Capítulo VIII:
Rezad y velad. La subversión mesiánica

Boris Gunjevic

El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redención: todo lo demás se agota en reconstrucciones y se reduce a mera técnica. Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastrocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesiánica [149].

El texto del Evangelio de Marcos constituye un ejemplo del género socioliterario de la Iglesia primitiva. El autor de este texto subversivo, oculto tras su nombre helenizado, es un miembro de la multitud marginada. Al principio, los lectores saben muy poco del protagonista, Jesús de Nazaret, una figura también marginal en Galilea y aparentemente trágica. El texto estaba escrito para una comunidad políticamente marginal que acechaba en las fronteras del Imperio romano. Desde el punto de vista del relato, se describen tres mundos: el de Jesús, el de Marcos y el del lector al que el texto se dirige. Casi el 80 por 100 de los habitantes de las sociedades de la Antigüedad vivían en pueblos, y la mayoría eran analfabetos. Saber leer y escribir era un privilegio reservado a la elite urbana, que llevaba una vida protegida y confortable en ciudades bien organizadas. En ese marco, la tradición oral se considera la forma relevante de transmitir el conocimiento social. La historia de Marcos sobre Jesús —que, al principio, solo se transmitía de memoria— fue el primer texto de la Antigüedad escrito por un autor marginado sobre un autor marginado y para un lector marginado. El estilo del texto y el periodo en el que se origina indican el carácter teopolítico y subversivo de la historia; la cuestión del «secreto mesiánico» recorre todo el subtexto. «Entiéndelo, lector», dice Marcos de manera críptica en el capítulo 13. El texto de Marcos no es una tragedia griega, una biografía de Jesucristo, una historiografía de la taumaturgia o una hagiografía propia de la Antigüedad; tampoco es una apología de la destrucción del Templo de Jerusalén. El relato de Marcos desafía una interpretación basada en una teología bíblica objetiva, académica y estéril de raíz burguesa. El Evangelio de Marcos se burla de la exégesis contemporánea y se parece más a un manifiesto o a un manual de guerrilla destinado a militantes que a un paradigma de crítica histórica sobre el número de verbos irregulares que hay en el texto.

Lo primero que hay que considerar es que el Jesús de Marcos se resiste a toda identificación política, distanciándose de todos los movimientos, partidos o seguidores políticos y teológicos judíos, y abrazando al mismo tiempo la renuncia al poder en nombre de la multitud marginada. Mediante esa renuncia voluntaria y ese distanciamiento público se crea un espacio «teopolítico» vaciado, un espacio que Marcos llena con un nuevo significado y una nueva interpretación de la idea de «Mesías», cuando Jesucristo, como Mesías, prohíbe a todos que hablen o den testimonio de quién es. Dicho de otro modo, Marcos «deconstruye» completamente el guion mesiánico. El estilo de Marcos se caracteriza por la ironía, la repetición y los sobreentendidos. Concede un gran margen de maniobra al juicio del lector, porque no trata a los lectores como idiotas, como dijo Michel de Certeau. Asimismo, las palabras de Marcos a la comunidad de lectores y seguidores del Mesías son una invitación para una práctica inesperada que requiere una profunda reflexión, como, por ejemplo, cuando Jesús camina sobre las aguas. Jesucristo se dirige hacia un grupo de gente asustada que pescaba de noche. En este pasaje, Marcos dice: «E hizo como si pasara de largo». Pero, ¿por qué va hacia ellos y hace como si pasara de largo? Evidentemente, Marcos quiere decirnos algo. El texto está lleno de esa clase de notas irónicas y disonantes:

• Desde el principio, el lector sabe que Jesucristo es el Hijo de Dios, dato desconocido por cuantos le rodean (salvo por los demonios, a los que se les prohíbe hablar y revelar la identidad de Jesús). Vale la pena señalar que, en el texto de Marcos, los demonios obedecen la voluntad de Jesucristo, mientras que a la gente se le da una oportunidad. El único personaje que reconoce, atestigua y confiesa la identidad de Jesús no es otro que su «enemigo ideológico», el centurión que está al pie de la cruz y simboliza el poder imperial romano. Estas paradojas recorren todos los Evangelios. Las «paradojas de los discípulos» son las únicas señales claras que indican la práctica mesiánica, gracias a la que se alcanza el Reino de Dios (Marcos 4, 25; 8, 35; 9, 35; 9, 42; 9, 43; 9, 47; 10, 15; 10, 43-45). Las prácticas mesiánicas se llevan a cabo mediante la tensión de la paradoja.

• El texto trae «buenas nuevas», pero solo mediante el anuncio de que se ha crucificado a un inocente (el trágico protagonista de Marcos); y el final de la historia no está claro: apenas vislumbramos el acontecimiento de la Resurrección. Dicho final indica el carácter cíclico del texto, en el que los discípulos, para reunirse con el maestro resucitado, deben volver al lugar donde comenzó su historia, a Galilea (Marcos 16, 7).

• La familia y los amigos de Jesucristo creen que no está en sus cabales (Marcos 3, 21). Quieren aliviarlo y enviarlo a un lugar seguro. Mandan que vayan a buscarlo. Jesucristo afirma que no tiene familia y que su familia son las personas que están sentadas en el corro que lo circunda y cumplen la voluntad de Dios. Dice que ellos son sus hermanos y hermanas, porque pertenecen a la comunidad de los que son radicalmente iguales, a la comunidad mesiánica emancipadora. Además, algunas de las personas que lo rodean le insultan indirectamente de la peor forma posible, dado que pertenecen a una sociedad patriarcal: «Oye, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera», le dicen; la frase implica que su padre no lo busca (Marcos 3, 32). Dicho de otro modo, sus adversarios desean desacreditarlo (Marcos 6, 3) sugiriendo que es un bastardo. ¿Cómo puede ser el Mesías una persona así?

• Desde el comienzo del relato, Marcos comprime muchos acontecimientos en un breve intervalo de tiempo porque «se ha cumplido el plazo, ya llega el Reino de Dios». La urgencia y premura del propio primer capítulo encuentran plasmación en la palabra griega euthys, que significa «inmediatamente, rápidamente, al momento». Dicha palabra aparece once veces en el primer capítulo. Marcos parece tener prisa para presentar a su protagonista y la historia sobre él. Tanta prisa tiene, que se salta todo lo relativo a su nacimiento. No hay lugar para el sentimentalismo navideño. Asimismo, Marcos no transmite el Sermón de la Montaña. La omisión sugiere que el lector debe escribir con su vida su propio sermón de la montaña, como se pone de manifiesto en el discurso apocalíptico del capítulo 13.

• Los momentos cruciales para comprender el texto de Marcos no son las preguntas que se plantean a Jesucristo, ni las respuestas de Jesucristo o sus acciones simbólicas (curaciones, exorcismos, milagros para dar de comer a los hambrientos), ni siquiera sus parábolas, sino más bien las preguntas que plantea él a sus discípulos, sus adversarios y, de hecho, a sus lectores, por ejemplo: «¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o hacer el mal?», «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?», «¿Por qué sois tan cobardes?», «¿Cómo es que no tenéis fe?», «¿Así que tampoco vosotros sois capaces de entender?», «¿Quién dice la gente que soy yo?», «Y vosotros, ¿quién decís que soy?», «¿De qué discutíais por el camino?», «¿Sois capaces de pasar el trago que voy a pasar yo o de sumergiros en las aguas en que me voy a sumergir yo?», «¿De quién son esta efigie y esta leyenda?», «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Son preguntas dirigidas prioritariamente a nosotros, los lectores, hoy, no solo a los personajes de la historia. Jesucristo no responde explícitamente a una sola pregunta, sino que recurre a parábolas e historias.

• Mediante un abundante empleo de la ironía (el ciego Bartimeo es el único que ve quién es Jesucristo, y, al sanarlo, Jesucristo demuestra que todos los que rodean a Bartimeo están ciegos), Marcos no retrata a Jesucristo como un vagabundo carismático o un taumaturgo, sino esencialmente como el Mesías pacífico y el apocalíptico Hijo del Hombre que redefine y subvierte radicalmente la estructura jerárquica social y cultural de poder, que, como es bien sabido, siempre está simbólicamente codificada. Esta taxonomía simbólica se basa en el discurso religioso de la elite judía y se legitima mediante la práctica de la violencia política y económica perpetrada por el Imperio romano.

• Desde el comienzo del relato, el Jesucristo de Marcos pone en tela de juicio la «ortodoxia social» que legitima el edificio de la realidad patriarcal. En Galilea, Jesucristo cura a la madre de la mujer de Pedro; una vez curada, «les estuvo sirviendo» (Marcos 1, 31). Eso no significa que les preparara una sabrosa comida, sino que les sirvió (diakonia) de la forma característica de los que responden a la llamada mesiánica y ven su actualización en Jesucristo. El término diakonia se menciona solo en dos ocasiones en todo el texto. La segunda mención del verbo aparece en una frase más importante: «Porque tampoco este hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir…» (Marcos 10, 45). En el texto de Marcos, las mujeres aparecen como modelos paradigmáticos de la práctica mesiánica. Al círculo interno de discípulos privilegiados, Pedro, Santiago y Juan, el autor yuxtapone tres mujeres: María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé (Marcos 15, 40-41). Una desconocida lo unge y lo reconoce como el Mesías, mientras que un discípulo lo traiciona. Las mujeres dan testimonio de su agonía en la cruz. Lo siguen y lo sirven desde el comienzo de la misión en Galilea. Se les unen muchas otras mujeres de Jerusalén. Son las primeras en ir al sepulcro, preguntándose: «¿Quién nos correrá la losa de la entrada?» (Marcos 16, 3), dado que el sepulcro de Jesucristo estaba sellado por una piedra. Las mujeres desean corroborar la verdad de las palabras de Jesucristo, quien había prometido que resucitaría. Las mujeres, encarnando el modelo de los discípulos, van al sepulcro del Mesías y demuestran la necesidad de tener una visión doble de la realidad: «Al levantar la vista observaron que la losa estaba corrida» (Marcos 16, 4).

• El único modo relevante de participar en el Reino de Dios es la paradoja de la cruz, a la que todos están emplazados, y la única teología relevante de ese Reino, si es que se puede hablar de teología, son las prácticas mesiánicas representadas por la metáfora del «camino». Paradójicamente, los discípulos no son solo los que siguen «literalmente» a Jesucristo pero no le comprenden, sino también los que no le siguen (o están sentados «junto al camino») pero le comprenden, como uno de los jefes de la sinagoga, Jairo, o el ciego Bartimeo, o la siria de Fenicia cuya hija estaba poseída (es decir, mentalmente enferma).

Casi la mitad del relato versa sobre el sufrimiento y la muerte de Jesucristo, conque no es de extrañar que Marcos llegue a la historia del sufrimiento de Jesucristo tras una extensa introducción. Hay que convencer a los lectores de que Jesús es el apocalíptico Hijo de Dios, no un curandero carismático, piadoso y apolítico. Con su taumaturgia, los curanderos de la Antigüedad legitimaban el statu quo político y social, y con ello se aseguraban privilegios económicos y políticos. Esa actitud se opone por completo a la práctica mesiánica en la que insiste el carpintero de Nazaret. Si Jesucristo hubiera sido un hombre carismático y apolítico, un curandero itinerante de los muchos que en la Antigüedad había en Oriente Medio, no habría existido razón alguna para que la coalición sin escrúpulos de herodianos y fariseos conspirase en su contra, como se relata en los primeros capítulos del Evangelio (Marcos 3, 6). En ellos, Jesucristo exorciza a un poseído en Cafarnaún, cura a varios enfermos y reúne a algunos discípulos, transgrediendo abiertamente ciertos tabúes y poniendo en cuestión la estratificación social en la purificación ritual. Inmediatamente después de la conspiración, Jesucristo consolida su comunidad de iguales radicales declarando la guerra ideológica contra la elite política e ideológica que se opone a su misión (Marcos 3, 20-35). Rodeado por una multitud de seguidores, el Jesucristo de Marcos se da cuenta de los efectos de su propia misión, que debe pasar desde los márgenes de la sociedad (el desierto y los pueblos de Galilea) hasta el centro (Jerusalén), donde se producirá la confrontación final con los representantes corruptos del Templo y la elite urbana, responsables junto a las fuerzas de ocupación romanas de su condena a muerte. La guerra ideológica se declara mediante una sencilla parábola y ejemplos de la vida de quienes cultivan la tierra (Marcos 4, 1-34), que el público de Marcos podía comprender fácilmente. Los comentarios de Marcos a las parábolas de Jesús son inspiradores porque se dirigen a la comunidad de lectores, entre la que nosotros nos contamos en la actualidad.

La multitud sigue a Jesús; el hecho de que Marcos emplee dos veces la palabra ochlos (multitud) en la misma frase tiene el objetivo de llamarnos la atención al respecto. A diferencia de la palabra «gente» (laos), la palabra «multitud» aparece en el texto de Marcos en un número increíble de ocasiones: treinta y ocho. La instrucción de la multitud es una de las prácticas para las que se ha reunido a los discípulos. La metodología de la instrucción emancipadora colectiva se basa en simples parábolas extraídas de la experiencia directa y del análisis de la vida cotidiana del agricultor. La complejidad del Reino de Dios de la que habla Jesucristo reside en que las múltiples relaciones que se dan en él contradicen todas las ideas sobre el poder y el mando a las que la multitud estaba acostumbrada. Por supuesto, hablamos del Imperio romano, pero también del Estado teocrático judío, encarnado en las historias y los escritos del pueblo judío, que celebra un pasado mitologizado. Sujeta a las aterradoras prácticas represivas del Imperio, a la multitud le resulta difícil imaginar la práctica del Reino de Dios, porque los efectos de esa represión en la vida psicológica son tan grandes, que, como el antipsiquiatra R. D. Laing dijo en cierta ocasión, destruyen la experiencia y, por tanto, hacen destructiva la conducta [150]. Marcos ofrece una gráfica descripción de esta «experiencia destruida» y «conducta destructiva» en el terrible caso del hombre poseído de Gadarenes, mencionado por Hardt y Negri como representativo de la «cara oscura» de la multitud [151].

En el texto de Marcos, la multitud como objeto de prácticas represivas por parte del Imperio se compone en su gran mayoría de personas socialmente excluidas y dependientes, marginadas por su fe, físicamente discapacitadas, psicológicamente enfermas y mansas de corazón. Marcos sostiene que es precisamente entre ellas donde se está sembrando un nuevo orden social. Eso incluye a leprosos, a personas con necesidades especiales, a prostitutas, a viudas, a huérfanos, a recaudadores de impuestos… es decir, a personas en los márgenes de la sociedad. En las parábolas, Jesucristo despliega la táctica del discurso específico. Con ello, describe y recrea la realidad del Reino de Dios, renovando el poder imaginativo y la percepción destruida de la multitud oprimida, lo que la capacita para participar en las prácticas mesiánicas que Jesucristo inaugura. Las parábolas de Jesucristo no son únicamente historias terrenales con un significado divino, sino también descripciones concretas de una práctica accesible a la multitud sin voz ni voto. Dichas parábolas suelen presentar giros sorprendentes e impredecibles, que ponen en tela de juicio las suposiciones afianzadas de la multitud. La parábola sobre el sembrador subversivo describe con claridad cristalina la realidad de la pobreza y el trabajo agrícola, plagado de dificultades que resultaban familiares a todos los residentes de Judea. Esta es la realidad determinada por el suelo árido y sin riego de la Judea ocupada.

El campesino siembra a voleo la semilla y espera obtener el mejor resultado. Este método de siembra estaba extendido por toda Palestina. Primero se siembra la semilla, luego se ara el campo para que las semillas penetren lo más hondo posible en la tierra, cultivada durante muchas generaciones. En ese proceso, no hay lugar para el optimismo. Lo mejor que cabe esperar es tener un buen año, pese a las malas hierbas y a la pobreza del suelo. Esta imagen del sembrador es una imagen de la pobreza agrícola y de sus críticos. El campesino no solo debe alimentar a su familia y pagar los impuestos sobre la tierra, sino que además tiene que pagar impuestos sobre las ganancias obtenidas con la venta de la cosecha. Si además dispone de muy pocas herramientas, debe alquilar otras, lo cual incrementa los costes. Y para hacerlo todo aún más difícil, debe guardar semillas para el próximo año, para poder sembrar. Esta especie de política agrícola represiva de la multitud explica que el 75 por 100 de las semillas sembradas se desperdicie, porque nunca germina. Si al final de la temporada la cosecha obtenida no es suficiente, el campesino debe recurrir a préstamos obtenidos de grandes terratenientes, con un interés altísimo, lo que lo obliga a hipotecar la poca tierra que tiene y padecer la servidumbre por deudas. Al final se ve en una situación en la que tiene que vender la tierra por un precio varias veces inferior a su valor de mercado. Así se convierte en mano de obra barata, y, en los casos más extremos, se vende como esclavo durante cierto periodo de tiempo, para poder pagar la parte principal del préstamo. Los grandes propietarios son cada vez más ricos, mientras que los pobres son cada vez más pobres y se encuentran cada vez en una situación más desesperada.

En ese momento, Jesucristo habla sobre una buena semilla que florece increíblemente y da una cosecha inmensa, cosa que confunde a la multitud. Esperar que un grano dé treinta es realista, pero esperar que dé cien parece demasiado. En realidad, no sería excesivo para un campesino con una familia que alimentar, impuestos que pagar, semilla que guardar para el año próximo y necesidad de un excedente que compartir con los que no tienen nada. Podría parecer que Jesucristo ha dado una peligrosa embestida contra la racionalidad de los pobres, devastados material y psicológicamente. Sin embargo, cuando Jesucristo habla de las prácticas mesiánicas, tiene otra cosa en la cabeza, que transmite solo enigmáticamente. Los que desean escuchar la parábola de la semilla, el sembrador y el terreno fértil deben tener oídos y prestar atención. Nada, al parecer, sería más fácil. Observemos más de cerca la parábola del sembrador, que, para Marcos, era la más importante de todas, y que, como veremos más adelante, proporciona la clave hermenéutica para comprender todas las parábolas de Jesucristo [152].

Podemos imaginar un fondo musical sencillo, como el de esa canción del grupo rastafari Bad Brains (uno de los más importantes de América, a mi juicio) que habla de que los mansos heredarán la tierra. En este caso, la teología de Bad Brains es de mayor ayuda que una exégesis moderna basada en la crítica histórica, porque HR, el cantante, vincula intertextualmente, como hace Marcos, varias tradiciones teológicas en su canción, movido por el deseo de describir de nuevo la realidad política y de llamar al cambio. Evidentemente, los mansos no han heredado ni heredarán la tierra. Pero HR cambia en gran medida el significado de la canción al interpolar el Salmo I:

Dichoso el hombre

que no sigue el consejo de los malvados

ni se detiene en la senda de los pecadores

ni se sienta en la reunión de los cínicos,

sino que se complace en la ley del Señor

y medita sobre ella día y noche.

Será como un árbol plantado al borde de la acequia:

da fruto en su sazón

y no se marchitan sus hojas;

cuanto emprende prospera.

No así los malvados:

serán paja

que arrebata el viento.

En el juicio los malvados no se levantarán

ni los pecadores en la asamblea de los justos.

Porque el Señor cuida del camino de los justos,

pero el camino de los malvados acaba mal.

Si interpretamos la canción de HR bajo el prisma del Salmo I, se abre ante nosotros una visión enteramente diferente de la realidad. Eso es precisamente lo que hace Marcos con la parábola de Jesucristo.

Aleluya, niños, aleluya, niños, sí.

Los mansos heredarán la tierra.

Aleluya, niños, aleluya, niños, sí.

Los mansos heredarán la tierra.

A su debido tiempo, cada uno pagará

según las obras que

haya hecho hoy en la Tierra.

Dios y yo, unidos, viviremos en la verdad.

Su majestad, Su majestad

nos ha mostrado un día mejor [153].

Veamos lo que ocurre con la semilla y de qué clase de semilla habla Jesucristo:

• La primera porción de granos cae en la vereda y se la comen los pájaros. Se trata de una metáfora sobre la informalidad caprichosa, referida en gran medida a la multitud que siguió a Jesucristo, una multitud que lo adoraba cuando entró en Jerusalén, la misma multitud que presenció sus milagros y que más adelante jaleó su condena pública y su violenta muerte.

• La segunda porción de granos cae en terreno rocoso y la abrasa el sol. Se trata de una metáfora para la superficialidad y el desarraigo. La semilla se refiere a la elite religiosa de Jerusalén, que no reconoce a Jesucristo y no responde a su llamada, con la excepción de José de Arimatea (Marcos 15, 43).

• La tercera porción cae en la maleza, y pronto muere ahogada por las zarzas y los hierbajos. Aquí, la semilla sirve como metáfora de una obsesión avariciosa y ansiosa de riqueza. En este caso, las zarzas y los hierbajos son la elite política nacional y el gobierno imperial romano, con la excepción del centurión al pie de la cruz, que ofrece la mejor confesión de fe: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».

• Por último, solo la cuarta porción cae en tierra buena. La expresión «tierra buena» es una metáfora para el cultivo de frutos abundantes. Tan abundantes son los frutos, que desafían a la imaginación. La última parte de la parábola se refiere a todos los que desean participar en prácticas mesiánicas, al margen de la posición que ocupan en la sociedad. Marcos nos habla de que mucha gente respondió a la llamada de Jesucristo y siguió su ejemplo.

Si los discípulos no comprenden esta parábola, ¿cómo la comprenderán otros, teniendo en cuenta que se trata de la clave para comprender todas las demás? Según Fernando Belo, esta parábola resulta crucial porque es el paradigma de la misión mesiánica de Jesucristo. No estamos solo ante Jesucristo el sembrador, que siembra la palabra en nuestro corazón, sino que aquí se muestra el éxito o el fracaso de la misión mesiánica, que impulsa toda el relato de Marcos. Asimismo, Jesucristo dice que el Reino de Dios es como un grano de mostaza, una planta que los judíos no cultivaban porque la consideraban una clase de mala hierba que había que controlar para que no destruyera la cosecha. Desde el punto de vista del statu quo, el Reino de Dios no es más que una mala hierba. Por tanto, no es de extrañar que los discípulos necesitaran una explicación para la parábola sobre el sembrador y la inusual semilla. En sus parábolas, Jesucristo presenta públicamente la doctrina del Reino, mientras que, en privado, aclara a los discípulos todo lo que no han entendido. Por supuesto, cuando se explica por medio de parábolas, su intención no es enmarañar las cosas u ocultarlas, sino revelar lo que ha quedado oculto: con la vara que midamos seremos medidos. Cuando Jesucristo dice que a quien tenga muchas posesiones se le darán más, no lo hace con cinismo. Al fin y al cabo, se trataba de una práctica que sus oyentes conocían perfectamente. Así era la realidad cotidiana de las relaciones agrícolas, en la que los ricos terratenientes cada vez reunían más poder, mientras que los pobres veían cómo se les arrebataba lo poco que poseían.

Jesucristo no es un demagogo despiadado cuando confirma a la multitud lo que ella sabe perfectamente: las cosas son como son, no podemos cambiar nada, el mundo es así. Sin embargo, por medio de su organización narrativa, Marcos nos está diciendo algo completamente distinto. Marcos está advirtiendo al lector que observe y escuche (Marcos 4, 3; 4, 24). Se trata de prácticas mesiánicas. Ver, escuchar. De hecho, a los discípulos se les está pidiendo que abracen una paciencia revolucionaria. Más adelante, Jesucristo les pide que recen y velen. El Anuncio de la Palabra es el esparcimiento de la semilla. La semilla del nuevo orden social pasa inadvertida mientras brota, y a los discípulos se les pide que escuchen, observen, recen y velen, sin perder la paciencia. El Jesucristo de Marcos vuelve a hablar al respecto en lo que se conoce como el discurso apocalíptico del capítulo 13, en el que pide perseverancia con el imperativo «¡Estad vigilantes!» (Marcos 13, 37). ¿No estamos ante la forma más radical de práctica mesiánica?

Volvemos a encontrarnos con que el texto de Marcos es una historia circular formada por dos partes, por dos hilos narrativos que pueden tratarse como dos libros independientes. El primer hilo lo constituye Marcos 1, 1 a 8, 7.

El segundo hilo es el resto del Evangelio de Marcos (Marcos 8, 8 a 16, 8). El texto gira sobre el pasaje 8, 22-29, en el que se relata el acontecimiento crucial de toda la historia. En conversación con sus discípulos, Jesús los interpela acerca de sí mismo («¿Quién dicen los hombres que soy yo?», Marcos 8, 27), y a continuación plantea la pregunta crucial: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Es una pregunta que se nos hace a nosotros, los lectores. ¿Quién pensamos que es Jesucristo? Todas las respuestas que demos nos comprometen, pero no podemos dejar de dar una. Si no tenemos nada que responder, debemos seguir el camino de los discípulos, hasta obtener una respuesta, pues la historia procede en círculos.

François Laruelle, el «inventor» de la no filosofía, me ha ayudado a interpretar el Evangelio de Marcos. Laruelle propone un modelo conocido como banda de Moebius.

En el texto de Marcos, la banda se multiplica por dos, de manera que no solo conecta las dos partes del relato sobre Jesucristo, sino que, además, nos ayuda a responder a la pregunta que nos plantea como lectores. La forma retorcida de la banda lleva al lector y al practicante (el discípulo) desde la parte externa hasta la parte interna, y viceversa. La circularidad de la banda de doble cara, tal como la propone Laruelle, explica de la forma más sencilla el mensaje que el Evangelio de Marcos envía al lector.

Después invitó a la gente [ochlos — multitud] a reunirse con sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y me siga, porque si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará. A ver, ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida? Y ¿qué podrá dar para recobrarla? Porque si uno se avergüenza de mí y de mis palabras entre la gente esa, idólatra y pecadora, también este Hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre los santos ángeles». (Marcos 8, 34-38)

La entrada «antitriunfal» de Jesucristo en Jerusalén se produce dentro de este marco narrativo. Desde los márgenes de la sociedad, la periferia de Judea, Marcos describe la llegada de Jesucristo a la sede del poder de una manera inusual e imaginativa. El camino del discipulado radical parte del desierto, que nadie controla, pasa por topónimos paganos rurales y llega hasta la sede del poder en Jerusalén, donde gobierna una elite urbana de diferentes procedencias. Sin ocultar su ironía, Marcos se concentra en mostrarnos que no encontraremos a Dios en el Templo de Jerusalén (garantía, para todo judío, de la presencia de Dios entre su gente), sino en el desierto. De hecho, podría considerarse que el desierto es un lugar privilegiado del discipulado radical, pues en él es donde, de forma especialmente apocalíptica, comienza el propio texto.

Marcos nos da el topónimo específico, aunque ambivalente, del desierto. El desierto es un lugar de coerción, angustia, exilio y, sobre todo, suplicio; de ahí que apenas tengamos declaraciones positivas sobre él. Es un lugar complicado, un lugar de recreo para los malos espíritus y los demonios. Cuando estamos en él, solo debemos responder a una pregunta: ¿cómo sobrevivir? Pero el desierto es también un espacio de silencio y paz, ajeno al ruido de la ciudad y la civilización. En el desierto no hay peleas por el espacio, ni lugar para las nimiedades como en la ciudad; además —cosa muy importante—, el desierto ofrece una especie de protección, porque todos los vínculos sociales están rotos y las necesidades físicas se reducen a la mínima expresión. Vamos al «desierto» cuando queremos alejarnos de la ciudad y de su estilo de vida «complejo y urbano». Marcos nos avisa de que debemos adoptar la práctica mesiánica primordial de confesar nuestros pecados, que comienza, paradójicamente, en el desierto, dado que el desierto es el único lugar privilegiado para encontrar a Dios. Pero, al mismo tiempo, el desierto es un lugar del que marcharse, para enfrentarse ideológicamente a la elite que ocupa las sedes del poder y oprime a los pobres en los márgenes de la sociedad. Marcos describe este viaje a la sede del poder de una manera lúcida y «moderadamente» deconstructiva.

En el caso de Marcos, habría que comprender la deconstrucción como una estrategia de interpretación específica, que pone en duda toda taxonomía estructural privilegiada introduciendo una nueva diferencia, huella y suplemento a la interpretación. La deconstrucción insiste en un resto marginal irreductible que produce heterogeneidad al insistir en digresiones, citas, comentarios y parodias. Y, por último, habría que concebir la deconstrucción en este caso como una herramienta que pone en tela de juicio una interpretación que afirma ser privilegiada. Comprendida de este modo, la deconstrucción en el caso de Marcos puede ser una forma de estrategia política.

Sostendré que, en su texto, Marcos deconstruye el escenario mesiánico, al negarse a respaldar ninguna versión del mesianismo judío, mientras que, al mismo tiempo, nunca descarta el discurso mesiánico; de hecho, indirectamente, lo apoya. Ched Myers observa que Marcos describe a todos los opositores al Reino de Dios con ironía y amargura; de hecho, los caricaturiza, ofreciendo «una viñeta política que, para resultar efectiva, debe ser al mismo tiempo exagerada y absolutamente reconocible» [152]. Asimismo, Marcos hace un retrato de los discípulos en el que aparecen asombrados, ansiosos y asustados. Los discípulos son los que no saben, no pueden y no quieren. No tienen fe y no reconocen el camino del discipulado radical (Marcos 10, 32). La grotesca entrada de Jesucristo en Jerusalén tiene, específicamente, una función pedagógica terapéutica para los discípulos. Es bien sabido que la mejor forma de «aliviar» los momentos de nerviosismo o de incertidumbre es provocar unas risas mediante un chiste o una broma. Un chiste fino pronunciado en público puede introducir un cambio de perspectiva que nos haga ver las cosas de una manera completamente nueva. Esa es la clase de cambio que los discípulos necesitan ante los problemas que deben afrontar. De Certeau afirma que el sesgo paródico del teatro callejero de Jesucristo es una práctica cotidiana de resistencia, mientras que Sloterdijk lo tacha de cinismo.

Una incisión quirúrgica inesperada puede crear una nueva visión de nosotros mismos, que no habíamos advertido hasta entonces, obsesionados como estábamos con nuestras fobias y fijaciones. Eso es lo que hace Jesucristo con su «carnavalesca» entrada en Jerusalén a lomos de un borrico. Es su manera de parodiar el título de Mesías, que representa, en un nivel simbólico, una compleja estructura de poder. Al mismo tiempo, es una forma instructiva de aligerar la pesada carga de ansiedad de sus discípulos. Para todos cuantos desean seguir a Jesucristo, Marcos no ofrece soluciones instantáneas, pues en el caos político del «estado de emergencia» en el que se encontraba la comunidad interpretativa de Marcos entre el 66 y el 70 d.C. no hubiera sido factible. Marcos intenta confundirnos, pese a todo, con su estrategia intertextual, evocadora en gran medida de lo que Mijaíl Bajtín describe como la construcción de formas literarias parcialmente folclóricas de carácter paródico y satírico, conocida con el nombre de carnavalización. En el caso de Marcos, comprendemos la intertextualidad como un análisis textual que se plantea la cuestión de la variedad de interconexiones entre diversos textos, correspondiente a una «producción material de significado» específica en el seno de las distintas comunidades interpretativas existentes «detrás» del propio texto.

Jesucristo llega con sus discípulos a las afueras de Jerusalén y se marcha a Betania, en el Monte de los Olivos, topónimo mesiánico y heterotopía de la futura batalla apocalíptica entre el pueblo del Señor y las naciones enemigas [155]. Naturalmente, Marcos aspira a volver a simbolizar esta escatología y la coloca en el marco de la guerra civil que está presenciando mientras escribe. Jesucristo envía a dos de sus discípulos a preparar su entrada en Jerusalén: se trata de una táctica de solidaridad práctica con vistas a realizar una acción arriesgada y subversiva. Marcos desea demostrar que los sicarios, los zelotes y otros movimientos políticos y revolucionarios no eran los únicos que contaban con una amplia red de colaboradores e instigadores. Pone de manifiesto que el grupo de Jesucristo también estaba bien organizado dentro de Jerusalén, la sede del poder. Marcos nos relata la historia de la entrada de Jesucristo en Jerusalén con el mayor grado de ironía posible, reduciendo al absurdo toda forma de triunfalismo mesiánico que hubiera podido esperar una población esclavizada y anhelante de libertad.

El ciego Bartimeo es el primero en ver que Jesucristo es «Hijo de David» (Marcos 10, 46-52). «Hijo de David» es un título real y un complejo símbolo teopolítico comprensible para todos los judíos de aquella época. Si Jesucristo hubiera sido un «pretendiente al trono», lo esperable es que hubiese llegado a la toma de posesión en Jerusalén con gran pompa imperial, caballos, carrozas, un ejército poderoso, una guardia personal y otros símbolos regios. Sin embargo, se conduce de la manera completamente opuesta. Al entrar en la metrópolis palestina a lomos de un borrico —una forma de «teatro político callejero»—, ridiculiza, parodia, banaliza y lleva hasta el absurdo los símbolos políticos del «reino terrenal», encarnado, en el caso de Marcos, por el Imperio romano. Con ese acto descabellado, y dentro de un «carnaval litúrgico», el carpintero de Nazaret no solo se burla del título de emperador, sino que pone en tela de juicio la propia idea de mesianismo, al tiempo que hace reír a la muchedumbre, y en especial a sus angustiados discípulos.

Marcos construye ese episodio con sumo cuidado desde un punto de vista intertextual, como un paradigma socio-literario autónomo que servirá para legitimar la confrontación de Jesucristo con la elite política y religiosa de Jerusalén (Marcos 11, 14 a 12, 40). Marcos hace claramente referencia a acontecimientos del glorioso pasado judío que entrelaza cuidadosamente con el presente, para poner en entredicho:

• un mesianismo ideológico populista y un apocalicticismo fatalista popular;

• una mitología nacionalista (legitimada por medio de la práctica banal de la violencia);

• el folclore guerrillero de las bandas de campesinos que odian con la misma intensidad a los ricos, a la elite judía que actúa en connivencia con ellos y a las fuerzas de ocupación romanas.

¿Cómo da cumplimiento e interpreta Marcos las profecías del Antiguo Testamento? La respuesta es: mediante un modelo subversivo de resistencia a la ideología dominante del mesianismo nacionalista. El paradigma textual de Marcos es el profeta apocalíptico Zacarías, apenas legible o transitable: «Alégrate, ciudad de Sión; aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, salvador, humilde, cabalgando un asno, una cría de borrica» (Zacarías 9, 9). Basta con emplear palabras como «justo», «salvador», «humilde», o, mejor, «cabalgando un asno» para ofrecer un contraste a la entrada triunfalista y la victoria militar de Simón Macabeo, sobre el que habla el Libro de los Macabeos:

El día veintitrés del mes segundo del año ciento setenta y uno entraron los judíos en la acrópolis, entre vítores, con ramos de palmas, cítaras, platillos y arpas, con himnos y canciones, porque había sido derrotado el mayor enemigo de Israel (I Macabeos 13, 51).

Marcos sitúa la entrada de Jesucristo en Jerusalén a medio camino entre esos dos textos, otorgándole un significado completamente distinto. Pero esos dos textos se entremezclan con varios textos y alusiones del Antiguo Testamento a ellos (Génesis 49, 11; I Samuel 6, 7; II Reyes 9, 13; Salmo 118, 25), que Marcos organiza cuidadosamente y con gran precisión en un collage que muestra, a modo de palimpsesto, distintas imágenes bajo diversas refracciones de luz. Marcos no solo interpreta los acontecimientos políticos que hay detrás del texto de la «historia de la salvación», sino que los lee y los inscribe en las relaciones sociales, económicas y culturales de su tiempo, en las que, probablemente de forma indirecta, participaba. Concretamente, la historia de Marcos es una interpretación histórica pensada para el presente. La entrada de Jesucristo en Jerusalén no se parece en absoluto a la entrada de Menajem, que se había convertido en uno de los líderes de la rebelión, uniéndose a otros «rebeldes» menos organizados contra Roma en el año 66 d.C. Tampoco la entrada de Jesucristo es similar a la de otro pretendiente mesiánico al trono, Simón bar Giora, o a la del radical Juan de Giscala. Estos tres aspiraban al título real mesiánico y se peleaban entre sí, lo que debilitaba la defensa de Jerusalén, por lo demás muy bien organizada, durante un «estado de emergencia» que duró cuatro años.

Permítasenos recurrir a los estudios sociológicos de Horsley y Hanson sobre aquella época para presentar de manera resumida la realidad política que hay «detrás» del texto de Marcos, el estado de emergencia en el que critica a esos pretendientes mesiánicos al trono. La entrada pacífica y humilde de Jesucristo en Jerusalén no es, como ya hemos dicho, ni remotamente similar a la entrada del rebelde Menajem, líder de los sicarios (quien, según algunos, era hijo o nieto de Judas el Galileo), que atacó los arsenales de Herodes en el año 66 d.C. junto a otros rebeldes y «ladrones» en la fortificación de Masada. Menajem armó a los hombres que había reunido en la rural Galilea y, junto a otros insurgentes, comenzó una violenta revuelta, en cuyo transcurso tomó rápidamente Jerusalén. Aunque no es el responsable del levantamiento de Jerusalén, se afirmó como jefe de diversos grupos zelotes de la ciudad. Gracias a su notable capacidad organizativa (y pese a que sus seguidores estaban en minoría), reunió lo que se conoce como la coalición zelota, en la que tenía su propio cuerpo de guardaespaldas, y se proclamó rápidamente «rey».

Los seguidores de Menajem (una banda heterogénea de sicarios) fueron responsables de los asesinatos del sumo sacerdote Anás y de su hermano Ezequiel, cometidos al comienzo de la revuelta. El escritor portugués Fernando Belo, el intérprete de izquierdas más radical de la historia de Jesucristo, atribuye esta afirmación a Flavio Josefo [156]. Hay un hecho interesante que merece señalarse: nada más entrar al tesoro y archivo del Templo, el jefe rebelde dio orden de que se quemaran todos los libros y listas de acreedores. Al parecer, pensó que así destruiría el poder de la elite religiosa y las autoridades políticas que sometían al pueblo mediante distintos tipos de préstamos y tasas de interés, manteniéndolos bajo el yugo de las deudas y la esclavitud.

Como nos muestra Marcos, Jesucristo no se parece en lo más mínimo a otro aspirante mesiánico, Simón bar Giora, que tomó parte, como Menajem, en el levantamiento contra los romanos como jefe de la defensa de Jerusalén. Solo podemos imaginar la lucha que debió de producirse entre el pretendiente real Menajem y el pretendiente mesiánico Simón cuando el radical Juan de Giscala salió a la arena política. Además de Juan, Eleazar ben Ya’ir, capitán de la guardia del Templo, desempeñó también un papel decisivo: era hijo de Anás y dio muerte al asesino de su padre, Menajem. No debemos olvidar que, en la época del sitio, se habían entablado negociaciones con los romanos que solo agravaban la lucha interna zelota por el poder en Jerusalén. Juan era otro pretendiente mesiánico que no resultaba completamente inofensivo, dado que había congregado a una considerable banda de campesinos descontentos al norte de Galilea con la que había formado una respetable unidad militar.

Mientras tanto, Simón se convirtió en un renegado, un ladrón y un déspota, que fracasó políticamente porque no se hizo con el control de las guerrillas de los sicarios, bien organizadas y que tenían puntos de control en las colinas cercanas. Sin embargo, eso no le disuadió de su violento intento de conquistar y formar un gobierno provisional. Como estrategia política, proclamó el final de la esclavitud y el endeudamiento, con lo que consiguió un poderoso ejército y empezó a comportarse como un rey. Consolidó sus filas y, con unas fuerzas militares relativamente grandes y bien pertrechadas, capturó sin batallar Idumea y Judea (conquistas que le proporcionaron un sólido apoyo logístico en forma de comestibles, armas y tropas), pero perdió el control de Jerusalén. Siguió una lucha interna por la ciudad (lo que debilitó sus defensas, hasta entonces bien organizadas) entre Simón y Juan, a quien los «padres de Jerusalén» (sacerdotes, fundamentalmente, que no pertenecían a la aristocracia) había empezado a dar sostén, e, inesperadamente, Juan recibió un enorme apoyo por parte de los zelotes que guardaban el Templo. Simón asesinó a varias figuras prominentes del sanedrín, incluido Mateo, perteneciente a una de las familias de sumos sacerdotes e hijo de Boeto (quien había organizado la entrada de Simón en Jerusalén al comienzo de la revuelta), acusándolo de alta traición y connivencia con los romanos [157].

Sin embargo, cuatro años después de la «revolución» judía, Jerusalén estaba en manos de Vespasiano, pese a la valerosa defensa de la ciudad durante los cinco meses de asedio. En septiembre del 70 d.C., el Templo cayó en manos de los romanos, y los zelotes entregaron su vida con coraje. Simón intentó huir con algunos de sus seguidores más fanáticos, pero fue capturado. Con túnica blanca, tocado púrpura y envuelto en una capa real, se presentó en el templo en ruinas y, casi simbólicamente, ofreció su vida en sacrificio a Dios en el altar demolido. Sin embargo, a diferencia de Juan, encarcelado y ejecutado como el más bajo de los criminales y rebeles, a Simón lo escoltaron hasta Roma con una ceremonia casi solemne, como prueba del triunfo de Vespasiano en Judea. Allí lo condenaron a muerte como rey de los judíos.

Mi deseo al introducir esta amplia digresión histórica era aclarar el relato de Marcos sobre la entrada de Jesús en Jerusalén, que comienza con unos auspicios elocuentes y sugestivos, dirigidos a los actores de la historia: «¿Por qué lo hacéis?». Dicho de otro modo, ¿por qué lo preparáis todo así para que Jesucristo entre en Jerusalén como lo hicieron Menajem o Simón bar Giora, como lo hicieron los autoproclamados reyes y mesías? Esas opciones tan desagradables resultaban inconcebibles para Marcos. Para el Mesías de Marcos, del que habían hablado el Libro de los Macabeos y el profeta Zacarías, la entrada en Jerusalén no entrañaba un asedio militar, un levantamiento, una revolución o la quema de los archivos del templo.

Jesús entra en el Templo de Jerusalén a una hora bastante tardía, discretamente, hasta podría decirse que con modestia; echa un vistazo y vuelve a Betania. Al día siguiente vuelve al Templo, y allí comienza su enfrentamiento público con la elite religiosa y política, los sumos sacerdotes, los escribas, los miembros del consejo, los fariseos, los herodianos, los saduceos y los zelotes. Se trata de una actitud bastante inesperada para alguien que aspira al título de Mesías. Evidentemente, el Jesús de Marcos tiene en mente algo completamente distinto. ¿Quién sabe lo que será? Aunque lo han recibido con saludos mesiánicos y le han presentado símbolos mesiánicos (ramas de palma, mantos) que indican que se trata de un aspirante al trono, el Jesucristo de Marcos rechaza el menor asomo de identificación mesiánica. Su conducta en el Templo y el conflicto que provoca con la elite religiosa y política sugiere que estamos ante un nuevo concepto de mesianismo. En ella, el hombre de Nazaret se identifica con los desamparados, con las personas despojadas de poder y con la multitud, «encarnada» por una pobre viuda que hace una donación a un Templo corrupto que no tardará en quedar destruido «hasta que no quede piedra sobre piedra» (Marcos 13, 2). Las prácticas mesiánicas son una anticipación de esa destrucción y un modelo para conducirse en la vida cuando las viejas estructuras están en ruinas y en el horizonte no hay nada nuevo.

Marcos nos ofrece una interpretación radicalmente diferente del mesianismo de Jesucristo, en la que el significado más evidente permanece oculto. Lo que parece querernos sugerir es que solo se puede llegar a conocer al Mesías participando en prácticas mesiánicas: oyendo y viendo, velando y rezando. A pesar de que el modelo de la comunidad de Marcos es bastante específico, acoge como aliados a quienes no pertenecen formalmente a ella, si bien expulsa a los «espíritus ideológicos malignos» en nombre de Jesucristo. Él mismo se lo confirma a los discípulos con una sencilla fórmula inclusiva: «quien no está contra nosotros, está con nosotros». Se trata de otro motivo para respaldar una práctica mesiánica propia del cuerpo de la comunidad nómada que se encamina hacia Jerusalén.

Si tu mano te pone en peligro, córtatela; más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al quemadero, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te pone en peligro, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida que con los dos pies ser echado al quemadero. Y si tu ojo te pone en peligro, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser echado con los dos ojos al quemadero, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga. De hecho, cada cual será salado a fuego. Buena cosa es la sal; pero si la sal pierde el gusto, ¿con qué la sazonaréis? Que no falte entre vosotros la sal y convivid así en paz. (Marcos 9, 43-50)

La mano, el pie y el ojo son metáforas de virtudes que representan al mismo tiempo porciones de una comunidad fundada en la virtud. Las prácticas mesiánicas de dicha virtud colocan en un orden paradójicamente inverso la secuencia «fe, esperanza y caridad»: la que ahora tenemos es «caridad, esperanza y fe». La mano es una metáfora de la caridad. Es el órgano con el que nos alimentamos, el símbolo del trabajo, el miembro que usamos para defendernos, saludarnos y tocar a la comunidad. Un dedo extendido y un puño cerrado son una expresión autoritaria de poder concentrado en una sola persona, mientras que los brazos y las manos extendidas representan el poder de la participación y la solidaridad basadas en la caridad. La pierna y el pie son una metáfora de la esperanza, con la que avanzamos hacia el futuro. Los pies nos hacen movernos, conquistan el espacio y nos permiten caminar juntos. Para acudir en ayuda de alguien y ofrecerle la mano, primero tenemos que desear verla con el ojo de la fe. Los ojos nos ayudan a entablar un primer contacto, a iniciar una relación y a abrirnos a quienes deseamos que nos conozcan. Si queremos conocerlos, los miramos a los ojos; si no, eludimos su mirada. No se trata solo de lujuria, a la que los ojos nos incitan, sino del deseo de no querer ver lo evidente, o de ver solo lo que queremos, lo cual es una forma de ceguera. Escandalizamos a otros cuando no tenemos el valor de mirarlos a los ojos, porque los ojos representan la fe. No es una coincidencia que Marcos nos llame a las prácticas mesiánicas de la escucha, la contemplación, la oración y la vigilia. Por supuesto, los discípulos no logran llevarlos a cabo en los momentos más difíciles de la mortal angustia en Getsemaní (Marcos 14, 30). Lo más sencillo parece indescriptiblemente difícil. Las prácticas mesiánicas no salen gratis. Aunque parezcan notablemente inocuas e ingenuas, son profundamente subversivas y peligrosas. Como expresa perfectamente Ched Myers:

El novum literario llamado Evangelio de Marcos apareció como respuesta a una crisis histórica e ideológica engendrada por la guerra judía. En aquel momento apocalíptico, una comunidad luchaba para mantener su resistencia no violenta ante los ejércitos romanos, la clase dirigente judía y los reclutadores de rebeldes, mientras sembraba las semillas de un nuevo orden revolucionario mediante la práctica y el proselitismo. Sin duda, el 69 d.C. no era el mejor momento histórico para llevar a cabo un experimento social radical. Tal vez eso explique la urgencia del relato, sus perspectivas de sufrimiento y su ideología del fracaso y de un nuevo comienzo [158]