La gran disputa

Las habladurías literarias no son peculiares de tiempo alguno determinado, sino de todos los tiempos; también en el siglo XVI, aunque las gentes intelectuales estaban dispersas por todos los países de un modo muy tenue y aparentemente desligado, no quedaba nada secreto en este círculo eternamente curioso y estrecho. Antes aún de que Erasmo haya empuñado la pluma, antes aún de que sepa con certeza cuándo y cómo habrá de presentar combate, sábese ya en Wittenberg lo que se planea en Basilea. Hace ya mucho tiempo que Lutero cuenta con el ataque: «La verdad es más poderosa que la elocuencia —escríbele a un amigo, ya en 1522—; la fe, más grande que la sabiduría. No desafiaré a Erasmo, ni tampoco pienso devolver en seguida los golpes en el caso de que me ataque. No obstante, no me parece aconsejable que dirija contra mí las fuerzas de su elocuencia…, pero, si se atreviera, tendría que experimentar en sí mismo que Cristo no siente temor ni ante las puertas del infierno ni ante las potencias del aire. Me opondré al célebre Erasmo y en nada cederé, ni por su fama, ni por su nombre, ni por su posición».

Esta carta, que naturalmente está destinada a que se dé conocimiento de ella a Erasmo, contiene una amenaza, o, más bien, una advertencia. Detrás de sus palabras se percibe que Lutero, en su difícil situación, más bien querría evitar una disputa por escrito, y, por ambas partes, intervienen ahora como mediadores algunos amigos. Tanto Melanchthon como Zuinglio, en favor de la causa evangélica, procuran establecer otra vez la paz entre Basilea y Wittenberg, y parece ya que sus esfuerzos van por el mejor camino. Entonces se decide Lutero, insospechadamente, a dirigirse el mismo a Erasmo.

Pero ¡cómo ha cambiado en pocos años el tono desde que Lutero con una humildad cortés, y más que cortés, se acercaba al «gran hombre» con la reverencia de un escolar! La conciencia de ocupar una posición de importancia universal, el sentimiento de su misión en la tierra alemana, prestan ahora a sus palabras una pasión de bronce. ¿Qué significa un enemigo más para Lutero, que ya está en guerra con el papa y el emperador y todas las potencias de la tierra? Está harto de ataques secretos. No quiere incertidumbre y pactos indecisos. «A las palabras y discursos inciertos, dudosos, vacilantes, hay que quitarles bravamente la armadura, aplastarlos con el rodillo y zamarrearlos al punto, sin darlos por buenos». Lutero quiere claridad. Por primera vez tiende la mano hacia Erasmo, pero armada ya con guantelete de hierro.

Las primeras palabras todavía vibran con cortesía y disimulo: «Llevo esperando mucho tiempo silenciosamente, querido señor Erasmo, y aunque siempre confié en que usted, como el de mayor categoría y más edad, había de ser el primero que pusiera fin al silencio, después de larga espera impúlsame el afecto a ser yo quien comience nuestra correspondencia. En primer lugar, nada tengo que objetar a que usted quiera aparecer como ajeno a nosotros a fin de que su conducta sea bien interpretada por los papistas…». Pero después irrumpe, de un modo poderoso y casi despreciativo, el interno enojo contra el vacilante: «Pues ya que vemos que a usted no le han sido dados todavía por el Señor la perseverancia, el valor y el alma para que apruebe la lucha contra el monstruo, y, confortado, salga contra él a nuestro lado, no queremos exigir de usted lo que está más allá de la medida de sus propias fuerzas… Pero viera con gusto mayor que usted, prescindiendo de sus dotes, no se hubiera mezclado en nuestro asunto, pues aunque usted, con su posición y su elocuencia, habría podido lograr muchas cosas, habría sido mejor, ya que su corazón no está con nosotros, que hubiera servido a Dios sólo con los talentos que le han sido confiados». Lamenta la debilidad y reserva de Erasmo, pero, al final, arroja contra él la frase decisiva de que la importancia de esta cuestión hace ya mucho tiempo que está más allá de los objetivos de Erasmo y que ya no significa ningún peligro para él el que Erasmo quiera salir en contra suya con toda su fuerza, y, menos todavía, que sólo de cuando en cuando le zahiera y ultraje en forma leve. Imperiosamente y casi como un amo, invita a Erasmo a que «se abstenga de todos sus discursos mordaces, retóricos y marchitos», y, ante todo, si no puede hacer otra cosa, «a que se mantenga sólo como espectador de nuestra tragedia» y no se asocie con los adversarios. No debe atacarle con escritos, lo mismo que él, Lutero, por su parte, no quiere iniciar nada en contra suya. «Hubo ya bastantes mordiscos y ahora tenemos que andar con cuidado de que no nos devoremos unos a otros y nos quebrantemos».

Una carta de este altivo tipo todavía no la ha recibido nunca de nadie Erasmo de Rotterdam, el señor del imperio universal humanístico, y, a pesar de todo su pacifismo íntimo, el anciano no está dispuesto a dejarse sermonear de arriba abajo y tratar como un charlatán cualquiera por el mismo hombre que antes solicitó humildemente, una vez, su apoyo y protección. «Me he preocupado más por el Evangelio —responde orgulloso— que muchos de los que ahora se ufanan con él. Veo que esta renovación ha echado a perder muchas cosas y suscitado gentes revoltosas, y veo que las bellas ciencias caminan con marcha de cangrejo, que las amistades son destrozadas, y temo que llegue a originarse una insurrección sangrienta. Pero a mí nada me obligará a renunciar al Evangelio por las palabras humanas». Con energía menciona cuánto agradecimiento y aplauso habría encontrado en los poderosos si hubiera estado dispuesto a presentarse contra Lutero. Y quizás se sirve realmente mejor al Evangelio tomando la palabra contra Lutero, que haciendo lo que los tontos, que tan ruidosamente se comprometen por él, y, a causa de los cuales, casi no es factible «permanecer como puro espectador de esta tragedia». La inflexibilidad de Lutero ha endurecido la vacilante voluntad de Erasmo: «Ojalá no llegue realmente a tener un final trágico», suspira, con fosco presentimiento. Y después coge la pluma, su arma única.

Erasmo sabe perfectamente contra qué gigantesco adversario se pone en campaña; sabe también, acaso en lo más profundo de su ser, la superioridad de Lutero para la lucha, el cual, hasta entonces, con sus coléricas fuerzas, ha derribado por tierra a todo contradictor. Pero la auténtica fuerza de Erasmo consiste —caso raro en un artista— en el conocimiento de sus propios límites. Sabe que este torneo espiritual se verifica ante los ojos de todo el mundo reunido; todos los teólogos y humanistas de Europa esperan el espectáculo con apasionada impaciencia: por lo tanto, se trata de buscar una posición inexpugnable y Erasmo la elige de modo magistral, no chocando irreflexivamente con Lutero y toda la doctrina evangélica, sino que, con mirada auténtica de águila, acecha, para su ataque, un único punto débil, o por lo menos vulnerable, del dogma luterano; escoge una cuestión aparentemente accesoria, pero, en realidad, uno de los temas esenciales en la edificación de la doctrina teológica de Lutero, todavía bastante vacilante e insegura. Hasta el principal interesado, hasta Lutero mismo, tendrá «que alabar y elogiar mucho el que seas tú el único de todos mis adversarios que ha comprendido el núcleo de la cuestión; tú eres el único y solo hombre que ha descubierto el nervio de todo el asunto, y, en esta lucha, lo has cogido duramente por el cuello». Erasmo, con su extraordinaria concepción artística, ha preferido elegir para este desafío, en lugar del firme punto de apoyo de un convencimiento, el terreno dialécticamente resbaladizo de una cuestión teológica, en el cual, aquel hombre del puño de hierro no puede derribarlo por completo a tierra, y en el que se sabe invisiblemente protegido y cubierto por los mayores filósofos de todos los tiempos.

El problema del cual Erasmo hace centro de la discusión es un problema eterno de toda teología: el tema de la libertad o falta de libertad de la voluntad humana. Para la doctrina de la predestinación de Lutero, severamente agustiniana, el hombre permanece eternamente como prisionero de Dios. Ni un grano de libre voluntad le es atribuido; todo lo que realiza ha sido previsto por Dios, desde mucho tiempo antes, y por él señalado; por medio de ninguna obra buena, de ninguna bona opera, por medio de ningún arrepentimiento, puede, por lo tanto, el ser humano alzar su voluntad y libertarse de esa trabazón de culpas anteriores a la vida: únicamente la gracia de Dios es capaz de dirigir un hombre al buen camino. Según una concepción moderna, lo traduciríamos de este modo: estamos dominados, en nuestro destino, por la masa de herencias, por la constelación; nada, por lo tanto, es capaz de hacer la propia voluntad en cuanto Dios no quiera que se opere en nosotros. Dicho al modo de Goethe:

…todo querer

existe sólo por deber quererlo,

y mudo ante el querer es lo arbitrario…

Tal concepción de Lutero no puede ser aprobada por Erasmo, el humanista, que considera en la razón humana un santo poder dado por Dios. Erasmo, que cree de un modo inconmovible que no sólo el hombre aisladamente, sino toda la Humanidad, es capaz de desarrollarse hacia una moralidad cada vez más alta por medio de una voluntad noble y educada, tiene que oponerse del modo más profundo a este rígido fatalismo, casi mahometano. Pero Erasmo no sería Erasmo si, a cualquier concepción adversa, contestara con una violenta y grosera negación; aquí, como en todas partes, sólo censura el extremismo, lo violento e incondicional del concepto determinista de Lutero. Él mismo, dice conforme a su modo de ser, prudentemente oscilante, no tiene «gusto alguno por establecer inconmovibles afirmaciones»; siempre se inclina personalmente hacia la duda, aunque gustoso, en tales casos, se someta a las palabras de las Sagradas Escrituras y de la Iglesia. De otra parte, en las Sagradas Escrituras estos conceptos están expresados de un modo misterioso y que no puede ser profundizado por completo; por ello, encuentra también peligroso negar, tan en absoluto como lo hace Lutero, la libertad de la voluntad humana. En modo alguno dice que la concepción de Lutero sea totalmente falsa, pero se defiende contra el non nihil, contra la afirmación de que todas las buenas obras que haga el hombre no produzcan efecto alguno ante Dios y sean, por ello, plenamente superfluas. Si, como quiere Lutero, todo se somete únicamente a la misericordia de Dios, ¿qué sentido tendría aún para los hombres el realizar el bien? Se debería —propone en su calidad de eterno mediador— dejar siquiera al hombre la ilusión de su libre voluntad, a fin de que no se desespere y no se le aparezca Dios como cruel e injusto. «Me adhiero a la opinión de aquellos que entregan algunas cosas a la voluntad libre, pero la mayor parte a la divina misericordia, pues no debemos tratar de desviarnos del Escila del orgullo para ser arrojados contra el Caribdis del fatalismo».

Vese que, hasta en las discusiones, Erasmo, el pacífico, sale del modo más indulgente al encuentro de su adversario. Advierte también, en esta ocasión, que no debe concederse excesiva importancia a tales disputas, sino preguntarse uno a sí mismo «si será justo, a causa de algunas afirmaciones paradójicas, poner en conmoción a todo el Universo». Y, efectivamente, si Lutero hubiera cedido ante él sólo en una dracma, si sólo hubiera adelantado un único paso hacia él, esta disputa espiritual habría terminado también en paz y concordia. Pero Erasmo espera una comprensión condescendiente de la cabeza más férrea de su siglo, de un hombre que, en cuestiones de fe y convicción, ni aun en la propia hoguera cedería ni en una sola letra, el cual, como fanático nato y jurado, preferiría perecer, o dejar que pereciera el mundo, antes de dejar perder una pulgada del más insignificante, mezquino y diminuto párrafo de su doctrina.

Lutero no contesta en seguida a Erasmo, aunque a aquel hombre colérico le excita el ataque del modo más terrible: «Mientras que con los otros libros, para hablar como Zuchten, me he limpiado el c…, he leído en su totalidad este escrito de Erasmo, pero, en tal forma que siempre estaba pensando en arrojarlo detrás de mi asiento», dice con sus toscas expresiones; pero en este año de 1524 está preocupado por cosas más importantes y difíciles que una discusión teológica. El eterno destino de todo revolucionario comienza a cumplirse en su vida, de modo que también él, que quería sustituir por un orden nuevo uno antiguo, desencadena fuerzas caóticas y corre el peligro de ser sobrepasado, en su radicalismo, por otros más radicales todavía. Lutero había exigido la libertad de expresión y confesión, pero ahora también otros la exigen para ellos: los profetas de Zwickau, Karlstadt, Münzer, todos esos «espíritus de tropel», cómo él los llama, se reúnen también, en nombre del Evangelio, para rebelarse contra el emperador y el imperio; las propias palabras de Lutero contra la nobleza y los príncipes se convierten, en estas coaligadas bandas de campesinos, en picas y mazas; pero donde Lutero sólo desea una revolución espiritual y religiosa, exigen ahora los oprimidos campesinos una revolución social, claramente comunista. En Lutero repítese este año la tragedia espiritual de Erasmo de que su palabra llegue a ser un acontecimiento universal, mayor de lo que él mismo ha querido, y así como había censurado él a aquel otro a causa de su blandura, también ahora las gentes del Bundschuhe y los asaltantes de conventos y destructores de imágenes lo desprecian a él como un «nuevo y sofístico papista, un archipagano y archibribón», como un «amigo póstumo del Anticristo», como «la carnaza orgullosa de Wittenberg». Destino erásmico: lo que él había pensado en un sentido espiritual y eclesiástico, es entendido por las dilatadas masas y por sus aún más fanáticos guiadores, según lo dice él mismo, en un sentido «carnal» y de grosera agitación. Es la eterna estrella de una revolución el que una ola se desborde por encima de la otra: si Erasmo representa a los girondinos, Lutero es como las gentes de Robespierre, y Tomás Münzer y los suyos como las de Marat. Quien ha sido el director indiscutible tiene, de repente, que luchar en dos frentes, contra los demasiados flojos y los demasiados bravíos, y tiene que afrontar la responsabilidad de la revolución social, de aquel levantamiento, el más espantoso y sanguinario que Alemania había experimentado desde hacía siglos. Pues las masas campesinas llevan el nombre de Lutero en el corazón; únicamente su rebeldía y su buen éxito contra el emperador y el imperio ha dado valor a todos esos bajos cabecillas para alzarse contra sus condes y tiranos. «Cosechamos ahora los frutos de tu espíritu —puede con razón echarle en cara Erasmo—. Tú no conoces a los revoltosos, pero ellos te conocen a ti… No puedes rechazar la convicción general de que fue dada ocasión para este daño por tus libros, especialmente por los editados en lengua alemana».

Espantosa decisión para Lutero: ¿debe él, que tiene sus raíces en el pueblo y vive con él y lo ha excitado contra los príncipes, renegar ahora de los campesinos que, según su sentido y en nombre del Evangelio, luchan ahora por la libertad, o ser rebelde a los príncipes? Por primera vez (pues su posición, de la noche a la mañana, ha llegado a ser muy semejante a la de Erasmo) intenta proceder erasmísticamente. Amonesta a los príncipes para que sean indulgentes, amonesta a los campesinos «a no hacer del nombre de cristiano una vergonzosa tapadera de vuestra conducta antipacífica, impaciente y anticristiana». Pero, cosa insoportable para un hombre con la conciencia de sí mismo que él posee: el pueblo grosero no le escucha ya, sino que prefiere a los que le prometen más, a Tomás Münzer y los teólogos comunistas. Finalmente, tiene que decidirse, pues esta sublevación sin freno compromete su obra, y reconoce que esta guerra social en el interior de Alemania le perturba en su propia guerra espiritual contra el papado. «Si estos sediciosos asesinos, con sus aldeanos, no me hubieran pescado con sus redes, estarían colocadas ahora de otro modo las cosas con respecto al pontificado». Y si se trata de su propia obra y de su misión, Lutero no conoce ya vacilación de ninguna clase. Siendo él mismo un revolucionario, tiene que colocarse enfrente de la revolución campesina alemana, y si Lutero se inscribe en un partido, sólo puede hacerlo como extremista, de la manera más rabiosa, unilateral y salvaje. De todos sus escritos, es éste del tiempo de su mayor peligro, el libelo contra los campesinos alemanes, el más espantoso y cruento. «Quien perece en defensa de los príncipes —predica—, será bienaventurado mártir; quien cae frente a ellos, se va con el diablo; por eso, el que pueda hacerlo debe combatir, estrangular y apuñalar, secreta o públicamente, pensando que no puede haber nada más venenoso, más pernicioso y diabólico que un hombre rebelde». Sin consideración alguna, se coloca para siempre del lado de la autoridad contra el pueblo. «El asno quiere palos y el populacho ser regido por la fuerza». Ninguna bondadosa palabra de clemencia o de piedad se encuentra en este furioso combatiente, sino que con la más espantosa crueldad incita a la victoriosa nobleza contra los lamentablemente vencidos; ninguna compasión siente este hombre genial, pero desmesurado en su ira, para las innumerables víctimas, millares de las cuales se lanzaron contra los castillos confiando en su nombre y en sus actos de rebelión. Y con un valor espantoso, reconoce al fin que los campos de Wurttenberg están empapados en sangre: «Yo, Martín Lutero, he matado en la sublevación a todos los campesinos, pues les he dicho que pegaran hasta la muerte; toda su sangre está sobre mi conciencia».

Este furor, esta terrible fuerza de odio, palpita todavía en su pluma cuando la dirige contra Erasmo. Acaso habría perdonado a Erasmo la discusión teológica en sí misma, pero la acogida entusiasta que esta apelación a la templanza recibe en todo el territorio del mundo humanista excita su enojo hasta la rabia furiosa. Lutero no soporta la idea de que sus enemigos entonen ahora un cántico de triunfo. «Decidme, ¿dónde está el gran Macabeo, dónde está aquél que tan firmemente se asentaba sobre su doctrina?». No sólo quiere responder ahora a Erasmo, ya que no le abruma más la preocupación de los campesinos, sino destrozarlo por completo. A la mesa, ante sus amigos congregados, anuncia su intención con estas espantosas palabras: «Por eso os ordeno, en nombre de Dios, que seáis enemigos de Erasmo y que os guardéis de sus libros. Quiero escribir contra él, aunque a consecuencia de ello se muera y se condene; con mi pluma quiero matar a Satán», y añade, casi orgulloso: «como he matado a Münzer, cuya sangre está sobre mi conciencia».

Pero también en sus cóleras, y precisamente cuando la sangre le hierve del modo más abrasador en las venas, acredítase Lutero como un gran artista, como un genio de la lengua alemana. Sabe contra qué gran adversario se dirige, y, en esta conciencia de su obligación, su misma obra llega a ser grande, no un pequeño escrito de pelea, sino todo un libro, fundamental, dilatado, centelleante de imágenes y mugiente de pasión; un libro que, junto con su saber teológico, más grandioso que en la mayor parte de sus otros escritos, manifiesta igualmente su fuerza poética y humana. De servo arbitrio, el tratado de la servidumbre de la voluntad, pertenece a los más robustos escritos de polémica de este hombre belicoso, y la disputa con Erasmo, a las más importantes discusiones que nunca hayan sido sostenidas en el campo del pensamiento alemán entre dos hombres de naturaleza opuesta, pero de una capacidad igualmente poderosa. Por muy extraviado que pueda haber llegado a ser hoy su objeto para nuestra sensibilidad presente, este combate, a causa de la magnitud de los adversarios, ha quedado como un acontecimiento de la literatura universal.

Antes de que Lutero dé el primer ataque, antes de que se ate firmemente el yelmo y levante la lanza para un golpe mortal, alza por un momento, pero sólo por un momento, la espada para un cortés pero rápido saludo. «Yo mismo reconozco en ti muy alto honor y mérito, como en general no lo he reconocido en ningún otro». Confiesa honradamente que Erasmo le «ha tratado con suavidad y plácidamente en todas ocasiones», concede que él es el único de todos sus adversarios que «ha descubierto el nervio de toda la cuestión». Pero después de haberse forzado a este saludo, aprieta resueltamente los puños, se hace grosero, y está, con ello, en su más natural elemento. Además sólo le contesta a Erasmo «porque Pablo ordena tapar la boca de los charlatanes inútiles». Y después descarga golpe tras golpe. Con magnífica fuerza de imaginación auténticamente luterana da de martillazos a Erasmo diciendo que «por todas partes anda como sobre huevos, sin querer aplastar a ninguno; pasa por entre vasos de cristal y a ninguno toca». Se mofa de que «Erasmo no quiere afirmar nada con seguridad y, sin embargo, afirma tal juicio de nosotros; eso se llama escapar por librarse de una llovizna y tirarse al estanque». En un solo rasgo revela el contraste entre la circunspección hipócrita de Erasmo y su propia y clara franqueza y sin reservas. Aquél considera «la paz corporal, la comodidad y la tranquilidad como cosa más alta que la fe», mientras que Lutero está dispuesto a confesar sus creencias «aunque el mundo entero, ahora mismo, no sólo se convierta en discordia, sino se hunda totalmente y sea sólo ruinas». Y si Erasmo, en su escrito, invita prudentemente a la cautela, señalando la obscuridad de diversos pasajes bíblicos, que ningún hombre en la tierra puede interpretar con plena firmeza y satisfacción, lanza contra él, a grandes gritos, la confesión siguiente: «Sin seguridad no hay cristianismo. Un cristiano debe estar cierto de su doctrina y de su causa, y si no, no es cristiano». Quien vacile, quien sea tibio o indeciso en cosas de fe, debe dejar la teología de una vez para siempre. «El Espíritu Santo no es ningún escéptico», lanza contra Erasmo como un trueno; «no ha grabado en nuestros corazones un incierto impulso, sino una robusta certidumbre». Con obstinación, persevera Lutero en su punto de vista de que el hombre sólo es bueno si lleva a Dios en sí, y malo si el diablo se ha montado sobre él; su propia voluntad carece de importancia y es imponente contra la providencia de Dios, inevitable e inmodificable. Sucesivamente, se va alzando de este problema particular, de esta ocasión aislada, a un contraste mucho mayor; al igual de una divisoria de aguas, apartan a estos dos renovadores de la religión, de acuerdo con sus temperamentos, sus concepciones plenamente diversas del ser y misión de Cristo. Para Erasmo el humanista, Cristo es el anunciador de todos los sentimientos humanos, el ser divino que ha dado su sangre para eliminar del mundo todo derramamiento de sangre y toda discordia; Lutero, por su parte, el lansquenete de Dios, alardea de las palabras del Evangelio de que Cristo no ha venido «para traer la paz, sino la espada». Quien quiera ser cristiano, dice Erasmo, tiene que ser pacífico y tolerante en su espíritu; a quien sea cristiano, responde el inflexible Lutero, no le es lícito ceder jamás cuando se trata de la palabra de Dios, aun cuando todo el Universo perezca por ello. Las palabras que años antes había escrito a Spalatin constituyen el lema de su vida: «No pienses que la cuestión podrá quedar arreglada sin tumulto, escándalo y revueltas. De una espada no puedes hacer una pluma, ni de una guerra una paz. La palabra de Dios es guerra, es escándalo, es ruina, es veneno: como un oso en un camino y una leona en un bosque, avanza contra los hijos de Efraín». Violentamente rechaza, por ello, la invitación de Erasmo a una inteligencia y acuerdo: «Déjate de quejas y gritos; contra esta fiebre no sirve ninguna medicina. Esta es la guerra de Nuestro Señor, el cual la ha suscitado y no cesará hasta que hayan perecido todos los enemigos de su palabra». Los suaves discursos de Erasmo no son más que carencia de verdadera fe cristiana; por ello, debe quedar a un lado, entregado a sus meritorios trabajos de latín y griego —en otras palabras: a sus jugueteos humanistas— y no tocar con sus «adornadas palabras» problemas que sólo pueden ser resueltos por la íntima certidumbre divina de un hombre fiel y creyente sin reservas. De una vez para siempre, exige Lutero dictatorialmente, debe abstenerse Erasmo de mezclarse en esta lucha religiosa de una importancia de Historia Universal; «que seas bastante fuerte en nuestra causa, todavía no lo ha querido Dios y todavía no te lo ha otorgado». Pero él mismo, Lutero, siente en sí la llamada divina, y, por ello, la seguridad de conciencia: «Qué cosa y quién sea yo, y también por qué espíritu y motivo haya llegado a estar en esta disputa, es cuestión que se la dejo a Dios, el cual lo sabe todo, y también que estos asuntos míos no han comenzado ni han sido dirigidos por la mía, sino por su voluntad libre y divina».

Con esto queda escrita la cédula de divorcio entre el humanismo y la reforma alemana. Lo erasmista y lo luterano, la razón y la pasión, la religión de la Humanidad y el fanatismo de la fe, lo supernacional y lo nacional, lo plural y lo uno, lo flexible y lo rígido, no pueden unirse mejor que el agua y el fuego. Siempre que se encuentran juntos en la tierra, silba colérico un elemento contra el otro elemento.

Lutero no perdonará jamás a Erasmo el habérsele opuesto públicamente. Este hombre lleno de furia combativa no tolera ningún otro final a una discusión, sino el pleno e incondicional aniquilamiento de su contradictor. Mientras que Erasmo se da por contento con una única respuesta con su escrito Hyperaspistes, bastante violento para su condescendiente carácter, y después se vuelve a sus estudios, el odio continúa ardiendo en Lutero. No desperdicia ocasión alguna de cubrir con las más espantosas injurias a aquel hombre que osó contradecirle en un único punto de su doctrina, y su odio «asesino», según la queja de Erasmo, no se espanta ante ninguna calumnia. «Quien aplaste a Erasmo, ahogará a una chinche que todavía apestará menos muerta que viva». Le llama el «más furioso enemigo de Cristo», y una vez, al mostrarle un retrato de Erasmo, previene a sus amigos de que éste es «un hombre astuto y perfido que se ha mofado juntamente de Dios y de la religión», que «día y noche está inventando palabras ambiguas, y cuando se piensa que ha dicho mucho no ha dicho nada». Con furia, díceles a sus amigos a la mesa: «Dejo consignado en mi testamento, y os tomo a todos como testigos, que tengo a Erasmo por el mayor enemigo de Cristo, tal como en mil años jamás hubo otro igual». Y finalmente, se extravía hasta llegar a esta frase blasfema: «Cuando digo, al rezar: “santificado sea el tu nombre”, vuelvo a maldecir a Erasmo y a todos los herejes que infaman y deshonran a Dios».

Pero Lutero, el hombre de la ira, a quien en la lucha le salta ardiente la sangre de los ojos, no es sólo un guerrero, sino que también, a causa de su doctrina y de la eficacia de la misma, se ve obligado, de cuando en cuando, a ser diplomático. Probablemente, los amigos le habrán llamado la atención sobre lo poco prudentemente que procede al arrojar tantas sucias injurias y ultrajes contra este hombre viejo, venerado por toda Europa. De este modo, Lutero suelta la espada de su mano y toma una rama de laurel: un año después de su espantosa diatriba contra el «supremo enemigo de Dios», dirígele una carta casi en broma, en la cual se disculpa «de haberlo atacado tan duramente». Pero es Erasmo quien, ásperamente, rechaza ahora una inteligencia. «No soy de un carácter tan infantil —responde con dureza— como para que se me pueda apaciguar con bromitas o con adulaciones, después de haberme atacado con las más viles injurias… ¿Para qué servirían todas esas escarnecedoras observaciones y esas infames mentiras de que yo era un ateo, un escéptico en cuestiones de fe, un blasfemo y no sé qué otras cosas…? Lo que ocurrió entre nosotros no tiene importancia, y menos para mí que estoy cercano a la muerte; pero lo que es un escándalo para todo hombre digno, lo mismo que para mí, es que has perturbado el mundo entero con tu conducta arrogante, imprudente y rebelde… y que, por voluntad tuya, esta tormenta no tenga aquel fin amistoso por el cual he luchado… Nuestras diferencias son cosa particular, pero a mí me duele la miseria general y el caos irremediable, y esto no se lo debemos a nadie sino a tu manera de ser indomable, que no quiere dejarse dirigir por aquéllos que te aconsejan bien… Desearía para ti un carácter diferente del que tienes y que tanto te encanta; tú, por tu parte, puedes desearme lo que quieras menos tu constitución espiritual, salvo el caso en que el Señor la cambiase». Con una dureza en general ajena a él, rechaza Erasmo la mano que ha convertido en ruinas su mundo, no quiere saludar ya ni conocer al hombre que ha perturbado la paz de la iglesia y que ha traído sobre Alemania y el mundo el más espantoso tumultus del espíritu.

Pero el tumulto está en el mundo y nadie puede escapar a él, ni tampoco Erasmo. Intranquilidad es la ley que le ha sido adjudicada por el destino, y cada vez que anhela la quietud se subleva el mundo en torno suyo. También Basilea, la ciudad en que se había refugiado a causa de su neutralidad, es atacada por la fiebre de la Reforma. La muchedumbre asalta las iglesias, arranca las imágenes y las maderas talladas de los altares, que después son quemadas delante de la catedral, en tres grandes montones. Espantado, ve Erasmo a su antiguo enemigo, el fanatismo, alborotando en torno a su casa con espada y antorcha. En este tumulto, sólo le es dado un pequeño consuelo: «No se ha derramado sangre; ¡que siempre ocurra así!». Pero ahora, ya que Basilea ha llegado a ser una ciudad del partido de la Reforma, no quiere él, a quien repugna todo partidismo, permanecer más tiempo entre sus muros. A los sesenta años, a causa de conseguir tranquilidad para su trabajo, se traslada Erasmo al silencioso Freiburg austríaco, donde los ciudadanos y las autoridades salen a su encuentro en solemne cortejo y le es ofrecido, como vivienda, un palacio imperial. Pero rechaza esta residencia ostentosa y prefiere elegir una casita junto al convento de frailes, para trabajar allí en silencio y morir en paz. La historia no podría crear un símbolo más grandioso para este hombre de posición central, que en ninguna parte es aceptado porque no quiere inscribirse en ningún partido: de Lovaina tuvo que huir Erasmo porque la ciudad era demasiado católica, de Basilea porque llegó a ser demasiado protestante. Para el espíritu libre e independiente, que ni quiere atarse por ningún dogma ni decidirse por ningún partido, en ninguna parte hay un hogar sobre la tierra.