Ojeada a la época

El tránsito del siglo XV al XVI es una hora fatal para Europa, sólo comparable con la nuestra por su dramático amontonamiento de sucesos. De repente dilátase el recinto europeo, hasta llegar a ser universal; un descubrimiento viene tras otro, y en espacio de pocos años, por la audacia de una estirpe de navegantes, se repara lo que, en su indiferencia o su falta de ánimos, habían dejado de hacer los siglos. Lo mismo que en un reloj eléctrico, van saltando las fechas: en 1486, Bartolomé Díaz fue el primer europeo que se atrevió a ir hasta el Cabo de Buena Esperanza; en 1492, Colón llegó a las Antillas; en 1497, Sebastián Cabot a las costas del Labrador, y con ello, a la tierra firme americana. Un nuevo continente pertenece ahora a la conciencia de la raza blanca; pero ya Vasco de Gama, zarpando de Zanzíbar, navega hacia Calcuta, y abre así el camino marítimo de la India; en 1500, Cabral descubre el Brasil, y por fin, desde 1519 hasta 1522, Magallanes acomete y termina la empresa marítima más digna de memoria y que corona todas las otras: el primer viaje de una criatura humana alrededor de toda la Tierra, desde España hasta España. De este modo queda comprobada como auténtica la imagen de la «manzana terrestre» de Martín Behaim, la primera esfera, de la cual, a su aparición en 1490, se había hecho mofa, como hipótesis anticristiana y obra de un loco: la más osada acción venía a confirmar el más audaz pensamiento. De la noche a la mañana, el redondo globo, en el cual hasta entonces la humanidad pensante había circulado, incierta y oprimida, por los espacios estelares, como en una terra incognita, se había convertido en una realidad comprobable y navegable; el mar, hasta entonces místico desierto azul con eterno oleaje, es ahora elemento mensurable y medido, muy útil para la humanidad. De pronto se exalta la audacia europea, ya no hay pausa ni detención para tomar aliento en la ruda carrera por el descubrimiento del cosmos. Cada vez que los cañones de Cádiz o de Lisboa dan la bienvenida a un galeón de regreso, precipítase al puerto una curiosa muchedumbre para recibir otra embajada de recién descubiertos países, para admirar aves nunca vistas, animales y hombres; con espanto contemplan los gigantescos cargamentos de plata y oro; hacia todos los rumbos de los vientos corre por Europa la embajada de que, en un abrir de ojos, se ha convertido en centro y señora de todo el Universo, gracias al heroísmo espiritual de su raza. Mas casi al mismo tiempo explota Copérnico el nunca hollado curso de los astros, más allá de la Tierra, clara de repente, y todo este nuevo saber, gracias al recién descubierto arte de la imprenta, penetra con una celeridad igualmente desconocida hasta entonces en las ciudades más apartadas y en los lugares más perdidos de Occidente: por primera vez, desde hace siglos, ocurre en Europa un acontecimiento colectivo próspero y que eleva el nivel de la existencia. Durante la vida de una sola generación los elementos primitivos de las nociones humanas, el espacio y el tiempo, han recibido otra medida y otro valor… Sólo nuestro último cambio de siglo, con la dominación igualmente repentina y victoriosa del espacio y el tiempo por medio del teléfono, la radio, el automóvil y los aparatos de aviación, experimentó análoga renovación del ritmo de la vida, merced a invenciones y descubrimientos.

Esta súbita dilatación de los espacios del mundo exterior tiene, como natural consecuencia, una conmutación igualmente violenta en los recintos del alma. Cada cual, sin sospecharlo, se ve obligado a pensar, calcular y vivir en otras dimensiones; pero antes de que el cerebro se haya acomodado a la transformación apenas comprensible, se ha transformado ya la sensibilidad: una perpleja confusión, un vértigo, mitad temor y mitad entusiasmo, es siempre la primera respuesta del alma cuando pierde repentinamente su medida, cuando todas las normas y formas sobre las cuales hasta entonces se apoyaba, como sobre algo permanente, se deslizan bajo ella, como fantasmas. De la noche a la mañana, todo lo cierto se ha trocado en dudoso, todo lo de ayer parece viejo y gastado, como de mil años; los mapamundis de Tolomeo, santuario no derribado durante veinte generaciones, se convierten en juego de niños, gracias a Colón y a Magallanes; las obras sobre Cosmografía, Astronomía, Geometría, Medicina, Matemáticas, crédulamente copiadas desde hace miles de años y admiradas como sin tacha, llegan a quedar nulas y anticuadas; todo lo anterior se marchita ante el aliento cálido de los tiempos nuevos. Se acabaron ahora todas las disputas y comentarios escolásticos; las antiguas autoridades caen por tierra, como desbaratados ídolos de la veneración; se vienen abajo las torres de papel de la escolástica; la vista queda libre. Una fiebre espiritual de saber y ciencia se origina de la repentina renovación de la sangre del organismo europeo con nuevos temas universales: acelérase el ritmo. Evoluciones que se operaban en lenta transición, reciben rápido curso con esta fiebre; todo lo existente se pone en movimiento, como por un temblor de tierra. Las organizaciones políticas y sociales heredadas de la Edad Media cambian de situación, unas ascienden, otras se hunden; la clase caballeresca perece, las ciudades aspiran a elevarse, el elemento agrícola se empobrece, el comercio y el lujo florecen con brío tropical merced al estercolamiento del oro de Ultramar. La fermentación se hace cada vez más violenta; entra en curso una completa mutación de grupos sociales, análoga a la nuestra por la invasión de la técnica y su también harto repentina organización y racionalización: prodúcese uno de aquellos momentos típicos en los que la humanidad, por decirlo así, es sobrepasada por sus propias creaciones y tiene que apelar a todas sus fuerzas para volver a alcanzarse a sí misma.

Todas las zonas de las instituciones humanas se conmueven con este choque inmenso, y, hasta aquella capa más profunda del imperio del alma, que otras veces había permanecido intacta bajo las tormentas de los tiempos, la religiosa, es afectada por este magno viraje del siglo y del mundo. Rígidamente mantenido inmutable, como un encanto, por la Iglesia católica, el dogma, a modo de roca, había resistido a todos los huracanes, y esta grande y fiel obediencia había sido como el emblema de la Edad Media. En lo alto, disponiendo, se alzaba la autoridad de bronce; desde abajo, creyentemente sometida a la palabra santa, la humanidad la contemplaba; ninguna duda osaba afirmarse contra la verdad eclesiástica, y, donde se opusiera resistencia, mostraría la Iglesia su fuerza defensiva: el anatema quebraba la espada del emperador y dejaba sin aliento al hereje. Pueblos, dinastías, razas y clases sociales, por muy extrañas y hostiles que fueran entre sí, quedaban ligadas en una magnífica comunidad, por esta unánime y humilde obediencia, por esta ciega y beatífica fe reverencial; en la Edad Media, la humanidad occidental no había tenido más que un alma única, la católica. Europa descansaba en el regazo de la Iglesia, conmovida y agitada a veces por místicos sueños, pero en reposo, y le era ajeno todo deseo de verdad alcanzada por medio del saber y la ciencia. Por primera vez, ahora, una inquietud comienza a agitar el alma de Occidente; desde que los secretos de la Tierra han sido investigados, ¿por qué no han de serlo también los divinos? Sucesivamente van levantándose algunos del arrodillamiento en que estaban postrados, con la cabeza humildemente inclinada, y alzan, interrogadora, su mirada; en lugar de la humildad, anímales un nuevo valor, interrogador y pensante, y, junto a los audaces aventureros de desconocidos mares, junto a los Colones, Pizarros y Magallanes, surge una estirpe de conquistadores espirituales que se lanzan osadamente hacia lo infinito. La potencia religiosa que, durante siglos, había estado encerrada en el dogma como en una botella sellada, se exhala como un éter y se vierte desde los concilios sacerdotales hasta lo profundo del pueblo; también en esta última esfera quiere el mundo renovarse y transformarse. Merced a esta confianza en sí mismo, victoriosa y llena de experiencia, el hombre del siglo XVI no se siente ya como una diminuta partícula de polvo sin voluntad, que se muere de sed por el rocío de la gracia divina, sino como centro de los acontecimientos, soporte de la fuerza del mundo; la humildad y lobreguez transfórmanse súbitamente en la conciencia del propio valer, cuya embriaguez de poderío, más sensual e imperecedera, expresamos con la palabra Renacimiento, y junto al maestro eclesiástico aparece el intelectual con idéntica autoridad; junto a la Iglesia, la ciencia. También aquí ha quebrado una autoridad suprema, o, por lo menos, está tambaleándose; acábase la humildad y muda humanidad de la Edad Media, comienza una nueva que pregunta e investiga, con el mismo celo religioso con que las anteriores creyeron y oraron. De los monasterios, trasládase el afán de saber a las universidades, que casi al mismo tiempo aparecen en todos los países de Europa, fortalezas desafiadoras de la libre investigación. Se ha abierto un campo para los poetas, los pensadores, los filósofos, para los expositores e investigadores de todos los misterios del alma humana; en otras formas vierte el espíritu su fuerza; el humanismo intenta devolver a los hombres lo divino sin mediación eclesiástica, y se suscita, ya aisladamente primero, impulsada después por la firmeza del apoyo de las muchedumbres, la gran exigencia universal de la Reforma.

Momento grandioso, cambio de siglo que se convierte en un cambio de edades; Europa posee, por decirlo así, durante un instante, un solo corazón, una sola alma, una sola voluntad, un solo anhelo. Poderosamente se siente invitada a transformarse en su totalidad por un mandato aún incomprensible. La hora está magníficamente preparada, la inquietud fermenta en todos los países, temor acongojante e impaciencia en las almas, y, por encima de todo ello, vuela y se cierne el ansia, oscura y única, de escuchar la palabra que liberte y defina los designios; ahora o nunca le es dado al espíritu renovar el mundo.