La lucha por la independencia
Con la dieta de Worms, con la fulminación del anatema de la Iglesia y la proscripción imperial, cree Erasmo —y la mayoría comparte este sentimiento— que queda terminada la tentativa de reforma de Lutero. Lo que resta es franca rebelión contra el Estado y la Iglesia, una nueva sublevación, como la de los albigenses, la de los valdenses o de los husitas, que es probable que sea aniquilada de la misma cruel manera, y precisamente esta solución guerrera era lo que Erasmo quería que fuera evitado. Su sueño había sido reedificar, por medio de una reforma, la doctrina evangélica de la Iglesia, y, a tal objetivo habríale prestado gustoso su asistencia. «Si Lutero permanece en el seno de la Iglesia católica, apareceré con gusto a su lado», había prometido públicamente. Pero, de un solo tirón y rasgón, el hombre violento se ha desprendido para siempre de Roma. Ahora ya está hecho. «La tragedia de Lutero está acabada. ¡Ay, si nunca hubiera aparecido en escena!», es el lamento del engañado amigo de la paz. Extinguida está la chispa de la doctrina evangélica, hundida la estrella de la luz espiritual, actum est de stellula lucís evangelícæ. Ahora, los alguaciles y los cañones decidirán los asuntos de Cristo, pero Erasmo está decidido a apartarse de todo futuro conflicto; se siente demasiado débil para aquella gran prueba. Reconoce humildemente que no posee, para una decisión tan inmensa y llena de responsabilidad, aquella última certidumbre divina y personal de que se alaban los otros: «¡Ojalá que Zuinglio y Bucer posean el espíritu! Erasmo no es nada más que un hombre y no puede percibir el lenguaje del espíritu». El cincuentón, que desde hace mucho tiempo ha adquirido el profundo concepto de la impenetrabilidad de los problemas divinos, no se siente llamado a ser quien lleve la palabra en esta disputa; sólo quiere servir, en silencio y con humildad, allí donde reina claridad eterna, en la ciencia y en el arte. Así, huyendo de la teología, de la política del Estado y de la discordia eclesiástica, se refugia en su cuarto de estudio; apartándose de las disputas, viene a buscar el silencio sublime de los libros; en este terreno aún puede ser de utilidad para el mundo. Por lo tanto, ¡retírate a tu celda, viejecillo, y cierra las ventanas contra las tempestades de los tiempos! ¡Deja la lucha para los otros, los que sienten en su corazón las voces divinas, y prosigue la tarea más tranquila de defender la verdad en las puras esferas del arte y de la ciencia! «Aunque las corrompidas costumbres del clero romano exigen un extraordinario remedio, no me corresponde a mí, ni a las gentes de mi modo de ser, el arrogarnos la cuestión del salvamento. Prefiero soportar el actual estado de cosas, que no ser yo quien suscite nuevas intranquilidades, cuyo rumbo corre a menudo hacia los fines más opuestos. Conscientemente, nunca he sido ni seré jefe ni participante en una rebelión».
Erasmo se ha apartado de la querella eclesiástica para retirarse al arte y a la ciencia, a su propia obra. Siente repugnancia ante este ladrar y regañar de los partidos. Consulo quieti meæ, ya no quiere más que tranquilidad, el sagrado otium del artista. Pero el mundo se ha juramentado para no dejarle descansar. Hay tiempos en los cuales la neutralidad recibe el nombre de crimen; en momentos políticamente agitados, el mundo exige que claramente se esté en favor o en contra, se sea luterano o papista. La ciudad de Lovaina, donde reside, le hace difícil mantenerse en paz, y mientras que toda la Alemania reformista censura a Erasmo por ser un amigo demasiado tibio de Lutero, atácale aquí la Facultad, severamente católica, y lo califica de instigador de la «peste luterana». Los estudiantes, que siempre son las tropas de choque de todo radicalismo, preparan ruidosas manifestaciones contra Erasmo, le derriban su cátedra, y, al mismo tiempo, en los pulpitos de Lovaina, se excita el celo contra él, tanto, que el legado pontificio, Alejandro, tiene que emplear toda su autoridad para reprimir, por lo menos, las injurias públicas contra su antiguo camarada. El valor no figuró nunca entre las notas características de Erasmo; por lo tanto, prefiere huir en vez de luchar. Lo mismo que anteriormente de la peste, así huye ahora del odio de la ciudad en la cual había realizado su obra durante años enteros. A toda prisa recoge el viejo nómada sus escasos muebles y se pone en viaje. «Tengo que guardarme de que no me destrocen los alemanes, que son ahora como endemoniados, antes de que abandone Alemania». Siempre, el hombre sin partido viene a caer en medio de las más amargas querellas.
Erasmo ya no quiere vivir en ninguna ciudad acentuadamente católica ni en ninguna reformada; sólo el neutral es terreno acomodado para su destino. Por lo tanto, busca refugio en el eterno asilo de toda independencia, en Suiza. Basilea será desde ahora, durante muchos años, su ciudad predilecta; situada en el centro de Europa, tranquila y distinguida, con limpias calles, con habitantes desapasionados, no sometida a ningún príncipe amigo de la guerra, sino democráticamente libre, prométele la anhelada tranquilidad al sabio independiente. Encuentra aquí una universidad y amigos muy sabios que le conocen y veneran; encuentra aquí complacientes famuli, amables auxiliares para su obra; encuentra aquí artistas como Holbein, y, sobre todo a Froben, el impresor, ese gran maestro de su oficio, con quien desde hace años le ligan las más gratas tareas en común. Gracias al celo de sus admiradores es puesta a su disposición una cómoda casa; por primera vez aquel emigrante eterno experimenta algo como un sentimiento de hogar en esta libre y hospitalaria ciudad. Aquí puede vivir para el espíritu, es decir, para su verdadero y auténtico mundo. Sólo donde puede escribir pacíficamente sus libros, donde se los imprimen con cuidado, le es posible encontrarse a su gusto. Basilea llega a ser el gran lugar de reposo de su vida. Aquí, el eterno pasajero vivió más largo tiempo que en ningún otro sitio, ocho años enteros, y, en el curso de los tiempos, el nombre de la ciudad y el suyo propio se han enlazado gloriosamente uno con otro; desde entonces no se puede ya pensar en Erasmo sin Basilea y en Basilea sin Erasmo. Aquí se alza todavía hoy su casa, muy bien conservada; aquí son custodiados algunos de los retratos de Holbein, que han inmortalizado su semblante, aquí escribió Erasmo muchos de sus más bellos escritos, ante todo los Colloquia, esos chispeantes diálogos latinos que originariamente fueron pensados como ejercicio de lectura para el hijo de Froben y que han instruido a generaciones enteras en el arte de la prosa latina. Acaba aquí su gran edición de los padres de la Iglesia; desde aquí envía al mundo carta tras carta; aquí, atrincherado en la ciudadela del trabajo, apartado de todo estrépito, crea obra tras obra, y cuando el mundo espiritual de Europa busca con la vista a su guiador, mira hacia la antigua real ciudad al otro lado del Rin. Basilea llega a ser, en aquellos años, gracias a Erasmo, como una capital espiritual europea. Alrededor del gran sabio, se reúnen una serie de discípulos humanistas, como Oecolampadio, Rhenano y Amerbach; ningún hombre de importancia, ningún príncipe ni sabio, ningún amigo de las bellas artes, deja de presentar sus homenajes en la imprenta de Froben y en la casa zum Lufft: de Francia y Alemanía e Italia llegan en peregrinación los humanistas para ver en su trabajo al varón venerable. Otra vez parece que aquí, en esta calma, les ha sido creado un último refugio a las artes y a las ciencias, mientras en Wittenberg y Zurich y en todas las universidades arde la disputa teológica.
Pero no te dejes engañar, anciano: tu verdadero tiempo está pasado, tus campos, asolados. La lucha reina en el mundo, una lucha a vida o muerte; el espíritu se ha hecho parcial, inscríbese bajo hostiles pabellones; al hombre libre, al independiente, al que se mantiene aparte, no se le tolera ya. Ha comenzado una guerra universal a favor o en contra de la renovación evangélica; ahora no sirve ya de nada el cerrar las ventanas y refugiarse detrás de los libros; ahora, desde que Lutero desgarró el mundo cristiano desde un extremo de Europa hasta el otro, no cabe ya esconder la cabeza bajo el ala y tratar de seguir empleando el pueril efugio de que no se han leído sus obras. Ahora retumba furiosa, a derecha e izquierda, la eterna y espantosa frase de coacción: «Quien no está conmigo, está contra mí». Si un universo se hiende en dos pedazos, la línea de fractura pasa por cada hombre particular; no, Erasmo, es en vano que hayas huido; con tizones de fuego te van a arrojar fuera de tu humeante ciudadela. Esta época exige confesiones, este mundo quiere saber dónde se halla colocado Erasmo, su guiador espiritual, si está con Lutero o es opuesto a él, si está por el papa o en contra suya.
Ahora comienza un espectáculo conmovedor. El mundo quiere, en absoluto, provocar al combate a un hombre que está cansado de combatir. «Es una desgracia —dice, quejándose, a los cincuenta y cinco años— que esta tormenta universal me haya sorprendido precisamente en el momento en que podía esperar un bien ganado reposo, después de mis muchos trabajos. ¿Por qué no se me permite ser puro espectador de esta tragedia, ya que soy tan poco apto para intervenir como actor y ya que tantas otras gentes se precipitan ávidamente en la escena?». Pero la gloria, en estos tiempos críticos, se convierte en obligación y maldición; un Erasmo está demasiado expuesto a la curiosidad universal, su palabra es demasiado importante para que los parciales de la derecha o de la izquierda quieran renunciar a su autoridad; por todos los medios tiran de él y lo sacuden los adalides de ambos campos, para atraerlo hacia su causa. Lo engolosinan con dinero y lisonjas; se mofan de él, diciendo que carece de valor para arrancarse de su silencio, más que prudente; lo espantan con la falsa noticia de que sus libros han sido prohibidos y quemados en Roma; falsifican sus cartas; violentan el sentido de sus palabras.
En uno de tales momentos llega a ser magníficamente claro el verdadero valor de un hombre independiente. Pues emperadores y reyes, tres papas, y, de la otra parte Lutero, Melanchthon y Zuinglio, todos ellos cortejan ahora a Erasmo para obtener de él una aprobadora palabra. Podría alcanzar todos los bienes terrenos si quisiera ingresar en un partido o en el otro: sabe que podría «estar en la primera línea de la Reforma» si se declarara abiertamente en favor de ella; sabe, por otra parte, «que podría obtener un obispado si escribiera contra Lutero». Pero precisamente esta exigencia de una confesión partidista e incondicionada es lo que hace que retroceda, espantada, la honradez de Erasmo. No puede defender, con sincero corazón, a la Iglesia del papa, ya que él, en esta lucha, fue quien primero censuró sus abusos y exigió su renovación; pero tampoco quiere quedar plenamente obligado a los evangélicos, porque no llevan al mundo la idea de su Cristo de paz, sino que se han convertido en unos rudos fanáticos. «Gritan incesantemente: “¡Evangelio, Evangelio!”, pero quieren ser ellos mismos sus intérpretes. En otro tiempo, el Evangelio volvía dulces a los bárbaros, bienhechores a los bandidos, pacíficos a los pendencieros, bendecidores a los maldicientes. Pero éstos, como endemoniados, cometen toda suerte de atropellos y hablan mal de los beneméritos. Veo nuevos hipócritas, nuevos tiranos, pero ni una chispa de espíritu evangélico». No, con ninguno de ambos partidos, ni con el papa ni con Lutero, quiere unirse públicamente Erasmo. Sólo la paz, paz, paz; sólo aislamiento y reposo; sólo un trabajo que haga prosperar a toda la Humanidad. «Consulo quieti meæ».
Pero la gloria de Erasmo es demasiado grande, y demasiado grande también la impaciencia con que esperan los otros su resolución. En todo el mundo se multiplican las llamadas para que se apersone en el campo de la lucha, y, en su nombre y en el de todos, pronuncie la decisiva palabra. Una conmovedora apelación, brotada de lo más íntimo de un gran genio alemán, atestigua la profunda fe que en toda la esfera cultural inspiraba Erasmo, como espíritu noble e incorruptible. Alberto Durero conoció a Erasmo en su viaje de Holanda; pocos meses más tarde, cuando se extendió el rumor de que había muerto Lutero, el jefe de la contienda religiosa alemana, Durero ve en Erasmo al único hombre que sería digno de llevar adelante la sagrada empresa, y, en la conmoción de su alma, llama a Erasmo desde su diario con las palabras siguientes: «¡Oh Erasme Rotterdame!, ¿dónde quieres quedarte? ¡Óyeme tú, caballero de Cristo, sal cabalgando al lado del señor Cristo, protege la verdad, alcanza la corona del martirio! Eres, por lo demás, un hombrecillo viejo; te he oído decir a ti mismo que sólo te concedes dos años todavía en los que valgas para hacer algo. Aprovéchalos bien, en favor del Evangelio y de la verdadera fe cristiana en Dios, y haz entonces que se oiga decir que las puertas del infierno y la romana silla no prevalecen, como dice Cristo, contra ti… ¡Oh, Erasmo!, resiste para que alabe yo a Dios por tu causa, como está escrito de David; entonces serás capaz de acción, y, a la verdad, podrás derribar a Goliat».
Así piensa Durero, y con él, toda la nación alemana. Pero, en su angustia, también la Iglesia católica lo espera todo de Erasmo, y el representante de Cristo en la tierra, el papa, escríbele, en una carta de su propia mano, casi literalmente la misma admonición: «Adelántate, adelántate a proteger los asuntos divinos. Emplea tus magníficas dotes en honor de Dios. Piensa en que, con el auxilio celestial, depende de ti el que gran parte de aquellos que han sido seducidos por Lutero vuelvan nuevamente al buen camino, el que aquellos que todavía no han caído se mantengan firmes y aquellos que están próximos a la caída sean salvados de ella». El señor de la cristiandad y sus obispos; los señores del mundo, Enrique VIII de Inglaterra, Carlos V, Francisco I y Fernando de Austria, el duque de Borgoña, y, por la otra parte, los jefes de la Reforma, todos ellos se alzan, insistentes y suplicantes, delante de Erasmo, como en otro tiempo los príncipes homéricos delante de la tienda del enojado Aquiles, a fin de que abandone su inactividad y entre en la lucha. La escena es magnífica; rara vez, en la historia, se combatió tanto por los poderosos de la tierra para lograr una sola palabra de un aislado hombre espiritual; rara vez se mostró tan victoriosa la supremacía del poder espiritual sobre el terrenal. Pero pónese aquí de manifiesto la secreta debilidad personal de Erasmo. A ninguno de todos estos que solicitan su favor les lanza un claro y heroico: «No quiero». No puede decidirse por una palabra franca y paladina, por un «no». No quiere estar con ningún partido: eso honra su íntima independencia. Pero, por desgracia, al mismo tiempo tampoco quiere ponerse a mal con ninguno; esto priva de dignidad a su conducta totalmente recta, pues no se atreve a ninguna abierta resistencia frente a esos poderosos, que son sus protectores, admiradores y patrocinadores, sino que los entretiene a todos con inciertas disculpas, divaga, da bordadas, temporiza, caracolea —es preciso elegir aquí, con toda intención, las expresiones más artificiosas para hacer comprender la artificiosidad de su conducta—: promete y vacila en cumplir lo prometido, escribe frases obsequiosas sin quedar ligado por ellas, lisonjea y disimula, se disculpa tan pronto con enfermedad como con fatiga o con su incompetencia. Al papa respóndele con exagerada modestia: ¿Cómo? ¿Yo, que poseo un espíritu tan pequeño, yo, cuya cultura se encuentra por debajo del nivel medio, he de atreverme a la monstruosa tarea de extirpar la herejía? Al rey de Inglaterra le da esperanzas de mes en mes, de año en año, y al mismo tiempo, en el campo contrario apacigua a Melanchthon y a Zuinglio con cartas aduladoras; encuentra e inventa juntamente cien pretextos siempre y siempre diversos. Pero detrás de todo este antipático juego de trapazas, escóndese una resuelta voluntad: «Si alguien no es capaz de apreciar a Erasmo porque se le figura ser un cristiano demasiado débil, puede pensar de mí lo que quiera. No puedo ser otro de lo que soy. Si otra persona posee mayores dones espirituales de Cristo y está más seguro de sí de lo que yo lo estoy, que los emplee para gloria de Cristo. A mi modo de ser espiritual corresponde el marchar por un camino más tranquilo y seguro. No puedo hacer otra cosa si no odiar la discordia y amar la paz y la comprensión entre las gentes; pues he reconocido lo oscuros que son todos los asuntos humanos. Sé cuánto más fácil es provocar el desorden que apaciguarlo. Y como no confío, para todas las cosas, en mi propia razón, prefiero abstenerme de enjuiciar, con plena convicción, el modo de ser espiritual de otra persona. Mi deseo sería el de que todos reunidos combatieran por la victoria de la causa cristiana y del evangelio de paz, cierto que sin violencia, y sólo en el sentido de la verdad y de la razón, en forma que nos pusiéramos de acuerdo, tanto en lo que respecta a la dignidad de los sacerdotes como a la libertad de los pueblos, a los que desea libres nuestro señor Jesús. Al lado de todos aquellos que dirigen su acción hacia esta meta, estará gustoso Erasmo en la medida de sus fuerzas. Pero si alguien desea enredarme en la confusión, no me tendrá consigo como guía ni como compañero».
La decisión de Erasmo es inquebrantable: años y años, deja que emperadores, reyes, papas, reformadores, Lutero, Melanchthon, Durero, todo el gran mundo belicoso, espere y espere, y ninguno de ellos logra arrancar de él una palabra decisiva. Sus labios sonríen cortésmente hacia cada uno de ellos, pero permanecen tenazmente cerrados para pronunciar la última palabra decisiva.
Pero hay alguien que no quiere esperar, un ardiente e impaciente guerrero del espíritu, bravamente decidido a cortar este nudo gordiano: Ulrich von Hutten. Este «caballero contra la muerte y el diablo», este arcángel Miguel de la Reforma alemana, había levantado los ojos hacia Erasmo, con fe y afecto, como hacia un padre. Apasionadamente entregado al humanismo, el deseo más nostálgico de este mancebo había sido «el de llegar a ser el Alcibíades de este Sócrates»; había puesto toda su vida, lleno de confianza, en manos de Erasmo; «in summa, si los dioses me guardan y tú permaneces con nosotros para gloria de Alemania, renunciaría yo a todo para poder permanecer junto a ti». Erasmo, por su parte, siempre sensible a la admiración, había estimulado de la manera más cordial a este «amante excepcional de las musas»; amaba a este ardiente mancebo que había lanzado desmesurados clamores de júbilo a los cielos, como una alondra de hierro: «O saeculum, o litterae! Jubat vivere!»; este grito dichoso y lleno de confianza: «¡Es una dicha vivir!». Había confiado en él honrada y activamente y se había preparado para la tarea de educar, en aquel joven escolar, a un nuevo maestro de la sabiduría del mundo, pero pronto la política había atraído hacia sí al mancebo Hutten; poco a poco, el aire de cuarto cerrado, el trato con los libros del humanismo, había llegado a ser demasiado estrecho y demasiado ahogado para él. El joven caballero, hijo de caballeros, vuelve a ponerse el guante de desafío, no quiere manejar ya sólo la pluma, sino también la espada, contra el papa y la clerigalla. Aunque coronado con el laurel de la poesía latina, arroja lejos de sí esta lengua extraña y erudita, para, en adelante, llamar a las armas, con palabras alemanas, a su época, en favor del Evangelio alemán:
Latín antes escribí
cosa que muchos ignoran;
por mi patria clamo ahora.
Pero Alemania expulsa a este audaz, en Roma quieren quemarlo como hereje. Desterrado de su casa y campos, empobrecido y tempranamente viejo, roído hasta los huesos por el siniestro mal francés, cubierto de úlceras, bestia montaraz semidestrozada y herida en el vientre, arrástrase, con sus últimas fuerzas, hasta Basilea, cuando apenas cuenta treinta y cinco años. Habita allí su gran amigo, «la luz de Alemania», su profesor, su maestro, su protector, Erasmo, cuya gloria había él anunciado, cuya amistad lo había acompañado, cuyas recomendaciones lo habían hecho prosperar; él, a quien debe gran parte de su fuerza artística desaparecida y ya medio destruida. Corre a refugiarse a su lado, este hombre aguijoneado por los demonios, a punto de perecer, como naufrago que, ya envuelto por las obscuras olas, se agarra a la última tabla.
Pero Erasmo —nunca se mostró más al desnudo que en esta impresionante prueba la lamentable cobardía de su alma— no deja entrar en su casa al desterrado. Hace ya mucho tiempo que se ha hecho desagradable e incómodo para él este eterno pendenciero y camorrista; ya en Lovaina, cuando Hutten le invitó a declarar abierta guerra a los curas, había rehusado ásperamente: «Mi misión es fomentar la causa de la cultura». Con este fanático que ha sacrificado la poesía a la política, con este «Pílades de Lutero», no quiere tener nada que ver, siquiera públicamente, y menos aún en esta ciudad, donde cien espías están acechándole por la ventana. Erasmo tiene miedo de esta criatura humana, lamentablemente perseguida y acosada y ya medio muerta; tiene un triple miedo, primero de que este portador de peste —nada ha espantado tanto a Erasmo como el contagio— pueda hacerle la súplica de que lo reciba a vivir en su casa; segundo, de que este egens et omnibus rebus destitutus, este mendigo desprovisto de toda propiedad, llegue a ser permanentemente una carga para él, y tercero, de que este hombre, que injuria al papa y ha azuzado a la nación alemana para hacer la guerra al clero, comprometa su propia imparcialidad, ostentada de modo tan visible. Por ello, se defiende de Hutten, y, a la verdad, conforme a su manera de ser, no con un franco y resuelto «No quiero», sino bajo pretextos vanos y nimios, diciendo que, a causa de su mal de piedra y de sus cólicos, no puede recibir a Hutten —que necesita un cuarto caliente—, en una habitación con calefacción, ya que, a él mismo le son insoportables los vapores de cualquier estufa: patente o, más bien, lamentable subterfugio.
Entonces, a los ojos de todo el mundo, dase un avergonzado espectáculo. En Basilea, que aún es entonces una ciudad pequeña, con un total acaso de cien calles y dos o tres placitas, donde cada cual conoce a los demás, vaga cojeando por las callejuelas y posadas, durante semanas enteras, un enfermo digno de compasión, Ulrich von Hutten, el gran poeta, el trágico lansquenete de Lutero y de la Reforma alemana, y vuelve a pasar siempre por delante de la casa donde habita su antiguo amigo, el primer suscitador y propulsor de la propia causa evangélica. A veces se detiene en la plaza del mercado y lanza iracundas miradas hacia la puerta cerrada con cerrojos, hacia las ventanas medrosamente entornadas de aquel hombre que, en otro tiempo, lo proclamaba ante el mundo, con entusiasmo, como el «nuevo Luciano», como el mayor poeta satírico de la época. Detrás de aquellas hojas de ventana despiadadamente cerradas, lo mismo que un caracol en su concha, permanece sentado Erasmo, el viejo y flaco hombrecillo, y no ve la hora en que aquel aguafiestas, aquel vicioso vagabundo abandone por fin de nuevo la ciudad. Subterráneamente van y vienen mensajeros, pues todavía espera Hutten que se le abra la puerta, que la antigua mano amiga quiera por fin extenderse para ayudarle en su miseria. Pero Erasmo guarda silencio y se defiende, con poco tranquila conciencia, y previsoramente se oculta en su casa.
Por fin, parte Hutten, con su sangre envenenada y con su corazón envenenado también ahora. Se traslada a Zurich, junto a Zuinglio, que lo recibe sin temor alguno. Sigue arrastrándose penosamente de lecho de enfermo en lecho de enfermo; ya no transcurrirán más que algunos meses antes de que se disponga su tumba solitaria en la isla de Ufenau, Pero, antes de caer abatido, todavía este negro caballero sin miedo y sin tacha alza por última vez su ya medio rota espada para herir, mortalmente aún, con el puño, a Erasmo: él, el confesor de su fe, al hombre excesivamente prudente que no quiere confesar. Con un espantoso escrito de cólera —Expostulatio cum Erasmo— se arroja sobre su antiguo amigo, su antiguo guía. Lo acusa, ante el mundo entero, de ser un insaciable buscador de gloria, lo que le hace envidioso del creciente poder de otro hombre (éste es su golpe en la cuestión de Lutero); lo acusa de una despiadada falta de fidelidad; denosta sus opiniones y proclama con acritud por toda la tierra alemana que Erasmo ha abandonado y traicionado vergonzosamente la causa nacional, la luterana, aunque íntimamente pertenezca a ella. Desde su lecho de muerte, exhorta a Erasmo, con ardientes palabras, para que por lo menos acometa públicamente contra la doctrina evangélica, ya que no tuvo bastante valor para defenderla, pues en las filas de los evangélicos hace ya mucho tiempo que no se le teme: «Aprieta las cintas de tus armas, la causa está ya dispuesta para la acción y es un tema digno de tu avanzada edad. Reconcentra todas sus fuerzas y aplícalas a la tarea; encontrarás armados a tus adversarios. El partido de los luteranos, a quienes querrías ver expulsados de la tierra, esperan el combate y no se negarán a él». Con profundo conocimiento de la divergencia secreta de Erasmo consigo mismo, predícele Hutten a su adversario que no será bastante fuerte para tal combate, porque su conciencia le da razón a Lutero en muchas cosas. «Una parte de ti mismo, no tanto se dirigirá contra nosotros como contra tus propios anteriores escritos; te verás obligado a emplear tu saber contra ti mismo y a ser elocuente contra tu propia elocuencia. Tus propias obras combatirán unas con otras».
Erasmo advierte en seguida la dureza del golpe. Hasta entonces sólo era gentecilla la que había ladrado contra él. De vez en cuando, amargados escritorzuelos le habían señalado algunas faltillas de traducción, negligencias y errores de cita; ya estas inofensivas picaduras de avispa habían inquietado su susceptibilidad. Pero ahora es por primera vez atacado por un auténtico adversario, atacado y desafiado delante de toda Alemania. En el primer terror, intenta impedir que sea impreso el escrito de Hutten, el cual, primero, sólo circula manuscrito; pero al ver que no lo consigue, empuña enojado la pluma y responde con su «Spongia adversus aspergines Hutteni» (Para borrar con esponja las acusaciones de Hutten). Responde a la dureza con la dureza y, en este agrio combate, no se avergüenza de dirigir sus tiros por debajo del cinturón, donde sabe que Hutten está ya herido de un modo mortal. En cuatrocientos veinticuatro párrafos sueltos responde, en particular, a cada uno de los disparos del otro, y, por último —siempre es grande Erasmo cuando se discuten sus decisiones y su independencia—, estampa una grandiosa y clara declaración: «En muchos libros, en muchas cartas y en muchas discusiones he declarado inflexiblemente que no quiero verme mezclado en ningún asunto partidista. Si Hutten se enoja conmigo porque no presto apoyo a Lutero tal como él lo desearía, hace ya más de tres años que tengo declarado públicamente que soy por completo ajeno a ese partido y que quiero seguir siéndolo; más aún, que no sólo permanezco fuera de él, sino que también animo a todos mis amigos a que guarden la misma conducta. En este sentido, no vacilaré jamás. Entiendo por “partidismo” la conformidad plenaria con todo lo que Lutero ha escrito, escribe o escribirá alguna vez; tal modo de total entrega de sí mismo, se da algunas veces en personas distinguidas, pero yo tengo declarado públicamente a todos mis amigos que, si sólo pueden seguir queriéndome siendo yo luterano incondicional, los autorizo para que piensen de mí lo que quieran. Amo la libertad; no quiero ni puedo servir jamás a un partido».
El agudo contraataque no hirió ya a Hutten. Cuando el enojado escrito de Erasmo sale de la imprenta, Hutten, el eterno luchador, yace ya en la paz eterna, y, con suave murmullo, el lago de Zurich baña su solitaria tumba. La muerte triunfó de Hutten antes de que le hubiera alcanzado el golpe mortal de Erasmo. Pero, ya agonizando, todavía obtuvo Hutten, el gran vencido, una última victoria: obtuvo con sus violencias lo que el emperador y los reyes, los papas y el clero, con todo su poder, no fueron capaces de obtener; con los vapores de su corrosiva mofa arrojó a Erasmo fuera de su cueva de zorro. Pues públicamente desafiado ante todo el mundo, acusado de cobardía y vacilación, tiene que demostrar ahora Erasmo que no se intimida ante una explicación ni con el más poderoso de todos los adversarios, con Lutero; tiene que confesar cuál es su juego, tiene que tomar partido. Con abrumado corazón, se pone al trabajo Erasmo, el anciano que ya no quiere otra cosa sino su paz, y no se le oculta que la causa luterana hace ya mucho tiempo que ha llegado a ser demasiado poderosa para que se la pueda suprimir de una plumada. Sabe que no convencerá a nadie, que no cambiará ni mejorará cosa alguna. Sin gusto, sin alegría, entra en el combate que le es impuesto. Pero ya no puede retroceder. Y cuando, por fin, en 1524, entrega al impresor el escrito contra Lutero, lanza un suspiro de alivio: «Alea jacta est!». ¡La suerte está echada!