiento, para la comprensión y la tolerancia, estas ideas originarias de la doctrina humanista. Las artes no pueden prosperar en un terreno tan ensangrentado; se ha terminado para decenios, para siglos, acaso para siempre, el tiempo de una comunidad supernacional, y también el latín, está última lengua de la Europa unida, la lengua de su corazón, perece: ¡pues perece tú también, Erasmo!

Pero ¡fatalidad de su vida!, aún otra vez, pero la última, tiene ahora que ponerse nuevamente en camino este eterno nómada. Aún otra vez, casi a los setenta años, huye súbitamente de su casa y hogar. Le ha acometido un ansia plenamente inexplicable de abandonar Freiburg para trasladarse a Brabante, cuyo duque lo ha llamado desde allí; pero en lo profundo, otra cosa es la que lo llama: la muerte. Una misteriosa intranquilidad se ha apoderado de él, y aquel que durante toda su vida fue un cosmopolita, un consciente hombre sin patria, experimenta ahora la necesidad, angustiosa y afectuosa, de ver la tierra natal. El cuerpo fatigado quiere volverse al sitio de donde ha salido; un presentimiento le dice que su viaje por la vida toca a su término.

Pero no alcanza ya su objeto. En un cochecillo de viaje, de los que en general sólo son utilizados por las mujeres, han llevado a Basilea al hombre caduco; allí el anciano quiere descansar y esperar aún durante algún tiempo, hasta que comience el deshielo y con la primavera pueda trasladarse a Brabante, en su patria. Mientras tanto, le retiene Basilea; aquí siempre hay todavía algún calor espiritual; aquí viven aún algunos amigos fieles, el hijo de Froben, Amerbach y otros. Éstos cuidan de la cómoda instalación del enfermo, lo llevan a su casa. Y también está allí todavía la antigua imprenta, y, feliz de nuevo, puede presenciar la transformación de lo pensado y escrito en palabra impresa; respirar el craso olor de las prensas; tener entre las manos los libros, bella y claramente impresos, y celebrar con ellos sus diálogos maravillosamente silenciosos, bellamente pacíficos e instructivos. Del todo en paz y apartado del mundo, demasiado fatigado, ya sin fuerzas para abandonar la cama durante más de cuatro o cinco horas cada día, pasa Erasmo el último tiempo de su vida con un intenso frío. Tiene la sensación de estar olvidado y proscrito, pues los católicos ya no lo solicitan y los protestantes se mofan de él; nadie le necesita, nadie solicita ya su juicio y sentencias. «Mis enemigos aumentan, mis amigos desaparecen», quéjase desesperadamente el solitario, para quien el humano trato espiritual fue la mayor belleza y la mayor dicha de la vida.

Pero ved: aún otra vez, como una golondrina retrasada que golpea en una ventana ya invernal y cubierta de hielo, una palabra de respeto y de saludo llama a su puerta. «Todo lo que soy y lo que valgo lo he recibido únicamente de ti, y, si yo no quisiera reconocer esto, sería el hombre más desagradecido de todos los tiempos. Salve itaque etiam atque etiam, pater amantissime, pater decusque patriæ, literarum assertor, veritatis propugnator invictissime. (Te saludo y otra vez te saludo, padre amado y honor de la patria, espíritu protector de las artes, invencible combatiente por la verdad)». El nombre de la persona que escribe estas palabras ha de brillar por encima del suyo; es Francois Rabelais, que, en la aurora de su gloria juvenil saluda al crepúsculo del moribundo maestro. Y después viene todavía otra carta, una carta de Roma. Impacientemente la abre Erasmo, el septuagenario, y la deja a un lado, sonriendo amargamente. ¿No se están burlando de él? El nuevo papa le ofrece un capelo cardenalicio con la más rica prebenda, a él, que durante toda su vida, a causa de su libertad, ha huido despreciativamente de todos los cargos de este mundo. Con superioridad, se mega a recibir este honor casi ofensivo. «¿Debo yo, hombre moribundo, echar sobre mí cargas que he rechazado durante toda mi vida?». No, morir libre como libre ha vivido. Libre y sin hábitos ni uniformes, sin condecoraciones ni honores terrenos, libre como todos los solitarios y solitario como todos los libres.

El eterno y más fiel amigo de toda soledad y su consuelo, el trabajo, permanece hasta el último momento junto al enfermo. Tendido en la cama, con el cuerpo retorcido de dolores y manos temblorosas, escribe y escribe, día y noche, sus comentarios sobre Orígenes, folletos y cartas. Ya no escribe por la gloria ni por el dinero, sino únicamente por el misterioso placer de aprender por medio de la espiritualización de la vida y de vivir otra vez con mayor fuerza gracias a lo aprendido: aspirar ciencia y exhalar ciencia; sólo esta eterna diástole de toda existencia terrena, sólo este movimiento circular mantiene todavía en curso su sangre; activo hasta el último momento, refugiase en el santo laberinto del trabajo para escapar de un mundo al cual ya no conoce ni comprende, un mundo que ya no quiere conocerlo ni comprenderlo a él. Finalmente, la gran portadora de paz se acerca a su lecho. Y ahora que está cerca de ella, de la muerte, a la que Erasmo ha temido de un modo tan excesivo durante toda su vida, el hombre fatigado la contempla tranquilo y casi con gratitud. Su espíritu aún permanece claro hasta la despedida, todavía compara a los amigos que rodean su cama, Froben y Amerbach, con los amigos de Job y conversa con ellos en el latín más bruñido y rico de ingenio. Pero después, en el último minuto, cuando ya la falta de aliento le aprieta la garganta, ocurre algo extraño: el gran sabio humanista, que durante toda su vida sólo ha hablado y escrito en latín, olvida súbitamente esta lengua habitual, y para él la más natural, y, en el temor primitivo de la criatura ante la muerte, sus labios, entumecidos, balbucean de repente el lieve God, aprendido de niño en su patria: la primera palabra y la última de su vida tienen idéntico acento neerlandés. Y después, sólo un suspiro y tiene ya lo que tan profundamente ha anhelado para toda la Humanidad: la paz.