Capítulo II:
Virtudes babilónicas. El informe de la minoría
Boris Gunjevic
Como dice san Agustín, los grandes reinos son solo proyecciones ampliadas de pequeños robos. Sin embargo, Agustín de Hipona, tan realista en su concepción pesimista del poder, se quedaría boquiabierto ante los pequeños robos cometidos en la actualidad por el poder monetario y financiero. En realidad, cuando el capitalismo pierde su relación con el valor (como medida de explotación individual y como norma de progreso colectivo), adopta inmediatamente la apariencia de la corrupción [30].
Michael Hardt y Antonio Negri tienen razón al decir que san Agustín se quedaría boquiabierto ante el nivel de corrupción actual del Imperio, pero se quedaría igualmente sorprendido ante la interpretación que de su asombro brindan estos autores en su examen de las prácticas imperiales. En términos generales, Hardt y Negri se dedican a pasar a san Agustín por el tamiz posmoderno (sea cual sea el sentido de esta problemática expresión) de Spinoza, operación absolutamente fascinante y original. Sin embargo, también hay que hacer lo contrario, es decir: pasar a Spinoza por el tamiz de san Agustín. Según John Milbank, esta operación es absolutamente crucial para crear una teología cristiana verdaderamente posmoderna, que pueda contribuir a lo que Hardt y Negri pretenden conseguir. La intención de los autores de Imperio es mostrar cómo se convierte la multitud en un sujeto político, pero, pese a la seriedad de sus esfuerzos, no lo consiguen. La razón estriba en que hay que pasar a Spinoza por el tamiz de san Agustín, exactamente al contrario que hacen ellos. Si queremos mostrar lo que necesita la multitud para convertirse en sujeto político (el asunto central de Imperio), hay que releer Imperio junto a La ciudad de Dios. Hardt y Negri hablan de la multitud como una multiplicidad irreductible de sujetos, un concepto de clase que, al mismo tiempo, es un poder ontológico. A juicio de sus críticos, el concepto de multitud es demasiado abstracto, demasiado pomposo; por su parte, Milbank lo considera un concepto esperanzado.
Hardt y Negri toman de «la teoría política de la Antigüedad» el concepto de multitud, tal como aparece en historiadores como Tito Livio y Polibio, de quien, a su vez, lo tomó Maquiavelo. A este respecto, san Agustín es un crítico riguroso de Polibio, dado que él mismo escribe historia, si bien no desde una perspectiva cíclica, como era costumbre entre los historiadores de la Antigüedad, sino desde una perspectiva lineal. El obispo de Hipona es el primer autor de la Antigüedad que emprendió una historia de la creación del mundo, de su existencia y de su final (aún por llegar) mediante la práctica teológica de la comunidad. Al hacerlo, fue el primer autor en exponer una historia de la humanidad basada directamente en una filosofía de la historia de la que Hegel no hace la menor mención. San Agustín escribió un relato sobre la historia, interpolado por la encarnación de Jesucristo. De ahí que la historia en su conjunto se explique a la luz de la encarnación (logos) y del origen de la comunidad, una continuación de la encarnación en el tiempo. En la metahistoria de san Agustín, hay un resultado sencillo que resulta inmediatamente comprensible: Torá + Logos = Jesucristo.
Ni que decir tiene que el mundo en que vivimos es muy diferente del mundo de la Antigüedad y del Imperio romano, al que Aurelius Augustinus dirige su crítica. Aunque esos dos mundos sean muy diferentes, existen algunas semejanzas, de las que Hardt y Negri toman nota cuidadosamente; por tanto, no es de extrañar que san Agustín sea una de sus referencias más importantes. Por eso, hay que comparar La ciudad de Dios con Imperio, dado que el primero moldeó el segundo. Como cualquier otro libro, es posible interpretar Imperio de muchas formas. Tanto si es el Manifiesto comunista del siglo XXI como si es un ejercicio de política deleuziana, se trata de un libro con ideas importantes e influyentes. Podemos leerlo como una introducción a la historia de la teoría política o como un comentario materialista a La ciudad de Dios de san Agustín. En mi opinión, hay que leer juntos los dos textos, dado que Imperio se basa en gran medida en las conclusiones planteadas por san Agustín en su voluminosa obra. De ello se siguen indirectamente dos cosas. La primera es que las estrategias interpretativas determinan la percepción de la práctica política; la segunda, tan importante como la primera por lo que a mí respecta, es la necesidad de producir una crítica verosímil que san Agustín podría haber hecho a Hardt y Negri, operación que, como he dicho, consiste en pasar a Spinoza por el tamiz del obispo de Hipona. Para empezar, examinemos lo que Hardt y Negri tienen que decir sobre san Agustín:
A este respecto, podemos tomar como ejemplo el proyecto pergeñado por san Agustín para oponerse al decadente Imperio romano. Ninguna comunidad particular podía lograrlo y constituirse en alternativa al dominio imperial; solo una comunidad universal, católica, que reuniera a todos los pueblos y todas las lenguas en un viaje común podría conseguirlo. La ciudad de Dios es una ciudad universal unida, cooperativa, comunicativa. Sin embargo, a diferencia de lo que piensa Agustín, nuestra peregrinación por la Tierra no está orientada por un telos trascendente; es absolutamente inmanente. Su movimiento continuo, que une a personas extrañas entre sí en una misma comunidad y hace de este mundo su hogar constituye tanto un medio como un fin, o, más bien, es un medio sin un fin [31].
Como subrayan los autores, la visión de san Agustín ofrece sólidos instrumentos para enfrentarse a la posmodernidad imperial, que articulan su discurso por medio de la discordia. Para oponerse a ella, hay que encontrar los mejores medios para socavar la soberanía imperial. Hardt y Negri afirman con autoridad que las batallas contra el Imperio se ganan mediante el rechazo, la deserción, el éxodo, la movilidad y el nomadismo como elección vital. Resistimos a los sistemas interconectados de regulación y poder con la deserción, es decir, limitándonos a abandonar los lugares del poder. La deserción, el éxodo y el nomadismo son las fases iniciales del principio republicano, según los autores. Parece más fácil decirlo que hacerlo. ¿Cómo se puede desertar, si todo lo que existe sobre la superficie del Imperio es trabajo inmanente, interconectado con sistemas de regulación soberana? ¿Dónde marchar al éxodo, si fuera de nosotros no existe nada objetivo, y cómo concebir el nomadismo cuando el Imperio mantiene las virtudes y la práctica bajo su control, y vigila atentamente los márgenes mediante la racionalidad capitalista? La respuesta es más intuitiva que deslumbrante. Las respuestas de Hardt y Negri son más enigmáticas que inarticuladas, y están vinculadas con la forma en que el sujeto político de la multitud abstracta se convierte en un singular universal.
Según Hardt y Negri, la persona que mejor encarna la alegría de la lucha neocomunista contra el Imperio es, ni más ni menos, san Francisco de Asís. Se trata de una afirmación elocuente, cuyas consecuencias no se han comprendido del todo. ¿Acaso sugieren los autores que Francisco de Asís no solo es un modelo de activista político posmoderno, sino un modelo que encarna la multitud como sujeto político? ¿De dónde procede esta invocación inesperada de un san Francisco románticamente peligroso y de su ascetismo sin precedentes? Aunque al comienzo de Imperio los autores abogan por la teología nominalista franciscana de Duns Scoto, de la cual, a su juicio, surgió la matriz política nominalista, la invocación de san Francisco y su ascetismo parece una regresión a un discurso religioso sobre la inmanencia, a falta de argumentos más sólidos. Se trata de un ejemplo de ascetismo (y de religión) que Negri abraza en principio como una interiorización del objeto a modo de estado constituyente que es al mismo tiempo una transformación de los sentidos, de la imaginación, del cuerpo y del espíritu. Negri no suele aceptar ninguna forma de trascendencia, pero acepta el ascetismo, que considera necesario para una vida virtuosa, sobre la que después se dirán más cosas.
Para vivir bien y crear lo común, el ascetismo es siempre necesario. La encarnación al modo de Jesucristo, que es una clase de ascetismo, es una clase de guía ascética, o, más bien, un camino hacia la vida virtuosa, como recomendaba Spinoza. Probablemente sea en el ascetismo secular donde las singularidades y la sensualidad están mejor interrelacionadas para construir el mundo que está por llegar [32].
Por lo visto, ahí estriba la razón del interés de Hardt y Negri en san Francisco. Con su ascetismo simple y romántico y su imaginación infantil, san Francisco se opone al núcleo mismo del capitalismo. Su figura se identifica con la de los más pobres y oprimidos. Esto, según los autores, es un acto intrínsecamente revolucionario. San Francisco abjura del poder en nombre de la multitud y abraza la disciplina del gozo de ser para oponerse a la voluntad de poder y rechazar toda forma de disciplina instrumental. Se une a toda la naturaleza, a los animales, a los pájaros, al hermano Sol y a la hermana Luna en su batalla contra la venalidad y la corrupción de la sociedad capitalista en sus orígenes. En san Francisco encontramos un símbolo de la imposibilidad de controlar la cooperación y la revolución. La cooperación y la revolución encarnadas por san Francisco permanecen unidas en el amor, la sencillez, la alegría y la inocencia. Esta cooperación y esta revolución en la sencillez constituyen la alegría y el gozo irrefrenables de ser comunista.
Sin embargo, aquí encontramos algo igual de importante, que no debería pasar inadvertido: una interpretación de Plotino, que, en cierto sentido, Hardt y Negri comparten con san Agustín, tanto en los elementos que aceptan como en los que rechazan. Esto parece particularmente importante. Al final del libro noveno de las Confesiones, san Agustín intenta responder a la pregunta de su madre, santa Mónica, sobre la naturaleza de la vida eterna de los santos. Cuando san Agustín habla de la Epístola de Pablo a los filipenses (3, 13), dice que él y su madre alcanzaron gradualmente el gozo, al elevarse con un afecto más ardiente por Dios, el Mismo, como lo llama san Agustín. Más adelante, entraron en su espíritu y se elevaron poco a poco por encima de todas las cosas materiales, de la luna, el sol y las estrellas que brillan sobre la tierra. Después, admirando la obra de Dios, entraron en su alma y alcanzaron en ella la experiencia de lo divino, la abundancia indeficiente, en la que la vida es sabiduría y la verdad por la que todas las cosas fueron hechas existe, ajena a la fugacidad del tiempo. San Agustín explica que, mientras hablaban e intentaban alcanzar esta sabiduría, la rozaron brevemente con todo el ímpetu de su corazón y experimentaron la sabiduría que es Dios.
Luego, suspirando, dejamos prendidas en ella «las primicias de nuestro espíritu» (Ro 8, 23). Y volvimos al estrépito de nuestra conversación, donde comienza y acaba la palabra, en nada semejante a tu Verbo, que permanece en sí, sin envejecerse y «renueva todas las cosas» (Sab 7, 27) [33].
Al escribir estas líneas, san Agustín no se limitaba a aclarar un problema teológico a una madre bastante posesiva, ni a mostrar que el éxtasis cristiano que nos espera en la eternidad es para todos, llevemos una vida contemplativa, como san Agustín, o una vida activa, como santa Mónica. Más bien, estamos ante una crítica del misticismo filosófico de Plotino, en el que el objetivo era el éxtasis, alcanzado a través de nuestro ser interno, ascendiendo a la divinidad mediante la sabiduría, pero sin Jesucristo. El problema del éxtasis de Plotino, como muestra san Agustín, es su limitación temporal, su brevedad, tras la que debemos regresar al mundo «real» y seguir viviendo; como dice el obispo de Hipona, volvemos «al estrépito de nuestra conversación». Aunque en la eternidad gocemos de ese estado de éxtasis, este no es posible en la vida terrena; aquí debemos actuar, no solo contemplar. El éxtasis que experimentaron san Agustín y su madre en Ostia es en realidad una síntesis de la práctica eclesial, en la que se mezclan la contemplación y la acción, como queda claro más adelante, en el libro decimotercero, cuando san Agustín comenta el Hexamerón, la creación del mundo en seis días, en los que el primero, el tercero y el quinto son para la contemplación, mientras que el segundo, el cuarto y el sexto son para la acción.
Hardt y Negri rechazan, como san Agustín, a Plotino, pero lo hacen por razones completamente distintas. A juicio de los autores de Imperio, no podemos entregarnos al estado en el que se encontraba Plotino cuando llamó a «huir a la Patria celestial» mediante la contemplación mística [34]. Para descubrir cuáles son las acciones de la multitud que la permiten convertirse en un sujeto político, no podemos, a juicio de los autores, ceder al misticismo que Plotino abraza en las Enéadas. En respuesta a la cuestión sobre cómo organizar a la multitud y encauzar la energía contra la permanente segmentación territorial del Imperio, las intuiciones y los éxtasis de Plotino no nos bastan, porque no abarcan ningún Dios padre ni ninguna trascendencia, dicen Hardt y Negri. Todo lo que le queda a la multitud es su trabajo inmanente. Un trabajo en la superficie del plano inmanente que da lugar a una insistencia en el derecho de reapropiación, en el que se incluyen:
• La ciudadanía planetaria, vinculada a la autonomía y al derecho a regular los movimientos propios.
• Salarios sociales y una renta garantizada para todo el mundo, en un momento de existencia colectiva dentro de la multitud.
• Conocimiento, autorregulación y producción autónoma, que los autores interpretan como un intento de labrarse un nuevo lugar en el telos que hay dentro del cuerpo de la multitud.
Hardt y Negri afirman que en este proceso de reapropiación opera una «mitología material de la razón», nada menos que una religión material de los sentidos que mantiene a la multitud fuera del alcance de la soberanía imperial. De hecho, se trata de una mitología de la razón, que configura simbólica e imaginativamente la ontología de la multitud y la permite expresarse como acción y conciencia. De hecho, se trata de una ontología que interpreta el telos de la ciudad terrenal de una nueva forma. Posibilita una estrategia en virtud de la cual la constitución absoluta del trabajo y la cooperación se realiza dentro de la ciudad terrenal de la multitud mediante una lucha contra la violencia y la corrupción, sin la ayuda de mediaciones metafísicas o trascendentes. Dicho de otro modo, es lo que Hardt y Negri describen como «teleología teúrgica de la multitud» [35]. Aquí reside el problema crucial para la constitución de la multitud como sujeto político, indirectamente relacionado con san Agustín. La razón fundamental es que el marco interpretativo de Hardt y Negri asume una teoría política nominalista que es al mismo tiempo progresistamente pagana y encubiertamente gnóstica. Se necesita otro marco para desechar la crítica del misticismo (proto)moderno de Plotino, a la que Hardt y Negri yuxtaponen su «teleología teúrgica», paganamente progresista. Dicho de otro modo, no es posible contrarrestar la teología filosófica y mística de Plotino mediante la teología/teleología teúrgica y mística de Yámblico y Proclo (que fueron los primeros, junto a Porfirio, en popularizar el discurso teúrgico en el marco filosófico de la Antigüedad tardía, interpretándolo en clave platónica) en versión posmoderna, como intentan hacer Hardt y Negri. Lamentablemente para los autores, no se trata de una operación factible.
Podemos definir brevemente la teúrgia como un (neo)platonismo religioso vulgarizado; por eso, no resulta sorprendente que entre los «filósofos teúrgicos» no solo se hable de lo Uno, lo Divino o los dioses, sino de Dios mismo, incomunicable más allá de lo Uno. La teúrgia puede interpretarse dentro del canon de la tradición filosófica platónica. De ahí que la práctica teúrgica recuerde en parte a la magia que san Agustín critica duramente en el libro décimo de La ciudad de Dios, cuando compara la teúrgia con el culto al diablo [36]. Gregory Shaw, uno de los comentaristas más informados al respecto, sostiene que para comprender el platonismo de Yámblico hay que examinar de cerca su distinción entre teúrgia y teología. Para Yámblico, la teología es un discurso sobre los «dioses», mientras que la teúrgia es el trabajo de los dioses para hacer divino al hombre. Yámblico fue el primero en ofrecer una base racional a la teúrgia, con el propósito de mostrar que la práctica teúrgica forma parte de la filosofía de Platón, puesto que la teúrgia, según Yámblico, cumple el objetivo de esa filosofía. La teúrgia no es un comienzo para la filosofía, como lo es con Porfirio, sino, más bien, una obra ritual de los dioses, que nos permite encontrarnos con lo Divino y transformarnos en lo Divino. Eso significa que en las prácticas teúrgicas encontramos a Dios no en la contemplación, sino en la invocación ritual de lo Divino; Yámblico afirma que eso forma parte del propio canon de la tradición platónica. En la teúrgia, Dios existe para nosotros siempre que lo invoquemos y hagamos que las obras prescritas por los «dioses» armonicen con las de Dios, para así recibir lo que los «dioses» nos ofrecen. El discurso neoplatónico, al que se añadieron los Oráculos caldeos de Yámblico y el discurso neopitagórico, posibilitaba que el practicante teúrgico o el hombre sabio se volvieran, mediante el ritual, más receptivos a lo Divino y capaces de actuar en armonía con los procesos naturales que lo rodeaban. Es importante señalar que las prácticas teúrgicas comunican el «amor divino» o la bondad que permiten a los practicantes ascender a la trascendencia y liberar el alma de lo físico. Lo teúrgico comienza cuando lo Divino «desciende» para situarse entre nosotros, lo que nos brinda la posibilidad de armonizarnos con lo Divino de una manera «ascendente» que resulta completamente nueva. Mediante esos procesos de armonización alcanzamos un estado en el que estamos preparados para recibir el cuidado Divino, sin el cual hemos sufrido. Según Yámblico, los «dioses» reúnen a todos los seres con ellos hasta constituir una unidad. Por eso, la luz de lo Divino ilumina de forma trascendente a las personas reunidas gracias a la teúrgia y las coloca en su propio orden cósmico de lo Divino, asegurando su participación durante el resto de su existencia. A partir de los textos de Yámblico que han llegado hasta nosotros (y de los escritos de Damascio sobre él), podemos ver cómo interpretaba lo Uno el autor de los Oráculos caldeos. Lo Uno de Yámblico está más allá del Bien e incluso más allá del propio Ser. De forma paradójica, más allá de la cognición, el mundo divino desciende al mundo terreno, participa sacramentalmente en él mediante la realidad de un cosmos que se expande en el tiempo y en el espacio. Los dioses y lo que en la metafísica se da en llamar lo múltiple contienen en sí mismos una unidad de totalidad y una totalidad de unidad. El comienzo de la multiplicidad, su desarrollo y su final existen en diversas formas de unidad a las que la multitud aspira, como deja claro la interpretación de Platón ofrecida por Yámblico.
Según Yámblico, el comienzo fue «unitario». Ese comienzo precede toda dualidad, más allá de lo Uno que da vida a la díada. Lo Uno está más allá del contraste entre lo participante y aquello en lo que no puede haber participación. En la obra de Yámblico hay un absoluto que confirma la mediación entre esos dos orígenes. Dicha mediación elude la comparación, como, por ejemplo, sucede en el caso de lo limitado y lo ilimitado, lo múltiple y lo Uno, lo finito y lo infinito. Lo Uno de Yámblico no solo es un origen unificador que siempre permanece ajeno a todo lo que se origina en él y que está al margen de toda forma de participación [37]. Como mínimo, resulta hasta cierto punto imaginable como una especie de sacramento terrenal que trasciende esta distinción entre lo Uno y lo múltiple (lo limitado y lo ilimitado, lo finito y lo infinito), que en una «forma de fe teúrgica» trasciende la materia y la multitud fragmentada de un modo completamente distinto del que, por ejemplo, indica Plotino, como muestra Pierre Hadot [38]. Cabe relacionar las indagaciones teúrgicas de Proclo con estas conclusiones de Yámblico, según las cuales uno alcanza la proximidad con lo Divino mediante la iniciación en el conocimiento, en contraste, por ejemplo, con las enseñanzas de san Pablo (y, más adelante, de san Agustín), en la que esa proximidad es el resultado de la fe. Pero cuando releemos estas fuentes, descubrimos la presencia de cierta paradoja, según la cual en realidad las cosas acontecen en sentido opuesto. Según Proclo, el sabio pasa del conocimiento a la fe, mientras que, según san Pablo, el cristiano, con su fe, alcanza un conocimiento inmediato de Dios, por lo que la gracia es inherente al conocimiento. No hay que tomarse esta distinción a la ligera, por dos razones de peso.
La primera es la encarnación, acontecimiento crucial que permite la participación de lo finito en lo infinito, y la participación de la multiplicidad fragmentada que asciende hacia lo Uno en virtud de una gracia que no rechaza la materia y la corporeidad (como hace la teúrgia). La segunda razón es igualmente importante, pues remite a un proclianismo cristianizado que se ha convertido en parte inseparable de la teología cristiana por medio de las obras de Dionisio Areopagita, Juan Escoto Erígena y santo Tomás. La gran e inestimable obra de san Agustín se sitúa entre estas dos razones. Mediante su destructiva crítica de la teúrgia, conecta la acción encarnada de la gracia y la ascensión material a Dios, por una parte, y celebra la dedicación ritual —en realidad, sacramental— de lo corpóreo, mediante virtudes explicadas en términos sociales y ontológicos, por la otra.
La insistencia de san Agustín en la importancia del misericordioso descendimiento de Dios para habitar entre los hombres (mediante la encarnación) y del ascenso ritual eclesial a Dios mediante la virtud nos ayuda a contemplar la teúrgia bajo una luz completamente distinta, sobre todo en relación con la liturgia. Dios invita a la comunidad humana, fragmentada por el pecado, a armonizarse con lo Divino, y que, mediante la participación en la liturgia como una especie de mistagogía, puede pertenecer completamente a Dios. La participación en la liturgia vuelve a poner de manifiesto el origen divino del hombre, y guía al individuo a través de la comunidad hasta su telos divino, es decir, hasta la deificación [39]. Dicho de otro modo, la paradoja de la encarnación nos muestra el ejemplo divino de la kénosis, en la que el propio Dios desciende entre los hombres para ofrecernos un ejemplo pedagógico de cómo rendir culto a Dios. En esto coincido con John Milbank, quien afirma que la filosofía teúrgica pagana puede ayudarnos de una manera muy concreta a comprender mejor la relación entre la encarnación y la participación en términos paradójicos, mientras que al mismo tiempo ilumina de una nueva manera la importancia de la vida virtuosa descrita por san Agustín en La ciudad de Dios.
En el capítulo quinto de La ciudad de Dios, san Agustín deconstruye inventivamente las virtudes del Imperio romano. En el marco eclesial del norte de África, donde vivía, el obispo de Hipona intentó dilucidar de forma indirecta lo que había llevado, tras ochocientos años de historia, a la caída de Roma. Su interpretación intertextual, tanto teológica como política, de la historia política de Roma puede aplicarse de forma decisiva al proyecto planteado por Hardt y Negri en Imperio. Los primeros cinco libros de san Agustín son una crítica contra quienes pretenden aferrarse al culto de los dioses paganos, mientras que los cinco siguientes se dirigen contra los apologistas que afirman que siempre hubo males mayores y menores. Por tanto, los primeros diez libros son un ataque contra quienes se oponen al cristianismo. Los siguientes cuatro libros describen el origen de la ciudad terrena y de la ciudad de Dios. Después, el autor dedica otros cuatro libros a la trayectoria y el desarrollo de esas dos ciudades, mientras que los últimos cuatro exponen los objetivos que persiguen.
El libro quinto de La ciudad de Dios constituye un momento decisivo en la apasionada argumentación de san Agustín contra los ataques paganos a la fe cristiana. Su refutación conlleva interpretaciones y críticas de las virtudes imperiales. San Agustín observa la genealogía del Imperio romano a través de la compleja red de relaciones de poder en las que él mismo está inmerso. No se le escapa la naturaleza entretejida de la historia y la política romanas, y afirma que no se trata de una coincidencia: no es obra del destino ni de los dioses paganos. San Agustín sostiene que la afirmación de Rufio Antonio Agripino Volusiano de que el cristianismo fue el responsable de las guerras que estuvieron a punto de destruir Roma es irrelevante y carece de sentido; así lo expone en los primeros diez libros de La ciudad de Dios. Siempre ha habido desgracias semejantes, opina san Agustín; estas nada tienen de excepcional. El obispo de Hipona relata la historia de las guerras romanas. No fueron pocas, y algunas duraron más de treinta o de cuarenta años. Más adelante, los apologistas cristianos, en particular los medievales, seguidores de la escuela agustiniana, en gran medida interpretaron la apología de san Agustín de forma superficial, como ideología. Precisamente por esta razón deberían releerse estos cinco libros, dado que proporcionan la mejor crítica posible de Imperio, y en particular de la insistencia de Hardt y Negri en una teología teúrgica de la multitud.
La pregunta a la que san Agustín responde indirectamente es la siguiente: «¿Por qué ayudó Dios a los romanos a expandir el Imperio?». Dicho de otro modo, ¿por qué razones teológicas, políticas o de otra clase hizo Dios a los romanos la potencia más poderosa del mundo? Según san Agustín, Dios elevó el Imperio romano para mantener bajo control la venalidad de muchos pueblos. San Agustín deseaba convencer a sus lectores de que el Imperio romano se había expandido como premio a cuantos habían servido a su patria por mor de la gloria, el honor y el poder, dispuestos como estaban a dar su vida para salvar a su patria y alcanzar la fama. Aunque tal cosa era un pecado a juicio del obispo de Hipona, el amor a la fama sirve para suprimir otros vicios más perniciosos, como, por ejemplo, la avaricia y las formas más crudas de lucha por el poder. Esas personas no eran santos, pero el afán de gloria es un mal menor comparado con otros vicios, como ya afirmaron Cicerón y Horacio. Por supuesto —dice san Agustín—, habría que resistirse a ese deseo en lugar de sucumbir a él. Pero Dios premió a los romanos con el éxito temporal, pese a que, al hacer el bien, se jactaran de su gloria. Las personas así obtienen una recompensa en esta vida porque se abstienen de obtener beneficios materiales y defienden el bien común; en lugar de sucumbir, por codicia o por maldad, a los placeres, aspiran a la gloria y el honor. En este punto, san Agustín elogia, como Salustio, a los grandes hombres de la historia romana, como Catón el Viejo o Julio César, por su virtud. Les apasionaba perfeccionarse, el ejército, la lucha en nuevas guerras en las que poder practicar sus virtudes. Según san Agustín, la grandeza del Imperio romano se explicaba por cosas tan sencillas como la diligencia doméstica y la justa administración en las colonias; la guía de un espíritu libre y objetivo, cuyos móviles no eran el crimen o la injusticia; y la acumulación de un riqueza personal que era modesta en comparación con la abundancia del tesoro público.
El Imperio no se hizo grande y poderoso por sus aliados políticos o por su fuerza militar, sino porque, tras someter a otras naciones, los romanos las incorporaron al Estado. Todas tenían los mismos derechos y privilegios en la comunidad de Roma, mientras que, en el pasado, solo algunas habían gozado de ellos. Lo que hizo el Imperio políticamente inestable y decadente no fue tanto la alteración de las «benéficas» costumbres romanas sino el lujo, la avaricia, la arrogancia y el empobrecimiento del tesoro público, junto al florecimiento de la riqueza personal. Se glorificó la riqueza, se rindió culto al ocio, y la recompensa de la virtud fue una ambición en la que no había una distinción clara entre el bien y el mal. El ciudadano pensaba solo en sí mismo; en casa, era esclavo de sus pasiones; en público, de la influencia y el dinero. Como tal, el Imperio se vio sometido a una fuerte presión para resistir los ataques de los bárbaros, cada vez más frecuentes.
San Agustín sostiene que los romanos deseaban la gloria y las riquezas adquiridas de forma honrada. Amaban, deseaban y vivían para la gloria hasta el punto de que estaban dispuestos a morir por ella. Su afán de gloria suprimía los demás deseos. Nuestro autor afirma que tanto el hombre bueno como el hombre malo pueden codiciar la gloria, el honor y el poder. El primero los buscará de la forma correcta porque tiene las capacidades necesarias (es decir, porque es virtuoso), mientras que el segundo lo hará de la forma errada, porque carece de capacidades y, por tanto, tiene que entregarse al fraude y el engaño. Un hombre que desprecia la gloria pero venera el poder es una bestia vil y depravada. Por fortuna, en Roma había pocos hombres así, aunque podría destacarse a un tal Nerón. En la imaginación teopolítica de Aurelius Augustinus, Nerón era la encarnación del ansia ciega de poder. Esa imagen, esencialmente caricaturesca, del emperador, poseído por la locura de la avaricia y el poder, representaba para san Agustín la cima del vicio. Veía la mano de la providencia de Dios incluso en la conducta de esas bestias, al permitirles que gobernaran en un momento en que el Imperio se las merecía. Shakespeare describe esa decadencia y declive de una forma «moderna» en Julio César, donde retrata la paranoia de César y el carácter intrigante de Casio con notable perspicacia. Casio es un personaje enjuto, silencioso, adusto, cuyo mayor crimen es que piensa demasiado. César dirige a Antonio estas palabras, sobre el carácter paradigmático del conspirador romano:
¡Ojalá fuera más grueso! Pero no le temo.
Sin embargo, si el nombre de César
fuera propenso al temor, no sabría
a quién evitar antes que al flaco de Casio.
Lee mucho, es un gran observador
y cala los motivos de los hombres.
No es amante del teatro como tú, Antonio;
no oye música; apenas sonríe y, si lo hace,
parece que se burla de sí mismo,
despreciándose por ceder a la sonrisa.
Hombres así nunca están en paz consigo mismos
mientras ven que otro los supera,
y por eso son muy peligrosos.
Lo que digo no es tanto lo que temo
como lo que hay que temer, pues siempre seré César.
Ponte a mi derecha, que estoy sordo
de este oído, y dime de verdad lo que opinas de él.
(Acto primero, escena segunda) [40]
Según el obispo de Hipona, el Dios único y verdadero ayudó a los romanos a alcanzar la gloria y la supremacía porque, según determinados criterios y opiniones, la supremacía terrenal puede ser benevolente, y los romanos fueron quienes más se acercaron, por sus propios méritos, al ideal de la Ciudad Celestial. En este punto, san Agustín reconoce que ignora la existencia de otras razones para explicar la supremacía romana: se trata de una cuestión de providencia (Dios las conoce mejor que la humanidad), pues, aunque los romanos no son ciudadanos de la Ciudad Celestial, tienen cierto concepto de la virtud, lo cual es mejor que no tener virtud en absoluto. Para el devoto que emprende una peregrinación a la Ciudad Celestial, es preferible estar rodeado por personas que cuentan con un legado de virtud, en lugar de por bárbaros desprovistos de toda virtud. A Dios no le gusta la injusticia, y eso es lo que quería transmitir con la historia de las dos ciudades.
Sin embargo, la crítica de san Agustín es mucho más compleja, porque afirma que no es posible volver a examinar de manera crítica las virtudes romanas sin llevar a cabo una deconstrucción del Imperio romano, de la comunidad que vivía guiada por esas virtudes. Por tanto, el argumento de san Agustín según el cual los romanos no son una nación porque no fueron justos, y no fueron justos porque siempre habían logrado la paz por medio de la violencia, atribuyéndose el poder sobre los pueblos a los que sometían, reviste importancia. San Agustín está criticando, con un toque irónico, la definición de nación dada por Escipión (expuesta por Cicerón en una obra perdida, De re publica), aplicando esta crítica al Imperio romano en cuanto comunidad de naciones. Un pueblo, como dice Escipión, es «una agrupación de cierto tamaño, vinculada con otra mediante un acuerdo en la ley y una comunidad de intereses» [41]. En el libro decimonoveno de La ciudad de Dios, san Agustín ofrece su propia definición: «un pueblo es una reunión de seres razonables unidos por un acuerdo común sobre los objetos de su amor» [42]. La definición de san Agustín es más compleja, porque este pueblo no está unido por un acuerdo que define lo que es justo, ni san Agustín les dice cómo tienen que alcanzar su objetivo. En el núcleo de su propia definición, coloca el amor y lo amado. Es decir, propone un modelo que, en cierto modo, guiará al amor hasta lo amado universal y eterno. Dicho de otro modo, san Agustín afirma que lo que importa es la guía ordenada del deseo. La guía del deseo determina si la «reunión» es una comunidad unida y justa, es decir, si tiene la virtud de forjar una comunidad. Aquí encontramos una crítica indirecta a la idea estoica de deseo, que existe o bien como deseo ordenado, regulado por la razón, o bien como deseo excesivo, gobernado por pasiones perversas. San Agustín sabe que la razón puede pervertirse de modo que quede sujeta a deseos que esclavizan y determinan la acción. Por eso, la razón puede desear cosas y objetivos indeseables. Comprendida como tal, la razón subjetiva da pábulo a la perversión de la persona y de la comunidad. Además, el deseo que gobierna la razón puede desear objetivos falsos, es decir, puede negar el objetivo de una comunidad justa y unida, su estructura social y su naturaleza.
La definición de comunidad brindada por san Agustín es menos personal que la de Escipión. Escipión interpreta la comunidad romana como un dominium, comprendido en términos personales, de las virtudes heroicas del honor, la gloria y el poder, dominium que, como tal, no puede cumplir el ideal de la política de la Antigüedad. Tal cosa es evidente en la crítica que al principio de La ciudad de Dios se vierte contra la idea de Cicerón de que todo el mundo debería ser capaz de «disfrutar de lo suyo», y de que, por tanto, la paz que ofrece el Imperio es un simple compromiso, alcanzado siempre por la violencia entre voluntades empecinadamente belicosas. Dicho de otro modo, san Agustín niega la fundación ontológica del dominium, el poder por el poder, con lo que cuestiona la cualidad absoluta del Imperio, a saber: la propiedad privada y la competencia mercantil orientada al puro beneficio. Para san Agustín, esta forma de práctica imperial es errónea y violenta, en primer lugar porque entraña una privación en el ser. Además, según san Agustín, una comunidad realmente justa debe conllevar «un consenso extático y relacional de la unidad y la totalidad» sobre los deseos de la comunidad. De igual modo, ese consenso implica una armonía entre los miembros de la comunidad, en la que el ser de la comunidad se renueva. Una comunidad concebida así tiene algo de tribal, que la polis y la civitas suelen negar. En esta comunidad tribal, lo que importa no es el cultivo de las virtudes heroicas, sino la transmisión siempre renovada de los signos del amor, la caridad y la adopción de nuevos miembros mediante el bautismo, con el que comienza el proceso emancipador de la paideia, un proceso que dura de por vida. Nadie está excluido de la paideia (a diferencia, por ejemplo, de lo que sostienen Platón o Aristóteles), de recibir el amor divino y la caridad, sea un esclavo, un niño, una mujer, un lisiado o un pobre. No se puede impedir a nadie que se una a la comunidad, circunstancia en la que radica una de las aportaciones importantes del concepto de comunidad formulado por san Agustín.
El objetivo de la polis así concebida no es la gloria colectiva y el poder de Roma, dado que la ciudad no es un héroe romano. Paradójicamente, la polis se convierte en la secuencia diferencial cuyo fin último es la creación de nuevas relaciones, que sitúan y determinan a nuevos individuos. Un fin último es aquel que no puede describirse o concebirse en toda su extensión, a diferencia de una ciudad terrenal, cuyo fin radica en ella misma y que constituye un vestigio del dominium pagano, que se remonta, como demuestra san Agustín, hasta Babilonia. Babilonia sirve como metáfora de una ciudad fundada en la violencia de la guerra civil y en la que no hay fines políticos objetivos que sean buenos per se. Las virtudes babilónicas solo sirven para mantener el dominium, y, en consecuencia, hay que rechazarlas. San Agustín está convencido de que todo cuanto tiene valor ha de tener su correlato en la realidad de la ciudad de Dios. Todo lo que de alguna forma sea distinto de la práctica eclesial de la «divina ciudad peregrina» indica la realidad del pecado de la propia relatividad. Lo que está fuera de la Iglesia está sometido a un poder (es decir, a una violencia) que siempre es arbitrario y excesivo. Las características políticas de la civitas terrena son la esclavitud, la fuerza política excesiva y el compromiso entre los intereses económicos enfrentados de los individuos. Al mismo tiempo, así es como la ciudad terrenal alcanza la paz.
Una de las afirmaciones cruciales de La ciudad de Dios, subrayada con razón por Milbank, es que una sociedad pagana no solo carece de justicia, sino de virtud en general. ¿En qué basa san Agustín esta aseveración, tan inusual, aunque observada también, a su manera, por Giambattista Vico? San Agustín dice que los paganos no han adoptado la latreia, el culto de un solo Dios, y que, por tanto, no han hecho justicia a quien más la merece. Han negado a Dios el honor del verdadero culto, latreia, al tiempo que han honrado a dioses paganos, que, para san Agustín, eran demonios malignos celebrados en los rituales teúrgicos descritos con anterioridad. La crítica de san Agustín no solo se sitúa al nivel de la práctica eclesial de la liturgia, que los paganos no llevaron a cabo de un modo acorde con la caridad. Se trata de algo mucho más complejo, porque el culto organizado eclesiásticamente del verdadero Dios (que, según san Pablo, es la verdadera forma de adoración, como dice en Romanos 12, 1) lleva a la descodificación de las antinomias políticas de la Antigüedad. San Agustín indica que, por medio de las prácticas eclesiales, se llega al orden apropiado de psyche, oikos, polis y cosmos.
Y cuando el alma sirve a Dios, ejerce un control apropiado sobre el cuerpo; y en la propia alma la razón tiene que someterse a Dios, para gobernar como es debido las pasiones y otros vicios. Por tanto, cuando un hombre no sirve a Dios, ¿qué justicia podemos atribuirle, dado que en este caso su alma no puede ejercer un control justo sobre el cuerpo, ni su razón sobre sus vicios? Y si en ese individuo no hay justicia, sin duda no puede haberla en una comunidad compuesta por personas como él. Por tanto, aquí no tenemos ese reconocimiento común de lo bueno que convierte a una reunión de hombres en un pueblo cuyos asuntos llamamos república. Y, ¿qué diré del carácter ventajoso de la participación común, que, según su propia definición, constituye a un pueblo? [43].
San Agustín afirma que el verdadero culto consiste en permitir que Dios se subordine temporalmente a lo que es constante e inmutable. Esa subordinación se consigue principalmente en la relación del alma con Dios, en la que los deseos y las pasiones se subordinan de forma terapéutica a Dios, que las encauza de una forma ordenada y, por tanto, «sanadora». Tras esta subordinación fundamental, el alma se moldea adoptando la posición apropiada respecto de la familia, como lo hace la familia respecto de la ciudad y la ciudad respecto del universo. Lo contrario a esta subordinación de todos los deseos a un solo Dios es el culto de los dioses paganos, que aspira a hacer del dominium y del Imperio (entendido como aquello que es pasajero) un fin en sí mismo. En ese caso, la persona y la comunidad fomentan la peor forma de idolatría, que san Agustín equipara, por supuesto, con la injusticia primordial. Cualquier intento de convertir a las autoridades seculares paganas en una medida universal de realidad (por justas que parezcan) constituye en última instancia un caso de injusticia e idolatría. Dicho de otro modo, san Agustín considera que la falta de fe en la trascendencia conduce a la injusticia social, porque, sin la fe en la trascendencia, no es posible establecer la virtud, que él define como el orden en el amor. La falta de un culto organizado del verdadero Dios conduce a la injusticia y niega la práctica eclesial de la caridad; es decir, niega el orden del amor.
Por tanto, los romanos no pueden practicar la virtud, porque se han apartado de la remisión a la trascendencia, a la paz celestial de la ciudad de Dios, alcanzada mediante la absolución mutua. Los paganos son injustos y no pueden comprender apropiadamente la virtud porque no han dado prioridad al perdón y la paz. Por tanto, no pueden establecer un orden apropiado en relación con el alma, la familia, la ciudad y el universo, y permanecen atrapados en la antinomia de las virtudes alcanzadas con la violencia. Al igual que el alma subordina tanto al cuerpo como a sus propias pasiones, san Agustín afirma que habría que introducir un tercer nivel, inexistente entre los paganos: el nivel referido a la latreia, en la que el alma se subordina a un solo Dios. Comentando el Sermón de la Montaña, san Agustín se pregunta cómo comprenderá la gente que, en el alma del hombre, por depravada que sea, siempre quedará un rastro de razón, al que Dios habla a través de la conciencia. Siguiendo su comentario, san Agustín argumenta que, mientras que el diablo posea un rastro de razón, puede oír a Dios hablarle [44]. Dicho de otro modo, Dios se dirige a la parte racional del alma dándole una paz celestial. Al hacerlo, Dios exige que el alma se someta primero a Él de manera ordenada y armoniosa, para que luego pueda someter al cuerpo. Idéntica estrategia se aplica luego a la familia y a la comunidad.
Dicho de otro modo, si la comunidad desea ser justa, debe reflejar una armonía y un consenso social absoluto; la comunidad debe creer en la existencia de una justicia infinita, en relación con la que situar el amor. Concebida de ese modo, la justicia infinita es capaz de ordenarlo todo propiamente con arreglo a la temporalidad, para que no haya el menor vestigio caótico de desorden. La justicia interpretada de este modo se distingue de las virtudes paganas, que (con elementos psíquicos intrínsecamente peligrosos, como muestra san Agustín en el libro quinto de La ciudad de Dios) se comparan con lo que se nos opone y hay que derrotar en la confrontación «desde fuera». De ahí la metáfora de la virtud antigua como una «fortaleza» (el significado original de la palabra polis) capturada con las armas por la virtud heroica. En una fortaleza comprendida en estos términos uno se esfuerza en asegurar el espacio interior mediante la virtud heroica, por el dominio de un grupo contra otros, mientras que, al mismo tiempo, hay que preservar el territorio de los enemigos externos, por el bien de todos. La ciudad fomenta las virtudes de los individuos, virtudes privadas que celebran la victoria sobre los rivales en la ciudad, y, por tanto, está claro que las virtudes de los individuos se relacionan invariablemente con la adquisición de un control interno sobre las pasiones en la lucha contra los vicios, en los que no puede haber caridad. Para san Agustín, la caridad es la organización de la actividad recíproca necesaria para producir un orden social y estético. Solo la caridad puede completar la justicia y la razón, que debe asumir la prioridad ontológica de la paz, por oposición a la violencia primigenia de la ciudad terrenal, Babilonia. Esta asunción se basa en parábolas, en señales, en un acontecimiento cuyo idioma social de absolución del pecado y de caridad nos enseñó Jesucristo, al invitar a la gente a una comunidad que anticipa la realidad de la Ciudad Celestial.
Para san Agustín, la absolución del pecado es la precondición de todas las construcciones sociales, y se puede resumir de la siguiente forma: la virtud solo puede manifestarse plenamente si la posee la comunidad entera y vive unida de forma virtuosa. La posesión común de la virtud influye en el orden de las diferencias individuales y, como tal, recuerda a la virtud celestial de la caridad. Los intentos en los que nuestras acciones se parecen en mayor medida a las virtudes celestiales «compensan, sustituyen e incluso atajan esta absoluta ausencia de virtud», como dice Milbank tan perfectamente [45]. Al no ofendernos, al asumir la culpa de los otros, al obrar como es debido (al margen de los límites de cualquier responsabilidad definida por la ley), llegamos a una paradoja importante, en la que empezamos a incorporar la virtud celestial, es decir, la fe, la esperanza y la caridad, o, como dice Alain Badiou, la fidelidad, la perseverancia y el amor. La paradoja radica en que la virtud solo está realmente presente al intercambiar y compartir, al aceptar la responsabilidad de las personas más cercanas a nosotros y soportar su carga. No se trata de que una persona haga lo que dicta la ley de la comunidad: según san Agustín, una virtud de esa clase sería en realidad un vicio, dado que no se la alcanzó mediante el perdón mutuo y el consenso social absoluto, es decir, mediante la armonía de la paz celestial, que nos resitúa dentro de la comunidad del cuerpo de Jesucristo.
Hardt y Negri merecen un elogio por su sagaz observación de que san Agustín es un excelente interlocutor en el debate político de la actualidad. Tienen razón cuando afirman que solo una comunidad católica universal puede ofrecer una alternativa a las prácticas del Imperio, que, bajo la forma de un capital que circula a la mayor velocidad posible, celebra invariablemente la violencia y el terror, que conducen al nihilismo. Aunque pueda parecer autocomplaciente proclamar que las afirmaciones de Negri, viejo comunista, no son lo bastante radicales, creo que es así. Lo diré sin rodeos: Hardt y Negri no son suficientemente radicales. Pues ¿cómo interpretar si no su afirmación de que una sociedad católica formada por personas extrañas entre sí pero que se unieran, cooperaran y se comunicaran sabrían que dicha sociedad constituye un medio sin un fin? ¿Cómo interpretar si no su afirmación de que Francisco de Asís es un modelo posmoderno para el activista que encarna la alegría de ser comunista? La visión neocomunista, agustinizada y aderezada con toques de Spinoza que mantienen los autores les impide ver más allá de lo que resulta inmanente en la superficie del Imperio. Pese a ello, no hay que desdeñar su interpretación de san Agustín como si fuera completamente errónea. He yuxtapuesto a su crítica de san Agustín la única respuesta posible desde una perspectiva agustiniana. Esta crítica dual es un intento teológico de acercar a san Agustín a Spinoza y viceversa.
Por tanto, podemos adoptar la visión agustiniana de las dos ciudades, pese a que sus límites no resultan siempre claros y distintos, a que se superponen y no dejan de ser porosos. Nunca estamos seguros de quién está dentro y quién está fuera, aunque hay signos externos de pertenencia a la comunidad universal de los que habla san Agustín, medios modestos de salvación como los sacramentos, las plegarias, la liturgia y la lectura de los Evangelios. Ciertamente, se ha abusado de múltiples maneras y en muchas ocasiones de estas señales y medios, aunque estaban concebidos para hacer más sencillo el viaje de los nómadas eclesiales de los que habla san Agustín. Estos modestos medios tienen un efecto regenerativo y terapéutico en todas las personas que soportan la carga de Jesucristo en el mundo, tal como se describe, mediante una paradoja, en las palabras sobre el juicio final del Evangelio de Mateo (Mateo 25, 31-46) o en la parábola sobre el buen samaritano del Evangelio de Lucas (Lucas 10, 29-37). Entre los nómadas y desertores en éxodo permanente hay algunos —sostiene san Agustín— que, pese a manifestar los símbolos «externos» de pertenencia a una comunidad (como el bautismo, la lectura de los Evangelios o la participación en la liturgia), no pertenecen a la Ciudad de Dios, porque su corazón no está con el Señor. También están quienes, pese a no manifestar las señales externas del yugo de Dios y no vivir en comunión visible con la Iglesia, pertenecen al pueblo de Dios y a su ciudad. Solo Dios sabe quién le pertenece realmente y quién no; la gente, gracias a Dios, carece de ese conocimiento. En cierto lugar, san Agustín sostiene que nos sorprenderemos al ver qué personas están en el Cielo, y que seremos los primeros sorprendidos cuando nos veamos a nosotros mismos.
Como he dicho más arriba, sostengo que la crítica de Negri y Hardt a Plotino es una opción insuficientemente radical, en la que la «teleología teúrgica de la multitud» no bastará para materializar, o más bien para constituir, el sujeto político. Por lógica que parezca, su propuesta de que la multitud es el nuevo sujeto político no está desarrollada. Hay que incrementar la intensidad y explorar un enfoque distinto al de la teleología teúrgica de la multitud, centrándose en las prácticas eclesiales propuestas por san Agustín, no en su contrapunto platónico, pagano y popular-religioso. Hay que buscar otras prácticas que puedan yuxtaponerse a las virtudes glorificadas por el Imperio. Así es como veo yo la crítica agustiniana de Hardt y Negri. Mi conclusión es sencilla. La peregrinación compartida de la comunidad católica sobre la tierra es la única alternativa a un metarrelato imperial, la única forma de elaborar la práctica necesaria para la constitución del sujeto político. Hay que fundar esta constitución en un solo presupuesto.
¿Y si hubiera un fin último cuya existencia nos resulta inimaginable? Si no podemos recurrir a nuestra imaginación, que el Imperio destruye cada vez con mayor vigor y claridad, entonces solo nos queda el sentido común. Ahí está el problema, como dijo G. K. Chesterton cuando afirmó que el loco era quien lo ha perdido todo excepto la razón (su imaginación, su sensibilidad, sus emociones, todo lo que, en nuestro contexto, permite la intensidad de las prácticas eclesiales). En su crítica a las virtudes del Imperio, que siempre incrementan el capital y legitiman diferentes formas de terror, san Agustín propone eliminar el apoyo a esas prácticas corruptas y decadentes llamando a la gente a la práctica eclesial, para contrarrestar las virtudes imperiales moldeando el carácter de los miembros de la Ciudad de Dios. Como hemos visto en el libro quinto (y, de hecho, desde el segundo hasta el decimonoveno) de La ciudad de Dios, san Agustín llama a cierta forma de deserción, éxodo y nomadismo. Pide un ascetismo disciplinado. Eso es lo que le falta no solo al activismo posmoderno antiimperialista de Negri, sino a la propia multitud que constituye como su sujeto político. En contraste con Hardt y Negri, sostengo que es especialmente importante considerar a san Francisco de Asís dentro de la comunidad universal que emprende peregrinaciones a la Ciudad de Dios conforme al modelo ofrecido por san Agustín. En la interpretación de san Agustín, el catolicismo, con su concepto local de lo universal, es una contraparábola que subvierte el metarrelato imperial y nos ayuda a responder a la pregunta sobre cómo comprender correctamente la deserción, el éxodo y el nomadismo, que vemos como una forma específica de ejercicio ascético.
Dicho de otro modo, la vacuidad de la multitud de la que hablan Hardt y Negri radica en el hecho de que no se requiere ningún ejercicio ascético para su práctica política, como señala el filósofo italiano. Si aceptamos la afirmación de Walter Benjamin de que el capitalismo es una religión, la crítica más radical del capitalismo —y, de hecho, la única posible y verosímil— ¿no será la articulada por la religión? Por eso, con la ayuda de san Agustín, intento elaborar una respuesta a la pregunta planteada. La matriz capitalista en la que funcionan las prácticas imperiales solo puede ser objeto de una crítica relevante si dicha crítica abraza cierta teología, pues, de otro modo, el Imperio prevalecería siempre, como lo ha hecho hasta ahora, gracias a su diabólica capacidad de adaptación al mercado.
De ahí que sea necesaria una dosis mesurada de ascetismo voluntario y disciplinado, de la que tal vez surjan algunos fragmentos de verdades eficaces que sanen nuestro deseo, como dice san Agustín, dado que guiaremos nuestro deseo no hasta algo hermoso, deseable y transitorio, sino hasta la Belleza, la Gloria y la Verdad inmutable. Por eso necesitamos el ascetismo: solo él es capaz de redirigir el deseo hacia la plenitud eterna. El ascetismo no es la destrucción del deseo, como afirman diversas variedades del budismo. La comprensión que tiene san Agustín de la práctica ascética comienza con una renuncia voluntaria al deseo de gloria y a la sed de poder. Después viene la renuncia a la sumisión al placer, al debilitamiento del alma y el cuerpo, a la codicia de una mayor riqueza. El ansia de gloria es un vicio repugnante y un enemigo de la verdadera devoción, afirma san Agustín recordando las palabras del carpintero de Nazaret y de los apóstoles, cuya práctica consistía en colocar el amor de Dios por encima de la gloria humana. El ejercicio del ascetismo en las prácticas eclesiales es una disciplina abrazada voluntariamente para alcanzar un objetivo que nos supera, pero también es un vehículo. Se trata de una afirmación importante, porque ser radical no es una cosa sencilla, ni, desde luego, sale gratis. Ser radical significa estar dispuesto a pagar un precio, a hacer sacrificios, y, en este caso, a aceptar y adoptar un ascetismo disciplinado como forma de vida. Aunque los izquierdistas y los liberales de salón que cobran generosos salarios universitarios lo atacaron y lo ridiculizaron unánimemente, creo que Slavoj Žižek tenía razón a este respecto. A propósito de la película 300, sobre la batalla de las Termópilas, Žižek hizo, en un contexto completamente distinto, una afirmación importante, citando a Badiou:
Necesitamos una disciplina popular. Diría incluso […] que «los que no tienen nada tienen solo su disciplina». Los pobres, los que carecen de dinero o de armas, los que no tienen poder, solo tienen su disciplina, su capacidad para actuar juntos. Esta disciplina es ya una forma de organización [46].
Dentro de la matriz imperial global, que ofrece solo una taxonomía capitalista binaria (incluido-excluido, dentro-fuera, rico-pobre), hay poco espacio para la improvisación, salvo que pongamos continuamente en entredicho esta división mediante cierto ascetismo, como propone san Agustín. Podemos comprender la visión de san Agustín de la práctica eclesial, en contraste con las virtudes babilónicas, como una síntesis de nomadismo y ascetismo, como un viaje «terapéutico» conjunto a la Ciudad de Dios. Por tanto, el nomadismo y el ejercicio ascético de las prácticas eclesiales son las coordenadas esenciales que nos ayudan a cimentar el sujeto político y a interpretar de otra forma la deserción y el éxodo de los que hablan Hardt y Negri. Ese sujeto político sería revolucionario, y la racionalidad capitalista no podría domesticarlo. Dicho de otra forma, y al modo de Badiou, la práctica eclesial reconoce que «Es mejor no hacer nada que contribuir a la creación de modos formales de hacer visible lo que el Imperio reconoce ya como existente» [47].