El gran adversario
Rara vez se le presentan al hombre los poderes decisivos, el destino y la muerte, sin advertencia previa. Siempre envían por delante un discreto mensajero, pero con el rostro cubierto, y casi nunca presta atención el advertido a aquella llamada misteriosa. Entre las innumerables cartas de adhesión y homenaje que en aquellos años se acumulaban sobre el pupitre de Erasmo, encuéntrase también una de Spalatin, el secretario del Gran Elector de Sajonia, fechada en 11 de diciembre de 1516. En medio de ella, entre fórmulas de admiración y sabios informes, refiere Spalatin que un joven fraile agustino de su ciudad, que venera a Erasmo del modo más alto, no se siente de acuerdo con él en cuanto a la cuestión del pecado original. No aprueba la opinión de Aristóteles de que se es justo cuando se procede justamente, sino que él, por su parte, cree que sólo siendo justo se llega a estar en situación de proceder rectamente; «primero tiene que ser transformada la persona y sólo después vienen las obras».
Esta carta representa un trozo de Historia Universal. Pues por primera vez el doctor Martín Lutero —ningún otro si no él es aquel desconocido y aún nada famoso fraile agustino— dirige la palabra al maestro, y su objeción se refiere ya, de modo notable, al problema central en torno al cual, más tarde, han de llegar a colocarse, uno frente a otro, como enemigos, los dos paladines de la Reforma. Cierto que Erasmo sólo habrá leído entonces aquellas líneas con distraída atención. ¿Cómo encontraría tiempo, aquel hombre tan ocupado, solicitado por el mundo entero, para discutir seriamente sobre Teología con un frailecito desconocido de cualquier rincón de Sajonia? Pasó por encima de lo escrito sin presagio alguno de que, desde aquella hora, comenzaba un cambio en su vida y en la del mundo. Hasta entonces se alzaba él solo como señor de Europa y maestro de la nueva doctrina evangélica, pero ahora ha surgido el gran adversario. Con suave mano, apenas perceptible, ha llamado a las puertas de su casa y a las de su corazón Martín Lutero, al cual aquí todavía no se le cita por su nombre, pero que será llamado por el mundo el heredero y el vencedor de Erasmo.
A este primer encuentro entre Lutero y Erasmo en el universo de lo espiritual jamás siguió, durante todo el tiempo de su vida, un encuentro personal en el espacio físico y terreno; por instinto, desde la primera hora hasta la última, evitaron encontrarse estos dos hombres, que, en innumerables escritos y en numerosos grabados en cobre, fueron celebrados, juntas las dos imágenes y juntos los dos nombres, como los libertadores del yugo romano, como los primeros honrados evangélicos alemanes. La historia, con ello, nos ha privado de un gran efecto dramático, pues ¡qué ocasión perdida para considerar, frente a frente, a estos dos grandes antagonistas, hostiles las miradas y enemigos los rostros! Rara vez el destino del mundo ha producido dos criaturas humanas en tan perfecto contraste, por su carácter y su personalidad física, como Erasmo y Lutero. Por su carne y su sangre, por su norma y su forma, por su exposición espiritual y su posición vital, por lo externo del cuerpo como por su nervio más íntimo, pertenecen, por decirlo así, a diversas y hostiles razas de caracteres: tolerancia frente a fanatismo, cultura contra fuerza primitiva, ciudadanía universal contra nacionalismo, evolución frente a revolución.
Esta oposición se hace ya sensible en lo corporal; Lutero, hijo de montañés y de ascendencia campesina, sano y supersano, siempre vibrante y directamente amenazado, de modo peligroso, por las fuerzas físicas acumuladas en su organismo, dotado de vitalidad y con todo el grosero goce de esta riqueza —«Devoro como un bohemio y me emborracho como un alemán»—, pedazo de vida lleno de tensión, atarugado de energías casi hasta el estallido: el brío y la barbarie de todo un pueblo, reunidos en una naturaleza toda demasía. Cuando alza su voz, retumba todo un órgano en su lenguaje; cada palabra suya es rápida y reciamente salada, como un pedazo de moreno pan aldeano recién cocido; todos los elementos de la Naturaleza ventéanse en ella, la tierra con sus olores y sus fuentes, con sus aguas estercolarías y su fiemo: con la violencia de una tempestad salvaje y destructora, rueda esta lengua de fuego por encima del pueblo alemán. El genio de Lutero reside mil veces más en esta su vehemencia, llena de sensualidad, que en su intelecto; lo mismo que habla el lenguaje popular, pero con una añadidura inmensa de fuerza plástica, piensa inconscientemente según el sentido de la muchedumbre, y representa la voluntad general elevada a una potencia que alcanza hasta el grado más alto de la pasión. Su persona es, por así decirlo, el portillo por donde se abre paso todo lo alemán, todos los instintos alemanes, protestantes y rebeldes ante la conciencia del mundo, y al entrar la nación en las ideas de Lutero, también y al mismo tiempo entra él en la historia de su nación. Devuelve a los elementos su elemental fuerza primitiva.
Si después de esta masa de barro que es Lutero, rechoncho, de grosera carne, duro hueso, pletórico de sangre; si después de este hombre, en cuya baja frente resaltan amenazadoras las prominencias bombeadas de la voluntad, recordando los cuernos del Moisés de Miguel Ángel; si después de este hombre de sangre se mira hacia el hombre de espíritu que es Erasmo, hacia el hombre de color de pergamino, fino de piel, sutil, frágil, circunspecto, sólo con contemplar el cuerpo de los dos ya saben los ojos, antes de que intervenga la razón, que entre tales antagonistas nunca será posible una amistad o una inteligencia duraderas. Siempre achacoso, siempre tiritando en su sombría habitación, siempre envuelto en sus pieles, con una salud eternamente escasa (así como Lutero tiene un exceso de salud que le oprime de un modo casi doloroso), Erasmo posee demasiado poco de todo aquello que el otro tiene con exceso; constantemente necesita esta naturaleza delicada mantener caliente con fuerte borgoña su pobre sangre anémica, mientras que Lutero —las oposiciones en lo pequeño son las más perceptibles— precisa a diario su «fuerte cerveza de Wittenberg» para apaciguar por la noche sus cálidas, hinchadas y rojas venas con un buen sueño sin ensueños. Cuando habla Lutero, retumba la casa, tiembla la Iglesia, vacila el mundo; pero también a la mesa, entre amigos, sabe reírse bien y estrepitosamente, y como después de la Teología es aficionadísimo a la música, también gusta de alzar la voz en un canto varonil y sonoro. Erasmo, por el contrario, habla débil y delicadamente, como un enfermo del pecho, perfila artificialmente y redondea las frases y les afila sus finas agudezas, mientras que a aquel otro le manan a borbotones los discursos y también su pluma marcha tempestuosamente hacia adelante, «como un caballo ciego». De la persona de Lutero brota una atmósfera de violencia; a cuantos están a su alrededor, a Melanchthon, Spalatin y los príncipes mismos, los mantiene, por medio de su varonil carácter dominador, en una especie de sumisa servidumbre. En cambio, el poder de Erasmo muéstrase del modo más fuerte cuando su persona queda invisible; en sus escritos, en sus cartas. No tiene nada que agradecerle a su cuerpecillo, pobre y mal cuidado, y todo se le debe, únicamente, a su alta, a su amplia espiritualidad, que abarca en sí al Universo.
Pero también la espiritualidad de uno y otro proviene de estirpes totalmente diferentes del mundo del pensamiento. Erasmo es, indudablemente, el de más amplia vista, el que más sabe, ninguna cosa de la vida es extraña a él. Clara e incolora como la luz del día, su abstracta razón penetra a través de todas las grietas y hendiduras de la realidad e ilumina cada objeto. Lutero, por el contrario, posee un horizonte infinitamente menor que el de Erasmo, pero de mayor profundidad; su mundo es más estrecho, incomparablemente más estrecho que el erásmico, pero sabe dar a cada uno de sus pensamientos, a cada una de sus convicciones, el impulso de su personalidad. Arrebata todo hacia su interior y allí lo caldea con su roja sangre; impregna cada idea con su personal fuerza vital, le da su fanatismo, y aquello que una vez ha sido reconocido y confesado por él, no será abandonado jamás; cada afirmación llega a ser una con todo su ser y adquiere de él una inmensa fuerza dinámica. Docenas de veces Lutero y Erasmo enunciaron idénticos pensamientos; pero precisamente lo mismo que en Erasmo sólo ejerce una fina atracción espiritual sobre las gentes espirituales, se convierte al punto en Lutero, gracias a su manera de ser arrebatadora, en una divisa bélica, en un grito de guerra, en una exigencia plástica, y estas exigencias las arroja a latigazos, tan furiosamente, sobre el mundo, como las raposas bíblicas con sus tizones, que inflama la conciencia de toda la Humanidad. Todo lo erásmico tiende, en su esencia, hacia el descanso y la satisfacción del espíritu; todo lo luterano, a una alta tensión y conmoción de la sensibilidad; por ello, Erasmo es el «Escéptico», allí donde discurre del modo más fuerte, más claro, más despierto y preciso; Lutero, en cambio, es el Pater extaticus, y la cólera y el odio brotan del modo más bárbaro de sus labios.
Tal oposición tiene que conducir, orgánicamente, a una hostilidad, aun cuando sean iguales las metas de su lucha. Al principio, Lutero y Erasmo quieren la misma cosa, pero su temperamento lo quiere de una manera tan completamente opuesta, que acaba por convertirse en oposición. Las hostilidades parten de Lutero. De todos los hombres geniales que ha sostenido la tierra, acaso haya sido Lutero el más fanático, el menos capaz de ilustración, el menos acomodable y el más antipacífico. No podía emplear a su alrededor, para servirse de ellos, más que a gentes que siempre dijeran que «sí»; a los que dicen que «no» los utilizaba para inflamar su cólera contra ellos y pulverizarlos. Para Erasmo, el antifanatismo había llegado a ser como una religión, y el tono duramente dictatorial de Lutero —aparte de lo que dijera— le hería el alma como siniestro cuchillo. Para él, era sencillamente intolerable, ya en lo corporal, este golpear perenne con el puño sobre la mesa, este discurrir con boca espumeante, ya que consideraba como meta suprema la inteligencia universal y culta entre las naturalezas espirituales, y la confianza en sí mismo de Lutero —que éste llamaba su confianza en Dios— se le presentaba como una irritante arrogancia, casi blasfema, en nuestro mundo, que casi siempre vuelve a caer necesariamente en el error y el delirio. Claro que Lutero, por su parte, tenía que corresponder con el odio a la tibieza e indecisión de Erasmo en materia de fe, a aquel no querer decidirse, a lo escurridizo, condescendiente y deslizante de una convicción que nunca podía establecerse de modo inequívoco; y ya la perfección estética, el «discurso artificioso» del gran humanista, en lugar de una clara confesión, irritaba la bilis del reformador. En lo más profundo del ser de Erasmo había algo que tenía que irritar elementalmente a Lutero, y en lo más profundo del ser de Lutero había algo que tenía que irritar del mismo modo a Erasmo. Es insensata, por lo tanto, la concepción de que sólo dependió de exterioridades y casualidades el que estos dos primeros apóstoles de la nueva doctrina evangélica, el que Lutero y Erasmo se unieran para una obra en común. Hasta lo más análogo, dadas las coloraciones tan diferentes de su sangre y de su espíritu, tenía que presentar tono diverso en ellos, pues sus diferencias eran orgánicas. Descendían éstas desde el mundo superior del cerebro hasta la maraña de los instintos, e iban por los conductos sanguíneos hasta aquellas profundidades donde ya no domina la consciente voluntad de pensar. Por ello, a causa de la política y por los asuntos comunes, pudieron guardarse miramiento uno a otro durante largo tiempo; lo mismo que dos troncos de árbol que flotan en la misma corriente, pudieron ir reunidos durante un período, pero en la primera curva y cambio de rumbo tenían fatalmente que estrellarse una contra otro: este conflicto histórico universal era inevitable.
El vencedor de esta lucha sabíase con anticipación que tenía que ser Lutero, no sólo por ser el genio más fuerte, sino también el luchador más acostumbrado a la guerra y más alegre de hacerla. Lutero era y siguió siendo durante todo el tiempo de su vida una naturaleza combatidora, un pendenciero nato con Dios, los hombres y el diablo. Luchar era para él no sólo un goce y una forma de descargar sus fuerzas, sino hasta una salvación para su naturaleza excesivamente plena. Pelearse, disputar, injuriar, combatir, significaba para él una especie de sangría, pues sólo saliendo de sí mismo, dando de palos, experimentaba y ponía en ejecución todas sus dimensiones humanas; con el placer más apasionado, precipitábase por ello a cualquier cuestión, justa o injusta: «Me espanto casi mortalmente —escribe su amigo Bucer—, cuando pienso en el furor que hierve en ese hombre tan pronto como tiene que vérselas con un adversario». Innegablemente Lutero, cuando combate, combate como un endemoniado; con todo su cuerpo, con su bilis enardecida, con sus ojos inyectados en sangre, con espumeantes labios; es como si con este furor teutónico expulsara, por decirlo así, de su cuerpo un veneno febril. Y, en realidad, sólo cuando ha peleado primero con ciego furor, descargando así su enojo, se siente aliviado, «entonces se me refresca toda la sangre, se me aclara el ingenio y se amortiguan en mí los ataques». En el campo de la lucha, el muy culto Doctor Theologiæ se convierte al instante en un gañán del campo: «Cuando llego, ataco a mazazos»; apodérase de él una rabiosa palurdería, una atroz posesión demoníaca; echa mano de cualquier arma sin escrúpulo alguno, a la deslumbrante espada de la dialéctica como a la horca aldeana llena de insultos y estiércol; sin miramiento desmeolla todo obstáculo, y, en caso necesario, no retrocede espantado ante la mentira y la calumnia para aniquilamiento del adversario. «Por la corrección y por la Iglesia no hay que espantarse ante una buena y robusta mentira». Lo caballeresco es plenamente ajeno a este luchador campesino. Tampoco con el adversario ya vencido usa de nobleza ni de compasión; hasta al indefenso, ya caído en tierra, sigue golpeándolo en su cólera ciegamente furiosa. Prorrumpe en clamores de alegría cuando Thomas Münzer y diez mil aldeanos son degollados vilmente, y se alaba y glorifica, en voz bien alta, «de que su sangre la lleva él sobre su cabeza»; se regocija de que el «marrano» de Zuinglio, Karlstadt y todos los otros que alguna vez se le han opuesto mueran miserablemente: jamás este hombre, ardiente y violento en sus odios, tuvo una palabra justa para un enemigo ya muerto. En el púlpito, una voz humana que arrebata; en su casa, un amable padre de familia; artista y poeta capaz de expresar la más alta cultura, Lutero, en cuanto comienza una contienda, se convierte en un lobo, en un endemoniado, presa de gigantescos furores, al cual no detiene ninguna obligación o justicia. Esta salvaje necesidad de su naturaleza le lleva siempre, durante toda su vida, a buscar la guerra, pues el combatir no sólo le parece la forma de vida más llena de goces, sino también la moralmente más justa. «Un ser humano, y especialmente un cristiano, tiene que ser hombre de guerra», dice con orgullo mirándose al espejo, y en una carta posterior (1541) alza esta declaración hasta los cielos al afirmar misteriosamente «que es seguro que Dios también combate».
Mas Erasmo, como cristiano y como humanista, no conoce ningún Cristo guerrero ni ningún Dios combatidor. El odio y el afán de venganza le parecen a él, aristócrata de la cultura, una recaída en la plebeyez y la barbarie. Todo estrépito y querella, toda riña salvaje le repugnan. Como carácter conciliador nato, siente justamente tanto disgusto en las disputas como placer le proporciona tal situación a Lutero; de modo característico se expresa, cierta vez, al referirse a su temor de las discusiones: «Si pudiera obtener una gran finca rústica y para ello tuviera que poner un pleito, preferiría renunciar a la finca». Sin duda, como hombre de espíritu, a Erasmo le gustaba discutir con gentes igualmente cultas, pero en la forma como al caballero le gustaba el torneo, como un noble juego donde el hombre bien educado, prudente, dúctil, puede presentar, ante el foro de los educados humanísticamente, su arte de esgrimidor, acerado por el fuego del clasicismo. Hacer brotar algunas chispas, señalar algunas fintas serenamente empleadas, arrojar de su silla de montar a un mal jinete del latín; tal caballeresco juego espiritual no es en modo alguno, ajeno al ingenio de Erasmo, pero nunca comprenderá el goce de Lutero de pisotear y aplastar a un enemigo; nunca, en sus numerosas guerras de la pluma, prescindirá de la cortesía, y tampoco se entregará al odio «asesino» con el cual Lutero ataca a su adversario. Erasmo no nació para guerrero, ya que, en lo profundo, no posee ningún rígido convencimiento por el cual luchar; las naturalezas objetivas están dotadas de poca firmeza. Dudan fácilmente de sus propias opiniones, y al punto están dispuestas, por lo menos, a reflexionar sobre los argumentos del adversario. Pero consentir que hable el adversario significa ya cederle terreno: sólo lucha bien el hombre ciego de furor que se encaja sobre las orejas el casco de la obstinación para no oír cosa alguna y a quien su propia posesión demoníaca protege durante el combate, como una piel córnea. Para el fraile extático que es Lutero cada uno de sus contradictores es ya un enviado del infierno, un enemigo de Cristo, a quien se tiene el deber de aniquilar, mientras que al humano Erasmo, hasta las exageraciones más insensatas del adversario le inspiran, cuando más, una piadosa conmiseración. Excelentemente había expresado ya Zuinglio, en una imagen, la oposición de carácter de ambos rivales al comparar a Lutero con Ayax y a Erasmo con Ulises; Ayax-Lutero es el hombre del valor y de la guerra, nacido para el combate, y que en ninguna otra parte se encuentra en su elemento; Ulises-Erasmo, en realidad, sólo casualmente penetra en un campo de batalla y se siente feliz con volver a su tranquila Ítaca, la dichosa isla de la contemplación, en dejar el mundo de la acción por el mundo del espíritu, donde las victorias o las derrotas temporales parecen no existir ante la invencible e inconmovible presencia de las ideas platónicas.
Erasmo no había nacido para la guerra y lo sabía. Dondequiera que procedía en contra de las leyes de su naturaleza y se entregaba al combate tenía que ser vencido; pues siempre, cuando el artista y el sabio traspasan sus fronteras y entran en el camino de los hombres de acción, de los hombres fuertes y de los hombres mundanos, disminuyen sus propias dimensiones. El hombre espiritual no debe inscribirse en un partido, su reino es el de la justicia, que, en todas partes, está por encima de toda discusión.
Erasmo no había prestado atención a la primera y suave llamada de Lutero. Pero pronto se verá obligado a oír y tendrá que grabar en su corazón este nombre nuevo, pues los férreos martillazos con los que el desconocido fraile agustino clava en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus noventa y cinco tesis retumban a través de todo el imperio alemán. «Como si los propios ángeles hubieran sido sus rápidos mensajeros», así vuelan de mano en mano, aun húmedas de la imprenta, las hojas que las contienen; de la noche a la mañana, en todo el pueblo alemán llega a ser citado, junto al nombre de Erasmo, el de Martín Lutero, como el del más excelente precursor de una libre teología cristiana. Con genial instinto, el futuro hombre popular hirió justamente el punto sensible donde el pueblo alemán siente del modo más doloroso la presión de la curia romana: las indulgencias. Nada soporta de peor gana una nación que un tributo que le sea impuesto por un poder extranjero; y como, en este caso, la Iglesia convierte en dinero el miedo primitivo de las criaturas, valiéndose de gentes que las distribuyen a un tanto por ciento, por medio de traficantes profesionales de indulgencias, en forma que este dinero, arrancado a los aldeanos y burgueses alemanes con células ya impresas, marcha fuera del país y toma el camino de Roma, todo ello viene provocando, desde hace ya tiempo, en todo el país, una obscura indignación nacional, aún no traducida en palabras. Lutero, propiamente, con su acción resuelta, no hace más que poner fuego a la cargada mina. Nada demuestra más claramente que no es la censura de un abuso, sino la forma de ejercer esta censura, lo que decide la importancia universal del hecho; también Erasmo y otros humanistas habían vertido sus espirituales burlas sobre las indulgencias y sobre las cédulas de libramiento de los fuegos del purgatorio. Pero la mofa y el chiste no hacen más que descomponer de modo negativo las fuerzas existentes, no reúnen ninguna nueva para un golpe creador. Por el contrario, Lutero, naturaleza dramática, acaso la única verdaderamente dramática de la historia alemana, por un instinto primitivo y no aprendido, sabe apoderarse de las cosas de una manera drástica y altamente comprensiva; desde la primera hora, tiene los dones del genial conductor de pueblos: gestos plásticos y palabra programática. Cuando dice clara y sucintamente en sus tesis: «El papa no puede perdonar ninguna falta» o «El papa no puede remitir otros castigos que los que hayan sido impuestos por él mismo», son estas palabras como relámpagos iluminadores, como rayos que caen en la conciencia de toda una nación, y la cúpula de San Pedro comienza a vacilar bajo ellas. Donde Erasmo y los suyos, con befas y críticas, despertaron la atención de los espirituales, pero sin penetrar hasta la zona de la pasión de las muchedumbres, alcanza Lutero, de un solo golpe, las profundidades del sentimiento popular. En término de dos años, llega a ser el símbolo de Alemania, el tribuno de todas las exigencias y deseos nacionales y antirromanos, la fuerza concentrada de toda resistencia.
Un contemporáneo de tan fino oído y tan curioso como Erasmo tuvo, indudablemente, que conocer muy pronto la acción de Lutero. En realidad debía alegrarse, porque con ello aparecía a su lado un aliado en la lucha por una libre teología. Y al principio no se percibe ninguna expresión de censura. «Todos los buenos aman la sinceridad de Lutero», «cierto que hasta ahora Lutero ha sido útil al mundo»: en este tono benévolo manifiéstase a sus amigos humanistas al tratar de la aparición de Lutero. En todo caso, una primera reflexión paraliza ya prudentemente al psicólogo de dilatada mirada. «Lutero ha censurado muchas cosas de modo excelente», pero después vacila con un leve suspiro y añade: «mas es lástima que no lo haya hecho con mayor mesura». Por instinto, aquel hombre de fina sensibilidad olfatea como un peligro en el temperamento excesivamente ardoroso de Lutero; con insistencia, hace que le amonesten para que no siempre se presente de modo tan rudo. «Me parece que se alcanza más con la modestia que con la violencia. Así sometió Cristo al mundo». No las palabras, no las tesis de Lutero, es lo que intranquiliza a Erasmo, sino únicamente el tono de la elocución, el acento demagógico y fanático que aparece en todo lo que escribe y hace Lutero. En opinión de Erasmo, unas cuestiones teológicas hasta tal punto espinosas se expresan mejor en voz baja, dentro de un círculo de gentes instruidas; al vulgus profanum se le mantiene apartado, por medio del latín académico. Pero no se pone uno a dar gritos tan estentóreos en medio de la calle, sobre cuestiones teológicas, para que los zapateros y tenderos puedan llenarse de furor, groseramente, por tan sutiles cosas. Toda discusión ante la galería, y para ella, rebaja el nivel de la cuestión, según el gusto de los humanistas, y trae consigo inevitablemente el peligro del tumultus, del levantamiento, de la excitación popular. Erasmo odia toda propaganda y toda agitación en favor de la verdad; cree que ésta posee una fuerza que actúa por sí misma. Opina que una confesión, una vez expuesta ante el mundo por medio de la palabra, tiene después que ir avanzando por caminos puramente espirituales y no necesita del aplauso de la muchedumbre ni de la formación de partidos para ir haciéndose, en su esencia, más verdadera y más real. Según su modo de sentir, el hombre espiritual no tiene otra cosa que hacer sino establecer y formular claramente las verdades, no tiene que luchar por ellas. No por envidia, por lo tanto, como le acusaron sus adversarios, sino por un honrado sentimiento de temor, por aristocrática responsabilidad espiritual, ve con indignación Erasmo cómo, detrás de la tempestad de palabras de Lutero, se levanta al punto, en inmensas nubes de polvo, la excitación popular. «Si fuera más mesurado»: vuelve siempre a renovarse la queja de Erasmo acerca de este hombre sin medida, y, en lo secreto, le angustia el consciente presentimiento de que su alto imperio espiritual, el de las bonæ litteræ, de la ciencia y del humanismo, no podrá resistir semejante tormenta universal. Pero todavía no se ha cambiado palabra alguna entre Erasmo y Lutero; todavía guardan silencio, uno frente a otro, los dos hombres más célebres de la Reforma alemana, y este silencio va siendo poco a poco sorprendente. Erasmo, el prudente, no tiene ningún motivo para entrar en relaciones personales con aquel hombre incalculable; Lutero, por su parte, cuanto más le arrastra hacia la lucha su íntima convicción, se siente visiblemente más escéptico respecto al escéptico. «Las cosas humanas significan más para él que las divinas», escribe, hablando de Erasmo, y señala con ello, magistralmente, su recíproca posición: para Lutero, lo religioso era lo más importante que había en la tierra, para Erasmo lo humano.
Pero, en estos años, Lutero no se encuentra ya solo. Sin desearlo, y acaso también sin comprenderlo del todo, con sus exigencias sólo pensadas para el orden espiritual, ha llegado a ser el exponente de los más diversos intereses terrenos, el ariete de los asuntos nacionales alemanes, una importante figura en el ajedrez político que se juega entre el papa, el emperador y los príncipes alemanes. Gentes que se aprovechan de sus éxitos, completamente ajenos a su espíritu y sin nada de evangélico, comienzan a cortejar su persona para explotarla en servicio de sus fines propios. Sucesivamente, va ya formándose alrededor de aquel hombre aislado, el núcleo de un futuro partido, de un futuro sistema religioso. Pero mucho antes de que estuviera reunido el gran ejército de las muchedumbres del protestantismo, se había amontonado ya en torno a Lutero, según correspondía al genio organizador de los alemanes, un estado mayor político, teológico y jurídico: Melanchthon, Spalatin, príncipes, nobles y sabios; curiosamente dirigen la vista hacia el electorado de Sajonia los enviados extranjeros para ver si de este hombre duro no se podría hacer una cuña que pudieran introducir ellos en el poderoso imperio: una diplomacia política finamente dirigida entreteje sus hebras con las exigencias de Lutero, pensadas en un terreno puramente moral. Precisamente, su círculo más íntimo busca aliados, y Melanchthon, que conoce bien el tumulto que tiene que alzarse cuando aparezca el escrito de Lutero A la nobleza de la nación alemana, insiste repetidas veces para que, en favor de los asuntos evangélicos, se gane la autoridad tan importante del imparcial Erasmo. Lutero acaba por ceder y el 28 de marzo de 1519 se dirige por primera vez, personalmente, a Erasmo.
Corresponde irremisiblemente al carácter de una carta humanística la aduladora cortesía y la humillación de la propia persona llevada hasta extremos de una exageración absolutamente chinesca. Por eso, no es nada sorprendente el que Lutero comience su carta como un himno: «¿Quién hay cuyo pensamiento no esté lleno de Erasmo? ¿Quién no ha sido instruido por él y quién no está por él dominado?»; ni el que se presente asimismo como un mozo torpe, de sucias manos, que todavía no aprendió cómo puede dirigirse uno por escrito a una persona que es verdaderamente un gran sabio. Pero como ha oído decir que su nombre ha llegado a ser conocido para los oídos de Erasmo, a causa de sus «vanas» observaciones sobre las indulgencias, un silencio más prolongado entre ellos dos podría ser interpretado de modo equívoco. «Reconoce también, por lo tanto, tú, hombre bondadoso, si te dignas así hacerlo, a este hermanito en Cristo, que es verdad que por su ignorancia sólo es digno de estar hundido en un rincón oscuro, y no de ser conocido bajo el mismo cielo y bajo el mismo sol que a tu gloria cobijan y alumbran». A causa de esta sola frase, fue escrita toda la carta. Contiene todo lo que Lutero espera de Erasmo: una carta de adhesión, cualquier palabra benévola para su doctrina (nosotros diríamos: algo que pudiera ser aprovechado publicitariamente). La hora es obscura y decisiva para Lutero; ha comenzado una guerra contra el poder más fuerte de la tierra y ya está dispuesta en Roma la bula de excomunión; sería importante tener en tal combate como auxiliar moral a Erasmo, y acaso decidiera la victoria en favor de la causa luterana, pues el nombre de éste se tiene por incorruptible. El hombre sin partido es siempre el mejor y más importante estandarte para los hombres de partido.
Pero Erasmo no quiere nunca echar sobre sí obligaciones y mucho menos presentar su garantía por una deuda todavía incalculable. Pues aprobar ahora abiertamente a Lutero, significaría asentir anticipadamente a todos sus futuros libros, escritos y ataques, prestar la aprobación a un hombre desmesurado e inconmensurable, cuya «manera de escribir, violenta y sediciosa», hiere penosamente a Erasmo, el armónico, en lo más profundo de su alma. Y además, ¿cuál es la causa de Lutero? ¿Cuál es hoy, en 1519, cuál será mañana? Tomar partido por un hombre, obligarse a él, significa renunciar a un trozo de la propia libertad moral, salir fiador por exigencias cuyo alcance no se puede descubrir anticipadamente, y Erasmo nunca dejará reducir su libertad. Acaso también el fino olfato del antiguo clérigo percibiría un leve olor herético en los escritos de Lutero. Y comprometerse sin necesidad nunca fue la virtud y la fuerza del previsor Erasmo.
Por ello, evita del modo más cuidadoso, en su respuesta, pronunciar claramente un «sí» o un «no». En primer lugar, se edifica hábilmente una barrera defensiva explicando, por la derecha y por la izquierda, que no ha leído en su texto auténtico los escritos de Lutero. En efecto, a Erasmo le está literalmente prohibido, como sacerdote católico, sin permiso expreso de sus superiores, leer libros enemigos de la Iglesia: con la más extrema prudencia emplea este argumento Erasmo, el experimentado autor de cartas, como disculpa para pasar de largo sin una franca y decisiva declaración. Agradece al «hermano en Cristo» el que le informe acerca de la inmensa excitación que sus libros (los de Lutero) han provocado en Lovaina y lo feamente que los adversarios se han echado sobre ellos: de este modo expresa, por lo menos, cierta simpatía. Pero ¡con qué maestría evita el apasionado amigo de su independencia toda palabra claramente aprobadora con la que se le pudiera coger y obligar! Expresamente recalca que sólo ha «hojeado» (degustavi) el comentario de los salmos escrito por Lutero; por lo tanto, que no lo ha leído y que «espera» que sea de gran utilidad: de nuevo y como circunloquio, un deseo en lugar de un juicio; y, para distanciarse del reformador, se mofa de las noticias que suponen que él mismo ha participado en la redacción de los escritos de Lutero, calificándolas de insensatas y malévolas. Pero después, al final, Erasmo llega a hablar claramente. De un modo liso y llano, declara que no desea verse inmiscuido en estas miserables disputas: «En cuanto cabe, me mantengo neutral (integrum) para mejor poder fomentar las ciencias que de nuevo comienzan a florecer, y creo que se alcanzará más con una reserva hábil que con una intervención violenta». Insistentemente, amonesta aún después a Lutero para que guarde moderación y termina la epístola con el piadoso y no comprometedor deseo de que Cristo, cada día más, quiera prestar a Lutero una porción mayor de su espíritu.
Con ello, Erasmo ha cubierto su posición. Es la misma que tuvo en el asunto de Reuchlin, cuando dijo: «No soy ningún reuchliniano y no tomo partido por ninguno; soy cristiano, pero ni reuchliniano ni erasmiano». Está resuelto a no dejarse llevar ni un paso más adelante de donde realmente quiera ir. Erasmo es un hombre temeroso, pero también el miedo tiene fuerzas de clarividencia: a veces, por una súbita y notable claridad de sus sentimientos, prevé, como en una alucinación, lo venidero. Más clarividente que todos los otros humanistas que aclaman a Lutero como a un salvador, Erasmo reconoce en la manera de proceder, agresiva y sin reservas, de Lutero, los presagios de un tumultus; ve, en lugar de la Reforma, una revolución, y por este peligroso camino no quiere ir en modo alguno. «¿De qué podría servirle yo a Lutero si me hiciera compañero suyo de peligros, sino que fueran dos hombres los que se arruinaran en vez de uno solo?… Ha dicho algunas cosas de modo excelente y ha hecho buenas advertencias, y yo quisiera que no hubiera echado a perder tales merecimientos con sus insoportables faltas. Pero aun cuando hubiera escrito todo eso en un tono piadoso, no pondría yo en peligro mi cabeza por la verdad. No todo el mundo posee la fuerza necesaria para ser mártir y tengo que temer, tristemente, que, en caso de tumulto, seguiría yo el ejemplo de Pedro. Cumplo los mandamientos del papa y de los príncipes, si son justos, y soporto sus malas leyes porque es más seguro. Creo que tal conducta es la más propia para todo hombre bien pensante si no tiene esperanzas de triunfar con la resistencia». Por su timidez espiritual, lo mismo que por su inquebrantable sentimiento de independencia, está resuelto Erasmo a no poner sus asuntos en común con nadie, y, por lo tanto, tampoco con Lutero. Éste debe seguir su camino y Erasmo el suyo: de modo que sólo se ponen de acuerdo para no oponerse hostilmente uno a otro. El ofrecimiento de una alianza es rechazado y sólo se concierta un pacto de neutralidad. El destino de Lutero es dar origen a un drama, y Erasmo espera —¡esperanza vana!— que le será permitido no ser otra cosa más que espectador, spectator: «Ya que Dios, como parece resultar de la poderosa prosperidad de la causa de Lutero, quiere todo esto y quizás ha considerado necesario, por la Corrupción de estos tiempos, un cirujano tan rudo como Lutero, no me toca a mi oponerle resistencia».
Pero, en épocas políticas, mantenerse aparte y en un todo imparcial es más difícil que ingresar en un partido, y, con gran enojo suyo, el nuevo partido trata de autorizarse refiriéndose a Erasmo. Éste fundó la crítica reformadora de la Iglesia, que después Lutero transformó en un ataque contra el papado; como dicen amargamente los teólogos católicos, Erasmo «puso los huevos que empolló Lutero». Quiéralo o no, Erasmo, hasta cierto grado, es responsable de las acciones de Lutero como quien le preparó el camino: «Ubi Erasmus innuit, illic Luther irruit». Donde el uno abrió prudentemente la puerta, precipitóse el otro con toda impetuosidad, y el mismo Erasmo tiene que confesar, dirigiéndose a Zuinglio: «Todo lo que exige Lutero, también lo había enseñado yo, sólo que no con tanta violencia, ni con aquel lenguaje que está siempre buscando los extremos». Lo que les separa es únicamente el método. Ambos formularon el mismo diagnóstico: que la Iglesia se encuentra en peligro de muerte, que perece internamente a causa de sus venalidades. Pero mientras Erasmo prescribe un lento y progresivo tratamiento, un proceso cuidadoso y sucesivo de purificación de la sangre por medio de inyecciones de sal de razón y mofa, Lutero se lanza a realizar un corte sangriento. Un procedimiento tan peligroso para la vida tenía que ser rechazado por Erasmo, con su miedo de la sangre, ya que a él le repugnaba todo lo violento: «Mi firme decisión es la de dejar más bien que me despedacen miembro a miembro que favorecer la discordia, especialmente en cosas de fe. Cierto que muchos partidarios de Lutero se apoyan en la frase evangélica que dice: “No he venido a traeros la paz sino la espada”. Sólo que, si bien reconozco que muchas cosas en la Iglesia deben ser modificadas para provecho de la religión, tampoco me agrada todo lo que conduce a un levantamiento de esta especie». Con una resolución que hace pensar en Tolstoi, rechaza Erasmo toda apelación a la violencia, y declara que mejor está dispuesto a seguir soportando la enojosa situación actual, que a obtener la transformación a precio de un tumultus, con derramamiento de sangre. Mientras que los otros humanistas, más cortos de vista y más dotados de optimismo, aclaman con júbilo a Lutero como a un libertador de la Iglesia, como a un salvador de Alemania, reconoce él en tal situación el fraccionamiento de la Ecclesia universalis en iglesias nacionales y la separación de Alemania de la unidad de Occidente. Presiente, más con su corazón de lo que puede saberlo con su entendimiento, que semejante separación de Alemania y de los otros países germánicos del poder de las llaves pontificias no se podrá realizar sin los más sangrientos y mortíferos conflictos. Y como la guerra significaba para él un paso atrás, una bárbara recaída en épocas superadas desde hace mucho tiempo, emplea todo su poder para evitar, en medio de la cristiandad, esta catástrofe extrema. Con ello, tócale en suerte, de repente, a Erasmo, una misión histórica, que excede íntimamente a sus fuerzas: él solo, en medio de todos aquellos sobreexcitados, representa la clara razón, y, armado solamente de una pluma, defiende la unidad de Europa, la unidad de la Iglesia, la unidad de la Humanidad y la ciudadanía universal, contra la ruina y el aniquilamiento.
Erasmo comienza su misión de mediador con el intento de apaciguar a Lutero. Una y otra vez, por medio de amigos, conjura al que nada ha aprendido para que no escriba de modo tan «rebelde», para que no enseñe el Evangelio de manera tan poco «evangélica»: «Desearía que Lutero, durante algún tiempo, se abstuviera de toda discusión, y se dedicara a las cuestiones evangélicas de un modo puro y sin mezcla de otra cosa alguna. Tendría mayor éxito». Y, ante todo, no todos los asuntos deben ser tratados públicamente y en modo alguno se deberían enunciar a gritos, ante los oídos de una muchedumbre inquieta e inclinada a armar pendencias, las exigencias de una reforma de la Iglesia. ¡Con qué elocuencia celebra Erasmo, el diplomático, frente a la fuerza agitadora del arte de hablar, aquella otra maestría del hombre espiritual, el elevado arte del silencio a la hora debida! «No siempre debe ser dicha toda la verdad. Depende mucho del modo como se la diga».
Esta concepción de que, a causa de un provecho temporal, pueda ser silenciada la verdad, aunque sólo sea durante un minuto, tiene que ser incomprensible para Lutero. Para él, el confesor, es el más sagrado deber de la conciencia el confesar cada letra y cada sílaba de verdad, una vez que el corazón y el alma las han reconocido, gritándolas a todos con indiferencia de si de ello se origina guerra, rebelión o el derrumbamiento de los cielos. El arte de callar no puede ni quiere aprenderlo nunca Lutero. En estos cuatro años, un nuevo y poderoso lenguaje se ha aposentado en su boca; ilimitadas fuerzas, los resentimientos acumulados de todo un pueblo, han venido a caer entre sus manos; el total de la conciencia nacional alemana, ansiosa de levantarse revolucionariamente contra todo lo güelfo e imperial, el odio a los clérigos, el odio al extranjero, el obscuro ardor social y religioso que, desde los días de la sublevación de las Bundschuhe (sandalias), venía engrosando entre los aldeanos, todo ello fue despertado por los martillazos de Lutero dados en la puerta de la iglesia de Wittenberg; todas las clases sociales, los príncipes, los campesinos, los burgueses, sentían santificados por el Evangelio sus asuntos privados y comunales. La totalidad del pueblo alemán, porque veía en Lutero un hombre valeroso y de acción, depositaba en él sus pasiones, hasta entonces desparramadas. Pero siempre, cuando lo nacional se liga con lo social en el fervor de un éxtasis religioso, se producen aquellos poderosos temblores de tierra que conmueven a todo el universo, y si, como en el caso de Lutero, sólo hay un hombre en quien innumerables personas individuales creen encarnada su inconsciente voluntad, origínanse fuerzas mágicas en ese hombre. Si, a su primer llamada, toda una nación vierte sus fuerzas en la fuerza propia de aquella persona, es fácil que sienta la tentación de considerarse como emisario del Eterno, y, al cabo de innumerables años, un hombre, en Alemania, vuelve a hablar el lenguaje de los profetas. «Dios me ha ordenado que enseñe y juzgue en tierra alemana, como uno de los apóstoles y evangelistas». Por el propio Dios siente el extático que le ha sido atribuida la misión de purificar la Iglesia, de libertar al pueblo alemán de las manos del «Anticristo», del papa, ese «enmascarado y auténtico diablo», de libertarlo con la palabra, y, si no queda otro remedio, con la espada y a sangre y fuego.
Amonestar y predicar prudencia a tal oído, lleno del mugir de las aclamaciones populares y de divinos mandatos, tiene que ser vana tarea. Bien pronto, Lutero apenas presta atención a lo que pueda escribir o pensar Erasmo; ya no necesita de él. Con paso férreo y despiadado, recorre su histórico camino.
No obstante, con la misma insistencia que a Lutero, dirígese al mismo tiempo Erasmo hacia la opuesta parte, hacia el papa y los obispos, los príncipes y soberanos, para prevenirlos del peligro de toda precipitada dureza ejercida contra Lutero. También aquí ve a su antiguo enemigo, el ciego fanatismo, pagado de sí, en plena actividad y sin querer reconocer sus propias faltas. De este modo, previene que acaso se haya procedido con excesiva dureza al enviar la bula de excomunión; que en Lutero hay que reconocer siempre un hombre totalmente honrado, cuya conducta, en la vida, es, en general, laudable. Cierto que Lutero ha concebido dudas en cuanto a las indulgencias, pero también otros, antes que él se habían manifestado atrevidamente en este sentido. «No todo error es por ello una herejía», advierte el eterno mediador, y justifica a su peor enemigo, Lutero, diciendo que ha «escrito muchas cosas más bien precipitadamente que con malévola intención». En un caso tal, no hay que gritar en seguida pidiendo la hoguera, ni acusar ya de herejía a todo aquel que sea sospechoso. ¿No sería más aconsejable amonestar a Lutero e instruirle, en lugar de injuriarle y excitarle? «El medio mejor para alcanzar una pacificación —escríbele al cardenal Campeggio—, sería que el papa exigiera de cada partido una pública declaración de fe. Con ello se impediría el abuso de falsas exposiciones y se debilitaría la manía de hablar y escribir». Una y otra vez, el conciliador reclama un concilio, aconseja una íntima deliberación sobre todas estas tesis en un círculo sabio y espiritual, cosa que tenía que conducir a una «inteligencia digna del espíritu cristiano».
Pero Roma, al igual de Wittenberg, tampoco escucha la voz admonitora. Otros cuidados ocupan al papa en aquella hora: su querido Rafael Sanzio, el divino regalo del Renacimiento al mundo recién resucitado, muere de repente en aquellos días. ¿Quién será digno, ahora, de terminar las estancias del Vaticano? ¿Quién llevará a su término la construcción de la iglesia de San Pedro, tan osadamente iniciada? Para el papa mediceo, el arte, grande y duradero, es cien veces más importante que estas pequeñas discusiones de frailucos, allá en cualquier pueblecillo provinciano de Sajonia, y precisamente porque este soberano de la Iglesia ve las cosas con tal amplitud aparta con indiferencia la vista de este insignificante frailecillo. Sus cardenales, por el contrario, altaneros y pagados de sí mismos —¿no acaban de arrojar a la hoguera a Savonarola y de expulsar del país a los herejes de España?—, exigen la excomunión, como única respuesta a las insubordinaciones de Lutero. ¿Para qué oírle primero, para qué contar todavía con este rústico teólogo? Sin que se les preste atención, son dejadas a un lado las previsoras cartas de Erasmo; con toda celeridad se termina en la cancillería romana la bula de excomunión y se ordena al legado que se oponga con toda fuerza y dureza al faccioso alemán; por obstinación a la derecha y obstinación a la izquierda, es dilapidada la primera, y, por lo tanto, la mejor posibilidad de reconciliación.
Y, no obstante, en aquellos días decisivos —se ha pensado harto poco en esta escena de entre bastidores—, todo el destino de la Reforma alemana llega a estar, por breves momentos, entre las manos de Erasmo. El emperador Carlos V ha convocado ya la Dieta de Worms, donde debe ser condenada la conducta de Lutero, si a última hora no se somete. También el príncipe soberano de Lutero, Federico de Sajonia, entonces todavía no público partidario suyo, sino sólo su protector, es invitado a la Dieta. Este hombre singular (de una piedad severamente eclesiástica, el mayor coleccionador de reliquias y huesos de santos de toda Alemania, por lo tanto, de cosas que Lutero ataca sarcásticamente como fruslerías y juegos diabólicos), abriga cierta simpatía hacia Lutero; está orgulloso del hombre que ha ganado tal gloria en el mundo para su universidad de Wittenberg. Pero no se atreve todavía a declararse abiertamente suyo. Por prudencia y porque todavía no está decidido en su interior, se guarda diplomáticamente de cultivar el trato personal de Lutero. No lo recibe, para, en caso necesario (exactamente lo mismo que Erasmo), poder decir, como disculpa, que no ha tenido, ad personam, nada que ver con él. Pero por motivos políticos, porque este robusto campesino puede muy bien ser empleado en su juego de ajedrez contra el emperador, y, finalmente, también por orgullo particularista de su propia jurisdicción, hasta entonces tuvo extendida su mano protectora sobre Lutero, y, a pesar de la pontificia fulminación de anatema, le consintió que usara de la universidad y el púlpito.
Pero, ahora, hasta esta misma prudente protección llega a ser un peligro. Pues si Lutero, como es de pensar, incurre en proscripción imperial, entonces continuar protegiéndole significa franca rebelión de un príncipe reinante contra el emperador. Y a esta abierta sublevación, todavía no están bien resueltos los príncipes, sólo a medias protestantes. Cierto que saben que su emperador está militarmente sin poder, tiene ambos brazos atados con las guerras contra Francia y en Italia; la hora sería quizá favorable para aumentar el poder propio, y, para tal ataque, el pretexto de los asuntos evangélicos sería, ante la historia, el más bello y glorioso. Pero Federico, que es personalmente hombre piadoso y justo, se halla aún en la más profunda incertidumbre acerca de si este sacerdote y profesor será realmente un enviado de la verdadera doctrina evangélica o sólo uno de los innumerables visionarios y sectarios. Todavía no está decidido sobre la cuestión de si ante Dios y la razón humana, puede aceptar la responsabilidad de continuar protegiendo a este gran espíritu, pero, al mismo tiempo peligroso.
En este estado de indecisión sabe Federico, al pasar por Colonia, que Erasmo también es huésped de la ciudad. Al punto, por medio de Spalatin, su secretario, le ruega que vaya a verlo. Pues Erasmo es considerado todavía como la mayor autoridad moral en cuestiones temporales y teológicas; todavía ostenta, como corona, su fama, honradamente adquirida, de una imparcialidad sin reserva alguna. El Gran Elector confía en obtener de él el consejo más seguro para su incertidumbre, y le plantea abiertamente la cuestión de si Lutero tiene razón o no la tiene. Preguntas que exigen como respuesta un claro «sí» o un «no» no son nunca del agrado de Erasmo, y, en especial, en aquella ocasión, una desmesurada responsabilidad va enlazada con su voto. Pues, si aprueba los hechos y dichos luteranos, íntimamente fortalecido a causa de ello, Federico continuará manteniendo su mano protectora sobre Lutero, y así, estarán salvados Lutero y la Reforma alemana. Pero si su soberano, desanimado, lo abandona, Lutero tendrá que huir del país para librase de la hoguera. De este «sí» o de este «no» depende el destino del mundo, y si realmente fuera Erasmo, como lo afirman sus enemigos, envidioso de sus grandes contemporáneos u hostil a ellos, ahora o nunca se le habría ofrecido ocasión para librarse de Lutero de una vez para siempre. Una palabra ásperamente impugnadora habría decidido probablemente al Gran Elector a retirar su protección de Lutero. En este día, 5 de noviembre de 1520, el destino de la Reforma alemana, el rumbo de la Historia Universal, se encuentran, casi con seguridad, por completo entregados a las delicadas y temblorosas manos de Erasmo.
Éste, en tal instante, observa una honrada conducta. No una conducta valiente, no grande, decisiva, ni heroica, pero, no obstante (y esto ya es mucho), honrada en absoluto. A la pregunta del Gran Elector de si puede descubrir algo de injusticia y herejía en las opiniones de Lutero, trata primeramente de sustraerse por medio de la frase humorística (no quiere tomar partido por nadie) de que la culpa principal de Lutero ha sido la de haber cogido al papa por la corona y a los frailes por la panza. Pero después, seriamente invitado a exponer sus opiniones, enuncia con firmeza, en veintidós breves frases, que llama axiomata, su concepto personal de la doctrina de Lutero, con toda ciencia y conciencia. Algunas frases tienen un tono desaprobatorio, como «Lutero abusa de la tolerancia del papa», pero, en las tesis decisivas se coloca animosamente del lado del amenazado: «De todas las universidades, sólo dos han condenado a Lutero, y, aun éstas no le han refutado. Lutero, por consiguiente, sólo exige algo equitativo cuando reclama una pública discusión y jueces que no infundan sospecha», y «lo mejor, también para el papa, sería haber resuelto la cuestión por medio de jueces bien considerados y sin sospecha de parcialidad. El mundo tiene sed del verdadero Evangelio, y el curso de los tiempos va plenamente hacia ello. No debe oponérsele uno de tan odiosa manera». Su definitivo consejo insiste en que por medio de condescendencia y un público concilio, debe ser arreglado este espinoso negocio antes de que degenere en tumultus y desconcierte al mundo para siglos.
Con estas palabras (Lutero se las agradeció mal a Erasmo), se ha introducido un cambio de gran trascendencia en favor de la Reforma. Pues, aunque algo extrañado por ciertas ambigüedades y reservas de la exposición de Erasmo, el Gran Elector hace exactamente lo que Erasmo le ha propuesto en aquella conversación nocturna. Al día siguiente, 6 de noviembre, exige Federico del legado pontificio que Lutero sea oído públicamente ante unos jueces justos, libres y sin sospecha, y que, antes de ello, no sean quemados sus libros. Con ello, protesta contra el áspero punto de vista de Roma y del emperador: el protestantismo de los príncipes alemanes ha alzado su voz por primera vez. Por medio de su secreto auxilio, prestó Erasmo a la Reforma una decisiva ayuda en una hora decisiva, y, en lugar de las piedras que más tarde arrojaron contra él, habría merecido un monumento.
Entonces llega la hora de Worms, de importancia universal. La ciudad está abarrotada de gente hasta los tejados y gabletes; entra un joven emperador, acompañado de legados, embajadores, grandes electores, secretarios; rodeado de los flameantes colores de los soldados de a caballo y los infantes. Pocos días más tarde, un frailecillo recorre el mismo camino, un hombre solo, herido por el anatema pontificio, y únicamente protegido contra la hoguera de los herejes por un salvoconducto que lleva doblado en el bolsillo. No obstante, otra vez braman y mugen las calles con clamores de júbilo y entusiasmo. Pues a uno de aquellos hombres, al emperador, lo han elegido los príncipes alemanes, pero al otro lo ha elegido el pueblo alemán como adalid de Alemania.
La primera deliberación retrasa la decisión, cargada de fatalidad. Aún está vivo el pensamiento erasmista, aún domina la suave esperanza en la posibilidad de un acomodo. Pero, en una segunda reunión pronuncia Lutero la frase de un alcance de Historia Universal: «Aquí estoy; no puedo hacer otra cosa». El mundo está desgarrado en dos partes: por primera vez, desde los días de Juan Hus, un hombre ha negado su obediencia a la Iglesia en presencia del emperador y de toda la corte reunida. Un silencioso escalofrío corre a través de la reunión cortesana, cuchichean y se asombran del descarado frailecillo. Pero abajo, los lansquenetes aclaman a Lutero. ¿Presagian que, con aquella negativa van a soplar buenos vientos para ellos? ¿Olfatean ya estos pajarracos de tormenta la futura próxima guerra?
Pero ¿dónde se encuentra Erasmo en aquella hora? Está, y ésta es su trágica culpa en un momento de trascendencia universal, tímidamente en su cuarto de trabajo. Como amigo de juventud del legado Alejandro, con quien había compartido mesa y lecho en Venecia, como persona respetable para el emperador, como compañero de opiniones de los evangélicos, únicamente él, sólo él, podría haber retrasado allí la dura decisión. Pero el eterno timorato temía presentarse públicamente, y sólo al saber la mala noticia, comprendió lo irreparable de aquel perdido momento: «Si hubiera estado allí presente, habría hecho todo lo posible para que esta tragedia terminara con un proceder lleno de comedimiento». Pero tras las horas de importancia histórica para el mundo entero, es en vano correr para alcanzarlas. El ausente nunca tiene razón. Erasmo, en aquella hora universal, no puso en juego todo su ser, toda su fuerza, todo su prestigio, en favor de su convicción, y por ello quedó perdida la causa erasmista. Lutero entró por completo en la contienda con el más extremo valor y la intacta fuerza de su voluntad de victoria: por ello su voluntad se transformó en acción.