Retrato

«El semblante de Erasmo es uno de los rostros más resueltamente expresivos que conozco», dice Lavater, a quien nadie podrá negar conocimientos en fisiognomía. Y como tal, como uno de los más «resueltamente expresivos», como el semblante que habla de un nuevo tipo humano, lo consideraron los grandes pintores de su tiempo. Nada menos que seis veces, en diversas edades de su vida, retrató Hans Holbein, el más minucioso de todos los retratistas, al gran præceptor mundi; dos veces, Alberto Durero; una, Quintín Matsys; ningún otro alemán posee una iconografía igualmente gloriosa. Pues serle dado a un artista pintar a Erasmo, la lumen mundi, era, al mismo tiempo, rendir público homenaje al hombre universal que había reunido en una única asociación humanística de cultura las separadas gildas artesanas de las diversas artes. En Erasmo, los pintores glorificaban a su preceptor, al gran luchador de vanguardia por una nueva organización poética y moral de la existencia; con todas las insignias de este poder espiritual lo representaban por ello en sus cuadros los pintores. Lo mismo que el guerrero con su armadura, con su espada y yelmo, el noble con su blasón y mote, el obispo con su anillo y ornamento, así, en cada retrato, aparece Erasmo como el hombre de guerra del arma recién descubierta, como el hombre del libro. Sin excepción, lo pintan rodeado de volúmenes, como de un ejército, escribiendo o pensando: en el cuadro de Durero tiene el tintero en la mano izquierda, la pluma en la derecha, a su lado hay unas cartas, y delante de él se amontonan los tomos en folio. Holbein lo representa una vez con la mano apoyada en un libro que ostenta simbólicamente el título de Las Hazañas de Hércules: hábil homenaje para celebrar el titánico rendimiento del trabajo de Erasmo; otra vez lo sorprende con la mano apoyada en la cabeza de Terminus, antiguo dios romano, es decir, formando y produciendo el concepto; pero siempre acentúa, junto con lo corporal, lo «fino, reflexivo, prudente y tímido» (Lavater) de su posición intelectual; siempre el pensar, investigar y sondar en su propio interior prestan a este semblante, fuera de ello más bien abstracto, un resplandor incomparable e inolvidable.

Pues, considerado en sí mismo como puramente corporal, sólo como máscara y exterioridad, sin la fuerza que se reconcentra en el interior de sus ojos, el semblante de Erasmo en modo alguno podría ser llamado bello. La Naturaleza no ha dotado pródigamente a este hombre, rico de espíritu; sólo le ha proporcionado una escasa cantidad de auténtico vigor y vitalidad: una figurilla muy pequeña con menuda cabeza, en lugar de un cuerpo firme, sano y capaz de resistencia. Tenue, descolorida y sin temperamento es la sangre que le infundió en las venas, y, sobre los nervios ultrasensibles tendió una piel delicada, enfermiza y con color de estar siempre encerrada, la cual, con los años, se arrugó como un pergamino gris y frágil, contrayéndose en mil pliegues y runas. En todo él se advierte esta escasez de vitalidad: el pelo, demasiado ralo, y no del todo teñido de pigmento, muestra un rubio casi incoloro en las sienes surcadas de venas azules; las manos, anémicas, relucen translúcidas como alabastro; demasiado aguda y como un cañón de pluma, sobresale la puntiaguda nariz sobre el rostro de ave; de un corte demasiado estrecho, demasiado sibilino, los cerrados labios, con su voz débil y sin tono; los ojos harto pequeños y escondidos, a pesar de toda la fuerza de su brillo; en ninguna parte se caldea un color fuerte ni se redondea una forma llena, en este severo semblante de trabajador y de asceta. Es difícil representarse como joven a este sabio, montando a caballo, nadando o haciendo esgrima, bromeando con mujeres o acariciándolas, azotado por el viento y el mal tiempo, hablando alto y riéndose. Involuntariamente, se piensa al punto, al ver esta fina cara de monje, con una sequedad como de conserva, en ventanas cerradas, en el calor de la estufa, en el polvo de los libros, en noches de vigilia y días llenos de trabajo; ningún calor, ningún torrente de fuerza brota de este glacial semblante, y, en efecto, Erasmo siempre tiene frío, este hombrecillo de cuarto cerrado se envuelve siempre en unas vestiduras anchas de mangas, gruesas, guarnecidas con pieles; siempre cubierta la ya tempranamente calva cabeza, contra las atormentadoras corrientes de aire, por un birrete de terciopelo. Es el semblante de un ser humano que no vive en la vida, sino en el mundo del pensamiento; su fuerza no reside en el cuerpo entero, sino que está encerrada únicamente en la huesuda bóveda de encima de las sienes. Sin fuerzas de resistencia contra la realidad, Erasmo sólo en la función de su cerebro tiene su vitalidad verdadera.

Sólo a causa de esta aura de lo espiritual llega a ser expresivo el semblante de Erasmo: incomparable, inolvidable, el cuadro de Holbein que representa a Erasmo en el más sagrado momento de su existencia, en el instante creador del trabajo; esta obra maestra de las obras maestras del pintor, acaso pudiera ser calificada como la más perfecta apreciación pictórica de un escritor, en quien la palabra viva se convierte mágicamente en la visibilidad de lo escrito. Siempre se acuerda uno de esta imagen —pues ¿quién que la haya visto podrá nunca olvidarla?—; Erasmo está en pie ante su pupitre, e involuntariamente percibe uno hasta el temblor de sus nervios: está solo. Pleno silencio reina en este recinto; la puerta, detrás del hombre que trabaja, tiene que estar cerrada; nadie anda, nada se mueve en la estrecha celda, pero cualquier cosa que en torno ocurriera no sería advertida por este hombre hundido en sí mismo, embelesado en el trance de crear. Parece de una tranquilidad de piedra, en su inmovilidad; pero, si se le mira más despacio, su situación no es de quietud, sino de quien está plenamente encerrado en sí mismo, un misterioso estado de vida que se desarrolla por completo en lo interior. Pues, con la más tensa concentración, su resplandeciente mirada azul, como si se derramara luz de sus pupilas sobre las palabras, sigue lo escrito sobre la blanca hoja de papel, donde la mano diestra, flaca, sutil y casi femenina, traza sus signos, obedeciendo a una orden que viene de arriba. La boca está fruncida; la frente resplandece serena y tranquila; mecánica y fácilmente, parece que el cañón de pluma coloca sus runas sobre la pacífica hoja de papel. No obstante, un pequeño músculo que se hincha entre las cejas revela el esfuerzo del pensamiento, que se realiza de modo invisible y casi imperceptible. Apenas material, este breve pliegue convulsivo próximo a la zona creadora del cerebro deja presentir la dolo rosa lucha por la expresión, por estampar la palabra auténtica. El pensar se nos aparece, con ello, como cosa directamente corporal y se comprende que todo es tensión o intensidad en este hombre, cuyo silencio está atravesado por corrientes misteriosas; magníficamente se ha conseguido representar en esta imagen el momento, en general inescrutable, de la transmutación química de la fuerza de la materia espiritual en forma y escritura. Horas enteras puede contemplarse este cuadro y estar al acecho de su vibrante silencio, porque en este símbolo de Erasmo trabajando ha eternizado Holbein la santa gravedad de todo productor espiritual, la invisible paciencia de todo verdadero artista.

Sólo en esta única imagen percíbese la esencia de la personalidad de Erasmo; exclusivamente aquí se sospechan las fuerzas escondidas tras aquel pequeño y miserable cuerpo, que este hombre de espíritu arrastraba consigo como una concha de caracol, molesta y frágil. Erasmo, durante toda su vida, sufrió de la inestabilidad de su salud, pues lo que la Naturaleza le había negado en músculos, estaba substituido por una superabundancia de nervios. Siempre, ya desde muy joven, sufre de neurastenia, y quizás, hipocondríacamente, de una hipersensibilidad de sus órganos; demasiado angosta y llena de agujeros es la cubierta protectora que la Naturaleza ha tendido sobre su salud; siempre queda, en cualquier lugar, un sitio desguarnecido y sensible. Ya es el estómago el que marra, ya el reumatismo le desgarra los miembros, ya le atormenta el mal de piedra, ya le aprieta la gota con sus malignas tenazas; todo soplo agudo de aire actúa sobre su sensibilidad excesiva como el frío en una muela cariada, y sus cartas constituyen un continuo informe de enfermedades. Ningún clima le conviene por completo; se queja del calor, se pone melancólico con la niebla, aborrece el viento, se hiela con el frío más leve; pero, por otra parte, no soporta el calor de las estufas de cerámica, toda exhalación de un aire impuro le produce malestar y dolores de cabeza. En vano se envuelve siempre en pieles y gruesas vestiduras: no es suficiente para lograr el calor normal del cuerpo; a diario necesita vino de Borgoña para mantener en circulación su medio dormida sangre. Pero con que el vino tenga sólo un indicio de avinagramiento se anuncian ya en sus entrañas señales de alarma. Apasionadamente aficionado a una comida bien guisada, excelente discípulo de Epicuro, Erasmo tiene un miedo indecible a los malos alimentos, pues con una carne echada a perder se le rebela el estómago, y ya el simple olor del pescado le aprieta la garganta. Esta sensibilidad le obliga a mimarse con exceso, el refinamiento llega a ser para él una necesidad: Erasmo sólo puede llevar sobre su cuerpo tejidos finos y de abrigo, sólo puede dormir en camas limpias, sobre su mesa de trabajo tienen que arder los más caros cirios en lugar de las usuales teas fuliginosas. Cada viaje se convierte, por ello, en una desagradable aventura, y los informes del eterno viajero sobre los entonces aún muy atrasados mesones alemanes constituyen, en la historia de la cultura, un insustituible y regocijado catálogo de imprecaciones y riesgos. A diario, en Basilea, da un gran rodeo para llegar a su morada, a fin de evitar un callejón especialmente maloliente, pues toda forma de hediondez, ruido, inmundicia, humo, y, en el terreno espiritual, de brutalidad y tumulto, provoca, en su sensibilidad, un mortal tormento para el alma; una vez, en Roma, como sus amigos lo llevaron a una corrida de toros, declaró con repugnancia que «no encuentra ningún placer en aquellos sangrientos juegos, restos de la barbarie»; su íntima delicadeza sufre con toda forma de incultura. Desesperadamente, busca este solitario higienista, en medio de una edad de horrible descuido corporal, en aquel mundo bárbaro, la misma limpieza que él, como artista y escritor, pone en su estilo y en su trabajo; su organismo, nervioso y moderno, se adelantó en varios siglos a las necesidades culturales de sus contemporáneos, groseros de huesos y de piel, con nervios de acero. Pero el temor de sus temores es el de la peste, que entonces se trasladaba mortíferamente de país en país. Apenas oye que la epidemia negra ha aparecido a cien leguas de distancia de donde él se encuentra, un escalofrío le recorre las espaldas, al instante levanta el campo y huye con gran pánico, indiferente a si el emperador le llama a su consejo, y no le tientan las más seductoras ofertas: ver su cuerpo cubierto de lepra, úlceras o bichos le degradaría ante sí mismo. Este miedo exagerado de todas las enfermedades no lo denegó nunca Erasmo, y, como honrado vecino del mundo terrenal, no se avergüenza lo más mínimo de confesar que «tiembla ante el solo nombre de la muerte». Pues como todo aquel a quien le gusta trabajar y tiene por importante su trabajo, no quiere ser víctima de un azar torpe y necio, de un estúpido contagio, y, precisamente porque como buen conocedor de sí mismo sabe mejor que nadie cuál es la innata debilidad de su cuerpo y lo que amenaza especialmente a sus nervios, se trata con miramientos y ahorra todo lo que puede, con angustiosa economía, las fuerzas de su sensible cuerpecillo. Evita los banquetes excesivamente regalones, presta cuidadosa atención a la limpieza y buena preparación de los alimentos, huye las tentaciones de Venus, y, ante todo, siente temor de Marte, el dios de la guerra. Cuanto más, al envejecer, le oprime la miseria corporal, tanto más consciente se hace su método de vida, en una permanente lucha en retirada, para salvar lo poco de tranquilidad, seguridad y aislamiento que necesita para el único placer de su vida: el trabajo. Y sólo gracias a estas precauciones higiénicas, a esta visible resignación, logró Erasmo el hecho inverosímil de arrastrar el frágil vehículo de su cuerpo, a través del más bárbaro y horroroso de todos los tiempos, hasta la edad de setenta años, y conservar lo único que en esta existencia era verdaderamente importante para él: la claridad de su mirada y la intangibilidad de su libertad interna.

Con tal temor en los nervios y tal hipersensibilidad en los órganos del cuerpo, se llega difícilmente a ser un héroe; de modo inevitable, el carácter tiene que reflejar este inseguro habitus corporal. El que este hombrecillo tan delicado y frágil, en medio de las rudas fuerzas naturales del Renacimiento y de la Reforma, servía poco para director de masas lo muestra una ojeada a su retrato espiritual. «En ninguna parte tiene un rasgo sobresaliente de osadía», expone Lavater al juzgar su semblante, y lo mismo puede decirse del carácter de Erasmo.

Este hombre sin temperamento no estaba bastante desarrollado para un auténtico combate; Erasmo sólo puede defenderse a la manera de esos animalitos que al estar en peligro se fingen muertos o cambian de color; pero lo que prefiere, en caso de tumulto, es retirarse a su concha de caracol, a su cuarto de trabajo: sólo detrás del muro de sus libros se siente íntimamente seguro. Observar a Erasmo en momentos decisivos es casi penoso; pues, en cuanto la situación llega a ser más y más aguda, se desliza rápidamente fuera de la zona peligrosa; se cubre la retirada, para huir de toda expresión categórica, con unas no comprometedoras frases de «acaso», «en cuanto»; vacila entre un sí y un no; desconcierta a sus amigos y enoja a sus enemigos, y quien contara con él como aliado se sentiría burlado del modo más lamentable. Porque Erasmo, como inconmovible solitario, no quiere guardar fidelidad a nadie sino a sí mismo. Aborrece instintivamente toda especie de resolución porque crea compromisos, y probablemente el Dante, tan apasionado amador, lo habría arrojado, a causa de su flojera, a aquella antesala del infierno de los «neutrales», con aquellos ángeles que tampoco quisieron tomar partido en la lucha entre Dios y Lucifer,

quel cattivo coro

Degli angeli che non furon rebelli

Ne’fur fedeli a Dio, ma per se foro.

En todas partes donde se exige abnegación y plena responsabilidad, échase atrás Erasmo, retirándose a la fría concha de caracol de la neutralidad; por ninguna idea de este mundo ni por ninguna convicción se habría encontrado dispuesto jamás a poner la cabeza en el tajo del verdugo como mártir. Pero esta debilidad de carácter, conocida por toda la época, nadie la sabía mejor como el propio Erasmo. Confesaba voluntariamente que su cuerpo y su alma no contenían nada de aquella materia con la cual la Naturaleza forma a los mártires; pero, para su posición en la vida, había hecho suya la escala de valores de Platón, según la cual la justicia y la tolerancia son las primeras virtudes del hombre y sólo en segundo lugar aparece el valor. El valor de Erasmo mostróse del modo más alto en poseer la sinceridad de no avergonzarse de esta falta de valor (por lo demás, una forma muy rara de honradez en todos los tiempos), y como una vez se le reprochara groseramente esta falta de valentía combativa, respondió, fino y sonriente, con esta frase soberana: «Ese sería un duro reproche si fuera yo un soldado suizo mercenario. Pero soy un hombre de letras y necesito de tranquilidad para mi trabajo».

Elemento en el cual confiar en este hombre, en el cual tan poco podía confiarse, no había más que uno: el cerebro, infatigable y siempre trabajando con toda regularidad, como si formara un cuerpo especial, más allá de su débil organismo. Éste no conocía ninguna hostilidad, ninguna fatiga, ninguna vacilación, ninguna incertidumbre; desde sus años más tempranos hasta la hora de su muerte, actuó con idéntica fuerza, clara y luminosa. Siendo, por su carne y su sangre, un débil hipocondríaco, era Erasmo un gigante en el trabajo. Apenas necesitaba más que tres o cuatro horas de sueño para su cuerpecillo —¡ay, lo gastaba tan poco!—; en las restantes veinte horas, estaba en incesante actividad, escribiendo, leyendo, discutiendo, comparando textos, corrigiendo.

Escribe en sus viajes, en el traqueteante carruaje; en toda posada la mesa se convierte al instante en pupitre de trabajo. Estar en vigilia significa para él lo mismo que estar entregado a su actividad de escritor, y el estilógrafo es hasta cierto punto como un sexto dedo de su mano. Atrincherado tras sus libros y papeles, observa con celosa curiosidad, como por una cámara oscura, todos los acontecimientos; ningún progreso de las ciencias, ninguna invención, ningún libelo, ningún suceso político, escápase a su mirada acechadora; sabe todo lo que ocurre en la redondez del mundo por medio de sus libros y epístolas. El que esta trasmisión se efectuara casi exclusivamente por medio de la palabra manuscrita e impresa, y el que en Erasmo el cambio de substancia con la realidad se verificara solamente por vía cerebral ha acarreado, ciertamente, rasgos de academicismo, cierta abstracta frialdad, a las obras de Erasmo; lo mismo que a su cuerpo, también a la mayor parte de sus escritos les falta pleno jugo y sensibilidad. Sólo con los ojos del cerebro, no con todos sus órganos, vivos y absorbentes, apodérase del mundo este ser humano, pero esta su curiosidad, su afán de saber, abarca todas las esferas. Movible como un reflector, derrama su luz sobre todos los problemas de la vida y los ilumina con una penetración constante y despiadada; es un aparato de pensar totalmente moderno, de una precisión insuperable y magnífica amplitud y alcance. Apenas algún campo de la actividad de su tiempo quedóse sin iluminar por él; en todo el territorio del pensamiento es un precursor e iniciador de posteriores y más amplios trabajos este espíritu estimulante, inquieto, vagabundo, y que, sin embargo, siempre apunta claramente hacia el blanco. Pues Erasmo poseía un instinto de zahorí totalmente mágico; en todo lugar por donde sus contemporáneos pasaban sin sospecha, presentía el filón de oro o plata de un problema que había que explorar. Lo advierte, lo olfatea, es el primero que se refiere a él, pero, con esta alegría de descubridor, queda en general agotado su interés impaciente, continúa su vagabundeo, y la auténtica extracción del tesoro, las molestias del excavar, cribar, explotar y aprovechar se las deja a sus sucesores. Aquí están sus fronteras: Erasmo (o por mejor decir, su magnífica vista cerebral) no hace más que iluminar los problemas, no los soluciona: lo mismo que su sangre y su cuerpo del estremecimiento de la pasión, también su poder creador carece del más externo fanatismo, del último encarnizamiento, del furor de la parcialidad: su mundo es lo dilatado, no lo profundo.

Por ello, todo juicio sobre esta figura, notablemente moderna y al mismo tiempo extratemporal, será injusto en cuanto sólo se tome como medida su obra y no también sus efectos. Pues Erasmo era un alma con muchas zonas superpuestas, un conglomerado de las más diversas aptitudes, una suma, pero no una unidad. Audaz y acobardado, avanzando con fuerza y, no obstante, indeciso en el último golpe; luchador en su espíritu y amante de la paz con su corazón, soberbio como literato y profundamente humilde como hombre, escéptico e idealista, enlaza en sí, en una mezcla poco uniforme, todos los opuestos elementos. Erudito de una laboriosidad de abeja y teólogo de un libre espíritu, severo crítico de su tiempo y suave pedagogo, poeta algo seco y brillante autor de cartas, satírico feroz y delicado apóstol de toda la humanidad… todo esto encuentra, al mismo tiempo, espacio en este dilatado espíritu, sin combatirse ni aplastarse, pues el talento de sus talentos, el reunir lo contradictorio, resolver las oposiciones, no sólo encontró aplicación en su vida exterior, sino también dentro de su propia piel. Mas de tal pluralidad no puede, naturalmente, resultar ningún efecto unitario, y lo que llamamos la substancia del erasmismo, las ideas erásmicas, sólo con sus sucesores, gracias a una forma de expresión más concentrada, llegaron a unos efectos de penetración, que con Erasmo mismo no habían alcanzado. La Reforma alemana y el «siglo de las luces», la libre investigación de la Biblia, y, por otra parte, las sátiras de un Rabelais o un Swift, las ideas europeas y el moderno humanismo…, todo esto son pensamientos nacidos de su pensamiento, pero no de su propia acción; en todas partes dio el primer empuje, en todas partes puso en circulación los problemas, pero en todas partes los movimientos fueron más allá de lo que él mismo había ido. Raramente los caracteres comprensivos son también los que ejecutan, porque la amplitud de visión paraliza la fuerza de ataque: «Pocas veces» —como dice Lutero— «empréndese una buena obra por sabiduría y previsión; todo tiene que proceder del desconocimiento». Erasmo era la luz de su siglo, otros eran su fuerza: él alumbraba el camino, otros sabían marchar por él, mientras él mismo permanecía en la sombra, como siempre ocurre con la fuente de la luz. Pero el que señala la vía hacia lo nuevo no es menos digno de veneración que el que por primera vez la recorre; también los que actúan en lo invisible realizan su hazaña.