Misión y sentido de la vida

Erasmo de Rotterdam, un tiempo la mayor y más resplandeciente gloria de su siglo, apenas, no lo neguemos, es algo más que un nombre en el día de hoy. Sus innumerables obras, redactadas en un olvidado idioma supernacional, el latín humanístico, duermen ininterrumpidamente en las bibliotecas; apenas una sola de las que tuvieron fama universal en otro tiempo nos dice ya nada en el nuestro. También su personalidad, por ser de difícil comprensión y presentar sombras crepusculares y contradicciones, ha sido fuertemente obscurecida por la de otros reformadores universales, más robustos y fogosos, y de su vida privada hay poco interesante que comunicar: una criatura humana de existencia silenciosa e incesante trabajo proporciona rara vez una brillante biografía. Pero hasta su auténtica acción ha quedado soterrada y oculta en la conciencia del tiempo presente, como siempre lo están los cimientos bajo el edificio ya construido. Clara y brevemente, por ello, anticipemos aquí lo que hace que Erasmo de Rotterdam, el gran olvidado, sea todavía hoy, y precisamente hoy, de tanto valor para nosotros: entre todos los escritores y creadores del Occidente fue el primer europeo consciente, el primer combatidor amigo de la paz, el más elocuente defensor del ideal humanístico, benévolo para lo mundano y lo espiritual. Y como, además, fue vencido en su lucha por lograr una forma más justa y comprensiva para nuestro mundo espiritual, este su trágico destino lo liga aún más íntimamente con nuestra fraternal sensibilidad.

Erasmo amó muchas cosas que son queridas hoy para nosotros: la poesía y la filosofía, los libros y las obras de arte, las lenguas y los pueblos, y, sin hacer diferencia entre todos ellos, el conjunto de la humanidad, para el logro de una más alta civilización. Y sólo una cosa odió de verdad sobre la tierra, como antagónica de la razón: el fanatismo. Siendo él mismo el menos fanático de todos los hombres, un espíritu acaso no de suprema categoría pero del saber más dilatado, un corazón no mugiente de bondades pero de proba benevolencia, veía Erasmo en toda forma de intolerancia de opiniones el pecado original de nuestro mundo. En su opinión, casi todos los conflictos entre hombres y entre pueblos podían ser resueltos sin violencia, mediante mutua tolerancia, porque todos caen dentro de los dominios de lo humano; casi toda conflagración podía resolverse por medio de árbitros si los incitadores y exaltados de una y otra parte no dieran tensión al arco de la guerra. Por ello combatía Erasmo cualquier fanatismo, ya en el terreno religioso, en el nacional o en el del modo de concebir el Universo y la vida, como perturbador nato y jurado de toda comprensión; odiaba a todos los obstinados y monoideístas, ya aparecieran en hábitos sacerdotales o con togas académicas, a los que llevaban anteojeras en el pensamiento y a los fanáticos de toda clase y raza, que en todas partes exigen una obediencia de cadáver para sus propias opiniones, y a toda otra concepción la llaman despectivamente herejía o bribonería. Así como a nadie quería constreñir a que aceptara las concepciones que él enseñaba, también oponía decidida resistencia a que le forzaran a seguir cualquier confesión religiosa o política. La independencia del pensamiento era para él cosa evidente, y este libre espíritu siempre consideró como un secuestro de la divina pluralidad del mundo el que alguien, ya en el púlpito o ya en la cátedra, se levantara y hablara de su propia verdad personal como de una misión que Dios le hubiere confiado, hablándole al oído, a él y sólo a él. Con toda la fuerza de su inteligencia, centelleante y convincente, combatió, por tal motivo, en todos los terrenos, a lo largo de toda una vida, contra los fanáticos ergotizantes de sus propias creencias, y sólo en muy raras y felices horas se rió de ellos. En tales momentos más suaves apareciósele el fanatismo de frente estrecha, sólo como una lamentable limitación del espíritu, como una de las innumerables formas de la stultitia, cuyas mil degeneraciones y variedades tan regocijadamente clasificó y caricaturizó en su Elogio de la locura. Como hombre justo, auténtico y sin prejuicios, comprendió y compadeció hasta a su más encarnizado enemigo. Pero en lo más profundo, siempre supo Erasmo que este perverso espíritu de la naturaleza humana, el fanatismo, había de destrozar su propio mundo benigno y su existencia.

Pues la misión y el sentido de la vida de Erasmo era realizar la síntesis armónica de lo contradictorio en el espíritu de la humanidad. Había nacido con un carácter armonizador, o, para hablar como Goethe, que era semejante a él en la repulsa de todo lo extremo, con «una naturaleza comunicativa». Toda poderosa subversión, todo tumulto, toda turbia disputa entre las masas, oponíase, ante su sensibilidad, al claro ser de la razón del mundo, a cuyo servicio sentíase obligado como fiel y sereno mensajero, y en especial la guerra, como la más grosera y desaforada forma de resolver internas oposiciones, le parecía incompatible con una humanidad que pensara moralmente. El arte singular de limar conflictos mediante una bondadosa comprensión, de aclarar lo turbio, de concertar lo embrollado, de casar de nuevo lo desunido y dar a lo disgregado un más alto enlace común, era la auténtica fuerza de su paciente genio, y con gratitud, sus contemporáneos llamaron simplemente «erasmismo» a esta voluntad de comprensión que actuaba en plurales formas. Para este «erasmismo» es para lo que aquel hombre quería ganar el mundo. Como reunía en su misma persona todas las formas del poder creador, y a un tiempo era poeta, filólogo, teólogo y pedagogo, consideraba también como posible, en el ámbito total del mundo, el enlace de lo irreconciliable aparentemente; ninguna esfera fue inalcanzable, o ajena, a su arte de conciliador. Para Erasmo no existía ninguna oposición moral irreducible entre Jesús y Sócrates, entre doctrina cristiana y sabiduría antigua, entre piedad y moralidad. Ordenado sacerdote, admitió a los paganos, en el sentido de la tolerancia, en su espiritual celeste paraíso, y los colocó fraternalmente junto a los padres de la Iglesia; la filosofía, como la teología, era para él una forma de buscar a Dios, e igualmente pura; no levantaba la mirada hacia el cielo cristiano con menor fe que con gratitud hacia el Olimpo griego. El Renacimiento, con su sensual y alegre superabundancia, no le parecía, al igual que Calvino y otros fanáticos, como enemigo de la Reforma, sino como su hermano más libre. No avecindado en ningún país, pero familiar con todos, primer cosmopolita y europeo consciente, no reconocía ninguna superioridad de una nación sobre las otras, y como había enseñado a su corazón a valorar sólo a los pueblos en virtud de sus espíritus más nobles y cultivados, en razón de su élite, todos le parecían dignos de afecto. Convocar a todos estos espíritus selectos de todos los países, razas y clases para formar una gran liga de gente cultivada, esta elevada tentativa tomóla a su cargo Erasmo como meta propia de su vida, y al levantar al latín, la lengua que estaba sobre las lenguas, a una nueva forma artística y capacidad de exposición, creó para los pueblos de Europa —¡cosa inolvidable!—, por espacio de una hora universal, una forma supernacional y unitaria de pensamiento y expresión. Su dilatado saber volvía agradecido la vista hacia lo pasado; su creyente sentido dirigíase, lleno de esperanza, hacia lo porvenir. Pero apartaba tenazmente la vista de la barbarie del mundo, que aspira, una y otra vez, a confundir, zopenca y malignamente, el plan divino con permanente hostilidad; sólo la esfera superior, la que crea y da forma, atraíale fraternalmente, y consideraba como misión de todo hombre espiritual dilatar y amplificar este espacio, a fin de que alguna vez, como la luz del cielo, abarque, unitaria y puramente, a toda la humanidad. Pues ésta era la fe más íntima de este temprano humanismo (y su hermoso, su trágico error): Erasmo y los suyos consideraban posible el progreso de la humanidad por medio de la ilustración, y confiaban en la capacidad educativa, tanto de los individuos como de la totalidad, mediante una difusión más general de la cultura, de los escritos, estudios y libros. Estos tempranos idealistas tenían una conmovedora y casi religiosa confianza en la capacidad de ennoblecimiento de la naturaleza humana por medio del perseverante cultivo de la enseñanza y la lectura. Como hombre de letras que creía en los libros, no dudó jamás Erasmo de la perfecta posibilidad de que la moral fuera enseñada y aprendida. Y la solución del problema de la armonización completa de la vida parecíale ya garantizada por esta humanización de la humanidad, soñada por él como muy próxima.

Tan alto sueño estaba constituido de tal forma, que, como imán poderoso, podía atraer en todos los países a los espíritus mejores de aquel tiempo. Al hombre dotado de sensibilidad moral, siempre le parece como cosa insubstancial y sin sentido la propia existencia, sin el consolador pensamiento, creencia que dilata el alma, de que también él, como individuo aislado, con su deseo y su acción, puede añadir algo a la moralización general del mundo. El momento presente no es más que un peldaño para una mayor perfección, sólo preparación de un proceso vital mucho más perfecto. Quien sabe dar autoridad, por medio de un nuevo ideal, a esta fuerza de esperanza en el progreso moral de la humanidad, llega a ser guía de su generación. De éstos fue Erasmo. La hora era singularmente favorable para su idea de unión europea en el espíritu de la humanidad, pues los grandes descubrimientos e invenciones del cambio de siglo, la renovación de las ciencias y las artes por el Renacimiento, habían vuelto a ser, desde tiempo atrás, para toda Europa, un dichoso y sobrenacional acontecimiento colectivo; por primera vez, después de innumerables años de depresión, daba ánimos al mundo de Occidente la confianza en su destino, y, de todos los países, las mejores fuerzas idealistas concurrían hacia el humanismo. Todos querían ser ciudadanos, ciudadanos del mundo, en este imperio de la cultura; emperadores y papas, príncipes y sacerdotes, artistas y hombres de Estado, mancebos y mujeres, rivalizaban en instruirse en las artes y ciencias; el latín llegó a ser su idioma fraternal común, un primer esperanto del espíritu: por primera vez, desde la ruina de la civilización romana —¡glorifiquemos este hecho!—, gracias a la república de sabios de Erasmo, volvía a estar en formación una cultura europea colectiva; por primera vez, no la vanidad de una sola nación, sino la salud de toda la humanidad, era la meta de un grupo fraternal de idealistas. Y esta aspiración de los hombres espirituales a ligarse en espíritu, de los idiomas a entenderse en un súper idioma, de las naciones a hacer las paces valederamente en lo sobrenacional, este triunfo de la razón fue también el triunfo de Erasmo, su sagrada, pero breve y transitoria, hora universal.

¿Por qué no podía durar —pregunta dolorosa— un imperio tan puro? ¿Por qué vuelven a ser siempre vencidos los mismos altos y humanos ideales de comprensión espiritual, por qué lo «erasmista» tiene siempre tan escasa fuerza efectiva en una humanidad que conoce, sin embargo, desde hace mucho tiempo lo absurdo de toda hostilidad? Tenemos, por desgracia, que reconocer y confesar claramente que un ideal que sólo se propone el bienestar general jamás puede satisfacer por completo a dilatadas masas del pueblo; en los caracteres de tipo medio también el odio exige el cumplimento de sus sombríos derechos junto a la pura fuerza del amor, y el provecho personal de cada individuo quiere obtener también de aquella idea rápidas ventajas individuales. Para la masa siempre será más accesible que lo abstracto lo concreto y aprehensible; por ello, en lo político siempre encontrará más fácilmente partidarios todo programa que, en lugar de un ideal, proclame una hostilidad, una oposición bien comprensible y manejable, que se dirija contra otra clase social, otra raza, otra religión, pues, con el odio puede encender fácilmente el fanatismo sus criminales llamas. Por el contrario, un ideal puramente unificador, un ideal supernacional y panhumano como el erasmismo carece, naturalmente, de todo impresionante efecto óptico para una juventud que quiere ver, al luchar, los ojos de su adversario, y jamás trae consigo aquel elemental atractivo que tiene lo orgullosamente disgregador, que muestra siempre al enemigo más allá de las fronteras del propio país y fuera de las de la propia comunidad religiosa. Por ello siempre encontrarán más fácilmente secuaces los espíritus partidistas, que azuzan en una determinada dirección el eterno descontento humano; mas el humanismo, la doctrina de Erasmo, que no tiene espacio para ninguna suerte de odio, que fija heroicamente su paciente aspiración en una meta lejana y apenas visible, es, y seguirá siendo, un ideal de espíritus aristocráticos, en cuanto el pueblo que ella sueña, en cuanto la nación europea, no esté realizada. A un tiempo idealistas, y a pesar de ello conocedores de la naturaleza humana, los partidarios de una futura inteligencia de la humanidad no pueden dejar de ver con claridad que su obra está siempre amenazada por el elemento eternamente irracional de la pasión; tienen que tener conciencia, al sacrificarse, de que siempre y en todos los tiempos volverá a haber oleadas de fanatismo, brotadas de las primitivas profundidades del orbe de impulsos humanos, que inundarán y destrozarán todo dique: casi no hay generación que no sufra tal retroceso, y, después de ello, su deber moral es sobreponerse a este desconcierto interno.

Pero la tragedia personal de Erasmo consiste en que precisamente él, el más antifanático de todos los hombres, y precisamente en el momento en que la idea de lo supernacional resplandecía por primera vez victoriosa en Europa, fue arrebatado en medio de una de las más salvajes explosiones de pasión colectiva, nacional y religiosa que conoce la historia. Por lo general aquellos acontecimientos a los que atribuímos una significación histórica no llegan en modo alguno hasta la viviente conciencia del pueblo. Aun las mayores olas de la guerra no alcanzaban, en siglos anteriores, si no a poblaciones aisladas, a aisladas provincias, y en general el hombre espiritual podía lograr mantenerse aparte de la agitación en caso de contiendas sociales o religiosas, y contemplar desde lo alto, con corazón imparcial, las pasiones de los políticos —Goethe es el mejor ejemplo de ello, el cual, imperturbable, prosiguió creando su obra íntima en medio del tumulto de las guerras napoleónicas—. Pero a veces, en muy rara ocasión en el decurso de los siglos, se originan tensiones contrapuestas de tal fuerza de impulsión, que todo el mundo queda desgarrado en dos pedazos, lo mismo que una tela, y este desgarrón gigantesco se extiende a través de todo el país, de toda ciudad, de toda casa, de toda familia, de todo corazón. Por todas partes, entonces, con su presión monstruosa, se apodera del individuo la fuerza inmensa de las masas, y éste no puede defenderse, no puede salvarse de la locura colectiva; un oleaje tan furioso no permite que haya ninguna firme posición, ninguna posición aparte. Estas totales divisiones del mundo pueden hacer explosión por el choque de problemas sociales, religiosos o de cualquier otra índole teórica y espiritual, pues en el fondo es siempre indiferente para el fanatismo la materia con que se inflama; sólo quiere arder y dar llamas, descargar su fuerza de odio acumulado; y precisamente en tales apocalípticas horas universales es cuando con mayor frecuencia irrumpe en el delirio de las masas el demonio de la guerra, rompe las cadenas de la razón y se precipita sobre el mundo, libre y lleno de gozo.

En tales espantosos momentos de locura colectiva y división universal carece de toda defensa la voluntad individual. En vano es que el hombre espiritual quiera salvarse en la apartada esfera de la meditación; los tiempos le fuerzan a penetrar en el tumulto, hacia la derecha o hacia la izquierda, a inscribirse en un bando o en otro, a adoptar un lema u otro de los partidos en lucha; nadie, entre los cientos de miles y millones de combatientes, necesita en tales momentos de mayor valor, de más fuerza, de más decisión moral que el hombre que ha adoptado una posición central, que no quiere someterse a ningún delirio partidista, a ninguna unilateralidad de pensamiento. Y aquí comienza la tragedia de Erasmo. Como el primer reformador alemán (y realmente el único, pues los otros más bien fueron revolucionarios que reformadores), había tratado de renovar la Iglesia católica según las leyes de la razón; pero el Destino puso frente a él, hombre de espíritu de muy dilatada amplitud de horizontes, evolucionista, un hombre de acción, Lutero, un revolucionario, agitado demoníacamente por las broncas fuerzas del pueblo alemán. De un solo golpe el férreo puño aldeano del doctor Martín destroza lo que la fina mano de Erasmo, sólo armada de la pluma, se había esforzado por enlazar, tímida y delicadamente. Durante siglos quedará partido el orbe cristiano y europeo en católicos contra protestantes, gentes del norte contra gentes del sur, germanos contra romanos: en este momento sólo hay una elección, una decisión posible para los alemanes, para los hombres de Occidente: o papistas o luteranos, o el poder de las llaves de San Pedro o el Evangelio. Pero Erasmo —y ésta es su acción más memorable— es el único entre los guiadores de aquella época que se niega a adscribirse a un partido. No se pone del lado de la Iglesia, no se pone del de la Reforma, por estar ligado con ambos bandos: con la doctrina evangélica, ya que por convicción era el primero que la había exigido y fomentado; con la Iglesia católica, por defender en ella la última forma de unidad espiritual de un mundo que se viene abajo. Pero a la derecha hay exageración y a la izquierda hay exageración, a la derecha fanatismo y a la izquierda fanatismo, y él, el hombre inmutablemente antifanático, no quiere servir a una exageración ni a la otra, sino sólo a su norma eterna, la justicia. En vano se coloca como mediador en el centro, y con ello en el puesto de mayor peligro, para salvar, en esta discordia, lo general humano, los bienes de la cultura colectiva; intenta, con sus desnudas manos, mezclar fuego y agua, reconciliar unos fanáticos con otros: cosa imposible, y, por ello, doblemente excelsa. Al principio en ninguno de los dos campos se comprende su conducta, y, como habla con suavidad, cada cual confía en poderlo atraer para su propia causa. Pero apenas comprenden ambos que este espíritu libre no quiere prestar acatamiento a ninguna ajena opinión ni proteger ni ayudar a ningún dogma, el odio y el escarnio caen sobre él desde la derecha y desde la izquierda. Como Erasmo no quiere ser de ningún partido, rompe con los dos; «para los güelfos soy un gibelino, y para los gibelinos un güelfo». Lutero, el protestante, maldice gravemente su nombre; la Iglesia católica, por su parte, pone en el índice todos sus libros. Pero ni amenazas ni injurias pueden inclinar a Erasmo hacia un partido o hacia otro; nulli concedo, «no quiero pertenecer a ninguno»; este lema suyo lo mantiene hasta el final; es homo pro se, hombre aparte, hasta sus últimas consecuencias. Frente a los políticos, frente a los conductores y seductores populares que impulsan hacia una pasión unilateral, el artista, el hombre de espíritu en el sentido de Erasmo tiene la misión de ser el mediador comprensivo, hombre de mesura y de centro. No tiene que estar en ningún frente de batalla, sino única y exclusivamente en la que se libra contra el enemigo común de todo libre pensamiento: contra el fanatismo; no apartado de los partidos, pues participar en el sentimiento de todo lo humano es vocación del artista, sino por encima de ellos, au-dessus de la melée, combatiendo las exageraciones de uno y otro lado, y, en todos, el odio sin sentido y siniestro.

Esta posición de Erasmo, esta indecisión, o mejor dicho esta voluntad de no decidir, fue, con gran simplicidad, calificada por sus contemporáneos y sucesores como cobardía, y se mofaron de sus vacilaciones conscientes como si fueran flojera e inconstancia. En efecto, Erasmo no se confesó con abierto pecho al mundo, como un Wínkelried; el heroísmo sin temor no era propio suyo. Con toda prudencia se plegó para apartarse; galantemente osciló como una caña, a derecha e izquierda, pero sólo para no dejarse romper por el viento y volver siempre otra vez a levantarse. No llevó orgullosamente, como una bandera, delante de sí, su declaración de independencia, su nulli concedo, sino escondido bajo el manto como linterna de ladrón; temporalmente se agazapó y ocultó en escondrijos y utilizó efugios y pretextos durante las más bárbaras colisiones del delirio colectivo; pero —y esto es lo más importante— mantuvo a salvo e intacta de los espantosos huracanes de odio de su tiempo su joya espiritual, su fe en la humanidad, y en este breve pabilo ardiente pudieron encender sus luces Spinoza, Lessing y Voltaire, como podrán hacerlo, más tarde, todos los futuros europeos. Como único de su generación espiritual, Erasmo permaneció más fiel a toda la humanidad que a un clan determinado. Fuera del campo de batalla, no perteneciendo a ningún ejército y hostilizado por ambos, Erasmo murió solo y solitario. Solitario, es verdad; pero —y esto es lo decisivo— independiente y libre.

Mas la historia es injusta con los vencidos. No ama mucho a los hombres mesurados, a los mediadores y reconciliadores, a los hombres de la humanidad. Sus favoritos son los apasionados, los desmedidos, los bárbaros aventureros del espíritu y de la acción: de este modo ha apartado la vista casi despectivamente de este callado servidor de los sentimientos humanitarios. En el cuadro gigantesco de la Reforma, Erasmo se alza en último término. Dramáticamente cumplen los otros su destino, todos aquellos posesos de su genio y de su fe: Hus se asfixia entre las llamas ardientes; Savonarola es amarrado al poste de la hoguera en Florencia; Servet, arrojado al fuego por el fanático Calvino. Cada cual tiene su hora trágica: Thomas Münzer es tenaceado con tenazas de fuego; John Knox, clavado en su propia galera; Lutero, apoyándose ampliamente sobre la tierra alemana, lanza contra el emperador y el Imperio su amenaza de: «No puedo hacer otra cosa». A Thomas Morus y a John Fisher les ponen la cabeza sobre el tajo de los criminales; Zuinglio, acogotado por la maza de armas, yace en la llanura de Cappel: todos ellos figuras inolvidables, intrépidos en su creyente furor, estáticos en sus cuitas, grandes en su destino. Mas detrás de ellos prosigue ardiendo la llama fatal del delirio religioso; los destruidos castillos de la Guerra de los Aldeanos son testigos infamadores de aquel Cristo, mal comprendido, cada cual según su modo, por aquellos fanáticos; las ciudades arruinadas, las granjas saqueadas de la Guerra de los Treinta Años y de la de los Cien Años, estos panoramas apocalípticos claman a los cielos la sinrazón terrena del «no querer ceder». Pero en medio de este tumulto algo detrás de los capitanes de esta guerra eclesiástica, y claramente alejado de todos ellos, nos contempla el fino semblante de Erasmo, levemente sombreado de duelo. No está amarrado a ninguna picota de martirio, su mano no aparece armada con ninguna espada, ninguna ardiente pasión abrasa su semblante. Pero claramente se destaca su mirada, azul, luminosa y tierna, inmortalizada por Holbein, y, a través de todo aquel tumulto de pasiones colectivas se dirige hacia nuestra época, no menos agitada. Una serena resignación sombrea su frente —¡ay, conoce la eterna stultitia del mundo!—, mientras que una leve y muy delicada sonrisa de confianza se muestra en torno a sus labios. Lo sabe, en su experiencia; es propio del modo de ser de todas las pasiones el llegar a fatigarse. Es destino de todo fanatismo el agotarse a sí propio. La razón, eterna y serenamente paciente, puede esperar y perseverar. A veces, cuando las otras alborotan, en su ebriedad, tiene que enmudecer y guardar silencio. Pero su hora llega, vuelve a llegar siempre.